No se necesita una gran habilidad para descodificar el sistema que rige el mundo actual. Un porcentaje insignificante de la población es inmensamente rica, algunos llevan una vida próspera, muchos van tirando y otros muchos más sufren penalidades. Se lo denomina capitalismo, pero en su seno subyacen esquemas residuales de feudalismo y jerarquías aún más antiguas, injusticias de base que enmarcan nuestra manera de organizarnos. Todo el mundo tiene una relación imaginaria con su situación real; y así es nuestro mundo. Caminamos con los ojos vendados, y sólo vemos aquello en lo que creemos.
Y siempre estamos al borde del abismo. Hay islas de tiempo en que las cosas parecen estables. No pasa gran cosa: las semanas se limitan a sucederse unas a otras. Más tarde las islas se desmoronan. Cuando haya transcurrido el tiempo suficiente, ninguno de los que ahora estamos vivos seguiremos aquí; todos serán diferentes. Entonces serán los relatos lo que mantendrá unidas las generaciones, la historia y el ADN, largas cadenas de los más sencillos elementos —guanina, adenina, citosina, timina; amor, esperanza, miedo, egoísmo— todo recombinándose una y otra vez, hasta que sucede un milagro ¡y surge la vida!
Charlie, despertado por el sonido de una estridente alarma, se puso en pie de un salto junto a la cama, sacando los puños como un boxeador del siglo XIX.
—¿Qué? —gritó en dirección al fuerte ruido.
No era una alarma. Era Joe, que estaba en la habitación, aullando. Miró a su padre, sorprendido.
—Ba.
—Dios, Joe. —La comezón empezó a arderle en el pecho y los brazos. Se había pasado la mayor parte de la noche moviéndose y dando vueltas, como todas las noches desde su encuentro con la hiedra venenosa. Probablemente se había dormido sólo una hora o dos antes—. ¿Qué hora es? ¡Joe, no son ni las siete! No grites así. Lo único que tienes que hacer es darme un golpecito en el hombro si estoy dormido, y decir: «Buenos días, papá, ¿puedes calentarme un biberón?».
Joe se acercó y le dio un golpecito en la pierna, observándolo tranquilamente.
—Bo pa. Ca ba.
—Vaya, Joe. ¡Muy bien! ¿Ves?, te calentaré el biberón en seguida. ¡Muy bien! Escucha, ¿has hecho caca ya en el pañal? Mira, podrías ir al cuarto de baño, bajarte el pañal y sentarte en tu propia taza, como un niño grande, hacer caca como Nick y luego ir a la cocina y el biberón estará listo. ¿Verdad que suena bien?
—Ga pa. —Joe se fue lentamente hacia el cuarto de baño.
Charlie, asombrado, salió detrás de él y bajó la escalera con todo el cuidado que pudo, para no estimular el picor. En la cocina el aire era deliciosamente fresco y suave. Nick estaba allí leyendo un libro. Sin levantar la vista, dijo:
—Quiero ir al parque a jugar.
—Pensaba que tenías que hacer deberes.
—Bueno, algo así. Pero quiero jugar.
—¿Por qué no haces primero los deberes y luego juegas? Así cuando juegues lo disfrutarás más.
Nick levantó la cabeza.
—Eso es verdad. Vale, primero haré los deberes. —Y se fue con su libro debajo del brazo.
—Ah, y ya que vas sube los zapatos a la habitación.
—Claro, papá.
Charlie contempló su reflejo en el lateral de la campana de la cocina. Tenía los ojos muy abiertos.
—Hum —dijo. Puso el biberón de Joe en el recipiente, se puso un auricular en la oreja izquierda—. Teléfono, ponme con Phil… Hola, Phil, quería hablar contigo mientras todavía tengo la idea fresca, he estado pensando que, si intentásemos introducir otra vez el proyecto de ley de los aerosoles chinos, podríamos abordar el problema del aire con una especie de punto de apoyo que, o bien inicia un proceso que terminará con las plantas de carbón de la costa Este, o bien servirá de caballo de Troya, ¿sabes a qué me refiero?
—Así pues ¿estás diciendo que vayamos a por los chinos otra vez?
—Bueno, sí, pero como parte de tu campaña global.
—Y tanto si funciona como si no, ¿nos dará una influencia que podremos emplear para todo lo demás? Hum, buena idea, Charlie, me había olvidado de ese proyecto, pero era bueno. Lo intentaré. Llama a Roy y dile que me lo prepare.
—Claro, Phil, dalo por hecho.
Charlie sacó el biberón del recipiente, lo secó y Joe apareció en la puerta, desnudo, con el pañal en la mano para enseñárselo a Charlie.
—Oh, Joe, ¡muy bien! ¿Has hecho caca en tu retrete? Muy, pero que muy bien, aquí tienes el biberón, qué recompensa pavloviana tan perfecta.
Joe le arrebató el biberón de la mano y se fue, andando como un pato, con un trozo de papel higiénico colgando por detrás, sujeto entre las nalgas.
Vaya mierda, pensó Charlie. Una manera de hablar.
Llamó a Roy y le dijo que Phil había aprobado la recuperación del proyecto chino. Roy no se lo creía.
—¿Qué quieres decir? Nos dimos una buena hostia con eso. ¡Entonces era una broma y ahora será peor!
—No, qué va, salió mal pero era un buen proyecto, nos dio mucho crédito que utilizamos para otras cosas, y ahora pasará lo mismo, porque tenemos razón, Roy, la verdad está de nuestra parte.
—Sí, claro, pero eso no es lo importante…
—¿Que no es lo importante? ¿Tan hartos estamos que tener razón ya no es relevante?
—No, por supuesto que no, pero eso tampoco es lo importante, es como una partida de ajedrez, cada movimiento es sólo un movimiento de la partida mayor, ¿sabes?
—Sí, lo sé, porque la analogía es mía, pero a eso me refiero: es un buen movimiento, los frena, les obliga a sacrificar una reina para que no les demos jaque mate.
—¿De verdad piensas que nos dará tanta influencia? ¿Por qué?
—Porque Winston tiene muchos vínculos con la industria china, y no puede defenderlo ante el núcleo duro de sus electores, la realpolitik cristiana no es una filosofía demasiado coherente, y por tanto constituye un punto débil, ¿no te das cuenta?
—Bueno, sí, por supuesto. ¿Y dices que Phil ya ha dado su aprobación?
—Sí.
—Vale, con eso me basta.
Charlie se levantó y ejecutó unos pasos de baile hasta el salón, donde Joe estaba sentado en el suelo intentando volver a ponerse el pañal. Las dos cintas adhesivas estaban sueltas.
—Buen intento, Joe, deja que te ayude.
—Sí pa. —Joe le tendió el pañal.
—Hum —dijo Charlie, súbitamente suspicaz.
Llamó a Anna.
—Hola gruñona, ¿cómo estás?, sí, sólo llamaba para decirte que te quiero y para proponerte que nos compremos unos billetes a Jamaica, ya encontraremos a alguien para que cuide a los niños, y nos vayamos los dos solos, alquilemos un playa entera para nosotros y nos pasemos allí una semana o quizá dos, nos vendría bien.
—Eso es verdad.
—Ahora está muy barato, por los disturbios y tal, así que estaremos casi solos.
—Cierto.
—Entonces llamo ahora mismo a la agencia de viajes y les digo que lo carguen todo a mi tarjeta de empresa.
—Vale, adelante.
En ese momento se oyó una especie de crujido y Charlie despertó al mundo real.
—Oh, mierda.
Sabía lo que acababa de ocurrir, porque no era la primera vez. Su mente se había vuelto escéptica en algún momento del sueño: todo iba demasiado bien, o mal —en este caso, su increíble capacidad de convicción— y por tanto había seguido soñando escenarios cada vez más improbables, en una especie de reducción al absurdo, hasta que el sueño había estallado despertándolo.
Su relación con los sueños era casi divertida. Excepto por el hecho de que a veces se interrumpían en los momentos más inoportunos. Era perverso probar los límites de la verosimilitud en lugar de seguir la corriente, pero así funcionaba la mente de Charlie, al parecer. No podía hacer más que quejarse y reírse de ello, e intentar que su mente dormida adquiriera una respuesta más tolerante frente a los sueños de deseos cumplidos.
Resultó que en el mundo real Anna trabajaba en casa ese día, para que Charlie, con su hiedra venenosa, pudiera disfrutar de un día de vacaciones de Joe. Charlie pensaba aprovecharlo para ir a la oficina en persona por una vez y charlar con Phil sobre los próximos pasos a seguir. Era fundamental que Phil presentara un conjunto de proyectos pequeños que salvaran lo mejor del integral.
Bajó cuidadosamente a la planta baja y encontró a Anna haciendo crepes para los niños. A Joe le gustaba usarlas como pequeños discos arrojadizos.
—Buenos días, cariño.
—Hola, cielo.
Él la besó en la oreja, inhalando el olor de sus cabellos.
—Acabo de tener un sueño alucinante. Podía convencer a cualquiera de cualquier cosa.
—¿Seguro que era un sueño?
—¡Sí, claro! No me tomes el pelo, es evidente que no puedo convencer a cualquiera de cualquier cosa. No, era un sueño, sin duda alguna. De hecho lo llevé demasiado lejos y lo estropeé. Intentaba convencerte de que te fueras conmigo a Jamaica, y tú me decías que sí.
Ella rió alegremente ante la idea, y él rió al verla reír, y por el sueño. Y le pareció un regalo, en lugar de una burla.
Examinó la pantalla del ordenador de la cocina en busca de noticias. «Lunes de tormenta», proclamaba. Venían unas tormentas subtropicales, y el azul fresco y mentolado del océano Ártico estaba cubierto por una cadena de parches blancos que se dirigían hacia el sur. Las fotos de los satélites más lejanos, que cubrían la mayor parte del hemisferio norte, le recordaban a Charlie el aspecto de su piel justo después de exponerla a la hiedra venenosa. El día anterior una enorme ampolla blanca tapaba el sur de California; otra, que se acercaba desde Canadá, era realmente impresionante: grande, húmeda, un poco más cálida de lo habitual, vertiendo su contenido desde Saskatchewan.
Los meteorólogos de los medios de comunicación estaban ya metidos en su frenesí de anticipación y análisis, no sólo del frente ártico, sino también de una tormenta tropical que estaba alejándose de las Bahamas, aunque había provocado menos daños de los esperados.
—«Insignificante», la llama este tío. ¡Dios mío! Ahora todos somos críticos. La gente está haciendo una reseña del tiempo.
—«Pequeños cirros delicados» —citó Anna de algún sitio.
—Sí. Y he oído a alguien hablar de un «nubarrón ostentoso».
—Es melodrama —supuso Anna—. El clima como obra de arte de mala calidad, un culebrón. O algún tipo de programa de telerrealidad sin escenario.
—O con escenario.
—¿No sería mejor que te quedaras en casa?
—No, no pasará nada. Sólo voy a ir al trabajo.
—Vale. —Eso tenía sentido para Anna: hacía falta mucho para que ella no fuera a trabajar—. Pero ten cuidado.
—Lo haré. Estaré dentro del edificio.
Charlie fue a arreglarse. ¡Una excursión sin Joe! Era una pequeña aventura.
Aunque, caminando por la Wisconsin, descubrió que echaba un poco de menos a su pequeño titiritero. Estaba en una esquina, esperando a que el semáforo se pusiera verde, cuando un tráiler enorme pasó rugiendo y Charlie dijo en voz alta: «¡Oooh, qué camión tan grande!», lo que hizo que las otras personas que estaban esperando lo miraran. Embarazoso; pero le resultaba muy difícil recordar que estaba solo. Flexionaba los hombros continuamente por la falta de costumbre de no llevar peso. Sentía el viento en la nuca. Fue un descubrimiento un tanto espantoso: preferiría tener a Joe consigo.
—Dios, Quibler, adónde hemos llegado.
No obstante, le gustaba que las correas de la mochila portabebés no se le clavaran en el pecho. Incluso sin ellas, las lesiones provocadas por la hiedra venenosa le picaban con el roce de la camisa y la primera capa de sudor. Desde su contacto con el árbol dormía tan mal, se pasaba tanto rato despierto sufriendo de un picor imposible de rascar, que se estaba volviendo completamente loco. El médico le había prescrito unos fuertes corticoides orales, y también le había puesto una inyección, así que tal vez su insomnio se debiera en parte a eso. O quizá simplemente al picor. Ponerse la ropa era como una especie de electrocución superficial.
Tras unos cuantos días así, se había visto reducido a un estado tartamudeante y semialucinatorio. Ahora, más de una semana después, estaba peor. Notaba arenilla en los ojos; las cosas tenían aura; los ruidos lo sobresaltaban. Era como los posos de un colocón de cristal de metanfetaminas, suponía, o las últimas horas de un viaje de ácido. Tenía el cerebro lijado, alelado y en carne viva, todo le llegaba como a saltos.
Tomó el metro hasta Dupont Circle, y salió allí sólo por el placer de dar un paseo sin Joe. Se detuvo en Kramer's y se tomó un expreso, y luego se encaminó a Dupont Second Story, pero se detuvo al darse cuenta de que estaba haciendo exactamente las mismas cosas que habría hecho con Joe.
Por tanto, se dirigió al sudeste, atravesando Connecticut hacia el Mall. Mientras caminaba admiró el gran espectáculo de las nubes, vastas torres de lóbulos, blancas como el nácar, que subían hacia un cielo alto y claro.
Hizo una pausa delante de la maravillosa tienda de mapas de la calle Eye, y durante un rato se perdió en las formas de nubes de otros países. En el exterior, las nubes estaban amontonándose allí, inmóviles, en lugar de seguir su camino desde el oeste o el sudeste. Nubarrones como yunques brillantes se encumbraban a veinte mil metros de altura, formando un superhimalaya que parecía tan sólido como el mármol.
Sacó el teléfono y se lo puso en la oreja izquierda.
—Teléfono, llama a Roy.
Al cabo de un segundo:
—Roy Anastophoulus.
—Roy, soy Charlie. Voy para allá.
—Yo no estoy.
—¡Oh, vamos!
—Ya. ¿Cuándo fue la última vez que te vi?
—No lo sé.
—Tienes dos hijos, ¿no?
—Oh, ¿no te has enterado?
—Ja, ja, ja. Me gustaría verlo.
—Dios, no.
—¿Para qué vas?
—Necesito hablar con Phil. Esta mañana he soñado que podía convencer a cualquiera de cualquier cosa, incluso a Joe. Convencía a Phil para que retomara el proyecto sobre los aerosoles chinos, y luego a ti para que lo aprobaras.
—Esa hiedra venenosa te ha vuelto loco de remate.
—Cuánta razón tienes. Deben de ser los corticoides. Quiero decir, hoy parece que las nubes laten, que no saben hacia dónde ir.
—Probablemente sea cierto, tenemos dos sistemas de bajas presiones colisionando sobre nosotros, ¿no te has enterado?
—¿Cómo no enterarme?
—Dicen que va a llover un montón.
—Pues creo que lo viviré desde la oficina.
—Bien. Escucha, cuando llegue Phil no seas demasiado duro con él. Ya se siente lo bastante mal.
—¿Ah, sí?
—Bueno, no. En realidad no. ¿Cuándo has visto a Phil sentirse mal por algo?
—Nunca.
—Pues eso. Pero ya sabes. Se sentiría mal si tuviera que hacer ese tipo de cosas. Y debes recordar que es bastante astuto a la hora de sacar lo máximo posible de estos proyectos de ley. Es consciente de los límites y hace lo que puede. Para él no es un juego de todo o nada. No lo considera cuestión de nosotros contra ellos.
—Pero a veces sí que es cuestión de nosotros contra ellos.
—Cierto. Pero él tiene una visión más a largo plazo. Dentro de un tiempo, algunos de ellos serán de los nuestros. Y mientras tanto, él da con algunos trucos interesantes. Descomponer el superproyecto en varias partes puede ser la manera correcta de avanzar. Ya recuperaremos muchas de estas cosas.
—Tal vez. Pero nunca hemos vuelto a probar lo de los aerosoles chinos.
—Aún no.
Charlie dejó de escuchar para cruzar la calle. Cuando volvió a escuchar, Roy estaba diciendo:
—Así que has soñado que eras Jenofonte, ¿eh?
—¿Quién es ése?
—Jenofonte. Escribió la Anábasis, donde cuenta la historia de cómo él y un puñado de mercenarios griegos fueron atacados y tuvieron que huir atravesando toda Turquía para volver a Grecia. Se pasan todo el tiempo debatiendo sobre qué hacer, y Jenofonte gana todas las discusiones, y todos sus planes funcionan siempre a la perfección. Yo la considero la primera gran novela de fantasía política. ¿A quién más convencías?
—Bueno, conseguía que Joe usara el orinal, y luego convencía a Anna para que dejara a los niños en casa y se viniera conmigo de vacaciones a Jamaica.
Roy rió con entusiasmo.
—Los sueños son muy divertidos.
—Sí, pero también valientes. Muy valientes. A veces despierto y me pregunto por qué no soy tan valiente como cuando sueño. Quiero decir, ¿qué tengo que perder?
—Jamaica, cariño. Eh, ¿sabías que en algunos de los hoteles de la costa norte hay un servicio de restauración para las parejas que hacen el amor en lugares semipúblicos, en piscinas y playas?
—Hablando de novelas de fantasía.
—Sí, pero ¿no te parece que sería interesante?
—Pareces un poco, bueno, desesperado quizá no, ¿falto de algo, tal vez?
—Es cierto, lo estoy. Hace semanas.
—Oh, pobre. Yo hace semanas que no salgo de casa.
De hecho, para Roy unas semanas era mucho tiempo entre encuentros amorosos. Uno de los secretos no tan secretos de Washington era que entre los solteros jóvenes y ambiciosos que se reunían para gobernar el mundo había un fluido intercambio sexual.
—Supongo que tendré que ir a bailar esta noche —dijo Roy tristemente.
—¡Oh, pobre de ti! Yo supongo que me quedaré en casa intentando no rascarme.
—Estarás estupendamente. Tú ya tienes la tuya. Oye, ha llegado mi comida.
—¿Dónde estás?
—En el Bombay Club.
—Ah, vaya. —Se trataba de un restaurante de una pareja de indoamericanos, con una decoración Raj y una comida excelente. Uno de los lugares favoritos de asesores, miembros de grupos de presión y otros personajes de la política. A Charlie le encantaba.
—¿Salmón Tandoori? —dijo.
—Correcto. Tiene muy buena pinta, y huele de maravilla.
—Ayer comí espinacas para bebés Gerber.
—No. No te comerás eso en serio.
—Sí, ya lo creo. No está tan mal. Les puse un poco de sal.
—¡Puaj!
—Sí, bueno, lo que hago es mezclar unas cuantas espinacas y un plátano.
—¡Oh, déjalo!
—Adiós.
—Adiós.
Debajo de los nubarrones la luz se había hecho más tenue. Pronto empezaría a llover. La parte inferior de las nubes estaba negra. Unas manchas como de globos de agua que estallaron salpicaron el pavimento de la acera. Charlie aceleró el paso, y llegó a la oficina de Phil justo antes que el chaparrón.
Volvió la vista y observó a través de las puertas de vidrio cómo arreciaba la lluvia, golpeando toda la extensión del Mall. Los cielos se habían abierto de verdad. Las gotas de lluvia eran enormes; daba la impresión de que unos granizos del tamaño de pelotas de béisbol se hubieran fusionado en los nubarrones, y que algunos hubieran vuelto a derretirse antes de llegar al suelo.
Charlie contempló el espectáculo durante un rato, y luego subió. Allí Evelyn le hizo saber que el vuelo de regreso de Phil se había retrasado, y que volvería de Richmond en coche.
Charlie suspiró. Ese día no podría hablar con Phil.
Así que se puso a leer informes y a tomar notas para cuando llegara. Bajó a recoger el correo. La oficina de Evelyn tenía vistas al sur: el Capitolio se alzaba a la derecha, y al otro lado del Mall se veían el Museo del Aire y del Espacio. Bajo la lluvia, los grandes edificios tenían un aire fantasmagórico. Parecían casas de gigantes.
Pasaba del mediodía, y Charlie tenía hambre. La lluvia parecía haber amainado un poco tras el primer impacto, así que salió a comprarse un bocadillo en la tienda iraní de la calle C, haciéndose con un paraguas en la puerta.
Fuera llovía sin parar, pero suavemente. Las calles estaban desiertas. En muchas intersecciones el agua llegaba al bordillo, y en algunos sitios lo sobrepasaba, invadiendo las aceras.
Dentro de la tienda, el asador chisporroteaba, pero el lugar estaba casi tan vacío como la calle. Dos cocineros y la cajera estaban viendo las noticias en una televisión colgada de una esquina del techo. Cuando reconocieron a Charlie volvieron la vista de nuevo a la televisión. El olor característico de arroz basmati y humus lo envolvía.
—Viene una gran tormenta —dijo la cajera—. ¿Sabe ya qué va a pedir?
—Sí, gracias. Tomaré lo de siempre, bocadillo de pastrami con centeno y patatas fritas.
—También habrá inundaciones —dijo uno de los cocineros.
—¿Ah, sí? —replicó Charlie—. ¿Más de lo habitual?
La cajera asintió, sin apartar la vista del televisor.
—Dos tormentas y marea alta. Corriente arriba, corriente abajo y en medio.
—Oh, Dios mío.
Charlie se preguntó qué ocurriría. Se puso a mirar la televisión con los demás. Las fotos por satélite mostraban una enorme capa blanca sobre Nueva York y Pennsylvania. Mientras tanto, la tormenta tropical estaba alejándose de las Bermudas. Daba la impresión de que se estuviera formando otra tormenta perfecta, como la epónima de 1991. Aunque, en el momento actual, ni siquiera hacía falta una tormenta perfecta para que lo de estados del Atlántico Medio pareciera una denominación literal. Bastaba con una tormenta mucho menor. La televisión hablaba de ciclos de mareas de once años: el del Niño actual era de los más largos y fuertes jamás registrados.
—El río lleva en estos momentos un caudal de veintiún mil kilómetros cuadrados —se oyó en la televisión.
—Vamos a mojarnos —observó Charlie.
Los iraníes asintieron en silencio. Cinco años antes probablemente habrían cerrado la tienda, pero ésta era la cuarta combinación sinérgica de «tormenta perfecta» de los últimos tres años, y ellos, como todos los demás, empezaban a hartarse. Había llegado a un punto en que era como Pedro y el lobo, aunque las tres tormentas anteriores provocaran desastres importantes en su momento, al menos en algunos lugares. Pero nunca en Washington D.C. Ahora la gente se limitaba a comprobar que tenía provisiones y que sus equipos funcionaban y luego seguía con sus cosas, con el paraguas y el teléfono en la mano. Charlie hacía lo mismo, advirtió, aun cuando llevaba asumiendo el papel de Pedro con todas sus fuerzas en lo referente a la situación global. Y sin embargo allí estaba, comprándose un bocadillo de pastrami con intención de volver al trabajo. Parecía la mejor actitud posible.
Al fin los iraníes terminaron de prepararle lo que había pedido, sin dejar de observar las imágenes: campos inundados, al parecer en la cuenca superior del Potomac, cerca de Harpers Ferry.
—Tres metros —dijo la cajera mientras le daba el cambio, pero Charlie no sabía muy bien a qué se refería. El cocinero cortó el bocadillo de Charlie por la mitad y lo metió en una bolsa.
—Lo primero es lo peor.
Charlie lo cogió y volvió corriendo por las calles oscuras. Pasó por delante de alguna ventana encendida; detrás, la gente trabajaba en terminales informáticos, como figuras de un cuadro de Hopper.
Empezó a llover con fuerza otra vez, mientras el viento rugía entre los árboles y ululaba en las esquinas de los edificios. La curiosa naturaleza de ángulos bajos de la ciudad permitía que grandes trozos de cielo fueran visibles entre la lluvia.
Charlie se detuvo en una esquina y miró alrededor. Le ardía la piel. Las cosas estaban demasiado mojadas y oscurecidas para parecer reales; era como si estuvieran iluminadas artificialmente para representar algún momento de presagios ominosos. De nuevo sintió que había penetrado en un espacio en el que el mundo real había adoptado todas las cualidades de un sueño: el mismo brillo y surrealismo, la misma inverosimilitud y belleza, un lustre oscuro de un significado inaprehensible. A veces bastaba con salir un día de mal tiempo.
De vuelta en la oficina, se instaló en el escritorio y comió mientras echaba un vistazo a la lista de cosas pendientes. El bocadillo estaba bueno. El café de la máquina de la oficina no. Escribió un informe actualizado, instando a Phil a retomar los elementos del proyecto de ley que parecían estar desapareciendo por las rendijas. Tenemos que hacer todo esto.
El ruido de la lluvia de fuera le recordó a los khembalies y su isla baja. ¿Qué podían hacer para ayudar a su inundado hogar? Mientras reflexionaba, buscó «Khembalung» en Google, y cuando vio que había más de ochocientas referencias, buscó «Khembalung + historia». Eso arrojó apenas unas docenas de resultados, así que abrió el primero que le pareció interesante, una página llamada «Estudios de Shambala».
El primer párrafo lo dejó con la boca abierta: Khembalung, un reino móvil. Antes Shambala… Fue leyendo por encima, avanzando despacio:
… cuando los guerreros de Han invadan el Tibet central, habrá llegado el turno de Khembalung. Una persona llamada Drepung llegará desde el este, una persona llamada Sonam llegará desde el norte, una persona llamada Padma llegará desde el oeste…
—Mierda…
… la primera encarnación de Rudra fue el rey de Olmolungring en el 16017 a.C.
… entonces se impondrán la deshonestidad y la codicia, una ideología de materialismo brutal se extenderá por toda la Tierra. El tirano creerá que no queda ningún lugar por conquistar, pero las nieblas se levantarán y revelarán Shambala. Indignado al descubrir que no lo gobierna todo, el tirano atacará, pero entonces Rudra Cakrin se levantará y conducirá un poderoso ejército contra los invasores. Después de una gran batalla, el mal será destruido (véase lámina 4).
—Mierda y mierda.
Charlie siguió leyendo, con la cara apenas a unos centímetros de la pantalla, que ahora servía también para iluminar débilmente la habitación. Reaparición del reino… reencarnación de sus lamas… Con esto comenzaba una sección en la que se describían los métodos utilizados para encontrar a los lamas reencarnados cuando reaparecían en una nueva vida. De repente a Charlie se le puso el vello de los brazos de punta, y una oleada de comezón recorrió su cuerpo. Niños pequeños que hablaban idiomas, reconocían objetos personales entre las pertenencias de su encarnación previa…
Sonó el teléfono y se puso en pie de un salto.
—¿Sí?
—¡Charlie! ¿Estás bien?
—Hola, vida, sí, me has asustado.
—Lo siento, oh, bien. Estaba preocupada, he oído en las noticias que el centro está inundándose, que el Mall está inundándose.
—¿El qué?
—¿Estás en la oficina?
—Sí.
—¿Hay alguien más contigo?
—Claro.
—¿Están trabajando?
Charlie echó un vistazo detrás de la puerta del cubículo. En realidad, no se oía nada en toda la planta. Parecía que todos se hubieran reunido en la oficina de Evelyn.
—Voy a comprobarlo y te llamo —le dijo a Anna.
—Vale, llámame cuando averigües lo que está pasando.
—Eso haré. Gracias por avisar. Eh, antes de que me vaya, ¿sabías que Khembalung es una especie de reencarnación de Shambala?
—¿Qué quieres decir?
—Lo que he dicho. Shambala, la ciudad mágica oculta…
—Sí, ya lo sé.
—Bueno, es una especie de fiesta móvil, al parecer. Siempre que la descubren, o cuando llega el momento, se traslada a un lugar nuevo. Hace poco encontraron las ruinas de la original en Kashgar, ¿lo sabías?
—No.
—Pues eso parece. Fue como encontrar Troya, o el emplazamiento de la Atlántida en Santorini. Pero Shambala no terminó en Kashgar, se trasladó. Primero al Tibet, luego a un valle del este de Nepal o el oeste de Bután, un valle llamado Khembalung. Supongo que cuando los chinos conquistaron el Tibet tuvieron que trasladarlo a esa isla.
—¿Cómo lo sabes?
—Acabo de leerlo en Internet.
—Charlie, todo eso está muy bien, pero ¡ve ahora mismo a averiguar lo que está pasando en tu oficina! ¡Creo que estás en la zona que puede inundarse!
—Vale, ahora voy. Pero escucha —andando por el pasillo—, ¿te ha hablado Drepung alguna vez de cómo buscan a sus lamas reencarnados?
—¡No! ¡Ve a ver qué pasa en tu oficina!
—Vale, estoy de camino, pero mira, cielo, quiero que hables con él. Me estoy acordando de la primera cena, cuando el viejo se puso a jugar con Joe y sus bloques, y a Sucandra no le gustó.
—¿Y?
—¡Y lo único que quiero es asegurarme de que no hay nada raro! Esto es serio, cariño, estoy hablando en serio. Hace unos años, cuando esa gente estuvo buscando al nuevo Dalai Lama, metió en unos líos tremendos a un pobre niño, y no quiero tener nada que ver en algo así.
—¿Qué? No sé a qué te refieres, Charlie, pero ya hablaremos más tarde. Tú averigua lo que está pasando ahí.
—Vale, vale, pero no te olvides.
—¡No lo haré!
—De acuerdo. Te llamo dentro de un momento.
Se dirigió a la oficina de Evelyn y vio a un montón de gente apretada junto a la ventana sur, mientras otro grupo miraba un televisor que había en una mesa.
—Mira esto —le dijo Andrea, señalando la pantalla de televisión con un gesto.
—¿Ésa es la cámara de la puerta? —exclamó Charlie, que había reconocido la vista de Constitution—. ¡Es la cámara de la puerta!
—Sí.
—¡Dios mío!
Charlie se acercó a la ventana y se puso de puntillas para ver por encima de la gente. El Mall estaba cubierto de agua. Las calles de detrás estaban anegadas. La avenida Constitution estaba inundada, y el agua parecía tener por lo menos medio metro, quizá más.
—Increíble, ¿verdad?
—¡Mierda!
—Mira eso.
—Pero ¡míralo!
—¿Por qué no me habéis llamado? —gritó Charlie, horrorizado por lo que veía.
—Nos olvidamos de que estabas —dijo alguien—. Nunca estás por aquí.
—Yo he subido hace apenas media hora, o menos —añadió Andrea—. Ha ocurrido de repente, ha sido como si… yo estaba mirando. —Le tembló la voz—. Ha habido un aguacero muy fuerte, y las gotas de lluvia no tenían por dónde irse, han ido formando un charco enorme en todas partes, y luego se ha puesto así, como ves.
—Un charco enorme en todas partes.
La avenida Constitution parecía el Gran Canal de Venecia. Detrás, el Mall era como un lago bajo la lluvia. La cortina de lluvia se abatía también sobre las calles, las aceras y las zonas de hierba. Charlie recordó la sorpresa que había sentido muchos años atrás, cuando salió de la estación de tren de Venecia y se encontró con el canal allí mismo, al lado de la puerta. Una ciudad cubierta de agua. Aquí era poco profunda, naturalmente. Pero los escalones de las puertas principales de todos los edificios estaban cubiertos por una extensión de agua parda, una agua que estaba a la misma altura en todas partes, como en cualquier otro lago o mar. Azul marronoso, marrón azulado, gris marronoso, marrón, gris, blanco sucio: todo monótonos tonos urbanos. La lluvia seguía cayendo formando una infinidad de anillos y gotitas saltarinas, y las ráfagas de viento rizaban su superficie.
Charlie maniobró para acercarse a la ventana a medida que la gente se apartaba. Le daba la impresión de que a lo lejos el agua fluía en su dirección; por un momento le pareció (e incluso pensó) que su edificio había levado anclas y avanzaba a toda velocidad hacia el oeste. Charlie sintió una sacudida en el estómago y apoyó la mano en el alféizar para mantener el equilibrio.
—Mierda, yo debería ir a casa —dijo.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Nos han dicho que nos quedemos dentro —dijo Evelyn.
—Bromeas.
—No. Mira, echa un vistazo. Podría ser peligroso salir ahora mismo. Yo no me metería ahí: ¡mira eso! —Un pequeño coche eléctrico flotaba por la calle, arrastrado por las aguas, inclinado hacia un costado—. Podría llevarte la corriente.
—Dios mío.
—Sí.
Charlie no estaba muy convencido, pero no quería discutir. El agua tenía sin duda medio metro de profundidad, y la lluvia agitaba su superficie. Aunque sólo fuera por eso, era demasiado arriesgado salir.
—¿Hasta dónde llega? —preguntó.
Evelyn cambió al canal de noticias locales, en el que una mujer muy alegre decía que se esperaba una gran subida de la marea, porque estaba en el punto más alto de un ciclo de once años. A continuación afirmó que esa marea estaba subiendo más de lo habitual porque la tormenta tropical Sandy se encontraba ahora sobre la bahía de Chesapeake. La mezcla de los efectos de la marea y de la tormenta se dejaban sentir Potomac arriba hacia Washington, perdiendo fuerza y altura, pero impidiendo el desagüe del río, que tenía un caudal de «veintiún mil kilómetros cuadrados», como había oído Charlie en la tienda iraní, un caudal que esa mañana había recibido una cantidad de lluvia sin precedentes. En las últimas cuatro horas habían caído diez centímetros cúbicos de lluvia en diversos puntos de la cuenca muy lejanos entre sí, y ahora toda el agua bajaba hacia el mar para encontrarse con el impulso de la marea ascendente, justo en la región metropolitana. Los diez centímetros cúbicos de lluvia que se habían abatido sobre Washington durante el mediodía, aunque espectaculares en sí mismos, sólo habían empeorado el problema principal: por el momento, el agua no podía ir a ninguna parte. La reportera explicó todo esto con una alegre sonrisa.
Fuera, la fuerza de la lluvia no superaba la de muchos chaparrones de verano. Pero caía sin parar, agua sobre agua.
—Asombroso —dijo Andrea.
—Espero que se lleve el Fondo Monetario Internacional.
Esta observación abrió las compuertas, por así decirlo, de la lista de todos los edificios y agencias que las personas de la habitación querían ver borradas de la faz de la Tierra. Alguien gritó «el Capitolio», pero estaba situado en una colina, al este de donde se encontraban, un terreno elevado que se alzaba sobre una gran extensión hasta hundirse en el Anacostia. La gente de allí arriba probablemente ni siquiera se quedara atrapada, puesto que debía de haber una franja de tierras altas hacia el este y el norte.
Al contrario que ellos, que se encontraban unos seis metros más bajos que el Capitolio:
—Vamos a quedarnos aquí un tiempo.
—El servicio de trenes se interrumpirá, seguro.
—¿Y el metro? Oh, Dios mío.
—Tengo que llamar a casa.
Varias personas dijeron eso al mismo tiempo, Charlie entre ellas. La gente se dispersó por las mesas y teléfonos. Charlie dijo:
—Teléfono, ponme con Anna.
Obtuvo una rápida respuesta:
—Todas las líneas están ocupadas. Por favor, vuelva a intentarlo más tarde.
Hacía muchos años que no oía esa grabación, y le pareció un mal comienzo. Evidentemente, era normal que pasara, todos debían de estar intentando llamar a alguien y las líneas estaban saturadas. Pero ¿y si seguían así durante horas, o días? ¿O incluso más tiempo? La idea lo ponía enfermo; se sentía febril, y el picor se intensificó de nuevo en su piel descamada. Charlie estuvo a punto de sufrir algo parecido a un mareo, como si lo amenazaran con la amputación inmediata de un miembro invisible: su sexto sentido, en realidad, que era su vínculo con Anna. De repente se dio cuenta de hasta qué punto daba por sentado que podía comunicarse con ella siempre que quisiera. Hablaban una docena de veces al día, y él se basaba en esas conversaciones para ser consciente de lo que él mismo estaba haciendo, a veces literalmente.
Ahora estaba aislado de ella. A juzgar por lo que oía aquí y allí, a nadie le funcionaba la conexión. Volvieron a reunirse; ¿alguien había conseguido línea? No. ¿Había algún sistema telefónico de emergencia que pudieran utilizar? No.
Sin embargo, tenían correo electrónico. Todos se sentaron ante sus teclados para enviar mensajes a casa, y durante un rato pareció una oficina de secretarias u operadores telefónicos.
Después no tuvieron nada más que hacer, a excepción de mirar las pantallas, o por las ventanas. Y eso hicieron, yendo de un lado a otro nerviosamente, diciendo las mismas cosas una y otra vez, probando los teléfonos, escribiendo, mirando por las ventanas o comprobando las cadenas de televisión y los sitios de la red. La violencia de la tormenta impedía a las cadenas de televisión tomar las habituales imágenes desde un helicóptero, así como cualquier otro tipo de imágenes aéreas a excepción de las de los satélites, pero casi todas improvisaban o transferían tomas en directo de varias cámaras de la ciudad, y una de las estaciones meteorológicas estaba lanzando cámaras teledirigidas y zeppelines a la tormenta y emitiendo todo cuanto obtenían, en su mayor parte nubes grises y arremolinadas, pero también tomas asombrosas de los campos circundantes, que se habían convertido en extensos lagos tachonados de árboles o tejados. Una cámara situada en lo alto del monumento a Washington ofrecía una vista espléndida de la extensión de la inundación en el Mall, que era realmente impactante. El Potomac había cubierto la isla de Roosevelt casi por completo, desbordándose hasta desaparecer en el enorme lago que se estaba formando, y así hasta llegar al Mall, los escalones de la Casa Blanca y el Capitolio, situados ambos en unas pequeñas lomas, de las que la del Capitolio era mucho más alta. La totalidad del pequeño distrito del sudeste estaba cubierto de agua, aunque no sus grandes edificios; el ancho valle del Anacostia parecía un embalse. Al sur de la avenida Pennsylvania, la ciudad se había convertido en un lago salpicado de edificios.
Y no sólo allí. La profunda pero estrecha quebrada de Rock Creek estaba completamente cubierta, y ahora el agua rebosaba de las pronunciadas curvas que la garganta dibujaba mientras atravesaba la ciudad en dirección al Potomac. Las cámaras de los puentes de la calle M mostraban una vista impresionante del riachuelo rugiendo en el último recodo al oeste: subía por la calle M, inundaba al instituto Francis Junior y llegaba a Foggy Botton directamente por la calle 23, uniéndose al lago que cubría el Mall.
Cambiaron de cadena para ver las imágenes de una cámara distinta. El edificio Watergate se había convertido en uno de los lugares por donde corría el agua, como los restos de una presa. El turbulento torrente del Potomac lo rodeaba formando una gran curva, y parecía capaz de derribar el edificio. Lo mismo ocurría en el Centro Kennedy situado en el sur. En el monumento a Lincoln, a pesar del pedestal, el agua llegaba aproximadamente a los pies de la estatua. Al otro lado del Potomac, las aguas estaban a punto de anegar los niveles inferiores del Cementerio Nacional de Arlington. El aeropuerto Ronald Reagan había desaparecido casi por completo.
—Increíble.
Charlie regresó a la ventana. El agua seguía allí. En el televisor, una voz decía algo sobre un millón de metros cúbicos de agua sobre el área metropolitana, cuyo curso hacia el mar estaba bloqueado parcialmente por la marea alta. Y se preveían más lluvias.
Por la ventana Charlie vio que la gente empezaba a salir a la calle en pequeñas embarcaciones, a pesar del viento y la llovizna. Zodiacs, kayaks, una barca de esquí acuático, canoas, botes de remos: había de todo. A medida que avanzaba la tarde y la tenue luz iba abandonando el aire bajo las nubes negras, la lluvia volvió con su intensidad anterior. Caía de tal manera que probablemente fuera peligroso estar allí fuera. Al parecer, la mayoría de las pequeñas embarcaciones estaban ocupadas por hombres que, aparentemente, no tenían ninguna buena razón para estar allí. Salir por diversión: ¡buscando emociones fuertes, tan pronto!
—Parece Venecia —dijo Andrea, repitiendo el pensamiento anterior de Charlie.
—Me preguntó cómo sería estar así todo el tiempo.
—A lo mejor lo averiguamos.
—¿A qué altura sobre el nivel del mar estamos?
Nadie lo sabía, pero Evelyn encontró un mapa topográfico y lo abrió. Todos se apretaron a su alrededor para verlo, o para copiar la dirección y visitarla.
—Mirad eso.
—¿Tres metros sobre el nivel del mar? ¿Es posible que sea verdad?
—Por eso lo llaman la Balsa de la Marea.
—Pero el océano ¿a cuánto está?, ¿setenta y cinco kilómetros? ¿Ciento cincuenta?
—Ciento treinta y cinco kilómetros hasta la bahía Chesapeake —dijo Evelyn.
—Me pregunto si se habrá inundado el metro.
—¿Cómo no va a inundarse?
—Claro. Supongo que sí, en algunos sitios.
—Y si se inunda en algunos sitios, ¿no se extenderá?
—Bueno, hay zonas altas y zonas bajas. Supongo que las bajas se habrán inundado seguro. Y de todas formas, las entradas estarán anegadas.
—Bueno, sí.
—Vaya. Menudo follón.
—Mierda, yo he venido en metro.
—Yo también —dijo Charlie.
Pensaron durante un rato. Los taxis tampoco debían de circular.
—Me pregunto cuánto tardaría en ir andando a casa.
Pero el Rock Creek discurría entre el Mall y Bethesda.
Fueron pasando las horas. Charlie comprobaba el correo electrónico con frecuencia, y al fin recibió una nota de Anna: «Estamos bien, nos alegra saber que estás dentro de la oficina, no salgas hasta que no haya peligro, ya hablaremos en cuanto se arreglen las líneas, besos, A. y los niños».
Charlie respiró profundamente, sintiendo un gran alivio. Lo primero que miró en el mapa topográfico fue Bethesda, y descubrió que la avenida Wisconsin, que separaba el distrito y Maryland, se encontraba a unos ochenta metros sobre el nivel del mar. Y Rock Creek estaba bastante lejos en dirección este. En el lado oeste, Little Falls Creek estaba más cerca, pero a la distancia suficiente para que no hubiera problemas, esperaba. Probablemente, la avenida Wisconsin fuera ya en esos momentos un río poco profundo, corriendo hasta Georgetown; y sería estupendo que los esnobs de Georgetown recibieran un poco de eso, pero cómo no, se encontraban en una colina sobre el río, siguiendo la habitual correlación entre dinero y elevación. Bastante más alto que el Capitolio. Siempre pasaba lo mismo: los pobres vivían en llanuras, como daba fe la parte sudoriental del valle del río Anacostia, completamente inundada.
Seguía lloviendo. Las líneas telefónicas estaban aún sobrecargadas y era imposible llamar. La gente de la oficina de Phil miraba la televisión, tirada en los sofás o incluso tumbada en el suelo, para intentar dormir un poco sobre los cojines. Fuera el viento amainaba, volvía a levantarse, decaía. Llovía sin parar. Todas las emisoras de televisión hablaban excitadamente en habitaciones oscuras y vacías. Era extraño saber que estaban siendo testigos de un momento histórico, que se encontraban justo en mitad del mismo, en realidad, y que sin embargo también ellos lo estaban viendo por televisión.
Charlie no podía dormir, así que vagaba por los pasillos del gran edificio. Visitó al equipo de seguridad de la puerta principal, que había utilizado los rollos de cinta para ataques de gas del Departamento de Seguridad Nacional para tratar de impermeabilizar la mitad inferior de todas las puertas. Pese a ello, la planta baja se estaba empapando, y el sótano estaba aún peor; por suerte, el sellado había sido lo bastante bueno y la inundación del sótano no llegó hasta el techo. Al parecer, en los edificios del Smithsonian había centenares de personas trasladando las piezas expuestas a las plantas superiores, huyendo de diversas inundaciones. En su edificio, la mayoría de las personas trabajaban con pantallas o portátiles, aunque algunos decían que ya estaban teniendo problemas para conectarse. Si Internet caía se quedarían completamente incomunicados.
Por último Charlie empezó a sentir demasiado picor de tanto andar y, cansado como estaba por la falta de sueño, volvió a la oficina de Phil y se echó en un sofá para intentar dormir.
Con cuidado apoyó el lado más afectado en algunos cojines.
—Ohhhhhh.
El dolor le dio ganas de llorar, y de repente tuvo tantos deseos de estar en casa que no podía ni pensar en ello. Gimió al recordar a Anna y los niños. Necesitaba estar con ellos; aislado de ellos, no era él. Eso era lo que significaba para él una situación de emergencia de ese tipo concreto: apenas podía creerlo, pero no obstante era consciente de que esas cosas podían ocurrir. El picor era una tortura. Pensaba que no lo dejaría dormir; pero estaba tan cansado que, después de un rato moviéndose y dando vueltas medio inconsciente, mientras el recuerdo de la inundación le venía una y otra vez, como una pesadilla de la que despertaba aliviado porque no era cierta, se quedó dormido.
Al otro lado del gran río, las cosas eran diferentes. Frank estaba en la FNC cuando la tormenta empeoró. Diane lo había autorizado a convocar una nueva comisión para informar al Consejo de Directores; su aceptación de la tarea había desencadenado toda una oleada de comunicaciones para formalizar su regreso a la fundación durante un año más. Su departamento de la UCSD no pondría ningún problema; era positivo para ellos tener gente trabajando en la FNC.
Ahora estaba sentado ante la pantalla, buscando en Google, y por alguna razón había abierto el sitio web de Small Delivery Systems, sólo para echar un vistazo. Mientras pasaba las páginas encontró una lista de publicaciones de los científicos de la compañía: muchas veces era la mejor manera de saber a qué se dedicaba una empresa. Y casi al instante se fijó en uno escrito por el doctor P. L. Emory, director de la compañía, y por la doctora F. Taolini.
Rápidamente escribió «asesores» en el motor de búsqueda y se abrió una página con la lista. Y allí estaba: doctora Francesca Taolini, Instituto Tenológico de Massachusetts, Centro de Estudios Biocomputacionales.
—Vaya, mira por dónde.
Se apoyó en el respaldo de la silla, pensando. A Taolini le había gustado la propuesta de Pierzinski; le había dado un «Muy bueno», había argumentado a favor de financiarla, mostrándose tan persuasiva que en aquel momento lo había asustado un poco. Había visto su potencial…
En ese momento llamó Kenzo, hablando con entusiasmo de la tormenta y la inundación, y Frank se unió a todas las personas del edificio que estaban viendo las noticias de la televisión y el sitio web de la NOAA, intentando hacerse una idea de la gravedad del asunto. Cuando una cadena mostró el Rock Creek desbordándose e invadiendo las calles hacia Foggy Botton, supo a ciencia cierta que la situación era realmente grave; luego la imagen se trasladó a Foggy Botton, donde el agua llegaba a la altura de la cintura en todas partes, y a continuación pusieron imágenes del distrito del sudoeste, con el agua hasta los tejados, incluyendo el edificio de columnas clásicas de la Escuela Superior de la Guerra, en la confluencia del Potomac y el Anacostia, que sobresalía del agua como un templo de la Atlántida.
El monumento a Jefferson casi lo mismo. Cámaras filmando desde los tejados de la ciudad, azotadas por la lluvia, transmitían más imágenes de la inundación, y Frank se quedó mirando, fascinado; todo se había convertido en un lago.
Los chicos de climatología de la novena planta estaban haciendo y proyectando mapas topográficos con niveles de inundación a varias alturas. Si la subida de las aguas llegaba a los seis metros por encima del nivel del mar en la confluencia del Potomac y el Anacostia, lo que Kenzo consideraba un pronóstico razonable teniendo en cuenta el impulso de la marea ascendente y demás, la nueva línea de costa se desplazaría aproximadamente desde el Capitolio y subiría por la avenida Pennsylvania hasta atravesar el Rock Creek. Lo cual significaba que la colina del Capitolio, y la colina más pequeña de la Casa Blanca, probablemente quedarían intactas; pero todo cuanto había al sur y el oeste estaba ya sumergido, tal como confirmaban los vídeos.
Las estaciones de control situadas río arriba indicaban que aún no se había llegado al punto máximo de la inundación.
—¡Se ha juntado todo! —exclamó Kenzo por teléfono—. ¡No podría ser peor! —Su habitual tono agorero de Señor del Desastre ahora predominaba sobre todo lo demás, y había adoptado un matiz de orgullo casi paternal. Frank nunca lo había oído tan excitado.
—¿Podría deberse a la paralización de la corriente del Atlántico? —preguntó Frank.
—Oh, no, lo dudo mucho. Creo que es independiente, una colisión de tormentas. Aunque la paralización podría causar más tormentas así. Con más viento y más frío. ¡Así es como será!
—Dios… ¿Puedes decirme lo que está pasando en la parte de Virginia? —Sería imposible cruzar el Potomac mientras no terminara la tormenta—. ¿Hay gente trabajando por allí?
—Están protegiendo el cementerio de Arlington con sacos de arena —dijo Kenzo—. Hay un vídeo en el canal 44. Están pidiendo voluntarios.
—¿En serio?
Frank se marchó. Bajó al sótano por la escalera, para no quedarse atrapado en ningún ascensor, y sacó el coche a la calle. Estaba llena de agua en algunos sitios, pero sólo unos centímetros de profundidad. Era posible que no tardara en empeorar: sería impensable asimilar toda aquella agua cuando el río empezara a rebosar por los desagües. Pero de momento se conformaba con llegar al río.
Cuando giró a la derecha y se detuvo en el semáforo, vio a la gente del Starbucks en la acera, repartiendo bolsas de comida y tazas de café a los coches de delante. Frank abrió la ventanilla cuando se acercó uno de ellos, y el empleado le ofreció una bolsa de bollos, y una taza de papel llena de café.
—¡Gracias! —gritó Frank—. ¡Sois vosotros quienes deberíais encargaros de los servicios de emergencia!
—Ya lo estamos haciendo. Váyase, rápido. —Le instó a seguir con un ademán.
Frank tomó dirección este, hacia el río, riendo mientras se comía un bollo rápidamente. Como todos los que quedaban en la carretera, surcaba el agua a unos siete kilómetros por hora. Unos camiones de bomberos pasaron a mayor velocidad, levantando unas grandes olas.
Al atravesar un cruce, Frank distinguió a un trío de hombres escabulléndose detrás de un edificio, con algo en las manos. ¿Era posible que se tratara de saqueadores? ¿Habría alguien capaz? Qué triste pensar que había gente tan anclada en la estrategia de la traición que era incapaz de apartarse de ella, aun cuando se diera la ocasión de cambiarlo todo. ¡Qué manera de desperdiciar una oportunidad!
Finalmente llegó a un control de carreteras y aparcó siguiendo las indicaciones de un hombre que llevaba un chaleco naranja. En aquel momento la lluvia caía con mucha fuerza. A lo lejos vio una hilera de gente pasándose sacos de arena, justo al este del monumento a los marines. Salió rápidamente para echar una mano.
Desde allí podía ver el Potomac, que desembocaba por el canal Boundary, entre el continente y la isla de Columbia, llevándose los puentes y los puertos deportivos y amenazando las zonas bajas del Cementerio Nacional de Arlington. Centenares o quizá incluso miles de personas trabajaban a su alrededor, trasladando pequeños sacos de arena que parecían sacos de cemento de veinte kilos, y que sin duda pesaban aproximadamente eso. Unos hombres corpulentos los sacaban de las plataformas de los camiones y se los pasaban a unas personas que a su vez se los pasaban a otras, formando una hilera, o bien se los cargaban a hombros para llevarlos a lugares más próximos o más alejados de una pared de sacos de arena situada bajo el extremo de Virginia del puente Memorial, donde los bomberos dirigían la construcción.
Entre el ruido del río y el de la lluvia era difícil entender nada. La gente se gritaba entre sí, compartiendo instrucciones y noticias. El aeropuerto estaba anegado, el casco antiguo de Alexandria también, y el valle del Anacostia bajo el agua durante kilómetros. El Mall un lago, por supuesto.
Frank asentía a todo lo que decían en su dirección, sin molestarse en comprender, y trabajaba como un endemoniado. Era muy satisfactorio. Se sentía completamente feliz, y cuando miraba alrededor veía que todo el mundo se sentía igual. Esto es lo que ocurre, pensó, observando cómo la gente cargaba fláccidos sacos de arena como culies de una antigua pintura china. Hace falta algo así para que la gente se sienta libre de mostrarse siempre generosa.
Más tarde se subió al muro de sacos de arena. Ofrecía una vista excelente de la inundación. El viento se había calmado, pero la lluvia caía casi con la misma fuerza de siempre. En algunos momentos parecía haber más agua en el aire que aire.
Su equipo estaba descansando porque se habían quedado sin sacos de arena. Tenía la espalda entumecida y se estiró describiendo círculos, como los troncos de los árboles llevaban haciendo todo el día. El viento cambiaba con frecuencia, y eso incluía ráfagas breves e intensas del oeste o el norte, bofetadas despiadadas en forma de enérgicas corrientes descendentes. Pero ahora se había instaurado una especie de tregua aérea.
Luego la lluvia también amainó, convirtiéndose en una llovizna muy ligera. Sobre el agua espumosa del canal Boundary, atisbó a lo lejos el Potomac propiamente dicho: una lámina marrón y arremolinada, que se extendía en dirección este hasta donde sus ojos podían ver. El monumento a Washington era un obelisco casi indistinguible en un horizonte acuoso. El monumento a Lincoln y el Centro Kennedy eran islas en la corriente. Las nubes negras formaban un techo bajo sobre sus cabezas, y entre ambas cosas, agua y nubes, sentía cómo el aire era empujado de un lado a otro. A pesar de las tumultuosas ráfagas, todavía tenía calor por el ejercicio, mojado pero caliente, y el viento sólo le mordía las manos y las orejas. Se quedó allí, flexionando la columna vertebral, sintiendo los cansados músculos de la parte inferior de la espalda.
Una lancha motora subía lentamente por el canal Boundary, por debajo de ellos. Frank la miró pasar, preguntándose qué calado tendría; medía cuatro o incluso cinco metros de largo, era una elegante lancha de rescate con el casco pintado de un tono verde que la hacía casi invisible. La luz del puente iluminaba a la persona al timón, como una de las misteriosas hermanas de la película Amenaza en la sombra.
Esta persona miró el dique de sacos de arena, y Frank advirtió que era la mujer del ascensor de Bethesda. Impactado, se llevó las manos a la boca y gritó «¡EH!» lo más alto que pudo, vaciando completamente los pulmones.
Entre el rugido de la inundación y la lluvia no pareció oírlo. Tampoco pareció verlo saludar. Cuando la embarcación empezaba a desaparecer por una curva del canal, Frank divisó unas letras blancas en la popa —GCX88A— y luego desapareció. Su estela golpeó el costado del dique y se esfumó.
Frank sacó el teléfono del bolsillo de la cazadora, se lo acercó a la oreja y apretó el botón de la oficina climática de la FNC. Por suerte fue Kenzo quien descolgó.
—Kenzo, soy Frank. Escucha, apunta esto, es muy importante, por favor. GCX88A, ¿lo tienes? Léemelo. GCX88A. Fantástico. Fantástico. Caramba. Vale, escucha, Kenzo, es una matrícula de barco, estaba en la popa de una lancha de unos cuatro o cinco metros de largo. No sé si es pública o privada, supongo que pública, pero necesito saber de quién es. ¿Puedes averiguarlo por mí? Estoy fuera bajo la lluvia y no veo la pantalla del teléfono lo bastante bien como para buscarlo en Google.
—Puedo intentarlo —dijo Kenzo—. A ver, dame un momento… bueno, parece que el barco pertenece a la marina de la isla Roosevelt.
—Eso tiene sentido. ¿Tiene número de teléfono?
—Veamos… debería estar en los archivos de la Guardia Costera. Espera, no están abiertos al público. Aguarda un minuto, por favor.
A Kenzo le encantaban esos pequeños problemas. Frank esperó, tratando de no contener el aliento. Otro acto instintivo. Mientras tanto intentó evocar de nuevo el rostro de la mujer, pensando que con un programa de retratos quizá podría dibujar algo parecido a lo que recordaba. Era seria y distante, como una de las Parcas.
—Sí, Frank, aquí está. ¿Quieres que llame y te lo pase?
—Sí, por favor, pero además apúntamelo.
—Vale, te pongo con el número y me largo. Tengo que volver al trabajo.
—Gracias, Kenzo, muchas gracias.
Frank escuchó, tapándose el otro oído con un dedo. Hubo una pausa, y un tono de llamada. La llamada tenía una cadencia rápida y un tono insistente, como diseñada para competir con los sonidos del motor de una lancha. Tres llamadas, cuatro, cinco; si respondía un contestador, ¿qué le diría?
—¿Sí?
Era la voz de la mujer.
—¿Sí? —repitió.
Tenía que decir algo o colgaría.
—Hola —dijo—. Hola, soy yo.
Hubo un silencio lleno de estática.
—Nos quedamos encerrados en aquel ascensor de Bethesda.
—Oh, Dios mío.
Otro silencio. Frank la dejó asimilarlo. No tenía ni idea de qué decir. Le daba la impresión de que la pelota estaba en su tejado, pero a medida que el silencio se extendía el miedo crecía en su interior.
—No cuelgues —dijo, para su propio asombro—. Acabo de ver pasar tu barca, estoy en el dique detrás de la autopista de Davis. He llamado a información y me han dado el número del barco. Sé que no querías… bueno, estuve buscándote después, pero no te encontré, y estaba seguro de que no querías… de que no querías que te encontrara. Así que pensé que mejor dejarlo, y eso hice.
Se dio cuenta de que estaba mintiendo y añadió rápidamente:
—Yo no quería, pero no sabía qué otra cosa podía hacer. Así que cuando te he visto pasar he llamado a un amigo para que me diera el número de teléfono del barco. Cómo no iba a hacerlo, después de verte ahora.
—Lo sé —dijo.
Él inspiró. Sintió que se llenaba por dentro, que su espalda se enderezaba. Algo en la manera en que dijo «Lo sé» le hizo recuperar aquella sensación. La manera en que la mujer había establecido un lazo entre los dos.
Al cabo de un rato, Frank dijo:
—Quería volver a verte. Pensaba que el rato que pasamos en el ascensor, pensaba que fue…
—Lo sé.
Su piel subió de temperatura. Fue como si lo invadiera una especie de fuego de San Telmo, nunca había sentido nada parecido.
—Pero… —dijo ella, y él experimentó un nuevo sentimiento: el miedo lo atenazó por debajo de las costillas. Esperó a que cayera el golpe.
El silencio se alargó. Una tromba de agua aislada se abatió sobre él, pasó, y pudo volver a ver el Potomac, azotado por el viento. Era un vasto mundo de aguaceros, impactante e irreal.
—Dame tu número —dijo la voz de ella en su oído.
—¿Qué?
—Dame tu número de teléfono —repitió.
Él le dio el número, y añadió:
—Me llamo Frank Vanderwal.
—Frank Vanderwal —dijo ella, y repitió el número.
—Eso es.
—Ahora dame algo de tiempo —dijo la mujer—. No sé cuánto. —Y la comunicación se cortó.
El segundo día de la tormenta pasó como en suspenso: todo continuó igual que el día anterior, todos los presentes en la zona lo enfrentaron con estoicismo, esperando a que cambiaran las condiciones. La lluvia no era tan torrencial, pero había caído tanta en las últimas veinticuatro horas que la tierra aún no podía asimilarla e iba a parar a las zonas inundadas, con lo que éstas seguían así. Las nubes continuaban chocando entre sí en el cielo, y las mareas eran aún más altas de lo normal, de manera que toda la región de Piedmont en torno a la bahía Chesapeake estaba anegada. Exceptuando las acciones inmediatas de salvamento, nada podía hacerse más que aguantar. Todos los medios de transporte estaban sumergidos. Las líneas de teléfono seguían sin funcionar, y los fallos en el suministro eléctrico dejaron a centenares de miles de personas sin electricidad. Huir de la inundación tenía prioridad incluso sobre el periodismo (casi), y aunque reporteros de todo el mundo convergieron en la capital para informar del espectacular suceso —la capital de la hiperpotencia, anegada y destrozada—, la mayoría sólo pudieron acercarse al borde de la tormenta, o de la inundación; el interior de la zona estaba en estado de emergencia, y todo el mundo participaba en los rescates, traslados y huidas de diversos tipos. La Guardia Nacional había salido, todos los helicópteros estaban en activo; las imágenes de vídeos y cámaras digitales destinadas al resto del mundo todavía eran secundarias respecto a otras cosas: eso significaba que la ley normal había quedado en suspenso, y había presiones para recuperar el espectáculo incesante cotidiano. Parte de la Guardia Nacional estaba apostada en las carreteras de fuera de la región, para evitar que la gente invadiera la zona como lo había hecho el agua.
En la madrugada de la segunda mañana, se hizo evidente que, aunque en la mayor parte de las zonas el agua había alcanzado cotas impresionantes, el desbordamiento del Rock Creek todavía no había llegado a su punto máximo. Aquella noche su cabecera había recibido uno de los aguaceros más fuertes de la tormenta, y la tierra, ya saturada, sólo podía verter esta nueva lluvia en el lecho de la corriente. La caída del río en la Balsa de la Marea era escarpada en algunos lugares, y durante la mayor parte de su longitud el Rock Creek discurría por el fondo de un estrecho desfiladero tallado en el terreno más elevado del distrito del noroeste. No había ningún lugar donde verter el exceso de agua.
Todo esto podía suponer graves problemas para el Zoo Nacional, que estaba situado en una especie de península formada por tres meandros del Rock Creek, y por tanto daba directamente al desfiladero. Después del fuerte aguacero de la noche, los empleados del zoo se congregaron en las oficinas principales para debatir la situación.
Tenían alojados a unos dignatarios visitantes que se habían visto obligados a pasar la noche allí: varios miembros de la embajada de la nación de Khembalung habían llegado al zoo la mañana del día anterior para participar en una ceremonia de bienvenida a dos tigres de bengala procedentes de su país. La tormenta les había impedido regresar a Virginia, pero recibieron con alegría la noticia de que tendrían que pasar la noche en el zoo, preocupados como estaban por sus tigres y los demás animales.
Ahora contemplaban como un solo hombre los ordenadores de la oficina que mostraban imágenes de las paredes de la garganta de Rock Creek destruidas y arrastradas por la corriente. Los árboles flotantes se amontonaban en los puentes del arroyo, formando impedimentos temporales que obligaban al agua a invadir los alrededores, hasta que los puentes saltaban como diques reventados y unos enormes muros bajos de agua y escombros bajaban por el desfiladero con más fuerza que nunca, arrancando tierra de sus paredes con una crueldad inaudita. El límite oriental del zoo era una prueba del peligro en que se encontraban: el torrente marrón claro estaba invadiendo el parque, apenas un par de metros por debajo de los puntos más bajos de los terrenos del zoo. Aquello, junto con las imágenes de los ordenadores, demostraba que el zoo no tardaría mucho en quedar anegado. Al parecer iba a ser una especie de diluvio de Noé al revés: la mayor parte de la gente sobreviviría, pero dos miembros de cada especie no.
La delegación khembalí instó a los empleados del Zoo Nacional a evacuar el parque lo antes posible. No tenían ni el tiempo ni los vehículos necesarios para llevar a cabo una evacuación adecuada, evidentemente, como se apresuró en señalar el director, pero los khembalies replicaron que por evacuación entendían abrir todas las jaulas y dejar escapar a los animales. Los guardianes del zoo se mostraron escépticos, pero los khembalies resultaron ser expertos en inundaciones, buenos conocedores de los procedimientos a seguir en este tipo de situaciones. En seguida les enseñaron fotos de los guardianes del zoo de Praga, llorando junto a los cadáveres de sus elefantes ahogados, para que vieran lo que podía suceder si no se tomaban medidas drásticas. A continuación recurrieron a la Red Mundial de Información sobre Desastres, que contaba con un protocolo completo para aquel escenario (zoos amenazados), junto con fotografías de satélites y datos de la inundación a tiempo real. Resultaba que los animales liberados no se marchaban muy lejos, rara vez amenazaban a los humanos (que de todas formas estaban encerrados en los edificios), y era fácil recuperarlos cuando bajaban las aguas. Y los datos indicaban que el Rock Creek iba a seguir subiendo.
Era una predicción bastante verosímil, teniendo en cuenta la estruendosa agua marrón que rodeaba la mayor parte del zoo y casi llegaba ya a lo alto del desfiladero. Los animales estaban convencidos, y pedían la libertad a gritos. Los elefantes barritaban, los monos chillaban, los grandes felinos rugían y gruñían. Todos los seres vivos, animales y humanos, estaban aterrorizados por la algarabía. El barullo era espantoso, más allá de a lo que se hubiera atrevido cualquier película ambientada en la selva. El pánico se respiraba en el aire.
La avenida Connecticut se parecía ahora al canal George Washington en Great Falls: una corriente de agua lisa y marrón, análoga a un torrente salvaje. Todas las calles laterales estaban también inundadas. No obstante, el agua no era muy alta en ningún sitio —normalmente no llegaba a treinta centímetros— y por eso el director se sorprendió a sí mismo diciendo:
—De acuerdo, vamos a dejarlos salir. Primero las jaulas, luego los cercados. Empezaremos por la puerta e iremos hacia la parte baja del parque. Venga, hay muchas cerraduras que abrir.
En el aire lluvioso y oscuro, junto al arroyo rugiente, los empleados y visitantes se aventuraron al exterior y empezaron a liberar a los animales. Cuando era necesario los guiaban hacia Connecticut, aunque la mayoría no necesitaron que los alentaran y salieron disparados en dirección a las puertas, seguros de dónde estaba la salida. Algunos, sin embargo, se acurrucaron en los cercados o jaulas y fue imposible convencerlos para que salieran. No había tiempo que perder en ninguna jaula concreta; si los animales no querían irse, los guardianes seguían adelante con la esperanza de que hubiera tiempo para volver.
Los tapires y ciervos fueron fáciles. Dejaron cerradas las pajareras más grandes, porque pensaron que el agua no llegaría tan arriba. Luego las cebras, y después los guepardos, los animales australianos, los canguros, que se fueron dando saltos y salpicando una gran cantidad de agua; los pandas salieron metódicamente en grupo, como si llevaran años planeándolo. Los elefantes en fila; las jirafas; los hipopótamos y rinocerontes, los castores y nutrias; después de cierta discusión, y de meter a los felinos más grandes en sus furgones, los pumas y los felinos más pequeños; luego los bisontes, los lobos, los camellos; las focas y leones marinos; los osos; los gibones, que salieron todos juntos, dando chillidos de alegría; el único jaguar negro, que se deslizó peligrosamente en las tinieblas; los reptiles, las criaturas del Amazonas, que estaban como en su casa; se marchó el perro de las praderas, se bajó el puente levadizo de la isla de los monos, provocando una estampida de primates presas del pánico; los gorilas y los simios los siguieron más despacio. El agua marrón irrumpió por el extremo septentrional del parque y recorrió rápidamente los senderos del zoo; el extremo inferior de las instalaciones estaba sumergido en el flujo marrón. Había muy pocos animales que siguieran en sus cercados, y menos aún que se dirigieran por error hacia el arroyo; el rugido era demasiado terrorífico, el mensaje demasiado evidente. Los instintos de todos los seres vivos tenían muy claro dónde estarían a salvo.
El agua subió todavía más. Al parecer lo hacía en oleadas. Habían sido necesarias dos horas de frenética actividad para abrir todas las puertas, y cuando estaban terminando oyeron un estruendo más fuerte de lo habitual, y una ola llena de escombros atravesó todo el parque. Algo debía de haber cedido de repente corriente arriba. Los animales que quedaran en la sección más baja del parque debían de haberse ahogado allí mismo o arrastrados por la corriente.
Rápidamente las personas que seguían allí condujeron a los escasos grandes felinos y osos polares que habían metido en sus furgones a la avenida Connecticut. Lo único que quedaba en el distrito del noroeste era el zoo.
El camión que había llevado a los Tigres Nadadores de Khembalung tomó dirección norte por Connecticut, con los tigres en la parte de atrás y la delegación khembalí apiñada en la cabina. Conducían muy despacio y con mucho cuidado a través de las calles vacías, oscuras y llenas de agua. Las nubes hacían que pareciera que ya estaba anocheciendo.
Los Tigres Nadadores golpeaban en la parte de atrás. Daba la impresión de que estaban asustados y enfadados, quizá pensaban que todo aquello ya había ocurrido antes. Al parecer no querían estar en la parte de atrás del camión, y rugían de una manera que hacía que las personas de la cabina se encorvaran hacia adelante tristemente. Era como si los tigres chocaran el uno con el otro; los grandes cuerpos golpeaban contra las paredes, la ira de los rugidos y gruñidos era cada vez mayor.
Los pasajeros khembalies aconsejaban al conductor y al guardián. Ellos asentían y continuaban la marcha en dirección norte por Connecticut. Cualquier hondonada sería una laguna impracticable, pero la avenida Connecticut subía sin parar hacia el noroeste. Luego el conductor tomó Bradley Lane en dirección oeste, hacia Wisconsin. Cuando una hondonada los detuvo, retrocedió y avanzó más hacia el norte, siguiendo calles sin depresiones, hasta llegar a la avenida Wisconsin, convertida en una corriente ancha y lisa que fluía en dirección sur pero con una profundidad de tan sólo seis centímetros. Avanzaron contracorriente hasta que pudieron realizar un giro ilegal en Woodson, dieron la vuelta a la esquina y se dirigieron a la entrada de una casa pequeña situada delante de un gran edificio de apartamentos.
Los khembalies salieron al aire oscuro, llamaron a la puerta de la cocina. Apareció una mujer que, después de una breve conversación, se esfumó.
Poco después, si alguien del bloque de apartamentos hubiera mirado por la ventana, habría sido testigo de una curiosa escena: un grupo de hombres, algunos con túnicas marrones, otros con los uniformes caqui del Zoo Nacional, sacaron a un tigre de la parte trasera de un camión. Llevaba un collar con tres correas sujetas. Cuando estuvo fuera, los hombres cerraron rápidamente la puerta del camión. El más anciano se irguió delante del tigre, con la mano levantada. Tomó una de las correas y condujo al mojado animal por el camino de entrada hasta los escalones que llevaban a una puerta del sótano abierta. Llovía cuando el tigre se detuvo en los escalones y miró alrededor. El anciano le habló con urgencia. En la ventana de la cocina, dos pequeñas caras observaban la escena con los ojos muy abiertos. Durante un momento, nada pareció moverse excepto la lluvia. Luego el tigre entró por la puerta.
En algún momento de la segunda noche dejó de llover, y aunque el amanecer del tercer día se presentó empapado y gris, las nubes se fueron dispersando a medida que avanzaba la mañana, huyendo hacia el norte a gran velocidad. A las nueve el sol resplandecía sobre la ciudad anegada entre grandes nubes de algodón, y soplaba una brisa agradable y agitada.
Charlie había pasado la segunda noche en la oficina, y cuando despertó miró por la ventana con la esperanza de que el tiempo hubiera mejorado lo suficiente como para intentar volver a casa. Las líneas seguían cortadas, aunque Anna lo había ido informando y tranquilizando por correo electrónico, al menos hasta que la víspera le anunció la llegada de los khembalies, cosa que lo había alarmado un poco, y no sólo por el tigre del sótano, sino por el interés que sentían por Joe. Evidentemente, no había expresado sus inquietudes por correo. Pero tenía más ganas que nunca de volver a casa.
Los helicópteros y zeppelines habían tomado el espacio aéreo en gran número. Ahora todas las televisiones del mundo mostrarían el alcance de la inundación desde lo alto. Gran parte del centro de Washington seguía anegado. Un lago gigantesco pero poco profundo ocupaba las zonas más famosas de la ciudad; era como si alguien hubiera decidido ampliar la laguna espejo del Mall más allá de cualquier límite razonable. Los ríos y arroyos que convergían en esa Balsa de la Marea ampliada estaban todavía crecidos, lo que mantenía lleno el nuevo lago. A la luz del sol, la gran extensión de agua era de color del café con leche, con espuma.
En el interior del lago, había centenares de edificios convertidos en islas, y unas cuantas islas reales, e incluso algunos viaductos de la autopista, que ahora servían como puentes sobre el valle del Anacostia. El Potomac seguía vertiendo sus aguas en la parte occidental del lago, desbordándose tanto corriente arriba como corriente abajo, cuando estaba flanqueado por tierras bajas. Su superficie aparecía tachonada de basura flotante, que iba bajando más lentamente a medida que avanzaba. Al parecer, los reflujos apenas habían empezado a arrastrar este vasto bolo alimenticio de agua hacia el mar.
Con el transcurso de la mañana, aparecieron más y más barcos. Las tomas de televisión desde el aire le daban aspecto de regata: el Mall era una fiesta acuática, como algo procedente de la China de los Ming. Mucha gente había salido en naves improvisadas que no parecían en condiciones de navegar. Según un informe, las embarcaciones de la policía estaban empezando a pedir a las personas que no participaban en las labores de rescate que se fueran, aunque era evidente que sin mucho éxito. La situación era aún tan novedosa que la ley no acababa de imponerse del todo. Las lanchas motoras surcaban la superficie a gran velocidad, levantando estelas de color beige. Había botes de remos, canoas, kayaks, nadadores; algunos incluso habían salido en embarcaciones a pedales antes confinadas a la Balsa de la Marea, pedaleando por el Mall en un majestuoso estilo de minibarco de vapor.
Aunque estas imágenes del Mall dominaban los medios, algunas cadenas transmitían otras noticias de la región. Los hospitales estaban llenos. Los dos días de tormenta habían matado a muchas personas, nadie sabía a cuántas; y también había habido muchos rescates. En las primeras horas de la tercera mañana, los helicópteros de la televisión solían interrumpir sus tomas para recoger a gente de los tejados. Se estaban llevando a cabo rescates por barco en todo el distrito del sudoeste y la cuenca del Anacostia. El aeropuerto Ronald Reagan seguía anegado, y los puentes que cruzaban el Potomac estaban inutilizados hasta Harpers Ferry. Las Great Falls del Potomac no eran más que una enorme turbulencia llena de un flujo casi ininterrumpido que llegaba hasta la parte superior del desfiladero. El presidente había sido evacuado a Camp David, y declaró zona catastrófica a la totalidad de Virginia, Maryland y Delaware; la situación del distrito de Columbia, según sus palabras, era «peor aún».
El teléfono de Charlie sonó y él lo cogió rápidamente.
—¿Anna?
—¡Charlie! ¿Dónde estás?
—¡Sigo en la oficina! ¿Estás en casa?
—¡Oh, bien, sí! Estoy aquí con los niños, no hemos salido en ningún momento. Tenemos a los khembalies en casa, también, ¿recibiste mis correos electrónicos?
—Sí, y te contesté.
—Oh, muy bien. Se quedaron atrapados en el zoo. ¡Intento comunicar contigo por teléfono todo el rato!
—Yo también contigo, excepto cuando duermo. Me alegré tanto de recibir tus mensajes.
—Sí, menos mal. Me alegro tanto de que estés bien. ¡Esto es una locura! ¿Se ha inundado todo tu edificio?
—No, no, qué va. ¿Cómo están los niños?
—Oh, están bien. Les encanta. Hago lo que puedo para que no salgan.
—Que no salgan.
—Claro, claro. Entonces ¿tu edificio no se ha inundado? ¿No está anegado el Mall?
—Sí, desde luego, pero no el edificio, al menos no demasiado. Tienen las puertas cerradas, e intentan mantenerlas precintadas por la parte de abajo. No es ideal, pero tampoco peligroso. Es sólo cuestión de quedarse en la parte de arriba.
—¿Funcionan los generadores?
—Sí.
—He oído que muchos están inundados.
—Sí, claro. Nadie esperaba algo así.
—No. Poner los generadores en el sótano es una estupidez, supongo.
—Ahí es donde está el nuestro.
—Sí. Pero está encima de una mesa, y funciona.
—¿Y la comida? ¿Cómo andáis de eso? —Charlie trató de imaginarse los armarios.
—Bueno, tenemos un poco. Ya sabes. No es gran cosa. Pronto empezaremos a tener problemas si no podemos conseguir más. Pero me imagino que podríamos aguantar unas semanas si fuera necesario.
—Bueno, eso está bien. Quiero decir, todo tendría que haberse arreglado antes de unas semanas.
—Supongo. También necesitamos agua.
—¿Tardará mucho en bajar la crecida?
—No lo sé, ¿cómo quieres que lo sepa?
—Bueno, no sé… Tú eres la científica.
—Por favor.
Se oyeron respirar el uno al otro.
—Me alegro mucho de estar hablando contigo —dijo Charlie—. Ha sido horrible estar desconectados de esa manera.
—Yo también.
—Estamos rodeados de barcas —dijo Charlie—. Intentaré que alguien me saque de aquí lo antes posible. Una vez en tierra, puedo ir andando.
—No será tan fácil. El puente Taft sobre el Rock Creek ha desaparecido. No podrías cruzar hasta el puente de la avenida Massachusetts, por lo que veo en las noticias.
—Sí, he visto el Rock Creek desbordándose, ha sido asombroso.
—Lo sé. El zoo y todo lo demás. Drepung dice que recuperarán la mayoría de los animales, pero no veo cómo. —Anna debía de estar tan preocupada por la suerte de los animales del zoo como por la de las personas. Para ella no había mucha diferencia.
—Tomaré la avenida Massachusetts, entonces —dijo Charlie.
—O quizá puedas conseguir que te dejen al oeste del Rock Creek, en Georgetown. De todos modos, ten cuidado. No hagas locuras sólo para llegar aquí en seguida.
—No, no lo haré. No pienso correr riesgos, y te llamaré a menudo, o eso espero. Ha sido horrible estar incomunicados.
—Sí.
—Vale, bueno… En realidad no quiero colgar, pero supongo que habrá que hacerlo. Déjame hablar antes con los niños.
—De acuerdo. Te paso con Joe, que está muy enfadado porque no estás aquí, no deja de preguntar por ti. De exigir tu presencia, en realidad. Aquí lo tienes. —Y de repente, en su oído:
—¿Papá?
—¡Joe!
—¡Pa! ¡Pa!
—¡Sí, Joe, soy papá! ¡Me alegro de oírte, muchacho! Estoy en el trabajo, pero volveré pronto, colega.
—¡Pa! ¡Pa! —Entonces, en una especie de gemido—: Can paaaaaaaaaa.
—No pasa nada, Joe —dijo Charlie, con un nudo en la garganta—. Volveré a casa en seguida. No te preocupes.
—¡Pa! —gritó.
Anna recuperó el teléfono.
—Lo siento, está empezando a enfadarse. Nick también quiere hablar contigo.
—¡Hola, Nick! ¿Estás cuidando bien de mamá y de Joe?
—Sí, pero Joe está bastante alterado ahora mismo.
—Se le pasará. ¿Cómo han ido las cosas por ahí?
—Bueno, ¿sabes?, hemos encendido las velas grandes. Y yo he hecho una torre enorme con la cera derretida, es genial. Y luego llegaron Drepung y Rudra con sus tigres: ¡tienen uno en el camión y otro en el sótano!
—Eso está muy bien, es estupendo. Tú asegúrate de que la puerta del sótano esté bien cerrada.
Nick rió.
—Está cerrada con llave, papá. Mamá tiene la llave.
—Bien. ¿Os ha llovido mucho?
—Creo que sí. Se ve que la Wisconsin está inundada, pero todavía pasan coches. Lo demás sólo lo hemos visto por televisión. Mamá estaba muy preocupada por ti. ¿Cuándo vas a venir a casa?
—En cuanto pueda.
—Bien.
—Sí. Bueno, supongo que con todo esto vas a librarte del colegio unos cuantos días. Bien, pásame otra vez con tu madre. Hola, vida.
—Escucha, tú no te muevas de ahí hasta que haya una manera realmente segura de volver a casa.
—Eso haré.
—Te queremos.
—Y yo a vosotros. Iré en cuanto pueda.
Entonces Joe empezó a aullar otra vez, y colgaron.
Charlie se reunió con los demás y les contó sus noticias. Había otros que también tenían línea con los teléfonos móviles. Todo el mundo estaba hablando. Se oyeron unos gritos en el vestíbulo.
Una lancha motora de la policía se encontraba junto a las ventanas de la segunda planta, que daban a Constitution, lista para llevarse a la gente a tierra firme. Ésta iba en dirección oeste, y sí, llegaría hasta Georgetown, si había gente que quería bajar allí. Era perfecto para Charlie, que pensaba cruzar al lado oeste del Rock Creek y luego ir andando a casa.
Y así, cuando le llegó el turno, saltó por la ventana hasta la enorme embarcación. De repente recordó una estrofa de un poema de Robert Frost que había memorizado en el instituto:
Pasaron muchos años, pero al fin llamaron a la puerta.
y pensé en la puerta que no tenía cerradura…
Volvieron a llamar, la ventana era ancha;
subí al alféizar y salté fuera.
Rió mientras caminaba por la embarcación para dejar sitio a otros refugiados. Era extraño, las cosas que te venían a la mente. ¿Cómo continuaba el poema? Algo algo; no se acordaba. No tenía importancia. Después de tanto años, había recordado lo importante. Y ahora él había salido por la ventana y estaba en camino.
La lancha emitió un ruido sordo, se alejó del edificio, trazó una amplia curva hacia la avenida Constitution. Luego viró a la izquierda y se introdujo en la gran extensión del Mall. Estaban navegando por el Mall.
La Galería Nacional le recordó al Taj Mahal; el mismo reflejo en el agua, la misma piedra blanca y preciosa. Los edificios del Smithsonian tenían un aspecto sorprendente. Sin duda, dentro se habían pasado la noche subiendo las cosas por encima del nivel de la inundación. Menudo follón iba a ser luego.
Charlie se sujetó a la borda, tan mareado que le parecía estar a punto de perder el equilibrio y caer. Probablemente fuera por culpa del barco, pero la verdad es que estaba tambaleándose. Las imágenes de televisión eran una cosa y la realidad otra: apenas podía creer lo que veían sus ojos. Unas nubes blancas flotaban en el cielo azul, y el lago marrón y liso centelleaba a la luz del sol, reflejando el destello azul del cielo: todo era brillante y compacto, tan real como la realidad, o incluso más. Nada de lo que había visto nunca había sido ni remotamente tan real como el lago en aquellos momentos.
El piloto maniobró en dirección sur. Estaban a punto de pasar junto al monumento a Washington. Lentamente lo dejaron atrás. Se cernía sobre ellos como un obelisco en la inundación del Nilo, empequeñeciendo la embarcación en la misma medida.
Los edificios del Smithsonian parecían estar sumergidos en unos tres metros. Las mitades superiores de las enormes puertas principales emergían del agua como entradas bajas de cobertizos para botes. En algunos de los edificios debía de haber tenido consecuencias catastróficas. Otros tenían escalones, o estaban más elevados que sus cimientos. Un lío, se mirara por donde se mirase.
La lancha iba avanzando hacia el oeste a paso de persona. A lo lejos, los árboles que flanqueaban la mitad occidental del Mall parecían arbustos acuáticos. El monumento a los caídos en Vietnam debía de estar sumergido. El monumento a Lincoln se alzaba sobre un pedestal en forma de colina, pero se encontraba junto al Potomac y el agua debía de cubrir todos los escalones; quizá incluso llegara a mojar los pies de la estatua. Charlie no hubiera sabido decir exactamente qué altura habría alcanzado allí el agua basándose en los árboles extrañamente acortados.
Había embarcaciones de todo tipo salpicando en todas direcciones el largo lago marrón. Las pequeñas barcas azules a pedales de la Balsa de la Marea eran especialmente llamativas, pero el conjunto de kayaks, botes de remos y barcas hinchables añadía puntos de colores fosforescentes, y los pequeños veleros que iban y venían desplegaban sus velas triangulares. La brillante luz del sol iluminaba las nubes y el cielo azul. El carácter festivo se expresaba incluso en la ropa que llevaba la gente: Charlie vio faldas hawaianas, trajes de baño e incluso máscaras de carnaval. Había muchos más rostros negros de lo que Charlie estaba acostumbrado a ver en el Mall. Era como si la noche de tormentas hubiera interrumpido un desfile similar al del Mardi Gras de Trinidad, que se había reanudado triunfante con el nuevo día. La gente se saludaban unos a otros, gritándose cosas (los helicópteros hacían mucho ruido); se ponían en pie en sus embarcaciones en posturas arriesgadas, trazaban círculos precarios para grabar imágenes panorámicas con sus cámaras. Sólo faltaba un esquiador acuático para que la escena estuviera completa.
Charlie se trasladó a la proa para empaparse de todo. Tenía la boca abierta como un idiota. El esfuerzo de salir por la ventana le había vuelto a reavivar la inflamación del pecho y los brazos: se sentía en llamas, ardiendo en el viento, bebiendo de aquella visión marítima. La barca giró hacia el oeste como un vaporetto en la laguna de Venecia. No pudo evitar echarse a reír.
—Tal vez deberían dejarlo así —dijo alguien.
Una patrulla de la armada subía rugiendo por el Potomac en su dirección, abriendo un pequeño surco contracorriente. Cuando llegó al Mall, se deslizó por un hueco entre los cerezos, apagó los motores y prosiguió en dirección este a una velocidad más lenta. Iba a pasar muy cerca de ellos, y Charlie sintió que la lancha también aminoraba la velocidad.
Entonces distinguió un rostro conocido entre la gente que había de pie en la proa de la barca patrulla. Era Phil Chase, que saludaba a los barcos que pasaban como si fuera el líder del desfile, apoyándose en la barandilla delantera para dar gritos. Como muchas otras personas que estaban en el agua esa mañana, tenía el aspecto feliz de quien ya había vuelto a tierra firme.
Charlie saludó con los dos brazos, inclinándose sobre el costado de la lancha. Estaban acercándose. Charlie hizo bocina con las manos y gritó lo más alto que pudo.
—¡EH, PHIL! ¡Phil Chase!
Phil lo oyó, miró en su dirección y lo vio.
—¡Eh, Charlie! —saludó alegremente, y luego también hizo bocina con las manos—. ¡Me alegro de verte! ¿Están todos bien en la oficina?
—¡Sí!
—¡Bien! ¡Me alegro! —Phil se irguió, gesticuló señalando la inundación—. ¿No es asombroso?
—¡Sí! ¡Claro que sí! —Entonces las palabras brotaron de sus labios—: ¡Phil! Ahora ¿vas a hacer algo respecto al calentamiento global?
Phil esbozó su bonita sonrisa.
—¡Veré qué puedo hacer!