¿Qué novedades hay en el Departamento de Estadísticas Desafortunadas?
El ritmo de extinción es actualmente más rápido en el mar que en la tierra. El número de arrecifes de coral cae en picado, provocando extinciones en masa; se calcula que el treinta por ciento de las especies de aguas cálidas han desaparecido. Los bancos de pesca se están agotando: según la ONU, es necesaria una restricción significativa de las capturas para evitar que las especies comerciales se agoten.
La pérdida de capa superior del suelo llega casi a las cuatrocientas mil hectáreas al año. La deforestación ya avanza con más rapidez en los bosques templados que en las selvas tropicales. Sólo se conserva el 35% de las selvas tropicales.
Los habitantes de la India consumen de media 200 kilogramos de cereales al año; los estadounidenses consumen 800 kilogramos; los italianos, 400 kilogramos. La dieta italiana se considera la mejor del mundo para las enfermedades coronarias.
Desaparecidas 300 toneladas de uranio y plutonio empobrecidos. Alta tasa de mutación de los microorganismos próximos a los lugares de tratamiento de residuos radiactivos. Los antibióticos presentes en el pienso de los animales reducen la eficacia de los antibióticos en el ser humano. Se sospecha de la influencia de los estrógenos ambientales en el descenso de la cantidad de esperma de los seres humanos.
Dos mil millones de toneladas de dióxido de carbono han sido emitidas a la atmósfera este año. Uno de los cinco años más calurosos de los que se tiene registro. La Junta de la Reserva Federal espera que la economía estadounidense crezca en un 4 por ciento el último trimestre.
Anna Quibler estaba en su oficina sacándose leche. Tenía la puerta cerrada, las cortinas (que habían instalado para ella) echadas. La bomba extractora zumbaba en tres tiempos: suspiro bajo, resuello, golpe. Durante el resuello el extractor creaba un vacío, tirando de su distendido pecho izquierdo hacia afuera y extrayendo gotas de leche blanca del pezón. Luego la leche bajaba por un tubo claro hasta la pequeña bolsa transparente situada dentro de un bote de plástico, que ella llenaba hasta la marca de 300 ml.
Con el tiempo se había convertido en una actividad inconsciente, y mientras la realizaba trabajaba con el ordenador. Sólo tenía que acordarse de no llenar demasiado el biberón, y de cambiar de pecho. Su mama derecha producía más que la izquierda, aunque eran del mismo tamaño, un misterio que Anna había renunciado a resolver. Tiempo atrás había explorado los detalles biológicos y de ingeniería del proceso y, aunque no es que se hubiera aburrido exactamente, había llegado al límite de lo que podía soportar, y ahora estaba acostumbrada a su monotonía. No había nada nuevo que investigar, así que se concentró en otras cuestiones. Lo que le gustaba a Anna era estudiar cosas nuevas. Por eso todavía escribía artículos con sus colaboradores ocasionales en Duke, y seguía en el consejo editorial de la Revista de Biología Estadística, a pesar de que podía decirse que su trabajo en la FNC como directora del Departamento de Bioinformática la ocupaba más de la jornada completa; sin embargo, su trabajo era en gran parte administrativo y, como la extracción de leche, estaba completamente explorado. Era en sus otros proyectos donde aún podía aprender cosas nuevas.
En estos momentos su nueva actividad consistía en una pequeña investigación de las posibilidades de la FNC para ayudar a Khembalung. Navegó por la red de las instituciones científicas con la facilidad que da la práctica, clic a clic.
Entre los diversos departamentos había una Oficina de Ciencia e Ingeniería Internacional que, según descubrió Anna impresionada, había conseguido recibir el diez por ciento del presupuesto de la FNC. Llevaba un Programa Biológico Internacional, que esponsorizaba un proyecto llamado OTAG, «Océanos Tropicales, Atmósfera Global». El OTAG financiaba programas de estudio, muchos de los cuales incluían un elemento de dispersión de infraestructuras según el cual la infraestructura científica construida para el trabajo era traspasada a la institución anfitriona al final del período de estudio.
Anna ya se había topado con los programas de dispersión de infraestructuras de la FNC para otro proyecto, así que lo añadió a la lista. Ese tipo de proyectos eran el motivo por el que la gente bromeaba diciendo que el móvil suspendido en el atrio representaba una hoz y un martillo, deconstruidos para que las personas externas no advirtieran la naturaleza socialista de la tendencia de la FNC a distribuir capital y actuar como si el mundo perteneciera a todos por igual. A Anna le gustaba esa tendencia y los proyectos que de ella resultaban, aunque no los considerara en términos políticos. Simplemente, apoyaba la manera en que la FNC se centraba en el trabajo y no en la teoría o los debates. Ella también lo prefería así. Le gustaban las soluciones cuantitativas a problemas cuantificables.
En este caso, el problema era la pequeña isla de los khembalies (cincuenta y dos kilómetros cuadrados, según su página web), que evidentemente constituía un lugar más que idóneo para los estudios que se estaban llevando a cabo sobre las inundaciones del Ganges y la avalancha de tormenta en el océano Índico. Anna apretó una tecla y le mandó un correo a Drepung con el enlace, con copia al Instituto de Estudios Superiores de Khembalung, del que él le había hablado. El sitio web del instituto indicaba que estaba dedicado a los estudios médicos y religiosos (Anna no quería saber qué significaba eso), pero no había problema: si los khembalies podían presentar una buena propuesta conjunta, un mayor abanico de campos en sus investigadores podía llegar a formar parte de sus «impactos extremos», y por tanto una ventaja.
Siguió buscando en la red. El PICGUS, el «Programa de Investigación del Cambio Global de EE. UU.», dos mil millones de dólares al año; el Centro de Investigación Regional del Sur de Asia START (CIRSAS), con base en el Laboratorio Físico Nacional de Nueva Delhi, estaciones en Bangladesh, Nepal y Mauricio… China y Tailandia, estudio sobre aerosoles… INDOEX, el Experimento del Océano Índico, también relacionado con los aerosoles, igual que su derivado, el Proyecto de la Neblina Asiática, estudiaba la bruma cada vez más espesa que cubría el sur de Asia y provocaba monzones irregulares, con consecuencias desastrosas. Era evidente que Khembalung estaba bien situado para unirse a ese estudio. También la EDGEIA, la «Estrategia para la Descontaminación de los Gases de Efecto Invernadero al menor coste en Asia»; y la ITOZC, «Interacción Tierra-Océano en las Zonas Costeras». Ésta debía de tener dinero, seguro. Sri Lanka era el líder en ese sentido, contaba con muchos modelos de estuarios: Khembalung sería un emplazamiento de estudio perfecto. Ensayos, redes, presupuestos de ciclos biogeoquímicos, modelos socioeconómicos, efectos en los sistemas costeros del sur de Asia. Guardó la página en favoritos, y la añadió a su correo electrónico. Un centro de investigación en la desembocadura del Ganges resultaría muy útil para todos los implicados.
—Oh, mierda.
Había desbordado el biberón de leche. No era la primera vez que eso le pesaba. Apagó el extractor, puso parte de la leche del biberón lleno en una bolsa de 120 mililitros. Siempre llenaba bastantes bolsas de ese tamaño, para usarlas como refrigerios o suplementos cuando Joe se quedaba con hambre; nunca le había dicho a Charlie que la mayoría eran fruto de un descuido. Como Joe se quedaba con hambre muchas veces, decía Charlie, eran muy útiles.
En cuanto a ella, estaba muerta de hambre. Siempre le pasaba después de extraerse leche. Cada 600 mililitros de leche que producía eran el resultado de unas mil calorías quemadas el día anterior, según sus cálculos; los análisis que había encontrado eran bastante imprecisos. En cualquier caso, podía bajar a la pizzería con la conciencia tranquila (y un gran placer) y comer hasta hartarse. De hecho, tenía que comer, o se marearía.
Pero antes tenía que sacarse leche del otro pecho, por lo menos un poco, porque los dos fabricaban y terminaría sintiéndose incómoda si no lo hacía. Así que guardó la bolsa de 300 mililitros en la pequeña nevera, y luego se puso una de 120 mililitros en el otro pecho, mientras mandaba a la impresora todas las páginas que había visitado, para escribir anotaciones sobre ellas mientras comía, antes de olvidar lo que había descubierto.
Llamó a Drepung, que respondió al número de su teléfono móvil.
—Drepung, ¿podemos vernos para comer? Tengo varias ideas para que consigáis apoyo científico en Khembalung. Algunas tienen que ver con la FNC, otras no.
—Sí, claro, Anna, muchas gracias. Te veré en la Food Factory dentro de veinte minutos, si te va bien. Estoy fuera, buscando unos zapatos para Rudra.
—Perfecto. ¿Qué tipo de zapatos buscas?
—Zapatillas de deporte. Le encantarán.
Cuando salía se encontró con Frank, que también iba en dirección al ascensor.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó él, señalando la lista.
—Material para los khembalies —respondió ella—. Varios programas que llevamos nosotros, o en los que tenemos participación, y que podrían serles de ayuda.
—Entonces ¿pueden estudiar cómo adaptarse a niveles del mar más altos?
Anna frunció el ceño.
—No, algo más que eso. Podemos proporcionarles mucha ayuda en infraestructuras, si saben cómo pedirla.
—Bien. Pero ya sabes, al final necesitarán algo más que estudios. Y la FNC no arregla nada. Se limita a servir a sus clientes pagándoles los estudios.
El comentario de Frank molestó a Anna, y después de una agradable comida con Drepung subió a su oficina y llamó a Sophie Harper, el enlace de la FNC con el congreso.
—Sophie, ¿la FNC solicita alguna vez propuestas sobre temas concretos?
—Hace mucho tiempo que no. En general su política consiste en elaborar el programa según las propuestas recibidas.
—Entonces ¿hay alguna manera de que la FNC pueda, bueno, fijar la agenda, por así decirlo?
—No sé a qué te refieres. Nosotros pedimos al congreso financiación para cosas muy concretas, y ellos destinan el dinero que nos dan a propósitos específicos.
—Entonces podríamos pedir financiación para cosas diversas, ¿verdad?
—Sí, lo hacemos. Creo que la manera de definirlo es que la ciencia fija su propia agenda. A decir verdad, por eso las comisiones de asignaciones no nos quieren demasiado.
—¿Por qué?
—Porque ellos manejan el dinero, cariño. Y son muy celosos de ese poder. He visto a senadores que creen que la Tierra es plana decirme: «¿Está intentando decirme que sabe mejor que yo lo que es bueno para la ciencia?». Y eso es exactamente lo que intento decirles, evidentemente, porque es verdad, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Ése es el tipo de personas con las que a veces tenemos que tratar. Aun en la mejor de las comisiones hay cierta aversión por la autonomía de la ciencia.
—Pero aún tenemos la libertad de estudiar cosas.
—No sé a qué te refieres.
Anna suspiró.
—Yo tampoco. Mira, Sophie, te lo agradezco. Volveré a llamarte cuando tenga más claro lo que quiero saber.
—Yo siempre estoy aquí. Echa un vistazo a las páginas de historia de la FNC en la página web, averiguarás cosas que no sabías.
Anna colgó y se puso a hacer lo que le habían dicho.
Era la primera vez que visitaba las páginas de historia de la web, porque no era muy partidaria de mirar al pasado. Sin embargo, valoraba el consejo de Sophie, y mientras leía se dio cuenta de que la mujer tenía razón; llevaba trabajando allí tanto tiempo que, inconscientemente, creía conocer la historia de la Fundación. Pero no era cierto.
En esencia, consistía en una serie de luchas mediante las cuales la ciencia buscaba ampliar su alcance en el mundo, con más o menos éxito. Después de la segunda guerra mundial, Vannevar Bush, jefe de la Oficina de Ciencia y Tecnología durante la guerra, abogó por una agencia federal permanente que apoyara la investigación científica. Arguyó que había sido la investigación científica básica lo que había ganado la guerra (el radar, la penicilina, la bomba atómica), y convenció al congreso, que aprobó un proyecto de ley para crear la FNC.
Después hubo una serie de batallas, en las que participaron tanto el congreso como el presidente, para determinar el poder de decisión que tendrían los científicos en la política nacional. Al principio Truman impuso a la Fundación un consejo de directores escogidos por el presidente. Nixon suprimió la Oficina de Ciencia y Tecnología, cuyo personal provenía de la FNC a todos los efectos, y la sustituyó por un único «asesor científico». El Congreso de Gingrich suprimió la Oficina de Evaluación Tecnológica. Las administraciones de Bush eliminaron las asignaciones a los grandes programas científicos en todos los presupuestos. Y ahí estaban ahora.
En aquella contienda política, sólo de vez en cuando la ciencia lograba reponerse y ganar alguna batalla. Después del Sputnik, suplicaron a los científicos que retomaran la actividad; el presupuesto de la FNC se había multiplicado. Luego, en la década de 1960, cuando todos eran activistas, la FNC creó un programa llamado IIRPNS, «Investigación Interdisciplinar Relevante para los Problemas de Nuestra Sociedad». ¡Qué nombre tan apropiado para la época!
Aunque, pensándolo mejor, la frase describía muy bien lo que Anna tenía en mente al hablar con Sophie. Investigación interdisciplinar relevante para los problemas de nuestra sociedad: ¿aquella idea tan graciosa había existido de verdad?
Luego, el IIRPNS se había convertido en el IANN, «Investigación Aplicada a las Necesidades Nacionales». Después el IANN había sido eliminado por tener un carácter demasiado aplicado; al presidente Nixon no le gustaron sus objeciones a su defensa antimisiles. Al mismo tiempo, creó preventivamente la Agencia de Protección del Medio Ambiente, que dependía de él y no del congreso.
La batalla por el control de la ciencia prosiguió. Muchas administraciones y congresos no querían que la tecnología o el medio ambiente se sometieran a ningún tipo de evaluación, por lo que veía Anna. Podía interponerse en los negocios. No querían saber.
Para Anna no podía haber mayor crimen intelectual. Le resultaba incomprensible: no querían saber. Pero sí querían tener la última palabra. Para Anna, era una locura. Incluso Joe tenía una lógica más sólida. ¿Cómo podía haber gente así, en qué estaban pensando? ¿En qué basaban aquella mezcla incoherente de deseos, aquel deseo de seguir siendo ignorantes y poderosos a la vez? ¿Eran dos caras de la misma locura?
Anna abandonó aquella línea de pensamiento y siguió leyendo hasta el final del artículo. «Ninguna agencia opera en el vacío», decía. ¡Menuda manera de expresarlo! La FNC había tenido que pulirse, crecer, estancarse, adaptarse: había hecho cuanto estaba en sus manos. Y a lo largo de todo el proceso, sus propósitos y métodos básicos se habían mantenido invariables: apoyar la investigación de base; conceder subvenciones en lugar de comprar contratos; tomar las decisiones mediante el arbitraje y no por decretos burocráticos; contratar a científicos cualificados como personal permanente; contratar personal temporal de entre los expertos de cada campo.
Anna creía en todo aquello y estaba convencida de que habían logrado éxitos demostrables. Cincuenta mil propuestas al año, ochenta mil expertos arbitrándolas, diez mil nuevas propuestas subvencionadas, veinte mil propuestas que seguían apoyándose. Todo para ampliar el conocimiento científico y la influencia de la ciencia en los asuntos humanos.
Se apoyó en el respaldo de la silla, pensando. Toda aquella investigación de base, todo aquel trabajo bien hecho; y sin embargo, teniendo en cuenta el estado del mundo, estaba claro que no era suficiente. Puede que tuvieran que plantearse hacer algo más.
Primates en el asiento del conductor. Daba la impresión de que todos tendrían que estar muertos. Accidentes múltiples, incidentes sangrientos en el furor de la carretera. Coches chocando unos contra otros en grandes carreras de demolición, un auto de fe global.
Pero eran primates, criaturas sociales. Su cerebro había crecido hasta alcanzar su tamaño actual precisamente con el objetivo de poder realizar los cálculos necesarios para vivir en grupo. Ésas eran las partes del cerebro que intervenían cuando la gente conducía en un tráfico intenso. Eso, junto con las maniobras y la frustración, explicaba las satisfacción subliminal de ganar una competición, o la solidaridad necesaria para obtener un beneficio mutuo. Deja que ese pobre idiota entre antes del final del carril de incorporación; ya se adaptará a la velocidad general del tráfico. Pequeño zumbido de primate.
Cuando las cosas iban bien. Pero muchas veces se podía ver a la gente jugando mal. Era como una partida gigante del dilema del prisionero, el juego clásico en que se separa a dos prisioneros y se les pide que diga cosas sobre el otro, ofreciéndoles a cambio la libertad. El sistema de puntuación del modelo informático es tal que si los prisioneros cooperan entre sí guardando silencio, obtiene tres puntos cada uno; si ambos declaran contra el otro, cada uno obtiene un punto; y si uno habla y el otro no, el que delata obtiene cinco puntos y el que no cero puntos. Utilizando este sistema de puntuación para jugar una vez tras otra, hay una primera pauta que dice que siempre es mejor delatar al otro. Ésa es la estrategia con la que se obtienen más puntos a largo plazo, según las simulaciones informáticas, siempre que se juegue sólo una vez y no se vuelva a ver al otro nunca más. Y por supuesto, el tráfico es algo parecido a esa situación.
Pero la sombra del futuro lo cambiaba todo. Día sí día no conducías en el mismo atasco, con la misma población básica de jugadores. Por tanto, si actuabas como si jugaras con el mismo oponente todas las veces, y en cierto sentido así era, porque los ibas conociendo día a día, y ellos a ti, las estrategias más elaboradas te daban más puntos que si siempre traicionabas. La primera versión de la mejor estrategia se llamaba ojo por ojo, y consistía en hacerle a tu oponente lo último que él te había hecho a ti. Esto dejaba fuera al que siempre traicionaba, lo cual, en cierto sentido, era un descubrimiento alentador. Pero la del ojo por ojo no era una estrategia perfecta, porque podía evolucionar en espiral en cualquier dirección, mala o buena, y la mala era una enemistad eterna. Así, nuevos ensayos habían descubierto diferentes versiones revisadas del ojo por ojo, como el ojo por ojo generoso, en el que permitías a tus oponentes una defección antes de cargar contra ellos, o el siempre generoso, que funcionaba bien en algunas condiciones limitadas. O, la mejor estrategia que conocía Frank, un irregularmente generoso ojo por ojo con el que permitías que tus oponentes te traicionaran una vez antes de cargar contra ellos, pero sólo un tercio de las veces, de manera imprevisible. Así, no tenían la oportunidad de aprovecharse de ti todas las veces mediante alguna de las estrategias menos cooperativas, y tú podías emprender una espiral de muerte según los principios del ojo por ojo si hacía falta. Cuando jugabas con el mismo oponente una y otra vez, aparentemente la mejor opción era adoptar diferentes estrategias de firmeza y justicia.
En el tráfico, en el trabajo, en las relaciones de cualquier tipo: la vida social no era más que una serie de dilemas del prisionero. ¿Competir o cooperar? ¿Ser egoísta o generoso? Lo mejor sería poder confiar siempre en que los demás jugadores cooperaran, y actuar siempre con generosidad; pero en la vida real la gente no siempre merecía esa confianza. Ese descubrimiento era, quizá, uno de los grandes impactos de la adolescencia; un impacto que, por desgracia, muchos experimentaban incluso antes. Y después tenías que ir decidiendo caso por caso, definiendo tu estrategia a medida que definías tu historia, o tu personalidad, a saber.
El tráfico no era un buen lugar para tomar decisiones. Parar y avanzar, parar y avanzar, y una velocidad ligeramente mayor de la que Frank hubiera podido alcanzar yendo a pie. Se preguntó cómo era posible que algunos intermitentes expresaran una gran desesperación por cambiar de carril, mientras que otros transmitían paciencia y dignidad. Tal vez fuera por la velocidad a la que parpadeaban las luces, o por lo mucho que se acercaba el coche a la línea que quería atravesar. Aunque lo cierto es que los parpadeos rápidos parecían insistentes y protestones, mientras que los lentos denotaban cierta inercia.
Meterse en la carretera de circunvalación había sido un grave error desde el primer momento. La mayor parte de los conductores eran traidores. En general, los conductores de la costa Este no eran tan generosos como los californianos, pensaba Frank. En la costa Oeste jugaban al ojo por ojo, o incluso a firme pero justo, porque así todo avanzaba más rápido. A lo mejor eso sólo significaba que los californianos habían vivido muchos atascos en autopista. Habían aprendido a jugar desde pequeños, sentados en sus sillitas de bebés, y por eso, en California, cuando se juntaban dos carriles, los coches se iban alternando como los dientes de una cremallera: todo el mundo confiaba en que los demás conocieran el juego y lo jugaran sin trampas. Incluso los machos jóvenes cooperaban. En ese sentido, al menos, California estaba más avanzada que ningún otro lugar, representaba la evolución del Homo automobilicus.
En la circunvalación, en cambio, siempre optaban por traicionar. De ahí que hubiera tantos coches deportivos, todos dispuestos a obtener un punto en un accidente. Cada coche deportivo era una traición. Luego estaban los coches pequeños que siempre cedían el paso, los inocentones. Una combinación terrible. Era tan lento, tan innecesaria y estúpidamente lento. Hacía que te dieran ganas de gritar.
Y de vez en cuando, Frank gritaba. Ésa era otra de las satisfacciones que el tráfico aportaba a los primates: podías maldecir en voz alta a personas que estaban a tres metros de distancia sin que te oyeran. El cerebro del primate era incapaz de explicarlo, así que equivalía a ser testigo de un fenómeno mágico, lo «sublime tecnológico», decía la gente, la misma emoción que experimentaba el primate cuando su mente no hallaba una explicación natural de lo que veía.
Y era realmente sublime liberarse de toda limitación y maldecir a alguien con ferocidad, a unos metros de distancia, sin que esa grave transgresión social tuviera más consecuencias. No era gran cosa comparada con las satisfacciones de la cooperación, pero sí quizá más espontáneo. En cualquier caso, era algo.
Se echó hacia adelante, maldiciendo. No debería haberse metido en la carretera de circunvalación. Solía tener un tráfico horrible a esa hora. Detenerse y avanzar, centímetro a centímetro. Maldecir a los traidores y a los inocentones. Centímetro a centímetro.
Por culpa del tráfico iba a llegar tarde al trabajo, advirtió Frank. ¡Y su grupo de expertos de bioinformática empezaban a trabajar esa mañana! Tenía que llegar si quería que la sesión empezara puntualmente; no iban sobrados de tiempo. Todos los miembros del grupo estarían allí, después de una más que probable noche aburrida. Y el hotel Holiday del complejo de Ballston a menudo no tenía la suficiente agua caliente para que todo el mundo pudiera ducharse a la misma hora, así que algunos de los expertos estarían malhumorados por eso. Algunos estarían llegando en este mismo momento a la sala de reuniones de la tercera planta, dispuestos a empezar y pensando que no había tiempo suficiente para evaluar todas las propuestas del orden del día. Frank lo había hecho a propósito, y todos tenían vuelos a última hora del día siguiente que no podían perder. Llegar tarde en esas circunstancias sería una tremenda falta de educación, no importaba cuánto tráfico hubiera en la circunvalación. Habría miradas, o quizá un par de chistes de Pritchard o Lee; tendría que dar explicaciones, excusas. Eso interferiría en su plan. Maldijo al conductor de un coche que se le colocó delante.
Faltaba poco para llegar a la carretera 66 y, movido por un impulso, decidió tomarla en dirección este, aun cuando a esa hora estaba restringida y era exclusivamente para vehículos de alta ocupación. Normalmente Frank obedecía esa norma, pero como estaba al borde de la desesperación giró para entrar en la 66, donde el tráfico avanzaba más rápido. Todos los vehículos estaban ocupados por al menos dos personas, como era lo lógico; Frank permaneció en el carril derecho y condujo lo más discretamente posible, contando con que la atención hacia el interior del vehículo que solían tener los ocupados por varias personas impidiera que muchos advirtieran su transgresión. Evidentemente, había coches patrulla que buscaban a los infractores como Frank, de modo que corría un riesgo, y eso no le gustaba, pero le pareció menos peligroso que quedarse en la circunvalación y llegar tarde.
Así pues, condujo con el corazón en vilo, hasta que al fin llegó a Fairfax y puso el intermitente para salir. Entonces, cuando se acercaba, vio un coche de policía aparcado junto a la salida: los agentes se estaban dirigiendo hacia el vehículo después de hablar con otro infractor. Era muy fácil que levantaran la vista y lo descubrieran.
Un camión de reparto, grande y viejo, estaba disminuyendo la velocidad para salir delante de él, y de nuevo, sin pararse a reflexionar sobre sus acciones, Frank apretó el acelerador, de un volantazo adelantó al camión por el lado izquierdo, utilizándolo para ocultarse de los policías, y luego volvió a meterse en el carril delante del camión y aceleró para no hacerlo frenar. Había sitio de sobra, y más valía prevenir. Giró a la derecha por el carril de salida, y aminoró la marcha antes de llegar al semáforo que había después de la curva.
De repente oyó un fuerte bocinazo por detrás, y advirtió que el espejo retrovisor estaba ocupado por completo por la rejilla delantera del camión, cuyos faros llegaban aproximadamente a la altura del techo de su coche. Frank aceleró. Luego, al acercarse al coche de delante, tuvo que reducir. De repente el camión lo adelantó por la izquierda, como él había hecho antes, aunque él tuvo que invadir el inclinado arcén del carril de salida. Frank miró y alcanzó a ver el rostro furibundo del conductor, inclinándose para gritarle. Pelo largo y grasiento, bigote, rostro encendido, muy enfadado.
Frank lo miró otra vez y se encogió de hombros, con una mueca y un gesto que querían decir ¿Qué? Redujo la velocidad para que el camión pudiera ponerse delante de él, lo cual resultó buena idea, porque éste giró tan repentinamente que esquivó el faro izquierdo de Frank por unos centímetros. Si Frank no hubiera frenado le habría dado, seguro. ¡Menudo gilipollas!
Entonces el tío frenó con tanta fuerza que Frank estuvo a punto de darle por detrás, lo que podría haber sido desastroso, teniendo en cuenta lo alto que era el camión. Frank habría recibido el golpe en el parabrisas.
—¡Joder! —dijo Frank, escandalizado—. ¡Que te jodan! ¡Yo no me he acercado tanto a ti!
El camión se detuvo del todo, y se quedó plantado en la salida.
—¡Dios, menudo imbécil! —gritó Frank.
Tal vez Frank lo había obligado a frenar, después de todo. O quizá el tío estaba molestándolo por ir solo por la 66, a pesar de que él estaba haciendo lo mismo. La puerta se abrió de golpe, el hombre salió de un salto y se dirigió hacia Frank con aire arrogante. Vio que Frank todavía estaba gritando, se detuvo, lo señaló con un dedo tembloroso, volvió a la cabina del camión y sacó una palanca.
Frank puso marcha atrás, retrocedió y frenó, cambió de marcha y giró el volante mientras aceleraba por el lado derecho del camión. La gente que había detrás pitaba, pero ellos apenas se daban cuenta. Frank tomó el carril de salida, ahora vacío, gritando insultos triunfantes al loco del camión.
Por desgracia el semáforo que había al final de la vía de salida estaba en rojo y había un coche parado, esperando a que se pusiera verde. Frank tuvo que detenerse. En seguida oyó un tonk y notó una sacudida hacia adelante. El camión le había dado un fuerte golpe por detrás.
—¡CABRÓN! —gritó Frank, asustado: ¡aquel tío estaba loco! El camión estaba dando marcha atrás, supuestamente para embestirlo otra vez, así que también puso marcha atrás y se lanzó contra el camión, como si fuera a golpear una pared, luego giró y se lanzó hacia el estrecho espacio a la derecha del coche que esperaba en el semáforo, giró a la derecha y aceleró para meterse en un hueco entre los coches que pasaban, provocando más pitidos enfadados. Miró por el retrovisor y vio que el semáforo se había puesto verde y que el camión estaba girando para seguirlo, a no mucha distancia.
—¡Mierda!
Frank aceleró, vio un hueco en el tráfico que venía en sentido contrario y giró bruscamente atravesando todos los carriles y colocándose en dirección a Glebe, aunque no era el mejor camino para ir a la FNC. Luego pisó a fondo y empezó a zigzaguear desesperadamente entre los coches mientras adelantaba, mirando el retrovisor cuando podía. El camión apareció a lo lejos, girando con un chirrido en dirección a Glebe, tras él. Frank maldijo, consternado.
Decidió dirigirse a un parque de bomberos que recordaba haber visto en la carretera de Lee. Giró a la izquierda en Lee y aceleró hacia el parque todo lo que le permitió su pequeño coche eléctrico, entró chirriando en el aparcamiento y luego salió del vehículo de un salto y corrió hacia el edificio, mirando la carretera en dirección a Glebe.
Pero el loco no apareció. Había desistido. Le habría perdido la pista, o quizá había perdido interés. O se había marchado a acosar a otro.
Todavía maldiciendo, Frank comprobó la parte de atrás de su coche. Sorprendentemente no había desperfectos visibles. Se metió en él de nuevo y se dirigió al sur, hacia el edificio de la FNC, reviviendo la experiencia sin querer. No tenía claro por qué había sucedido. Había adelantado a aquel tío, pero no le había hecho frenar, y aunque era cierto que circulaba ilegalmente por la 66, el otro también. Era inexplicable. Y pensó que, frente a aquel tipo de comportamiento, los modelos como el del dilema del prisionero no servían de nada. La gente no llevaba a cabo juicios racionales. Sobre todo, quizá, la gente que conducía camiones demasiado grandes, de la variedad sucios y abollados, no los blindados esteroidales recién salidos de fábrica que usaban los carpinteros de la zona. Posiblemente había sido algún asunto de clases, el resentimiento de un parado con un camión que tragaba gasolina como una esponja frente a un tipo de cuello blanco con un coche eléctrico. El pasado atacando el futuro, el reaccionario atacando al progresista, el pobre atacando al acomodado. Un macho beta en una máquina alfa, encolerizado porque un macho alfa, a pesar de ser tan alfa, podía adelantarlo con una máquina beta y marcharse como si nada.
Algo así. Algún estúpido perdedor imbécil ya borracho y haciendo idioteces a las siete de la mañana.
A pesar de todo, Frank consiguió entrar en el aparcamiento situado en el sótano del edificio de la FNC y tomar los ascensores hasta la tercera planta justo a tiempo. Corrió a los servicios de los hombres y se echó agua en la cara. Tenía que apartar el desagradable incidente de su cabeza inmediatamente, y como había sido tan extraño y desasosegante no le resultó muy difícil. Cuando algo tan horroroso e incongruente no ha tenido consecuencias es más fácil olvidarlo. Así pues, recobró la compostura y se puso manos a la obra. Era hora de concentrarse en el trabajo del día. Su plan para el grupo de expertos se basaba en las personas que había convocado. El susto en la carretera sólo aumentó su resolución, calmándolo.
Entró en la sala de reuniones asignada al grupo. La gran ventana interior ofrecía la vista estándar del resto de la FNC, y los expertos que nunca habían estado allí contemplaban la colmena de edificios haciendo los comentarios habituales sobre La ventana indiscreta y cosas parecidas.
—Es una especie de «colegalismo» artificial —dijo uno de ellos, seguramente Nigel Pritchard.
—Hace que la gente trabaje.
En la sabana, una vista como aquélla habría sido posible desde un lugar elevado, donde los que contemplaban descansarían con una seguridad relativa, controlando todo lo que era importante en sus vidas. El reino del aprendizaje, de la cháchara, de los conflictos de dominancia. En otras palabras, un sitio perfecto para un grupo de expertos que debían evaluar una propuesta de fondos, lo cual era, en esencia, uno de los debates más antiguos: ¿a quién permitimos la entrada, a quién expulsamos? Una economía básica de grupo, de crédito social, de acceso a la comida y al apareamiento, todo medido y valorado en términos de buenas y malas acciones, sí, otra partida del dilema del prisionero. No terminarían nunca.
A Frank ésta le gustaba. Tenía muchos matices, en comparación con la mayoría, y era una de las pocas que aún permanecía ajena al mundo del dinero. Arbitraje anónimo, trabajo no remunerado, ¡un escándalo!
Pero la ciencia no funcionaba como el capitalismo. Ése era el problema, uno de los problemas de la disfunción general del mundo. El capitalismo reinaba, pero el dinero era una medida demasiado simplista e inadecuada para el tipo de riqueza que generaba la ciencia. En ciencia, uno se iba construyendo a lo largo de su carrera un fondo de «crédito científico» ofreciendo su trabajo al sistema de una manera que podría parecer altruista. La gente recordaba lo que aportabas, y luego te lo devolvían de diferentes maneras: trabajos, laboratorios. En ese sentido, era una buena inversión para el individuo, en forma de regalo para el grupo. Era el juego de la suma no cero que podía llegar a ser el dilema del prisionero si todos jugaban con la estrategia del siempre generoso o, mejor, del firme pero justo. Eso, entre otras cosas, era la ciencia: un lugar donde todo el mundo entraba adoptando estrategias de cooperación, para maximizar el rendimiento total del juego.
En teoría aquello era cierto. También estaba el grupo de primates habitual. Había mucho ojo por ojo. Las deserciones se producían. Todos competían por un laboratorio propio, o por un proyecto propio. Cuando se generaban los ingresos suficientes para llevar una existencia cómoda junto a la familia, se había alcanzado el estado óptimo del ser humano. Tener más dinero resultaba innecesario, y solía exigir un descenso al mundo de los problemas y la estupidez. Era a lo que conducía la codicia. Así pues, la ciencia aportaba los medios suficientes, y el cumplimiento de los propios objetivos en un grado razonable que concordaba con los valores más profundos del cerebro en la sabana. El científico le exigía a la vida las mismas cosas que un Australopithecus; y allí estaban.
En consecuencia, Frank estudió a los expertos que pululaban por la sala con un grado de contento poco habitual.
—Empecemos.
Se sentaron, dejando los portátiles y las tazas de café junto a las consolas insertadas en la mesa, lo que permitía a los científicos ver una hoja electrónica para cada propuesta, con sus notas y comentarios. En este grupo concreto todos sabían de qué iba. Algunos se conocían de antes, la mayoría había leído los trabajos de los demás. Había ocho personas sentadas alrededor de la larga y desordenada mesa de reuniones.
Doctor Frank Vanderwal, moderador, FNC (en excedencia de la Universidad de California, San Diego, Departamento de Bioinformática).
Doctor Nigel Pritchard, Instituto Tecnológico de Georgia, Ciencias Informáticas.
Doctora Alice Freundlich, Universidad de Harvard, Departamento de Bioquímica.
Doctor Habib Ndina, Escuela de Medicina de la Universidad de Virginia.
Doctor Stuart Thornton, Universidad de Maryland, College Park, Departamento de Genómica.
Doctora Francesca Taolini, Instituto Tecnológico de Massachusetts, (MIT) Centro de Estudios Biocomputacionales.
Doctor Jerome Frenkel, Universidad de Pennsylvania, Departamento de Genómica.
Doctor Yao Lee, Universidad de Cambridge (visitante en el Departamento de Microbiología de la Universidad George Washington).
Frank hizo sus habituales comentarios de introducción y dijo:
—Esta vez tenemos que examinar un montón de propuestas. Siento que sean tantas, pero es lo que hemos recibido. Estoy seguro de que nos dará tiempo a evaluarlas todas si nos ceñimos al tema. Empezaremos dedicando quince minutos a cada carpeta, a ver si podemos mirar doce o incluso catorce antes de comer. ¿Os parece bien?
Todos asintieron y teclearon para ver la primera.
—Ah, y antes de empezar, entregadme todos los formularios de conflictos de intereses, por favor. Os recuerdo que, tal como se explica aquí, hay conflicto de intereses si sois el asesor o director del investigador principal de la tesis solicitante, trabajáis para la misma institución que el investigador principal, sois coinvestigadores, habéis solicitado trabajo a cualquier departamento de la institución que hace la propuesta, habéis recibido honorarios o cualquier otra paga de la institución que hace la propuesta durante el último año, tenéis una relación estrecha con el investigador principal o con un coinvestigador, tenéis acciones de una de las compañías que participa en la propuesta, o tenéis algo que ganar o perder económicamente si la propuesta es admitida o rechazada.
»¿Lo habéis entendido todos? Muy bien, pasadme los formularios, pues. Un par de vosotros tendréis que salir cuando se discutan algunas de las propuestas de hoy, pero la mayoría estáis limpios, por lo que yo sé, ¿me equivoco?
—Yo me iré cuando se discuta la propuesta de Esterhaus, como te he dicho antes —dijo Stuart Thornton.
Entonces empezaron las evaluaciones. Ésa era la parte central de su tarea de aquel día y el siguiente, y también la parte central del método de la FNC, y de la ciencia, más en general. Arbitraje; un jurado de expertos. Frank abrió la página de la primera propuesta en la pantalla.
—Siete árbitros, cuarenta y cuatro propuestas. Empecemos con EIA-02 18599, «Procesos electromagnéticos e informativos en los polímeros moleculares». Habib, ¿lo presentas tú?
Habib Ndina asintió y empezó con una descripción de la propuesta.
—Quieren inmovilizar las redes del citoesqueleto en biochips, y explorar si la tubulina puede ser utilizada en fragmentos en accesos a proteínas lógicas. Pretenden hacerlo midiendo el momento dipolar eléctrico, y lo que el investigador principal denomina ondas de salto pronosticadas de momento bipolar eléctrico kink-solitónico.
—¿Postuladas por quién?
—Por el investigador principal. —Habib sonrió—. También afirma que este método servirá para comprobar las teorías del presunto cerebro cuántico.
—Hum.
La gente leyó el resumen.
—¿Qué os parece? —dijo Frank al cabo de un rato—. Veo que Habib le ha dado un «Bueno», Stuart un «Regular», y Alice un «Muy bueno».
Era lo correspondiente a la gama media de su escala, que comprendía Malo, Regular, Bueno, Muy bueno y Excelente.
Habib fue el primero en responder.
—No estoy muy seguro de que se puedan colocar biochips en redes neurales. Vi a Inouye intentar algo parecido en el MIT, y se quedaron bloqueados en la viabilidad del chip.
—Hum.
Los otros intervinieron con preguntas y opiniones. Al cabo de quince minutos, Frank interrumpió el debate y les pidió que apuntaran su evaluación final en las dos categorías empleadas: mérito intelectual e impactos globales.
Frank hizo un resumen de las respuestas.
—Cuatro «Buenos», dos «Muy buenos» y un «Regular». Muy bien, pasemos al siguiente. Pero ¿sabéis que os digo?, voy a empezar a usar la pizarra ahora mismo.
Tenía una pizarra blanca en la esquina, y un montón de notas de quita y pon encima de la mesa. Dividió la pizarra en tres partes con un rotulador, y en lo alto escribió «Financiar», «Financiar si se puede» y «No financiar».
—De momento pondré esta propuesta en la columna de «Financiar si se puede», aunque es posible que luego la cambiemos de sitio. —Pegó la nota de la propuesta en la zona de en medio—. Las iremos moviendo a medida que avance el día y nos hagamos una idea más clara de su interés.
Luego prosiguieron con la siguiente.
—De acuerdo. «Algoritmos de control de coherencia eficientes para la construcción de genomas por ordenador».
Frank había asignado esta carpeta a Stuart Thornton.
Thornton comenzó sacudiendo la cabeza.
—Ésta ha obtenido dos «Buenos» y dos «Regulares», y a mí tampoco me ha impresionado demasiado. Puede ser candidata a un debate limitado. No demuestra haber entendido bien las dificultades que implica la manipulación de codones, y creo que es idéntica al trabajo que el laboratorio de Johnson está llevando a cabo en Seattle. El solicitante parece haberse centrado demasiado en el componente de impactos globales como para haber estudiado a fondo el material publicado. Además, no funcionará.
La gente rió brevemente ante esta muestra de desdén adicional, que era palpable y, para quienes no conocían a Thornton, un tanto sorprendente. Pero Frank había visto a Stuart Thornton en otros grupos de debate. Era el típico científico que solía mostrar una devoción extremadamente pura por el método científico, en forma de un escepticismo implacable hacia todo. No había estudio lo suficientemente bien diseñado, ni datos lo suficientemente claros. A Frank le parecía obvio que en realidad era un problema de inseguridad, parte de los gestos del macho beta para convencer al grupo de que era lo bastante racional para ser un macho alfa, y que quizá ya lo fuera.
Lo malo de estos gestos era que, en la ciencia, la capacidad intelectual era como la masa muscular de un Australopithecus: estaba a la vista de todos. No se podía fingir. No importaba lo mucho que te golpearas el pecho o enseñaras los dientes, al final tu fuerza intelectual era discernible en lo que decías y en la perspicacia que demostrabas. El mero escepticismo era como enseñar los dientes: todo el mundo podía hacerlo. Por esa razón Thornton era una mala elección para un grupo de debate, porque, aunque la gente advertía su actitud e intentaba no tenerla en cuenta, creaba un ambiente que era difícil eliminar. Si había un abogado del diablo en el grupo, los demás debían ser menos conciliadores para no parecer tontos.
Por eso lo había invitado Frank.
—El problema básico radica en su comprensión del algoritmo —prosiguió Thornton—. Un algoritmo no es una simple secuencia de operaciones matemáticas que pueden ir resolviéndose una detrás de otra. Consiste en diseñar una gramática que se ajuste a las operaciones de cada fase, según los resultados de la fase precedente. Hay una codificación muy específica que lo hace funcionar. Por lo que veo, aquí no la tienen.
Los otros asintieron y teclearon. No tardaron en pasar a la siguiente propuesta, después de colgar ésta en la columna de «No financiar».
Frank ya podía predecir con cierta seguridad cómo iría el resto del día. Se había instaurado un ambiente a la baja, y aunque la tercera introductora, Alice Freundlich, de Harvard, reprendió sutílmente a Thornton hablando de lo bien diseñada que estaba su primera carpeta, lo hizo en un contexto menos generoso y no se mostró demasiado entusiasta.
—Creen que los procesos evolutivos de la conservación génica pueden ser trazados mediante estudios en cascada, y quieren llevarlo a cabo con grandes simulaciones informáticas de matrices. Afirman que serán capaces de identificar los genes propensos a sufrir mutaciones.
Habib Ndina sacudió la cabeza. Él también solía mostrarse escéptico, aunque sus razones se fundamentaban en una inteligencia mucho más profunda que la de Thornton; no se limitaba a representar un papel, pensaba.
—¿No se ha trazado ya la mayor parte del antiguo mapa del genoma? —se quejó—. ¿De verdad necesitamos más investigaciones sobre la historia de la evolución?
—Bueno, tal vez no. Es posible que aquí los impactos globales sean suficientes.
Y así fue avanzando el día, y, con algunas insinuaciones subliminales de Frank («¿Estáis seguros de que cuentan con el espacio de laboratorio suficiente?». «Pero ¿creéis que eso es realmente cierto?». «¿Cómo funcionaría?». «¿Cómo podría funcionar?»), el síndrome del Tiro al Blanco fue aflorando poco a poco en todo su esplendor. Los expertos fueron olvidando que las propuestas eran fruto de empresas humanas llevadas a cabo con una fecha límite, y empezaron a compararlas con modelos perfectos de la práctica científica. Desde ese punto de vista, todos los candidatos eran deficientes, por supuesto. Todos tenían pies de barro y todas sus propuestas se convirtieron en pichones a los que el grupo podía disparar. Presentación de una nueva carpeta: ¡bang! ¡bang! ¡bang!
—Ésta ya está lista —dijo alguien en cierto momento.
Evidentemente, algunas personas, en una situación así, se quedarían encalladas y empezarían a sacudir la cabeza o a arrugar la nariz, o incluso a quejarse del ambiente, con humor o sin él. Pero Frank había procurado no invitar a ninguno de los científicos inflexibles que conocía, y Alice Freundlich facilitaba que las cosas fueran agradables. La tendencia de un grupo a pelear era tan fuerte que a veces tomaba un impulso extraordinario. En la sabana habría significado una expulsión y una noche sin comida en el exterior. O algún pobre tipo despedazado miembro a miembro.
Frank no necesitaba forzar las cosas hasta ese punto. Nada de explícito, nada extremo. El sólo era el facilitador. No quería expresar una opinión obvia sobre el contenido de las propuestas en ningún momento. Miraba el reloj, seguía la lista, preguntaba si todo el mundo había dicho lo que quería decir cuando quedaban tres minutos de los quince; se aseguraba de que todos introdujeran sus puntuaciones en el sistema al final del tiempo de debate.
—Un «Excelente» y cinco «Muy bueno». Alice, ¿has introducido tu puntuación?
Mientras tanto, las discusiones eran cada vez más duras.
—No sé en qué estaría pensando cuando mandó esto, ¡es absurdo!
—Permitidme que empiece sugiriendo un debate limitado.
Frank empezó a frenar con sutileza. No quería que pensaran que era un mal director de grupo.
No obstante, la tendencia agresiva iba cobrando impulso. Los babuinos se abalanzaban sobre la presa herida; era casi pavloviano, una gozosa destrucción recompensada con comida, que no auguraba nada bueno para la especie. El placer experimentado al destrozar cualquier cosa meticulosamente. Frank lo había visto muchas veces: un carpintero demoliendo con una almádena, un veterinario que cazaba patos los fines de semana… Era una desgracia, teniendo en cuenta el excesivo impulso que estaba adquiriendo en la historia terrestre, pero sin embargo real. Como especie, por tanto, probablemente estuvieran condenados. Y por eso la única estrategia adaptativa real, para el individuo, era hacer todo lo posible para asegurarse una posición. Y a veces eso implicaba un poco de deserción estratégica del grupo.
Cerca del final del día, volvió a ser el turno de Thornton. Al fin habían llegado a la propuesta de Yann Pierzinski. La gente empezaba a estar cansada.
—Muy bien, casi hemos terminado —dijo Frank—. Acabemos de una vez, ¿de acuerdo? Nos quedan dos más. Stu, te toca otra vez, «Análisis matemático y algorítmico de los codones palindrómicos para predecir la expresión proteínica de un gen». Mandel y Pierzinski, Caltech.
Thornton sacudió la cabeza, cansado.
—Veo que le habéis dado un par de «Muy bueno», pero yo le doy un «Regular». Es una bonita idea, pero me parece que promete demasiado. Quiero decir, predecir el proteoma del genoma sería suficiente por sí mismo, pero comprender además la evolución del genoma, construyendo bioordenadores con tolerancia a errores… Es como si hubieran hecho una lista de los grandes problemas por resolver.
Francesca Taolini le preguntó qué pensaba del algoritmo que la propuesta esperaba desarrollar.
—¡Es demasiado esquemático para poderse pronunciar! En realidad eso es lo que él espera descubrir, por lo que yo sé. Habría una caja de herramientas final con un entorno de software y un lenguaje, y luego una gramática genética para interpretar los palíndromos en concreto, que al parecer él piensa que son importantes, pero yo creo que son sólo redundancias y secuencias de reparación, de ahí la estructura palindrómica. Son como el refuerzo de una cremallera. ¡Pensar que podría utilizarlo para predecir todas las proteínas que produciría un gen concreto!
—Pero si se pudiera, sabrías qué proteínas puedes obtener sin necesidad de hacer microensayos ni recurrir a la cristalografía para ver lo que sale —señaló Francesca—. Eso sería muy útil. A mí me ha parecido que esta línea de trabajo tiene potencial. Sé de gente que está trabajando en algo así, y sería positivo que más gente se dedicara a lo mismo, es un frente amplio. Por eso le he puesto un «Muy bueno», y sigo dispuesta a recomendar que la financiemos. —Mantuvo los ojos fijos en la pantalla.
—Bueno, sí —dijo Thornton enfadado—, pero ¿de dónde sacaría los biosensores que le dijeran si tiene razón o no? No hay controles.
—Eso sería problema de otro. Si las predicciones dieran buenos resultados, no sería necesario comprobarlas todas, ésa sería la idea.
Frank aguardó un par de segundos.
—¿Alguien más? —dijo en tono neutro.
Pritchard y Yao Lee intervinieron. Era evidente que a Lee le parecía buena idea, en teoría. Empezó describiéndolo como una especie de libro de recetas en constante evolución, y Frank se aventuró a decir:
—¿Cómo se haría?
—Bueno, mediante repeticiones sucesivas de la operación, ya sabes. Consistiría en empezar y sugerir la dirección a seguir.
—Mirad —agregó Francesca—, tendremos que acabar tomando ese camino, porque mientras no lo hagamos, la mecánica de la expresión génica seguirá siendo una caja negra. Es una línea de investigación muy válida.
—¿Habib? —preguntó Frank.
—Sería bonito, supongo, que de verdad pudiera conseguirlo. No es tan fácil. Apoyarlo sería como hacer una apuesta a los dados.
Antes de que Francesca pudiera serenarse e insistir, Frank dijo:
—Bueno, podríamos seguir y seguir, pero nos hemos pasado del tiempo, y es tarde. Quienes no lo hayáis hecho todavía, escribid vuestras puntuaciones y terminemos con una propuesta de Alice antes de irnos a cenar.
El hambre les hizo asentir y teclear en las consolas, y a continuación se lanzaron sobre la última propuesta del día, «Las ribozimas como puertas lógicas moleculares». Cuando terminaron, Frank pegó la nota en la pizarra con las demás. Cada pequeño cuadrado de papel tenía escrita la puntuación media de la propuesta. La competición estaba muy reñida: una diferencia entre 4,63 y 4,70 podía ser muy importante. Ya habían colocado tres propuestas en la columna de «Financiar», dos en la de «Financiar si se puede» y seis en la de «No financiar». Las demás estaban en la parte inferior de la pizarra, esperando a que las clasificaran al día siguiente. La de Pierzinski se encontraba entre ellas.
Aquella noche el grupo se fue a cenar a Tara, un buen restaurante tailandés que estaba allí cerca y que tenía una pecera del tamaño de una pared. La conversación fue animada y abarcó muchos temas, ya que el estado de ánimo de los participantes fue subiendo a medida que transcurría la cena. Después unos cuantos se fueron al bar del hotel; los demás se retiraron a sus habitaciones. A las ocho de la mañana siguiente estaban de nuevo en la sala de reuniones repitiendo todo el proceso, abriéndose paso entre las propuestas con una eficacia cada vez mayor. Thornton se marchó del debate sobre una propuesta de alguien de su universidad, y el ambiente de la habitación se suavizó notablemente; y así siguió incluso después de su regreso. Estaban descubriendo las predilecciones de cada uno, y a veces se embarcaban en discusiones sobre la teoría que eran muy interesantes, aunque sólo duraran unos minutos. Algunas de las propuestas planteaban problemas curiosos, y había algunas muy buenas que les hicieron cobrar conciencia del asombroso trabajo que se estaba llevando a cabo en bioinformática, y cuáles podrían ser los beneficios futuros para la salud humana si todo cuajaba y se consolidaba una biotecnología fuerte. La perspectiva de un futuro mejor empujó al grupo a adoptar estrategias más generosas. El segundo día fue mejor. Las puntuaciones eran, de media, más altas.
—Dios mío —dijo Alice en cierto momento, mirando la pizarra—. Va a haber algunas propuestas muy buenas que no podremos financiar.
Todos asintieron. Era un sentimiento habitual al final de los debates.
—A veces me pregunto qué pasaría si pudiéramos financiar el noventa por ciento de todas las solicitudes. Si sólo rechazáramos los debates limitados. Y financiáramos todo lo demás.
—Quizá acelerara las cosas.
—Podría provocar una revolución.
—Volvamos a la realidad —sugirió Frank—. Última carpeta.
Cuando todos hubieron introducido sus puntuaciones de la cuadragésimo cuarta carpeta, Frank tecleó con fuerza los números en la hoja electrónica general y ordenó las solicitudes de más a menos, con un gran número de empates.
Imprimió el resultado, incluyendo la financiación que pedía cada propuesta, y luego volvió a llamar al orden al grupo. Empezaron a colocar las hojas no clasificadas en alguna de las tres columnas.
La propuesta de Pierzinski había terminado la decimocuarta de cuarenta y cuatro. No habría llegado tan alto de no ser por Francesca. Ella los instó a financiarla; pero como estaba en decimocuarta posición, el grupo decidió colocarla en «Financiar si se puede», con un asterisco.
Frank puso el papel en la columna de «Financiar si se puede», con el rostro completamente inexpresivo. Había ocho en «Financiar si se puede», seis en «Financiar» y doce en «No financiar». Faltaban dieciocho, por tanto, pero la aritmética de la situación condenaría a la mayor parte a la columna de «No financiar», excepto las pocas que terminaran en «Financiar si se puede», con pocas esperanzas.
Más tarde Frank se encargaría de rellenar un Formulario Siete para cada propuesta, resumiendo los aspectos clave del debate, apuntando los aspectos que se salían de la media y explicando los «Excelentes» concedidos a reseñas no financiadas; eran una manera de garantizar la transparencia del proceso para los solicitantes, y de asegurarse de que no había nada ilegal. El grupo de expertos sólo tenía función consultiva, la FNC tenía derecho a ignorar sus consejos, pero en la gran mayoría de los casos sus opiniones prevalecían: en eso consistía la idea, así operaba la objetividad científica, al menos en esa parte del proceso.
En cierto modo, era divertido. Solicitar siete opiniones muy subjetivas y a veces contradictorias; cuantificarlas; sacar la media: en eso consistía la objetividad. Una clasificación numérica que se podía mostrar en un gráfico. Era ridículo, por supuesto. Pero era lo mejor que podían hacer. De hecho, ¿qué otra elección tenían? Ningún algoritmo podía tomar ese tipo de decisiones. El único ordenador lo bastante potente para hacerlo era el compuesto por una matriz de cerebros humanos, es decir, un grupo de expertos. Más lejos no podían llegar.
Así que debatieron las propuestas una vez más, su potencial científico y también sus aspectos educativos y beneficiosos para la sociedad, el epígrafe de «impactos globales», que por lo habitual se explicaba con vaguedad en las propuestas y era impopular entre los puristas de la investigación. Pero como Frank lo expresó en ese momento, «La FNC no está aquí sólo para hacer ciencia, sino también para fomentarla, y eso abarca todos esos otros criterios. Lo que aportará a la sociedad». Lo que Anna hará al respecto, estuvo a punto de decir.
Y hablando del rey de Roma, Anna entró para dar gracias a los participantes por sus esfuerzos, ligeramente colorada y formal en sus observaciones. Cuando se fue, Frank dijo:
—Yo también os doy las gracias. Ha sido agotador, como de costumbre, pero hemos hecho un buen trabajo. Espero veros a todos en algún otro momento, pero no os molestaré demasiado pronto. Sé que algunos tenéis que coger un avión, así que vamos a dejarlo aquí, y si alguno de vosotros quiere añadir algo, que me lo diga aparte. Bien, esto es todo.
Frank imprimió una copia final de la hoja electrónica. Las cifras presupuestarias indicaban que terminarían financiando unas diez propuestas del total de cuarenta y cuatro. Había siete en la columna «Financiar», y seis de las de la columna «Financiar si se puede» estaban un poco por encima de la propuesta de Yann Pierzinski. Si Frank, en tanto que representante de la FNC, no ejercía ninguno de sus poderes discrecionales para hallar una manera de subvencionarla, la propuesta sería desestimada.
Otro día para Charlie y Joe. Una mañana de finales de primavera, con la temperatura por encima de los treinta grados, y subiendo, como la humedad.
Se quedaron en casa con el alivio del aire acondicionado que salía de los conductos del techo como gotas de un sirope ligero. Lucharon, limpiaron la casa, desayunaron y almorzaron. Charlie leyó parte del Post mientras Joe destrozaba dinosaurios. Algo que decía el Post sobre la sequía de la India le recordó a Charlie a los khembalies, así que se puso el auricular y llamó a su amigo Sridar.
—Hola, Sridar, soy Charlie.
—¡Charlie, me alegro de oírte! Recibí tu mensaje.
—Oh, bien, eso esperaba. ¿Cómo va el negocio?
—Vamos tirando. Tenemos algunos clientes interesantes, ya sabes a qué me refiero.
—Sí.
Charlie y Sridar habían trabajado juntos para firma de representación varios años atrás. Ahora Sridar estaba con Branson y Ananda, una compañía pequeña pero prestigiosa que representaba a varios gobiernos extranjeros en sus tratos con el gobierno estadounidense. Algunos de estos gobiernos tenían costumbres que hacían que representarlos ante el congreso fuera un desafío.
—¿Qué decías sobre un país nuevo? Me alegro de que me busques nuevos clientes.
—Bueno, ha sido a través de Anna, como te dije. —Charlie le explicó cómo se habían conocido—. Cuando hablé con ellos pensé que tal vez pudieras ayudarlos.
—Oh, cariño, qué amable por tu parte.
—Sí, bueno, necesitas algún desafío.
—Claro, como si no tuviera bastantes. ¿Cuál es ese país nuevo, pues?
—¿Has oído hablar de Khembalung?
—Creo que sí. ¿Es miembro de la Liga de las Naciones que se Hunden?
—Sí, eso es.
—¿Me estás pidiendo que trabaje con una nación isla que se está hundiendo?
—En realidad no se está hundiendo, es el océano el que sube.
—Peor aún. Quiero decir, ¿seremos capaces de hacerlo, de detener el cambio global?
—Bueno, sí. Ésa es la idea. Y debe de haber muchos otros países trabajando en lo mismo. Tendríais un montón de aliados.
—Hum.
—En cualquier caso, podrías ayudarlos, son buena gente. Interesantes. Creo que te gustarían. Por lo menos podrías reunirte con ellos y ver.
—Sí, vale. Tengo muchas cosas entre manos ahora mismo, pero podría hacerlo. No pasa nada por reunirse.
—Gracias, Sridar. De verdad.
—No tiene importancia. Eh, ¿puedo llevar Krakatoa, también?
—Adiós.
—Adiós.
Después de la conversación, a Charlie le apetecía hablar, pero no tenía ninguna razón para llamar a nadie. Él y Joe volvieron a jugar. Aburrido, Charlie recurrió incluso a la televisión. Estaban dando un programa de tertulia y se puso a verlo sin poder evitarlo.
—Son unos perritos falderos —se quejó a Joe—. Mira, el estudio entero es como una cama de perro, y los tíos están sentados en sus sillas como perros en la palma de un gigante, diciendo lo que el gigante quiere oír. ¡Dios mío, no sé cómo pueden soportarlo! Saben perfectamente lo que están haciendo, se nota en la manera en que alardean de sus pequeñas aficiones para intentar distraernos, mira, ése copia definiciones del diccionario, y ése ha memorizado todas las reglas del pinacle, por Dios, todo para ocultar el hecho de que no tienen un solo principio en la cabeza excepto defender a los ricos. Es asqueroso.
—¡BUM! —coincidió Joe, que había captado el humor de Charlie y arrojó un tiranosaurio al radiador con un golpe metálico.
—Muy bien —dijo Charlie—. Buen trabajo.
Cambió de cadena a ESPN 5, donde daban partidos clásicos de dobles de balonvolea femenino todo el día. Los jubilados que se pasaban el día en casa debían de formar un grupo demográfico considerable. Así que aquellas mujeres altas y musculosas en bañador saltaban y se arrojaban a la arena; eran asombrosamente hábiles. A Charlie le gustaban especialmente los logros de la brasileña Jackie Silva, que siempre ganaba, a pesar de no ser la que mejor golpeaba, servía, pasaba o bloqueaba el balón, y de que no era la más guapa. Pero siempre estaba en el lugar adecuado haciendo lo que había que hacer, salvando pelotas milagrosas y ganando juegos accidentales.
—Voy a ser la Jackie Silva de los asesores del Senado —le dijo a Joe.
Pero Joe se había hartado de estar en casa.
—¡Alle! —dijo imperiosamente, golpeando la puerta principal con un diplodocus—. ¡Alle! ¡Alle! ¡Alle!
—Vale, vale.
Era innegable que tenía razón. No podían quedarse todo el día en casa.
—Veamos. Qué podemos hacer. Estoy cansado del parque. Vamos al Mall, hace tiempo que no vamos. ¡El Mall, Joe! Pero antes tienes que meterte en la mochila.
Joe asintió e intentó subir al portabebés inmediatamente, algo muy complicado. Estaba listo para irse de juerga.
—Espera, antes vamos a cambiarte el pañal.
—¡NO!
—Oh, vamos, Joe. Sí.
—¡NO!
—He dicho que sí.
Pelearon como locos durante el cambio de pañal, sin misericordia, decididos, gritando, golpeando, pellizcando. Charlie siguió el ejemplo de Jackie Silva e hizo lo que había que hacer.
Colorados y sudorosos, estaban listos para emerger desde casa al baño de vapor que era la ciudad. Salieron. Bajaron al metro, a aquel mundo subterráneo oscuro y fresco.
Habría estado bien que el metro tranquilizase a Joe como solía hacer con Nick, pero en realidad normalmente le daba más energía. Charlie no podía entenderlo; para él la oscuridad y el frescor tenían un potente efecto soporífero. Sin embargo Joe quería jugar justo al lado del borde del andén, sentía una atracción natural por la enorme fuente de energía que eran los raíles eléctricos. El niño de cien mil vatios. Charlie corrió para alejar a Joe del borde, como Jackie Silva para evitar que la pelota tocara tierra.
Al fin llegó un convoy. A Joe le gustaban los vagones de metro. Se puso en pie en el asiento junto a Charlie y miró las paredes de hormigón deslizarse detrás de las ventanas tintadas del vagón, luego los asientos de un naranja o rosa intenso, los anuncios publicitarios, a las personas que había en el vagón, las breves vistas de las estaciones subterráneas en las que paraban.
Un joven negro entró con un globo de cumpleaños de helio. Se sentó al otro lado del vagón, enfrente de Charlie y Joe. Joe se quedó mirando el globo fijamente, boquiabierto. Era evidente que le parecía un objeto milagroso. El joven recogió la cuerda y luego la soltó para que el globo subiera todo lo que le daba de sí. Joe se sobresaltó, y luego se echó a reír. Su risa era como la de su madre, atropellada, baja y preciosa. La gente del vagón sonrió al escucharla. El joven volvió a bajar el globo, lo soltó otra vez. Joe rió tan fuerte que tuvo que sentarse. La gente empezó a reír con él, sin poderlo evitar. El joven sonreía con timidez. Repitió el truco, y esta vez el vagón entero se echó a reír con Joe, incontrolablemente. Estuvieron riendo hasta que llegaron a Metro Center.
Charlie salió, sonriendo, y se llevó a Joe hacia el enlace con las líneas azul y naranja. Le asombraba el contagio de los estados de ánimo en los grupos. Unos extraños que no volverían a verse nunca, unidos de repente por un joven y un bebé que jugaban. Por la risa. Tal vez lo realmente raro era hasta qué punto los otros ciudadanos solían ser como el mobiliario de la vida de uno.
Joe saltaba en los brazos de Charlie. Le gustaba el misterioso y vasto entramado de Metro Center. El incidente del globo ya estaba olvidado. No le había dejado huella; todavía estaba en esa fase de la vida en que todo apoyaba la idea de que él era el centro del universo y los milagros existían de verdad. Como si fuera un senador de EE. UU.
Por suerte Phil Chase no era así. La verdad es que a Phil le gustaban su vida y su papel público, y a Charlie le recordaba lo que había leído sobre la actitud de Franklin Roosevelt hacia la presidencia. Pero sobre todo, era cuestión de ser la estrella de la película de uno; como en cualquier otra cosa. Resultaba muy agradable trabajar con Phil, pensaba Charlie, y ésa era una de las pruebas definitivas para saber cómo era una persona.
Su siguiente vagón de metro llegó a la estación de Smithsonian, y Charlie metió a Joe en la mochila, se lo puso a la espalda y subió por la escalera mecánica hacia el exterior, hacia el horno que era el Mall.
El cielo era de un blanco lechoso en todas partes. Parecía el interior de una sauna. Charlie se abrió camino a través del calor hasta una zona de hierba a la sombra del monumento a Washington. Se sentaron y sacó algo para comer. Le gustaban las vistas del Capitolio y el monumento a Lincoln. Desde debajo del gran bosque. Era como escapar del Bosque Negro. En opinión de Charlie, eso explicaba la gran popularidad del Mall; los monumentos y los grandes edificios del Smithsonian eran bonitos pero secundarios, lo verdaderamente importante era salir a campo abierto. La realidad cotidiana del Oeste americano era como un atisbo del cielo desde aquí, desde las verdes profundidades de la ciénaga.
Charlie conocía la historia y la tenía en alta estima: los trece primeros estados necesitaban una capital, y cada estado tenía que dar algo de terreno para construirla, si no querían que un estado concreto se quedara con el honor; a Virginia y los otros estados sureños les preocupaba especialmente que ése fuera Filadelfia o Nueva York. Así que discutieron, tú cedes el terreno, no, cédelo tú. A ninguna burocracia le ha gustado nunca ceder la soberanía sobre nada, aunque se tratara de un pequeñísimo territorio de arena en el mar; y por tanto al final Virginia le dijo a Maryland, mira, donde el Potomac se une al Anacostia hay una extensa zona de ciénagas repugnantes. No vale nada, es una tierra horrible y pestilente. Nunca podrás sacar nada de un pozo purulento como ése.
Es verdad, dijo Maryland, tienes razón. De acuerdo, cederemos esa tierra a la nación para que construya su capital. Pero ¡no demasiada! Sólo una sección de la peor parte. ¡Y buena suerte con el drenaje!
Y ahora, ahí estaban. Charlie estaba sentado en la hierba, adormilado. Joe retozaba a su alrededor como un abejorro, investigando cosas. La luz difusa del mediodía caía sobre ellos, y unas nubes grandes y blancas se fueron multiplicando rápidamente en el oeste, y el paisaje se volvió brillante, como una foto de ordenador con más píxeles de los que puede procesar el ojo humano. El dúctil mundo, rebosante de luz. Tenía que intentar acordarse de llevar las gafas de sol a aquellos paseos.
Para dormir una larga siesta con Joe cerca, primero tenía que cebarlo. Charlie luchó contra el sueño, sacó la bolsa de comida del bolsillo de la mochila y la agitó para que Joe pudiera verla. Joe fue hacia él despacio, con los párpados a media asta; no había tiempo que perder. Se instaló en el regazo de Charlie y Charlie le metió un biberón con la leche de Anna en la boca justo cuando la cabeza se le caía a un lado.
Eran como una pareja de zombis: Joe chupaba inconsciente con Charlie medio dormido sobre él, con la barbilla en el pecho, comatoso. Acunar a un bebé en un calor aturdidor: ¿qué podía ser más soporífero?
Las nubes sobre la Casa Blanca se hinchaban como el espíritu de un habitante del edificio. En la otra dirección, en las cercanías de la Corte Suprema, flotaba una nube negra de nueve lóbulos, con una peligrosa carga de relámpagos incipientes. Sí, los poderes de Washington estaban arrojando corrientes de aire caliente y formando nubes sobre sus cabezas, nubes que adoptaban exactamente la forma y el color de sus espíritus. Charlie advirtió que cada burocracia de cúmulos trascendía a los individuos que realizaban temporalmente sus funciones en el mundo. Todos aquellos espíritus transhumanos tenían un carácter innato, y una biografía, y habilidades, deseos y hábitos propios; y en el cielo de la ciudad enfrentaban sus destinos. Los humanos eran como las células de sus cuerpos. Probablemente las células de los cuerpos reales también pensaban que eran importantes y que tenían el control. Pero los grandes cuerpos sabían la verdad.
Así, Charlie vio que la Casa Blanca era un espíritu con forma de nube de tormenta, como un viejo emperador o el sheriff de una ciudad pequeña que dominaba el paisaje y a los otros jugadores. La Corte Suprema, en cambio, era peligrosamente oscura y baja, como un minotauro de múltiples cabezas, perturbador y poderoso. Sobre la cúpula blanca del Capitolio, el aire resplandecía; el congreso era una corriente de aire tan caliente que ninguna nube podía formarse sobre ella.
Oh, sí, había grandes espíritus sobre aquella ciudad baja, golpeándose unos a otros como Zeus y los suyos, u Odín, o Krisna, o todos al mismo tiempo. Para abrirse camino en un mundo como ése había que soplar igual que el viento del norte.
Estaba tan profundamente dormido como Joe cuando sonó el teléfono. Respondió antes de despertar, enderezando la cabeza bruscamente.
—¿Charlie? Charlie, ¿dónde estás? Necesitamos que vengas ahora mismo.
—Ya estoy aquí.
—¿En serio? Eso es estupendo. ¿Charlie?
—¿Sí, Roy?
—Mira, Charlie, siento molestarte, pero Phil está fuera de la ciudad y tengo que reunirme con el senador Ellington dentro de veinte minutos, y acabamos de recibir una llamada de la Casa Blanca diciendo que el doctor Strangelove quiere vernos para hablar del proyecto de ley climático de Phil. Me da la impresión de que están dispuestos a escuchar, a lo mejor hasta a hablar, o incluso a negociar. Necesitamos que venga alguien.
—¿Ahora?
—Ahora. Tienes que venir.
—Ya estoy aquí, pero mira, no puedo. Tengo a Joe conmigo. ¿Adónde ha ido Phil esta vez?
—A San Francisco.
—¿No se suponía que Wade tenía que estar de vuelta?
—No, todavía está en la Antártida. Escucha, Charlie, no tenemos a nadie que pueda hacerlo bien, sólo a ti.
—¿Y Andrea? —Andrea Palmer era la directora legislativa de Phil, la responsable de todos sus proyectos de ley.
—Hoy está en Nueva York. Además, tú eres el hombre idóneo para esto, tú has trabajado en este proyecto más que ningún otro y lo conoces por dentro y por fuera.
—Pero ¡tengo a Joe!
—Quizá puedas traértelo.
—Sí, claro.
—Eh, ¿por qué no? ¿No tiene que dormir pronto su siesta?
—La está durmiendo ahora.
Charlie podía ver los árboles de la Casa Blanca, al otro lado de la Elipse. Podría llegar en diez minutos. En teoría Joe dormiría un par de horas. Y lo cierto es que deberían aprovechar la oportunidad, porque hasta ese momento el presidente y los suyos no habían mostrado interés alguno por el tema.
—Escucha —lo engatusó Roy—, he comido muchas veces contigo con Joe dormido a tu espalda, y créeme, nadie nota la diferencia. Quiero decir, te mantienes erguido como si cargaras con el peso del mundo sobre tus hombros, pero eso ya lo hacías antes de tener a Joe, así que lo que él hace ahora es llenar ese espacio y hacer que parezcas más normal, te lo juro por Dios. Has votado con él a la espalda, has comprado, te has duchado, una vez hasta hiciste el amor con tu mujer mientras Joe dormía a tu espalda, ¿o no me lo dijiste?
—¡¿Qué?!
—Me lo dijiste, Charlie.
—Debía de estar borracho para contártelo, y de todas formas apenas se podría llamar sexo a eso. Ni siquiera podía moverme.
Roy soltó una de sus estridentes carcajadas.
—¿Desde cuándo eso hace que no sea sexo? Te acostaste con tu mujer con Joe dormido en una mochila a tu espalda, así que puedes hablar con el asesor científico del presidente de la misma manera. Al doctor Strangelove no le importará.
—Es un gilipollas.
—¿Y? Allí todos son gilipollas menos el presidente, bueno, él también lo es, pero es simpático. Y es el presidente de las familias, ¿no? Le parecerá bien por principio, puedes decírselo a Strangelove. Puedes decirle que si el presidente estuviera allí le encantaría. Firmaría un autógrafo en la cabeza de Joe como si fuera una pelota de béisbol.
—Sí, claro.
—¡Charlie, es tu proyecto de ley!
—¡Vale, vale, vale! —Era cierto—. Iré y lo intentaré.
Así pues, cuando Charlie se puso a Joe a la espalda (el niño pesaba el doble cuando estaba dormido) y atravesó el Mall y la Elipse, Roy había hecho ya las llamadas y estaban esperándolo en la entrada occidental de la Casa Blanca. Pasaron a Joe por seguridad con un cacheo ligero especialmente escrupuloso en torno al pañal. Charlie y él entraron y fueron escoltados rápidamente a una sala de reuniones.
La habitación estaba bien iluminada, y vacía. Charlie nunca había estado allí antes, aunque había visitado la Casa Blanca en varias ocasiones. Joe le pesaba en los hombros.
El doctor Zacharius Strengloft, el asesor científico del presidente, entró en la habitación. Él y Charlie habían discutido por persona interpuesta en más de una ocasión —Charlie susurraba preguntas asesinas al oído de Phil mientras Strengloft testificaba ante la comisión de Phil— pero nunca habían conversado en persona. Ahora se dieron la mano, y Strengloft miró con curiosidad por encima del hombro de Charlie. Charlie le explicó la presencia de Joe lo más brevemente que pudo, y Strengloft escuchó la explicación exactamente con la falsa benevolencia que Charlie había esperado. Strengloft, en opinión de Charlie, era un ex académico presuntuoso de la peor clase que había ascendido desde las profundidades de un comité consultor conservador de segunda fila cuando el primer asesor científico de la Administración fue despedido por decir que el calentamiento global podría ser real, y no sólo eso, sino mitigable por el ser humano. Aquello era ir demasiado lejos para aquella Administración. Su línea de argumentación era que nadie lo sabía a ciencia cierta, y que resultaría demasiado caro hacer nada al respecto aun cuando estuvieran seguros: habría que cambiarlo todo, el sistema de generación de energía, los coches, abandonar los hidrocarburos en favor del helio o lo que fuera, no se sabía, y ellos no tenían las patentes ni las infraestructuras necesarias para este tipo de novedades, así que evitaban el tema y ya se encargaría la generación siguiente de solucionar los problemas de su época. En otras palabras, que se fueran al cuerno. Era más fácil destruir el mundo que cambiar el capitalismo, ni siquiera un poco.
Todo esto había llegado a ser meridiano desde el nombramiento de Strengloft. Se había hecho con las listas de candidatos a la mayor parte de los comités de asesores científicos del gobierno federal, y no se tardó en preguntar a esos candidatos a quién habían votado en las últimas elecciones, y qué pensaban sobre la investigación con células madres, el aborto y la evolución. Aquello había culminado recientemente con un miembro destacado de la industria del plomo escogido para formar parte del comité de expertos que debía fijar los estándares de seguridad del plomo en sangre de los niños, y que inmediatamente había declarado que setenta microgramos por decilitro sería inocuo para los niños, a pesar de que el máximo de la EPA era de diez. Cuando sus opiniones fueron publicadas y criticadas, Strengloft había comentado: «Para un buen asesoramiento hace falta que haya opiniones diferentes». La sola mención de su nombre ponía frenética a Anna.
En cualquier caso, allí estaba, delante de Charlie; tenía que tratar con él, y en carne y hueso parecía agradable.
Acababan de terminar con los cumplidos preliminares cuando el presidente en persona entró por la puerta. Strengloft asintió complaciente, como si en sus tareas más importantes soliera contar con la ayuda del hombre feliz.
—Oh, hola, señor presidente —dijo Charlie, impotente.
—Hola, Charles —dijo el presidente, y se acercó para darle la mano.
Aquello era una mala señal. No carecía de precedentes, ni siquiera lo sorprendía demasiado; el presidente era famoso por presentarse en las reuniones así, aparentemente por casualidad, pero quizá no. Se había convertido en parte de su legendario estilo informal.
Advirtió la presencia de Joe acostado a la espalda de Charlie, y rodeó a Charlie para verlo mejor.
—¿Qué es esto, Charles, se ha traído a su hijo?
—Sí, señor, me llamaron con muy poca antelación cuando el doctor Strengloft solicitó una reunión con Phil y Wade, que están fuera de la ciudad.
Al presidente le pareció divertido.
—¡Ja! Bueno, me alegro por usted. Qué dulce. Si me da un rotulador le firmaré en la cabecita. —Otra de sus jugadas típicas, por así decir—. ¿Es niño o niña?
—Niño. Joe Quibler.
—Bueno, es estupendo. Salvando el mundo antes de acostarse, ésa es su historia, ¿eh, Charles? —Sonrió para sí y se dirigió rápidamente a la silla que había en el extremo de la mesa junto a la ventana. Uno de los suyos estaba en pie al lado de la puerta, observándolos inexpresivo.
La cara del presidente era más pequeña de lo que parecía en televisión, descubrió Charlie. Tenía el tamaño habitual en el ser humano, sin duda, y si le parecía pequeña era precisamente por las imágenes de televisión. Por otro lado, estaba dotado de una tremenda solidez y tridimensionalidad. Rebosaba realidad.
Tenía los ojos ligeramente juntos, como se decía muchas veces, pero por lo demás parecía una estrella de cine o un modelo de catálogo envejecido. Un empresario de éxito que se había retirado para entrar en el servicio público. Sus rasgos, como habían comentado muchos observadores, combinaban las cualidades de varios presidentes recientes en un rostro insulsamente familiar y tranquilizador, con un ligero toque a lo Ross Perot que le daba un pronunciado aire antiguo y un cierto encanto.
Su mirada divertida era como la del tío favorito de cualquiera.
—Así que lo han pillado a traición. —Luego, levantando una mano para impedir que nadie hablara, casi susurró—: Lo siento, ¿hay que hablar en voz baja?
—No, señor, no hace falta —le aseguró Charlie en su tono de voz normal—. Se pasará durmiendo toda la reunión. No preste atención al hombre que tengo detrás.
El presidente sonrió.
—Así que tiene un mago a sus espaldas, ¿eh?
Charlie asintió, sonriendo con rapidez para ocultar su sorpresa. En algunos círculos era habitual comentar lo imbécil que era el presidente, lo bien manejado que estaba por la gente que tenía detrás; pero al verlo en persona, Charlie se reafirmó al instante en su postura minoritaria de que la astucia de aquel hombre era tal que lo convertía en una especie de genio. El presidente no era ningún tonto. Y estaba al día de, por lo menos, las trivialidades cinematográficas más obvias. Charlie no pudo evitar cierta sensación de tranquilidad.
—Muy bien, Charles, vayamos a lo nuestro, entonces, ¿de acuerdo? —dijo el presidente—. Oí hablar al doctor S. aquí presente de la reunión esta mañana, y quise ver cómo iba en persona, porque me gusta Phil Chase. Y creo que Phil quiere que apoyemos las acciones de la Comisión Intergubernamental sobre el Cambio Climático, hasta el punto de participar en todas las acciones que recomienden, sean cuales sean. Y estamos hablando de un grupo de expertos de la ONU.
—Bueno —dijo Charlie, cambiando al modo ultradiplomático, no sólo por el presidente sino también por el ausente Phil, que se enfadaría con él dijese lo que dijese, porque sólo Phil podía hablar con el presidente sobre el tema—. Yo no lo expresaría así exactamente, señor presidente. Ya sabe que el Comité de Relaciones Exteriores del Senado se reunió varias veces este año, y la conclusión de Phil después de oír todos los testimonios fue que el problema climático global es real. Y grave, hasta el punto de que quizá sea ya demasiado tarde.
El presidente echó una mirada a Strengloft.
—¿Está usted de acuerdo con eso, doctor S.?
—Estamos de acuerdo en que hay una coincidencia general sobre que el calentamiento observado es real.
El presidente miró a Charlie, quien dijo:
—Eso en parte es algo positivo, sin duda. Lo importante es lo que se derive de ahí, en el sentido de intentar hacer algo al respecto.
Charlie describió el problema, conocido por todos: las temperaturas medias habían subido ya catorce grados Celsius, los niveles de CO2 atmosférico eran de seiscientos por millón, cuando antes de la revolución industrial habían sido de doscientos ochenta, y se preveía que llegarían a las mil ppm dentro de una década, el índice más elevado de los últimos setenta millones de años. La industria estadounidense vertía a la atmósfera dos mil millones y medio de toneladas métricas de CO2 al año, aproximadamente un 150 por ciento más de lo que le habrían permitido los acuerdos de Kyoto, si los hubieran firmado, y aumentaba rápidamente. Además estaba también la persistencia a largo plazo de los gases de efecto invernadero, del orden de miles de años.
Charlie habló también brevemente de la muerte de todos los arrecifes de coral, lo que tendría consecuencias aún más graves para los ecosistemas oceánicos.
—La cuestión es, señor presidente, que el clima mundial puede cambiar muy rápidamente. Se barajan escenarios en los que el calentamiento general provoca un enfriamiento de parte del hemisferio norte, sobre todo de Europa. Si eso sucediera, ésta podría convertirse en algo parecido al Yukón asiático.
—¿De veras? —Dijo el presidente—. ¿Y seguro que eso sería algo malo? Es broma, claro.
—Claro, señor, ja, ja.
El presidente lo miró fijamente con fingido desagrado.
—Bueno, Charles, es posible que todo eso sea cierto, pero no sabemos con seguridad si es resultado de la actividad humana, ¿no es verdad?
—Depende de lo que entienda por «saber con seguridad» —dijo Charlie con obstinación—. Dos mil millones y medio de toneladas de carbono por año tienen que suponer algo, es pura física. Podría decir que no sabemos con seguridad si mañana saldrá el sol, y en un sentido limitado tendría razón, pero yo apuesto a que sí.
—No me tiente a apostar ahora.
—Y además, señor presidente, también está lo que se denomina el principio de precaución, que consiste en no postergar la actuación en asuntos vitales que pueden suponer un desastre sólo porque no se puede estar seguro al ciento por ciento de que sucederá. Porque nunca se puede estar seguro al ciento por ciento de nada, y algunas de estas cuestiones son demasiado importantes para esperar.
El presidente frunció el ceño, y Strengloft intervino:
—Charlie, ya sabe que el principio de precaución es una especie de seguro que en realidad no tiene que ver con esto, porque el riesgo y la prima no pueden calcularse. Por eso nos negamos a oír hablar de ningún principio de precaución en los debates a los que asistimos en la ONU. Dijimos que ni siquiera asistiríamos si hablaban de principios de precaución o de índices ecológicos, y teníamos muy buenas razones para esas exclusiones, porque esos conceptos no son verdadera ciencia.
El presidente asintió con su habitual gesto de «Así son las cosas», que Charlie le había visto en numerosas ruedas de prensa.
—Siempre he pensado que un índice ecológico era una forma bastante simplista de medir algo muy complejo —añadió.
—Sólo es el nombre de un buen índice económico, señor presidente —respondió Charlie—, que calcula el uso de los recursos en términos de la superficie de tierra que haría falta para generarlos. Es bastante instructivo, en realidad. —Y realizó una rápida descripción de su modo de funcionamiento—. Es algo que conviene conocer, como hacer balance del talonario de uno, y que nos enseña que Estados Unidos está consumiendo los recursos de diez veces la superficie que ocupa en realidad. Si todos los habitantes de la Tierra vivieran como nosotros, teniendo en cuenta la mayor densidad de población de gran parte del mundo, harían falta catorce planetas como el nuestro para mantenernos a todos.
—Vamos, Charlie —objetó el doctor Strengloft—. A continuación querrá que apliquemos el índice de Bienestar Interior Bruto de Bhután, por Dios. Pero nosotros no podemos utilizar los índices de los países pequeños, no nos sirven. Nosotros somos la hiperpotencia. Y en realidad, el grupo antidióxido de carbono constituye un grupo de presión en sí mismo. Usted ha sucumbido a sus argumentos, pero no es verdad que el CO2 sea un contaminante tóxico. Es un gas natural del aire, y es esencial para las plantas, incluso bueno para ellas. La última vez que hubo un aumento significativo del dióxido de carbono atmosférico, la productividad de la agricultura humana aumentó exponencialmente. Los nórdicos colonizaron Groenlandia durante aquel período, y la esperanza de vida en general creció.
—El final de la peste negra podría explicar eso —señaló Charlie.
—Bueno, quizá fue el aumento de los niveles de CO2 lo que terminó con la peste negra.
Charlie se quedó boquiabierto.
—Es lo que hace las burbujas del agua con gas —le dijo el presidente amablemente.
—Sí. —Charlie se recuperó—. Pero no obstante estamos hablando de un gas de efecto invernadero. Retiene lo que de otra manera volvería al espacio. Y estamos lanzando más de dos mil millones de toneladas de él a la atmósfera todos los años. Es como poner un tapón en el tubo de escape, señor. El coche está condenado a calentarse. La comunidad científica coincide en que provoca un calentamiento realmente significativo.
—Nuestros modelos demuestran que los cambios de temperatura recientes se encuentran dentro de los límites de fluctuación natural —replicó el doctor Strengloft—. De hecho, las temperaturas de la estratosfera han descendido. Es complicado, y lo estamos estudiando; daremos la respuesta más adecuada y económica, porque estamos trabajando en ello. Mientras tanto, ya hemos tomado medidas. El presidente ha pedido a las empresas estadounidenses que se ciñan al nuevo objetivo nacional de limitar el crecimiento de las emisiones de dióxido de carbono a una tercera parte de la tasa de crecimiento de la economía.
—Pero ésa es la misma relación entre emisiones y crecimiento que tenemos ahora.
—Sí, pero el presidente ha ido más allá pidiendo a las empresas estadounidenses que intenten reducir esa relación en un 18 por ciento en los diez años siguientes. Se trata de un enfoque basado en el crecimiento, que acelerará la implantación de las nuevas tecnologías, y también en las colaboraciones que tendremos que establecer con el mundo desarrollado en cuestiones de cambio climático.
Cuando el presidente miró a Charlie para ver lo que respondía a aquella sarta de absurdos sin sentido, Charlie sintió que Joe se agitaba a su espalda. Era mala suerte, las cosas ya estaban bastante complicadas. El presidente y su asesor científico no se habían limitado a ignorar los detalles del proyecto de Phil, estaban atacando activamente sus conceptos subyacentes. Cualquier esperanza que albergara Charlie de que el presidente hubiera aparecido para asegurar un auténtico intercambio había desaparecido.
Y Joe se estaba despertando, definitivamente. Tenía la cara enterrada detrás del cuello de Charlie, como de costumbre, y ahora empezó a hacer algo que a veces hacía cuando dormía: con la boca tomó el tendón derecho de la nuca de Charlie y empezó a chuparlo rítmicamente, como si fuera un chupete. Hasta entonces a Charlie siempre le había parecido muy agradable, uno de los momentos más maternales de su señor Maternidad. Ahora tuvo que mostrarse indiferente y seguir adelante.
—Creo que tenemos que ser muy cuidadosos con el tipo de ciencia que apliquemos en asuntos como éste —dijo el presidente.
Joe chupó un punto sensible y Charlie sonrió reflexivamente y luego hizo una mueca, no queriendo parecer divertido por aquel ambiguo pronunciamiento.
—Por supuesto que sí, señor presidente. Pero los argumentos que apoyan una acción vigorosa provienen de un amplio abanico de organizaciones científicas, y también de gobiernos, de la ONU, de las ONG, universidades, aproximadamente el noventa y siete por ciento de todos los científicos que se han pronunciado sobre el tema —todo el mundo a excepción de la extrema derecha del comité asesor y el grupo de expertos, quiso añadir; todo el mundo a excepción de los pseudocientíficos que dirían cualquier cosa por dinero, como el doctor Strengloft aquí presente, pero se mordió la lengua e intentó cambiar de estrategia—. Imagínese que el mundo es un globo, señor presidente. Y la atmósfera es la piel del globo. Bien, si quisiera que el grosor de la piel de un globo representara correctamente el grosor de nuestra atmósfera en relación con la Tierra, el globo debería tener el tamaño de una pelota de baloncesto.
Aquello no tenía sentido, ni siquiera para Charlie, aunque era una buena analogía para expresar la idea con claridad.
—Lo que quiero decir es que la atmósfera es muy, muy fina, señor. Tenemos capacidad de sobra para provocar alteraciones significativas en ella.
—Nadie lo pone en duda, Charles. Pero mire, ¿no ha dicho usted antes que la cantidad de CO2 en la atmósfera era de seiscientas partes por millón? Entonces, si ese CO2 fuera la piel del globo, y el resto de la atmósfera fuera el aire de su interior, el globo tendría que ser más grande que una pelota de baloncesto, ¿verdad? Del tamaño de la luna o algo así, ¿no?
Strengloft resopló alegremente ante la idea, y se dirigió a un ordenador que había en una mesa del rincón, sin duda para calcular el tamaño exacto del globo según la analogía del presidente. Charlie comprendió de pronto que a Strengloft nunca se le habría ocurrido ese argumento, y también se dio cuenta —lo que le permitió entender al instante a algunas personas que lo habían desconcertado en el pasado— de que a veces la gente con fama de inteligente era en realidad bastante corta, mientras que otros que parecían simples podían ser muy agudos.
—Cierto, señor, muy bien —concedió Charlie—. Pero imagine que esa piel de CO2 es de una especie de cristal que deja pasar la luz pero retiene el calor en el interior. Es una barrera de ese tipo. Que sea gruesa no es tan importante como que sea de cristal.
—Entonces, quizá el hecho de que haya más no representará una diferencia tan importante —dijo el presidente con amabilidad—. Mire, Charles. Las comparaciones imaginativas están muy bien, pero la verdad es que tenemos que aminorar el crecimiento de esas emisiones antes de intentar detenerlas, y mucho menos invertirlas.
Eso era exactamente lo que el presidente había dicho en una rueda de prensa reciente, y en el ordenador Strengloft sonrió y asintió al oírlo, tal vez porque era el autor de la idea. El absurdo de sentirse orgulloso de escribir líneas estúpidas para un presidente agudo le pareció a Charlie de repente horriblemente divertido. Se alegraba de que Anna no estuviera a su lado, porque en momentos como aquél podían hacerse estallar mutuamente en carcajadas con la más breve de las miradas. Sólo el hecho de imaginársela en una situación así estuvo a punto de hacerlo reír.
Así que apartó a su mujer y su maravillosa hilaridad de su mente, no sin la extraña imagen táctil de su nuca como uno de sus pechos, chupada cada vez con más fuerza por el hambriento Joe. Muy pronto tendría que darle un biberón.
No obstante, Charlie perseveró.
—Señor, empieza a ser urgente. Y tomar la delantera en este asunto no tiene contraindicación alguna. Las ventajas económicas de estar al frente de la rectificación climática y la mitigación de la bioinfraestructura son enormes. Es una industria en crecimiento con un potencial ignoto. Se mire como se mire es el futuro.
Joe se sujetó con fuerza a su cuello. Charlie se estremeció. Tenía hambre, estaba claro. Querría comer cuando se despertara del todo. Sólo un biberón de leche o de preparado para lactantes impediría que se pusiera hecho una furia. Ahora no podía despertarlo sin provocar un desastre. Pero estaba empezando a hacerle daño de verdad. Charlie perdió el hilo de pensamiento. Se retorció. Un pequeño bufido de dolor mezclado con una risita. Lo contuvo, disfrazándolo de una tos sofocada.
—¿Qué ocurre, Charles, se está despertando?
—Oh, no, señor, todavía duerme. Quizá se esté moviendo un poco… ¡ah! La cuestión es que si no abordamos estos asuntos ahora, no importará nada de lo que hagamos. No servirá de nada.
—Eso me suena a discurso alarmista —dijo el presidente, con una chispa paternal en los ojos—. Tranquilicémonos. Estará de acuerdo con la sensata idea de que el crecimiento económico sostenible es la clave del progreso ambiental.
—Sostenible, ¡ah!
—¿Qué ocurre?
Disimuló con una risita.
—¡Sostenible, ésa es la idea!, señor.
—Tenemos que aprovechar la capacidad de los mercados —dijo Strengloft, y se puso a divagar sobre su tema habitual, aparentemente ajeno al problema de Charlie. El presidente, en cambio, lo observaba con atención. Chupetón. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Charlie. Reprimió el impulso de dar un manotazo a su hijo, como a un mosquito. Los dedos de la mano derecha le hormigueaban. Muy despacio, movió el hombro, intentando desplazar al niño. Era como intentar mover una lapa. A veces Anna tenía que taparle la nariz para que la soltara. Ni pensar en ello.
—Charles, ir demasiado lejos con esto sería chuparle la sangre a la economía —dijo el presidente—. Piénselo un tiempo. La verdad es que estamos dando mordiscos a este problema todos los días. Pero ¡si estoy como un perro con un hueso en este asunto! Esos específicos intereses ambientales son como cerdos en un comedero. Estamos intentando destetarlos, y no les gusta, pero tendrán que aprender que si no se puede chupar, hay que…
Y Charlie estalló en una carcajada irrefrenable.