California es un lugar aparte.
Los buscadores de oro avanzaron hacia el oeste hasta que el océano los detuvo, y allí, en aquella tierra remota y hermosa, separada del resto del mundo por el desierto y la montaña, la pradera y el océano, descubrieron que el viaje había terminado. Tendrían que detenerse y vivir allí.
Sociedad civil, post guerra civil. Un grupo heterogéneo de argonautas, inspirados en el Destino Manifiesto y la fiebre del oro, y también en Emerson y Thoreau, Lincoln y Twain, su propio John Muir. Se dijeron: Aquí, al final del camino, será mejor ser diferente, o toda la historia del mundo no habrá servido para nada.
Así que hicieron muchas cosas, buenas y malas. Al final resultó ser lo mismo que en cualquier otro sitio.
Pero entre las cosas buenas, alentados por Lincoln, fundaron una universidad pública. Berkeley en 1867, la granja en Davis en 1905, los otros campus después; en la década de 1960 las nuevas universidades brotaron como flores en el campo. La Universidad de California. Uno de los poderes del mundo.
Un instituto oceanográfico cercano a La Jolla quiso que uno de los nuevos campus de los sesenta se situara en las proximidades. Al lado había un campo de entrenamiento del cuerpo de rifles de los marines. Los oceanógrafos pidieron a los marines que les cedieran el terreno, y los marines accedieron. Donaron la tierra, igual que Washington D. C., pero en este caso se trataba de un bosquecillo de eucaliptos en un acantilado, sobre el Pacífico.
La Universidad de California en San Diego.
Para entonces California se había convertido en un cruce de caminos: ya fueran al este o el oeste, todos se encontraban allí, en la gran ciudad de San Francisco, en la fábrica de sueños de Hollywood. La UCSD fue la hija afortunada de todo eso, Atenea surgiendo de la alta frente del estado. Científicos prominentes de todas partes acudieron para crearla, atrapados por el canto de sirenas que insta a empezar de nuevo en el borde del mundo.
Fundaron escuela y colaboraron en la invención de una tecnología: la biotecnología, el regalo de Atenea a la humanidad. La universidad como maestra y también como médico, propiedad del pueblo, sin nadie que le arrebatara parte de los beneficios. Un proyecto público en un mundo cada vez más privatizado, duro y determinado, de intenciones benignas pero muy calculador. ¿Qué se supone que debe aportar?
Frank se planteó añadir una postdata al Formulario Siete deYann Pierzinski, sugiriendo que buscara apoyos internos en Torrey Pines Generique. Luego decidió que sería mejor trabajar a través de Derek Gaspar. Podía hacerlo en persona durante el viaje que iba a hacer a San Diego para preparar su vuelta a casa.
Partió una semana después. En el primer vuelo al oeste se durmió viendo un DVD. Cambió de avión en Dallas, un buen aeropuerto para observar a la gente, luego despegó otra vez y se volvió a dormir.
Despertó cuando sintió que el avión empezaba a descender. Estaban aún sobre Arizona, y sus enormes tierras cocidas al sol se deslizaban por debajo. La parte de Frank que llevaba dormida desde mucho antes de la siesta empezó a despertar también: estaba volviendo a su tierra natal. Era asombroso cómo cambiaban las cosas cuando entrabas en el lado seco de la isobara de los 250 cm de lluvia al año. Frank apoyó la frente en la ventanilla interior del avión, y miró la siguiente cordillera quemada que apareció en su campo de visión. Pensó para sí: iré a hacer surf.
La sombra pálida del Mojave dio paso a las grandes montañas cubiertas de maleza de California del Sur. Al oeste se perfilaron las urbanizaciones, derramándose hacia el este por valles completamente cubiertos y cimas peladas: el gran San Diego, cada vez más extenso. Podía ver las excavadoras nivelando el suelo para los nuevos barrios. Autovías en las que centelleaba el flujo arterial.
El avión de Frank redujo la velocidad y bajó, dejó atrás las últimas cumbres y sobrevoló la ciudad propiamente dicha. A la izquierda del avión surgió el grupo de rascacielos acristalados del centro, que se veían más o menos a la misma altura. Aquellos edificios habían sido el lugar de trabajo de Frank durante una época de su juventud, y los contempló como un viejo hogar. Sabía exactamente cuáles había escalado; los tenía grabados en la memoria. Aquél había sido un buen año. Harto de su consejero, había pedido una excedencia durante el postgrado y, después de una temporada escalando en Yosemite y viviendo en el Campamento Cuatro, se le había acabado el dinero y había decidido trabajar en algo para lo que necesitara sus habilidades físicas y no sus capacidades intelectuales. Había sido un error de juventud, aunque al menos nunca creyó que pudiera ganarse la vida como escalador profesional. Aunque para trabajar en el mantenimiento de ventanas de rascacielos le había sido útil; no sólo había que limpiar ventanas, aunque también lo había hecho, sino asimismo repararlas y cambiarlas. Había sido algo extraño pero maravilloso, saltar desde los tejados de aquellos edificios y descender por los costados para limpiar ventanas, reparar las goteras y las tapajuntas, cambiar los cristales rotos y demás. La escalada era sencilla, y normalmente incluía el uso de plataformas por cuestión de comodidad; los aseguradores, anclas, tableros de mandos y otros equipamientos eran a prueba de bomba. Su compañeros de trabajo eran un grupo variopinto, como siempre sucedía con los escaladores: desde salvajes casi analfabetos hasta excéntricos estudiosos de Nietzsche o Adam Smith. Y el trabajo en las ventanas era divertido, lo que el estudioso de Nietzsche llamaba apoteosis de las habilidades de jardín de infancia, muy satisfactorio: quitar la masilla vieja, aplicar masilla calentada, desatornillar y atornillar tornillos y pernos, pegar ventosas gigantes a los cristales, sacarlos haciendo palanca y subirlos a los tejados o las plataformas, todo bajo el frío embate de aquella capa marina, justo debajo de las nubes y mezclada con un sol brillante, de modo que cuando había sol hacía calor, cuando estaba nublado hacía frío, y toda la extensión del centro de San Diego para mantenerlo entretenido cuando no estaba trabajando. Muchas veces se sentía lleno de felicidad, en momentos en que se detenía para mirar alrededor: algo poco frecuente en su vida.
Finalmente la repetición empezó a aburrirlo, y se fue de allí. Primero viajó, hasta que el dinero que había ahorrado se le terminó; luego volvió al mundo académico, como una especie de prueba, en un laboratorio diferente, con un consejero diferente, en una universidad diferente. Las cosas le habían ido mejor allí. Con el tiempo había regresado a la UCSD, a San Diego, el hogar de su infancia y donde se sentía más cómodo en toda la Tierra.
De hecho notó esa sensación en cuanto salió del pasillo acristalado de la terminal del aeropuerto y bajó por la escalera mecánica hacia el servicio de coches de alquiler. La comodidad del primate en suelo natal, sin duda: el hecho de reconocer la inclinación de la luz y la forma de las colinas, pero sobre todo el aire en sí, la manera en que tocaba su piel, aquella combinación de temperatura, humedad y salinidad tan típica de San Diego. Era como ponerse una ropa vieja y familiar después de pasar un año con esmoquin; estaba en casa, y sus células lo sabían.
Entró en el coche alquilado (siempre el mismo, al parecer) y salió del aparcamiento. Hacia el norte por la autovía, con tráfico pero no demasiado, gente que pasaba volando como estorninos, siguiendo las reglas de la bandada: mantente lo más lejos posible de los demás y cambia de velocidad lo menos posible. Los mejores conductores del mundo. Dejó Mission Bay y Mount Soledad a la izquierda y entró en la región donde todas las salidas habían sido un hito importante en algún momento de su vida. Salió en Gilman, subió el estrecho cañón de apartamentos que se asomaban a la autovía, dejó atrás aquel donde había pasado una noche con una chica, ah, en la época en que todavía le ocurrían esas cosas. Descendió una colina y llegó al campus.
La UCSD. Su base de operaciones. La escuela en el bosquecillo de eucaliptos. Ingeniosa, sofisticada, tremendamente poderosa: incluso estando dentro, a Frank le seguía impresionando el lugar. Entre otras cosas, era un grupo de primates muy eficaz que colaboraba en pro del bienestar de sus miembros.
Aun después de un año en los grandes bosques de la costa Este, había algo atractivo en el bosquecillo de eucaliptos del campus, algo encantador, relajante, incluso. Los árboles habían sido plantados para usarlos como granja de traviesas de ferrocarril, antes de que se descubriera que su madera no servía para eso. Ahora constituían una especie de espacio cuadriculado, en cuyo interior se dispersaba la mezcla arquitectónica de las facultades de la UCSD, unida por dos anchos paseos que discurrían hacia el norte y hacia el sur.
Frank había organizado una tarde de reuniones. El departamento le había cedido una oficina vacía enfrente de Revelle Plaza; la suya todavía estaba ocupada por un investigador visitante de Berlín. Después de que Rosaria, la secretaria del departamento, le diera la llave, se sentó a la mesa polvorienta junto a un teléfono que funcionaba y estuvo comentando el progreso de sus tesis con los cuatro estudiantes licenciados que le quedaban. Cuarenta y cinco minutos cada uno, durante los cuales siempre fue consciente de que no les estaba haciendo justicia, de que habían tenido la mala suerte de que él fuera su director de tesis, debido a su decisión de irse a la FNC durante un año. Bueno, podría intentar compensarlo a su regreso, pero no todo de una vez, y desde luego no hoy. La verdad es que ninguno de los proyectos parecía muy interesante. A veces pasaba eso.
Después se encontró con que aún tenía que esperar una hora y media para su cita con Derek. Aparcar en la UCSD era una pesadilla, pero Rosaria le había dado un pase de un aparcamiento, y Torrey Pines estaba a sólo unos cientos de metros por la misma carretera, así que decidió ir andando. Luego, como se sentía inquieto e incluso un poco nervioso, se le ocurrió tomar la ruta de escalada que había creado con unos amigos como una especie de sesión gimnástica cuando todos vivían en Revelle; eso ocuparía agradablemente el tiempo de espera.
Implicaba bajar andando a La Jolla Shores y girar hacia la carretera de La Jolla Farms en dirección al risco que era propiedad de la universidad, un altiplano cuadrado situado entre dos cañones que bajaban hasta la playa y terminado en un abrupto acantilado de ciento veinte metros sobre el mar. El terreno conservaba su estado natural, más o menos —había algunos viejos búnkeres de la segunda guerra mundial camuflados en su superficie— y, como habían encontrado unas tumbas de siete mil años de antigüedad, probablemente gozaría de manera indefinida de la protección del organismo de Reservas Naturales de la Universidad de California. Tenía unas vistas soberbias, y era uno de los lugares favoritos de Frank de toda la Tierra. Había vivido allí, durmiendo en el exterior todas las noches y utilizando el viejo gimnasio como cuarto de baño; había tenido encuentros románticos allí; y muchas veces se había dejado caer por la ruta de surfistas que descendía hasta la playa por el Blacks Canyon.
Cuando llegó al borde del acantilado descubrió un cartel que anunciaba que la ruta estaba cerrada debido a la erosión del acantilado: era algo evidente, porque la vieja senda se había convertido en una especie de surco que bajaba hasta el borde de un contrafuerte de arena. Pero aun así quería hacerlo, y siguió el borde del acantilado en dirección sur, mirando el Pacífico y sintiendo cómo lo atravesaba el viento que soplaba desde el mar. La vista era tan alucinante como siempre, a pesar de la capa de nubes grises; como solía ocurrir, las nubes parecían acentuar las grandes distancias hasta el horizonte, donde las placas del mar y del cielo convergían en un ángulo diminuto. California, un paso por delante de la historia: qué idea tan estúpida, y totalmente falsa, en todos los sentidos de la palabra, excepto en el físico y en que constituía un paisaje metafórico: parecía ser el borde de algo.
Un lugar impresionante. Y en el cañón más estrecho y abrupto del lado meridional del risco vacío estaba la senda alternativa que Frank quería tomar, incumpliendo las normas. Sólo la utilizaban algunos amigos suyos, porque la pendiente inicial era un contrafuerte peligrosamente expuesto y liso como un cuchillo por causa de la acción del viento, que erosionaba la superficie de arenisca, formando surcos abruptos en ambos lados. La pendiente del surco de la izquierda era igualmente espeluznante. El truco consistía en descender con rapidez y osadía, así que eso hizo Frank, resbalando al entrar en el surco y deslizándose sobre el costado hacia abajo; pero junto a la otra pared se detuvo, y en adelante pudo bajar dando saltos, a gran velocidad y sin incidentes.
Llegó al estruendo salado de la playa, donde el ruido de las olas era más fuerte debido al alto acantilado que emergía detrás. Caminó por la arena en dirección norte, disfrutando de otro de los lugares que tan bien conocía. Blacks Beach, el hogar de los surfistas de la UCSD cuando estaban lejos de casa.
La ascensión hasta Torrey Pines Generique invirtió los problemas del descenso, en el sentido de que todo el problema recaía ahora en la playa. Un surco empinado salía de un antepecho duro a unos quince metros de altura, y tuvo que subir en escalada libre por la arenilla a la derecha de la caída verde y cubierta de algas; luego ascendió con dificultad por el surco, hasta lo alto del acantilado, cerca de la estación de ala delta. En la cima descubrió una señal que declaraba que su ascensión también había sido ilegal.
Oh, bueno. Le había encantado. Se sentía como nuevo, despierto por primera vez en varias semanas. Eso era lo que significaba estar en casa. Podía peinarse con las manos el pelo húmedo de sudor y espuma del mar, y entrar y ver qué pasaba.
Llegó al recinto de Torrey Pines Generique y atravesó las nuevas puertas de seguridad reforzadas. El lugar parecía desierto, pensó mientras entraba en el edificio principal y recorría los pasillos hacia la oficina de Derek. Definitivamente, habían despedido a mucha gente; pasó por delante de varios laboratorios vacíos y sin utilizar.
Frank entró en la sala de recepción y saludó a la secretaria de Derek, Susan, que lo anunció por el interfono. Derek se puso en pie desde detrás de su mesa para darle la mano.
—Me alegro de volver a verte, ¿cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Oh, tirando, tirando.
Su oficina tenía el mismo aspecto que la última vez que Frank la había visitado: una vista del Pacífico por la ventana; copia enmarcada del retrato de portada de Derek de un US. News amp; World Report; fotos de esquí.
—Y bien, ¿qué noticias tenemos de los grandes burócratas de la ciencia?
—En realidad, ellos se consideran tecnócratas.
—Oh, estoy seguro de que hay una gran diferencia. —Derek negó con la cabeza—. Nunca he entendido por qué te fuiste. Supongo que has aprovechado bien el tiempo.
—Sí.
—Y ahora estás a punto de volver.
—Sí. Casi he terminado. —Frank hizo una pausa—. Pero mira, como te conté por teléfono, he visto algo interesante de alguien que había trabajado aquí.
—Sí, lo he comprobado. Todavía podríamos hacerle un contrato a jornada completa, estoy seguro. No está cobrando mucho en Caltech.
—Bien. Porque me pareció una idea muy interesante.
—Entonces ¿la FNC la ha financiado?
—No, al grupo de expertos no le impresionó tanto como a mí. Y quizá tengan razón: le faltaba mucho por desarrollar. Pero la cuestión es que, si funcionara, podrías probar los genes mediante simulación por ordenador, e identificar las proteínas que quisieras, incluso los ligandos concretos, y conseguir así una mejor unión con las células en vivo. Aceleraría mucho el proceso. Lo afinaría.
Derek lo miró detenidamente.
—Ya sabes que no tenemos fondos para contratar a gente nueva.
—Sí, lo sé. Pero es estudiante de postdoctorado, ¿no? Y matemático. En realidad lo único que pedía a la FNC era algo de tiempo para trabajar con los ordenadores. Podrías contratarlo a jornada completa con sueldo de principiante, eso apenas te costaría nada. Quiero decir, si ni siquiera puedes permitirte eso… De todas formas, podría ser interesante.
—¿Qué quieres decir con «interesante»?
—Acabo de decírtelo. Hazle un contrato a jornada completa, y que firme el contrato habitual sobre los derechos de propiedad intelectual y todo eso. Sobre todo, consigue esos derechos.
—Lo capto, pero ¿interesante en qué sentido?
Frank suspiró.
—En el sentido de que podría ser la solución de tu problema de liberación dirigida. Si su método funciona y te haces con la patente, los posibles ingresos por los derechos podrían ser más que considerables. De veras.
Derek guardó silencio. Era consciente de que Frank sabía que la compañía estaba funcionando bajo mínimos. Por tanto, Frank no lo molestaría por nimiedades, ni tampoco por grandes negocios que requerían capital y tiempo para funcionar. Debía de estar ofreciéndole algún tipo de ganga.
—¿Por qué envió esa propuesta de financiación a la FNC?
—Ni idea. Quizá lo rechazó alguno de tus chicos cuando estuvo aquí. A lo mejor su director de Caltech le dijo que lo hiciera. No importa. Pero haz que la gente que tienes trabajando en el problema de la liberación le eche un vistazo a la propuesta. Después, contrátalo.
—¿Por qué no hablas tú con ellos? Ve a hablar con Leo Mulhouse sobre el tema.
—Bueno… —Frank lo pensó—. De acuerdo. Iré a hablar con ellos para ver cómo van las cosas. Y tú encárgate de que Pierzinski vuelva a bordo. Llámale hoy. Y ya veremos lo que pasa a partir de aquí.
Derek asintió, todavía no muy satisfecho.
—Mira, Frank, en realidad a quien necesitamos es a ti. Como te he dicho antes, las cosas no son lo mismo en los laboratorios desde que te fuiste. Tal vez cuando vuelvas pudiéramos hacerte un nuevo contrato, según lo que nos permita la UCSD.
—Creía que no tenías dinero para hacer contratos.
—Bueno, eso es verdad, pero por ti podríamos buscar una solución, ¿de acuerdo?
—Tal vez. Pero no hablemos de eso ahora. Antes tengo que irme de la FNC, y ver lo que ha hecho el fideicomiso ciego con mis acciones. Tenía algunas de aquí.
—Es verdad. Dios, podríamos enterrarte en ellas, Frank, me encantaría hacerlo.
Dar opciones sobre acciones al personal no le costaba nada a la compañía. Eran simplemente gestos que hacían sentir bien, a menos que las cosas fueran bien en el mercado; y con el NASDAQ tanto tiempo por los suelos, ya poca gente las consideraba una auténtica compensación. Eran más bien una especie de especulación. Y en realidad, el hecho de que Frank expresara interés en ella había animado a Derek, como si fuera un signo de confianza en el futuro de Torrey Pines Generique. Y también un signo del interés de Frank por participar en él, a su regreso.
—Haz todo lo posible para conseguir financiación y aguantar un poco más —le sugirió Frank cuando se levantó para irse.
—Oh, lo haré, siempre lo hago.
Fuera, Frank suspiró. Torrey Pines no era una empresa que inspirara mucha confianza. Pero era su empresa, y podía pasar cualquier cosa. A Derek se le daba bien mantener las cosas a flote. Pero Sam Houston era una pérdida. Derek necesitaba a Frank como asesor científico. O consultor, teniendo en cuenta su posición en la UCSD. Y si contrataban a Pierzinski, las cosas podían funcionar. Para final de año, la situación de Torrey Pines podría haber cambiado por completo. Y si todo funcionaba, había posibilidades de que saliera realmente bien.
Frank deambuló hasta el laboratorio de Leo. Estaba sensiblemente animado en comparación con el resto del edificio: había gente yendo y viniendo, olor a disolventes en el aire, máquinas runruneando. Donde hay vida hay esperanza. O quizá eran sólo como los músicos del Titanic, tocando mientras el barco se hundía.
Eso, no obstante, constituía un intento de mantener el barco a flote. Frank se sintió animado. Entró e intercambió cortesías con Leo y su gente, mientras pensaba lo fácil que era mostrarse agradable y alentador. Al fin y al cabo, ellos eran las entrañas de la máquina. Mencionó que Derek lo había enviado a hablar de cómo iban las cosas; Leo asintió sin comprometerse y le hizo un resumen, sesgado pero funcional.
Frank lo observaba mientras hablaba, pensando: Aquí tenemos a un científico trabajando en su laboratorio. Se encuentra en el mejor lugar posible para un científico. Tiene un laboratorio, tiene un problema, está completamente concentrado y absorbido por él. Debería estar contento. Sin embargo, no lo está. Tiene un problema difícil que intenta solucionar, pero no es eso; en los laboratorios siempre hay problemas difíciles que solucionar.
Era otra cosa. Probablemente, la conciencia de la situación de la compañía; por supuesto, debía de ser eso. Lo más seguro era que ése fuera el motivo de su inquietud. Los músicos sentían que el barco se inclinaba. En cuyo caso había cierto heroísmo en el hecho de que siguieran tocando, concentrados hasta el fin.
Sin embargo, por alguna razón, a Frank eso lo ponía un poco de mal humor. La gente seguía como antaño, tratando de hacer las cosas según lo planeado, aunque fuera un mal plan: ésa era la ciencia normal, en términos khunianos, y en su sentido más habitual. Todo tan normal, tan confiado en el funcionamiento del sistema, cuando era evidente que el sistema estaba agrietado y roto. ¿Cómo podían perseverar? ¿Cómo podían ser tan ciegos, tan decididos, tan duros de mollera?
Frank dejó caer lo que tenía pensado.
—A lo mejor si tuvierais una manera de probar los genes en simulaciones por ordenador, encontraríais antes las proteínas.
Leo pareció desconcertado.
—Necesitaríais un, bueno. Una teoría de cómo el ADN codifica sus funciones de expresión genética. Como mínimo.
—Eso estaría bien, pero no sé de nadie que lo tenga.
—No, pero si lo tuvierais… ¿No estaba trabajando George en algo parecido, o uno de sus empleados temporales? ¿Pierzinski?
—Sí, es verdad, Yann estaba probando cosas muy interesantes. Pero se fue.
—Creo que Derek quiere volver a contratarlo.
—Buena idea.
Entonces Marta entró en el laboratorio. Al ver a Frank se detuvo con un sobresalto.
—Oh, hola, Marta.
—Hola, Frank. No sabía que ibas a venir.
—Yo tampoco.
—¿Ah, no? Bueno… —Vaciló, se volvió. La situación pedía que ella dijera algo, pensaba Frank, algo del tipo «Me alegro de verte», si iba a marcharse tan pronto. Pero lo único que ella dijo fue:
—Llego tarde, tengo que volver al trabajo.
Y salió por la puerta.
Sólo más tarde, cuando repasó sus acciones, Frank se dio cuenta de que había dejado a medias la conversación con Leo —era bastante obvio— para seguir a Marta. En aquel momento simplemente echó a andar por el pasillo para alcanzarla antes de darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo.
Ella se volvió y lo vio.
—Qué —dijo con acritud, mirándolo como si quisiera pararlo en seco.
—Nada, hola, sólo quería saber cómo te va, hace mucho tiempo que no te veía. ¿Te apetece, qué te parece si nos vamos y cenamos en alguna parte y nos ponemos al día?
Ella lo miró de arriba abajo.
—Me parece que no. No creo que sea una buena idea. Ni siquiera lo es que estemos hablando ahora. No veo para qué.
—No sé, quería saber cómo te va, supongo que eso es todo.
—Sí, ya sé, entiendo a qué te refieres. Pero a veces hay cosas que te interesan y de las que ya no puedes saber nada nunca más, ¿entiendes?
—Bueno, sí.
Frunció los labios, la miró. Tenía buen aspecto. Era la mujer más fuerte y salvaje que había conocido nunca. Aun así, las cosas no habían ido bien entre ellos.
Ahora, al mirarla, comprendió lo que quería decir. Nunca podría saber cómo era su vida en la actualidad. Él era parcial, ella también; los escasos datos estarían inevitablemente sesgados. Hablar un par de horas no cambiaría nada. Así que era absurdo intentarlo. Sólo serviría para recordar cosas malas del pasado. Quizá dentro de otros diez años. Quizá nunca.
Marta debió de advertir aquellos pensamientos en su expresión, porque hizo un gesto de impaciencia, se dio la vuelta y se fue.
Unos días después de que Frank se dejara caer por allí, Leo encendió su ordenador al llegar al laboratorio y vio que tenía un correo electrónico de Derek. Lo abrió y lo leyó, y luego el documento adjunto que incluía. Cuando terminó lo imprimió todo, y se lo reenvió a Brian y Marta. Cuando Marta llegó alrededor de una hora después, era evidente que ya lo había visto.
—Eh, Brian —dijo desde la puerta de Leo—, ven a ver esto. Derek nos ha enviado un artículo nuevo de Yann Pierzinski, el que trabajó aquí. Era divertido. Es una nueva versión del material en el que estaba trabajando. Parecía interesante. Si pudiéramos conseguir ligados más ajustados, quizá no necesitaras las presiones hidrodinámicas para introducirlos en el cuerpo.
Brian había entrado mientras ella hablaba, y Marta estaba señalando ciertas partes del diagrama en la pantalla de Leo cuando éste se unió a ellos.
—¿Ves a qué me refiero? Células hepáticas, células endoteliales: todas las células del cuerpo tienen ligandos receptores muy específicos para los ligandos de las proteínas concretas que necesitan obtener de la sangre; juntas forman una estructura como la de una llave y una cerradura, los genes las codifican y se encarnan en las proteínas. En realidad se cierran a nivel microscópico, utilizando las células vivas como material.
—Vale, sí. Sería estupendo. Si funcionara. Quizá si lo probáramos a través del programa una y otra vez, hasta encontrar las repeticiones. Entonces… Entonces probaríamos las que tuvieran los ligandos que encajasen mejor y parecieran químicamente más fuertes.
—¡Y Pierzinski va a volver a trabajar con nosotros!
—¿De verdad?
—Sí, va a volver. Derek dice en su correo que lo tendremos a nuestra disposición.
—Genial.
Leo lo comprobó en el directorio de la compañía.
—Sí, es cierto. Lo ha contratado esta misma semana. Frank Vanderwal se pasó por aquí y lo mencionó, seguro que debió de hablarle de él a Derek. A mí también me preguntó. Bueno, supongo que Vanderwal sabe lo que hace, éste es su campo.
—También el mío —dijo Marta con dureza.
—Claro, por supuesto, sólo he dicho que quizá Frank sabe lo que hace. Bueno, le pediremos a Yann que eche un vistazo a lo que tenemos. Si funciona…
—Claro —dijo Brian—. De todas formas, vale la pena intentarlo. Es muy interesante.
Buscó a Yann en Google, y Leo se inclinó sobre su hombro para ver la lista.
—Es evidente que Derek quiere que hablemos con él en seguida.
—Debe de haberlo contratado para nosotros.
—Ya veo. Así que será mejor que hablemos con él antes de que se ponga a trabajar en cualquier otra cosa. Muchos laboratorios podrían querer otro biomatemático.
—Cierto, pero no hay tantos laboratorios. Me parece que lo conseguiremos. Mirad, ¿qué creéis que quiere decir Derek con esto de «redactar un informe describiendo las posibilidades inmediatamente»?
—Supongo que quiere empezar a usar la idea para conseguir más financiación.
—Mierda. Sí, probablemente sea eso. Increíble. Muy bien, hay que ponerse manos a la obra ya, y llamar a Yann.
Su conversación con Yann Pierzinski fue muy interesante. Llegó al laboratorio sólo unos días más tarde, tan cordial como siempre y contento de regresar a Torrey Pines con un trabajo permanente. Lo habían asignado al grupo de matemáticos de George, les dijo, pero Derek ya le había dicho que esperaba que trabajara mucho con el laboratorio de Leo; por tanto, llegó con curiosidad y dispuesto a empezar.
A Leo le gustó volver a verlo. Yann todavía tenía tendencia a hablar con rapidez cuando se excitaba, y todavía ladeaba la cabeza al pensar, como para irrigar mejor esa mitad de su mente, justo el tipo de «forzamiento hidrodinámico rápido» que querían eliminar en su trabajo (él inclinaba la cabeza hacia la izquierda, potenciando el supuesto lado intuitivo, advirtió Leo). Sus conjuntos de algoritmos todavía estaban a medias, dijo, y no había desarrollado las gramáticas génicas que Leo, Marta y Brian necesitaban para su trabajo; pero no había problema, porque podían ayudarlo, y él estaba allí para ayudarlos a ellos. Podían colaborar y, cuando se pusieron manos a la obra, Yann resultó ser un gran pensador, y era agradable tenerlo allí. Leo se sentía seguro con su propia habilidad en laboratorio, ideando y llevando a cabo experimentos y cosas así, pero aquella curiosa mezcla de matemáticas, lógica simbólica y programación de ordenadores en la que se habían internado los biomatemáticos —la matematización de la lógica humana, entre otras cosas, y su reducción a pasos mecánicos que podían ser introducidos en los ordenadores— estaba fuera de su especialidad. Por tanto, Leo se sentía feliz al ver a Yann sentarse y conectar su portátil a la red del laboratorio.
En los días siguientes, probaron los algoritmos de Yann en los genes de las células fabricantes de HDL, mientras él sustituía diferentes procedimientos de los últimos pasos de sus operaciones y luego comprobaba los resultados de las simulaciones informáticas y seleccionaba algunas para los ensayos. No tardaron en encontrar una variante de la operación que predecía sistemáticamente las proteínas adecuadas para las células objetivo: las que servían de llave para sus cerraduras, en realidad.
—Esto es en lo que he estado trabajando todo el año pasado —dijo Yann alegremente después de uno de aquellos éxitos.
Mientras trabajaban, Pierzinski les explicó cómo se le había ocurrido la idea, siguiendo algunos aspectos del trabajo de su director en Caltech y demás. Marta y Brian le preguntaron qué aplicaciones había pensado para su proyecto. Yann se encogió de hombros; ninguna en concreto, les dijo. Él creía que lo más interesante de la operación era lo que desvelaba sobre las matemáticas de la función de los codones. Sólo servía para saber más de las matemáticas que determinaban cómo los genes se convertían en organismos. No había pensando demasiado en las implicaciones para las aplicaciones clínicas o terapéuticas, aunque reconocía de buen grado que podían existir.
—Es lógico que cuanto más sepamos al respecto, mejor entenderemos lo que sucede.
El resto no entraba en sus intereses. Típico de los matemáticos.
—Pero Yann, ¿no te das cuenta de las aplicaciones que podría tener?
—Supongo. La verdad es que la farmacología no me interesa mucho.
Leo, Brian y Marta se quedaron mirándolo. A pesar del período que había pasado allí, no lo conocían muy bien. Parecía bastante normal en la mayoría de los aspectos, consciente del mundo exterior y demás. Hasta cierto punto.
—Mira, vamos a llevarte a comer por ahí —dijo Leo—. Quiero contarte más cosas sobre las posibles utilidades de todo esto.
La firma de Branson y Ananda estaba situada en unas oficinas de Pennsylvania Avenue, junto a la intersección de las calles Indiana y C, aproximadamente a medio camino entre la Casa Blanca y el Capitolio, por encima del mercado. Era una oficina muy bonita.
El amigo de Charlie, Sridar, salió a recibirlos a la puerta principal. Primero los hizo entrar para presentarles al viejo Branson, y luego los condujo a una sala de reuniones dominada por una larga mesa junto a una ventana que ofrecía una vista de las primeras hojas del verano en ramas retorcidas. Sridar pidió a los khembalies que se sentaran, luego les ofreció té o café; todos tomaron té. Charlie se quedó de pie junto a la puerta, flexionando las rodillas y moviéndose suavemente, con Joe dormido a la espalda, dispuesto a irse de allí con rapidez en caso de necesidad.
Drepung habló por los khembalies, aunque Sucandra y Padma también intervinieron haciendo preguntas de vez en cuando. Todos consultaban con Rudra Cakrin, que preguntó muchas cosas en tibetano. Charlie empezaba a pensar que estaba equivocado y que el anciano no entendía el inglés; era demasiado incómodo para ser un truco, como había dicho Anna.
Todos los khembalies miraban atentamente a Sridar o Charlie cuando hablaban. Constituían un público muy atento. Definitivamente, tenían presencia. A Charlie ya le parecían normales sus algodones de Calcuta, sus chalecos marrones y sus sandalias, y le daba la impresión de que era la habitación la que era un poco extraña, de aquel gris tan uniforme e impecable. De repente le recordó el interior de uno de los túneles de gateo de Gymboree.
—Así que son un país soberano desde 1960, ¿no es cierto? —estaba diciendo Sridar.
—Nuestra relación con la India es un poco más… complicada que eso. Tenemos soberanía en el sentido al que usted se refiere desde 1993 aproximadamente. —Drepung contó de nuevo la historia de Khembalung, mientras Sridar hacía preguntas y tomaba notas.
—Entonces… cinco metros sobre el nivel del mar en marea alta —dijo Sridar al final de su relato—. Escuchen, hay algo que deben saber desde el principio: no podemos prometerles resultados en la cuestión del calentamiento global. El congreso ha abandonado el tema. —Lanzó una mirada a Charlie—. Lo siento, Charlie. Quizá no es tanto que lo haya abandonado como que lo ha metido debajo de la alfombra.
Charlie lo fulminó con la mirada sin querer.
—No así el senador Chase o cualquier otro que preste atención a lo que ocurre en el mundo. Y todavía estamos trabajando en ello, vamos a presentar un importante proyecto de ley y…
—Sí, sí, por supuesto —dijo Sridar, levantando una mano para detenerlo antes de que le echara un sermón—. Estáis haciendo lo que podéis. Pero digámoslo así: hay muchos miembros del congreso que creen que es demasiado tarde para hacer nada.
—¡Más vale tarde que nunca! —insistió Charlie, y a punto estuvo de despertar a Joe.
—Lo entendemos —le dijo Drepung a Sridar, después de mirar al anciano—. No nos hacemos falsas ilusiones sobre lo que puede conseguir su compañía. Nuestra única expectativa es contratar a alguien que tenga experiencia en los procedimientos utilizados, en los protocolos habituales, ya sabe. Nosotros seremos los únicos responsables del contenido de nuestras apelaciones a los organismos pertinentes, y confiaremos en que ustedes se encarguen de organizar nuestras reuniones con ellos.
Sridar mantuvo el rostro inexpresivo, pero Charlie sabía qué estaba pensando.
—Hacemos todo lo posible por ofrecer a nuestros clientes los beneficios de nuestra experiencia —dijo Sridar—. Sólo les recuerdo que no hacemos milagros.
Los khembalies asintieron.
—Los milagros serán de nuestra competencia —dijo Drepung, con el rostro tan inexpresivo como el de Sridar.
Charlie pensó: estos dos graciosos podrían llegar a llevarse bien.
Poco a poco expusieron lo que esperaban unos de otros, y Sridar puso por escrito los detalles del acuerdo. Los khembalies estaban contentos de que redactara lo que en esencia era su petición de una propuesta.
—Seguro que esto facilita las cosas —observó Sridar—. Es una manera inteligente de hacerme poner por escrito un trato justo.
Durante esa parte de la negociación (puesto que de eso se trataba), Joe terminó por despertarse y Charlie los dejó a solas.
Más tarde, Sridar llamó a Charlie. Charlie estaba sentado en un banco de Dupont Circle, dando un biberón a Joe y observando a dos de los rapidísimos ajedrecistas locales practicar entre sí. Jugaban demasiado de prisa para que Charlie pudiera seguir la partida.
—Mira, Charlie, el asunto está un poco parado, desde la primera vez que me pusiste en contacto con estos tíos, pero es a tu senador a quien tendrían que ver los lamas primero, o al menos pronto. La Comisión de Relaciones Internacionales es una de las primeras a las que tendremos que acudir, así que todo empieza con Chase. ¿Puedes conseguirnos una cantidad aceptable del tiempo del senador?
—Puedo encontrarte un hueco —dijo Charlie, echando una ojeada a la agenda de Phil—. ¿Qué tal el próximo jueves? Ha tenido una cancelación.
—No será muy temprano, ¿verdad? Lo digo para que esté en su mejor momento.
—Siempre está en su mejor momento.
—Sí, claro.
—No, lo digo en serio. Tú no conoces a Phil.
—Creeré en tu palabra. ¿El jueves a las…?
—De diez a diez y veinte.
—Perfecto.
Charlie podría haber argumentado que la energía del senador Phil Chase era más o menos constante, y siempre muy alta. Al final de su tercer mandato se había instalado completamente en Washington, y su veteranía lo había convertido en un senador muy poderoso, y muy ocupado. No paraba nunca: tenía todas las horas programadas, desde las seis de la mañana hasta la medianoche, en unidades de veinte minutos. Era difícil entender cómo era capaz de mantener su temperamento agradable y sus maneras relajadas.
Casi demasiado relajadas. Él no trabajaba los detalles de la mayoría de los temas. Era un senador que delegaba, un senador no intervencionista. Como muchos de los mejores. Algunos senadores intentaban saberlo todo, y se quemaban; otros no sabían casi nada, y eran en realidad carteles de campaña andantes. Phil estaba en un lugar intermedio. Utilizaba bien a sus empleados, como banco de memoria externa cuando menos, pero con frecuencia para mucho más: sus consejos, ideas políticas, e incluso a veces por su sabiduría acumulada.
Su longevidad en el cargo y el estricto código de sucesión que seguían ambos partidos le habían valido ser nombrado presidente de la Comisión de Relaciones Internacionales y un puesto en Medio Ambiente y Obras Públicas. Eran comisiones muy deseadas, y había mucho en juego. Los demócratas habían obtenido en las últimas elecciones una ventaja de un voto en el Senado y una desventaja de dos votos en la Casa Blanca, y el presidente seguía siendo republicano. Aquello encajaba con la vigente tradición estadounidense de elegir un gobierno sin poder de maniobra en Washington, presumiblemente con la esperanza de que nunca ocurriera nada y la historia se congelara para siempre. Una misión imposible, como construir un castillo de naipes en una ventisca, pero adecuada para políticos duros y un buen espectáculo. En el territorio limitado por la carretera de circunvalación, se consideraba algo vigorizante.
En cualquier caso, Phil estaba ahora muy ocupado con cuestiones importantes, cada vez más cerca del momento de su reelección. Su antiguo jefe de personal, Wade Norton, en esos momentos estaba viajando, y aunque Phil valoraba el consejo de Wade y lo mantenía a sueldo como asesor general a distancia, Andrea había pasado a encargarse de los asuntos de personal, y Charlie de la investigación ambiental, aunque él también trabajaba a media jornada y a distancia gran parte del tiempo.
Cuando se pasaba por allí, el funcionamiento de la oficina le parecía muy profesional, aunque con cierto cariz caótico que, según había concluido tiempo atrás, se debía en su mayor parte al propio Phil. Phil aprovechaba los minutos entre reunión y reunión para vagar de una habitación a otra, sondeando a la gente. Al principio le parecía una pérdida de tiempo, pero Charlie había llegado a creer que era una especie de método de control rápido mediante el cual Phil recogía impresiones y reacciones en los escasos segundos que no tenía programados.
—¡Hoy estamos cabalgando una gran ola! —exclamaba mientras recorría las oficinas, o bebía otro ginger ale junto a la nevera.
En esos momentos iniciaba discusiones por el placer de discutir. A sus empleados les encantaba. Los empleados del Congreso eran por definición empollones de la política; muchos se habían unido a sus clubes de debate del instituto por voluntad propia. Hablar de política con Phil era ideal para ellos. Y el entusiasmo del senador era contagioso, su sonrisa como una doble dosis de expreso. Tenía una de esas sonrisas que siempre daban la impresión de ser de verdadera alegría. Cuando te la dirigía a ti, te sentías muy bien. De hecho, Charlie estaba convencido de que era la sonrisa de Phil lo que le había permitido ser elegido la primera vez, y quizá todas las veces desde entonces. Lo que la hacía tan hermosa era que no era fingida. No sonreía si no tenía ganas. Pero casi siempre las tenía. Aquello era muy revelador, y por eso Phil causaba ese efecto.
Como Wade se había ido, Charlie era ahora su asesor jefe en cuestiones climáticas globales. En realidad, Charlie y Wade funcionaban como una especie de asesoría a distancia compuesta por dos personas, ambas a tiempo parcial: Charlie llamaba todos los días y se dejaba caer por allí todas las semanas; Wade llamaba todas las semanas y se dejaba caer por allí todos los meses. Funcionaba porque Phil no siempre necesitaba su ayuda en cuestiones ambientales.
—Vosotros me habéis educado, chicos —les decía—. Puedo hacerlo solo. Naturalmente, de todas formas haré lo que me digáis. Así que no os preocupéis, quedaos en el Polo Sur, quedaos en Bethesda. Ya os diré cómo me ha ido.
Eso le valdría a Charlie, si Phil hiciera siempre lo que le aconsejaban Charlie y Wade. Pero Phil tenía otros asesores, y recibía presiones de muchos lados; y además tenía opiniones propias. Por tanto, había divergencias.
Siempre que se cruzaba con Charlie esbozaba su contagiosa sonrisa. Parecía proporcionarle un placer especial.
—Hay más cosas en el cielo y la tierra —murmuraba, escuchando sólo a medias las protestas de Charlie. Como la mayoría de los miembros del congreso, creía saber mejor que sus empleados cuál era la mejor manera de hacer las cosas; y puesto que él podía votar y sus empleados no, la verdad era que tenía razón.
El jueves siguiente, a las diez en punto de la mañana, cuando los khembalies agotaron sus veinte minutos de entrevista con Phil, Charlie tenía mucho interés en saber cómo había ido, pero aquella mañana tenía que ir al Club de Prensa de Washington donde iba a haber una conferencia de un científico de la Fundación del Patrimonio que afirmaba que un aumento rápido de las temperaturas sería beneficioso para la agricultura. Controlar a ese tipo de personas y colaborar en la destrucción inmediata de sus pseudoargumentos era una tarea importante, que Charlie emprendió con una fiera indignación; en algún momento, la manipulación de los hechos se convertía en una especie de gran mentira, y eso era lo que sentía Charlie cuando tenía que enfrentarse a gente como Strengloft: él luchaba contra los mentirosos, personas que mentían sobre ciencia por dinero, ocultando así los evidentes signos de destrucción del mundo actual. De ese modo terminarían dejando como legado un planeta degradado, desprovisto de animales, bosques, arrecifes de coral y de todos los demás aspectos de un sistema de soporte biológico y adaptación. Mentirosos que engañaban a sus propios hijos y a las muchas generaciones venideras: eso era lo que quería gritarles Charlie, con la vehemencia de un predicador chiflado en una esquina. Por eso cuando se dirigía a ellos, con preguntas no muy corteses y observaciones mordaces, mostraba cierta ironía. Sus oponentes intentaban distraer la atención acusándolo de fariseísmo o hipocresía de rico o lo que fuera; pero la ironía podía hacer daño si apuntaba a los lugares adecuados.
En cualquier caso, quizá fuera mejor que Charlie no estuviera presente en la reunión de Phil con los khembalies, para que Phil no se distrajera, o pensara que Charlie estaba de algún modo guiando a los visitantes. Phil podría extraer sus propias impresiones, y Sridar estaría allí para orientarlos en lo necesario. Charlie conocía lo bastante a los khembalies para confiar en que Rudra Cakrin y su grupo estarían a la altura de la tarea de representarse a sí mismos. Phil pondría en práctica su extraña capacidad de persuasión, y conocía el mundo suficiente para no ignorarlos sólo porque no eran empresarios locales vestidos con traje y corbata.
Sin embargo, Charlie abandonó rápidamente aquella previsiblemente e irritante conferencia y llegó justo a las 10.20. Subió veloz las escaleras hasta las oficinas de Phil, en la tercera planta. Aquellas oficinas ofrecían una vista preciosa sobre el mar, mejor que las de ningún otro senador, y Phil las había obtenido con uno de sus típicos golpes de efecto. El Senado, demasiado apretado en los viejos edificios de Russell, Dirksen y Hart, había hecho al fin de tripas corazón y había ocupado las oficinas centrales del Sindicato Unido de los Carpinteros de América, que poseían un edificio excelente situado en un lugar espectacular sobre el Mall, entre la Galería Nacional y el propio Capitolio. El sindicato de carpinteros había protestado, por supuesto —sólo una Casa Blanca y un Senado republicanos se habrían atrevido a hacer algo así, siempre dispuestos a golpear a los sindicatos— y el asunto había dejado un hedor político tal que, en cuanto las disputas legales hubieron terminado y el edificio fue del gobierno, muy pocos senadores se mostraron dispuestos a trasladarse a la nueva adquisición. Phil, sin embargo, se había mudado allí con alegría, afirmando que representaría al sindicato de carpinteros y a todos los demás de forma tan fiable que sería como si nunca se hubieran ido del edificio.
—¿Qué lugar mejor para defender a los trabajadores de EE. UU.? —había preguntado, mostrando su famosa sonrisa—. Mantendré un martillo en el alféizar de la ventana para acordarme de a quién represento.
A las 10.23, Phil salía con los khembalies de la oficina de la esquina, hablando con ellos alegremente.
—Sí, gracias, por supuesto, me encantaría: hablen con Evelyn para concertar una cita.
Los khembalies parecían complacidos. Sridar tenía aspecto imperturbable pero ligeramente divertido, como sucedía con frecuencia.
Cuando ya se iba, Phil vio a Charlie y se detuvo.
—¡Charlie! Me alegro de verte al fin.
Con una amplia sonrisa, volvió atrás y le dio la mano a su empleado, que se ruborizó.
—¡Así que te reíste en la cara del presidente! —Se volvió a los khembalies—. ¡Este hombre se echó a reír en la cara del presidente! ¡Siempre he querido hacer eso!
Los khembalies asintieron, neutrales.
—¿Cómo fue? —Le preguntó Phil a Charlie—. ¿Y qué tal la entrevista?
Charlie, todavía ruborizado, dijo:
—Bueno, fue involuntario, a decir verdad. Como un estornudo. Joe me estaba haciendo cosquillas. Y, por lo que yo sé, la entrevista fue bien. El presidente parecía contento. Había estado intentando hacerme reír, así que cuando lo hice él rió también.
—Sí, supongo que porque lo había provocado él.
—Bueno, sí. De todas formas, se echó a reír, y entonces Joe se despertó y tuvimos que darle un biberón antes de que los chicos del servicio secreto se pusieran nerviosos.
Phil rió, y luego sacudió la cabeza, más serio.
—Bueno, debió de ser horrible, supongo. Pero qué otra cosa podías hacer. Te tendió una emboscada. Le encanta hacer eso. Espero que no tenga consecuencias negativas para nosotros. Puede que incluso nos sea de ayuda. Pero llego tarde, tengo que irme. Tú sigue con ello. —Y poniendo la mano en el brazo de Charlie, se despidió de nuevo de los khembalies y desapareció en silencio por la puerta.
Los khembalies rodearon a Charlie, con aire alegre.
—¿Dónde está Joe? ¿Cómo es que no está contigo?
—No podía llevarlo a donde tenía que ir, así que mi amiga Asta de Gymboree está cuidando de él. En realidad tengo que ir a buscarlo en seguida —añadió, mirando el reloj—. Pero venga, contadme cómo os ha ido.
Todos siguieron a Charlie a su cubículo junto al hueco de la escalera, llenándolo con sus vestiduras marrones (se habían vestido formalmente para Phil, advirtió Charlie) y sus rostros oscuros de rasgos pronunciados. Todavía parecían complacidos.
—¿Bien? —dijo Charlie.
—Ha ido muy bien —dijo Drepung, y asintió alegremente—. Nos ha hecho muchas preguntas sobre Khembalung. Visitó Khembalung hace siete años, y conoció a Padma y otros entonces. Se ha mostrado muy interesado, muy… comprensivo. Me ha recordado al señor Clinton en ese sentido.
Al parecer, el ex presidente también había visitado Khembalung unos años antes, y había causado una fuerte impresión.
—Y lo mejor de todo es que nos ha dicho que nos ayudará.
—¿De veras? ¡Eso es estupendo! ¿Qué es lo que ha dicho, exactamente?
Deprung entornó los ojos, recordando:
—Ha dicho: «Veré qué puedo hacer». —Sucandra y Padma asintieron, confirmándolo.
—¿Ésas fueron sus palabras exactas? —preguntó Charlie.
—Sí. «Veré qué puedo hacer».
Charlie y Sridar se miraron. ¿Quién iba a decírselo?
—Ésas fueron sus palabras exactas —dijo Sridar con cautela, pasándole así la pelota a Charlie.
Charlie suspiró.
—¿Qué pasa? —preguntó Drepung.
—Bueno… —Charlie miró otra vez a Sridar.
—Díselo —dijo Sridar.
—Lo que debéis entender es que a ningún congresista le gusta decir que no —dijo Charlie.
—¿No?
—No. No les gusta.
—Nunca dicen que no —amplió Sridar.
—¿Nunca?
—Nunca.
—Les gusta decir que sí —explicó Charlie—. La gente se dirige a ellos para pedirles cosas: favores, votos, que tengan en cuenta una cosa u otra. Cuando dicen que sí, la gente se va contenta. Todos están contentos.
—Son electores —amplió Sridar—. Lo que significa votos, ése es su trabajo. Dicen que sí y consiguen votos. A veces un sí puede representar cincuenta mil votos. Por eso siempre dicen que sí.
—Eso es cierto —admitió Charlie—. Algunos dicen que sí aunque piensen lo contrario. Otros, como nuestro senador Chase, son más honestos.
—Sin llegar a decir que no, sin embargo —añadió Sridar.
—De hecho sólo responden a las preguntas que pueden contestar afirmativamente. Las otras las evitan de una manera u otra.
—Cierto —dijo Drepung—. Pero él ha dicho…
—Ha dicho: «Veré qué puedo hacer».
Drepung frunció el ceño.
—Entonces ¿eso significa que no?
—Bueno, mirad, en circunstancias en que no pueden eludir responder una pregunta de una u otra manera…
—¡Sí! —interrumpió Sridar—. Significa que no.
—Bueno… —Charlie trató de ganar tiempo.
—Vamos, Charlie —Sridar negó con la cabeza—. Sabes que es verdad. Para todos ellos. «Sí» significa «quizá»; «Veré qué puedo hacer» significa «no». Quiere decir «no hay la menor posibilidad». Significa «no puedo creer que me estéis haciendo esta pregunta, pero ya que me la hacéis, os voy a decir que no».
—¿No va a ayudarnos? —preguntó Drepung.
—Lo hará si encuentra la manera de hacerlo —contestó Charlie—. Yo se lo recordaré.
—Verás qué puedes hacer —dijo Drepung.
—Sí…, pero yo lo digo de verdad.
Sridar sonrió con ironía ante la turbación de Charlie.
—Y Phil es el senador más consciente de los problemas medioambientales, ¿verdad, Charlie?
—Bueno, sí. Eso es cierto, sin duda.
Los khembalies reflexionaron al respecto.