Jenkins pasó momentos duros por algún tiempo. Estuvo durante varios meses en Washington contestando preguntas con su estilo sincero y pausible. Explicó, sin dejar totalmente satisfecho a todo el mundo, que su investigación había sido fundamentalmente de naturaleza científica, un intento de reconstruir los efectos —ya fueran voluntarios o accidentales— provocados por el profesor Wachs. Hablar de «materia invisible» sería, con toda seguridad, injustificado. Él mismo no describiría así los objetos encontrados en la sede de MicroMagnetics, y si había utilizado esa expresión en algunas ocasiones, siempre fue de forma informal y durante conversaciones con otras personas que estaban perfectamente familiarizadas con los fenómenos investigados. Por desgracia, y pese a los muchos esfuerzos llevados a cabo para mantener el secreto, se habían filtrado algunos comentarios generales y algunos hechos que, sacados de contexto, desencadenaron unos extravagantes rumores que ahora hacían peligrar una investigación de valor potencialmente incalculable y que, encima, ponían sin necesidad en cuestión la credibilidad y la competencia de quienes trabajaban a sus órdenes, unos hombres que se habían comportado de forma magnífica en condiciones en extremo dificultosas.
Existía, por supuesto, un «supercristal» que estaba siendo estudiado en dos laboratorios diferentes; quien estuviese realmente interesado en aquel asunto debía hacer lo posible por verlo. Y cualquiera que lo viera entendería por qué se había realizado tan extraordinario esfuerzo intentando reconstruir el trabajo de Wachs e investigando las anormales circunstancias que rodearon la explosión de su laboratorio.
Pero lo más lamentable de todo eran los rumores acerca de «hombres invisibles». Era cierta la existencia de al menos una persona, ahora en paradero desconocido, que había sido identificada entre quienes presenciaron la explosión y que era responsable de haber provocado incendios, entonces y después, y era cierto que se habían llevado a cabo las oportunas acciones para detenerla. Pero tampoco era menos cierto que algunos aspectos del incidente quedarían para siempre en la sombra, en parte debido a la dificultad de reconstruir los acontecimientos y en parte debido a consideraciones relativas a seguridad. Estaban implicados ciertos grupos radicales de extrema izquierda y, posiblemente, algunas potencias extranjeras. Había otras cuestiones que deberían ser planteadas en el futuro, pero Jenkins no consideraba que ahora fuera el momento más adecuado para discutirlas.
Los subordinados de Jenkins fueron igual de imprecisos. Resultaba muy difícil ver nada en la sede de MicroMagnetics. Los destrozos fueron cuantiosos: toda la zona quedó arrasada por una sucesión de incendios, y explotó un depósito de combustible. En cuanto a la naturaleza de la subsiguiente investigación, Jenkins había sido enteramente responsable de la misma y ellos no poseían suficiente información como para emitir juicios acerca de su eficacia. Ellos cumplieron órdenes. No ocurrió nada que estuviera fuera de lo ordinario y por lo tanto no encontraron razones para cuestionar la adecuación de tales órdenes. Algo sobre lo que todos insistieron —y por alguna razón pese a mi carácter tautológico, mi afirmación pareció tranquilizar tanto a los investigadores como a los compiladores de informes— fue que nadie había visto hombre invisible alguno.
Clellan fue trasladado poco después a un campo de entrenamiento en Carolina del Norte: Morrissey fue enviado a diversos y exóticos lugares para participar en la vigilancia de traficantes de drogas conectados con funcionarios de varios gobiernos extranjeros. Tyler, que probablemente fuera el más inescrutable de todos durante la investigación, fue inmediatamente ascendido. En la actualidad vive en un suburbio de Virginia y supervisa la recogida y análisis de enormes cantidades de oscuras informaciones políticas procedentes de oscuras regiones del globo. Sólo Gómez continúa trabajando para Jenkins en Nueva York.
En cuanto a Jenkins, quedé sorprendido al descubrir que su carrera no iba a resultar arruinada, aunque pensando ahora en ello comprendo que el desenlace fue bastante lógico y predecible. Al final, una vez sometidos unos y otros al más cuidadoso y profundo examen, se decidió que si bien retrospectivamente podían ser cuestionadas algunas decisiones individuales, en conjunto todo el mundo se había comportado de forma y sin traspasar el ámbito de su autoridad, y que no tendría objeto la ampliación o prolongación de la investigación. Sin embargo, todos recibirían nuevos destinos y se tomarían medidas para que no tuviesen lugar en un futuro inmediato nuevas operaciones o investigaciones que pudiesen atraer otra vez la atención pública hacia los problemas potenciales ya planteados durante la operación en curso. Jenkins, al parecer, gozaba de un sustancial apoyo en algún lugar. Acabó encargado de supervisar el embarque de tecnología estratégicamente sensible y que era enviado desde Nueva York a países hostiles. Eso puede o no ser considerado una degradación, pero sigo de cerca estas cosas y advierto que ha obtenido varios éxitos y que hay gente muy contenta con el trabajo que está haciendo. Su presupuesto ha crecido de forma importante y ahora tiene más gente bajo sus órdenes. Empieza a dedicar otra vez algún tiempo a buscarme. No puedo decir si para ello cuenta con el apoyo de sus superiores. Yo podría crearle más problemas, como es lógico, pero no estoy seguro de si al mismo tiempo eso no haría que las cosas empeorasen para mí.
Cuando por fin se publicó el artículo de Anne acerca del Academy Club, carecía de emoción. Estaba escrito con frases como ésta: «Sin embargo, y pese a los desmentidos oficiales, el incidente deja detrás una estela de cuestiones sin respuesta». Un portavoz reafirmaba en nombre de Jenkins —quien no estaba disponible en ese momento— que éste pasaba por Madison Avenue y que, al ver ambulancias aparcadas frente al Academy Club, se había detenido para ofrecer su ayuda. A continuación venía una farragosa discusión acerca de la situación del escape y los informes de mantenimiento de Consolidated Edison, que al parecer estaban incompletos. Sin embargo, Anne y sus jefes descubrieron de inmediato que la historia no les llevaba a ninguna parte y, una vez perdido el entusiasmo inicial, la abandonaron. Anne fue destinada después a la corresponsalía de Washington, cosa que, inesperadamente, ha sido de su entero agrado.
Varios periódicos de extrema izquierda se hicieron cargo del asunto y universitarios radicales empezaron a adquirir un conocimiento enciclopédico acerca de las conducciones de gas y de los socios del Academy Club. Se lanzó la hipótesis de que un miembro liberal del Congreso, que fortuitamente había abandonado el edificio poco antes del incidente, podría haber sido el objetivo de un atentado de extrema derecha. El único resultado visible de dicha hipótesis fue que el congresista liberal fue obligado a dimitir como socio de un club al saberse que pertenecía a un club que no admitía mujeres. Un grupo de extrema derecha sospechó una maniobra del KGB, los Rockefeller y los de la Trilateral, sean éstos quienes sean, y ante el horror de los socios y del personal de mantenimiento, las paredes del Academy Club empezaron a aparecer regularmente cubiertas de carteles en los que se detallaba el intrincado desentrañamiento de la trama.