Ellos aparecieron una mañana temprano, justo al alba. Un momento después fui consciente de haber oído en sueños el siseo del gas que estaban insuflando por debajo de la puerta, y de haber oído a Alice bajarse de la cama y dirigirse hacia la puerta de entrada para ver qué estaba pasando. Pero el primer sonido que escuché, ya consciente, fue el grito ahogado y los horribles jadeos de Alice mientras aspiraba los humos.
Recuerdo haber corrido hacia ella y haberla visto volverse de espaldas a la puerta con el rostro convulsivo y la boca abierta y mostrando la lengua grotescamente retorcida. Es posible que estuviese tratando de hablar. Dio un paso hacia mí y pareció querer coger algo con una mano, pero entonces le falló la pierna y cayó al suelo. Las cerraduras giraban en la puerta.
Ahora estaba totalmente despierto. El pánico me había sacado del sueño profundo para dejarme en un estado de absoluta consciencia en el cual todo lo que me rodeaba se presentaba nítidamente a mis sentidos, pero en el cual mi mente permanecía como en estado de trance e incapaz de comprender más de una cosa a la vez. Pero en ese momento sólo había un pensamiento que requiriese comprensión. Desde el mismo momento en que vi a Alice, contuve el aliento. Corrí en dirección contraria. La puerta acababa de abrirse y hombres provistos de máscaras antigás que les hacían parecer insectos gigantes invadían el apartamento. Uno de ellos llevaba una corta manguera provista de una boca aplanada y conectada a una bombona con ruedas. Dirigía el gas hacia el apartamento y el siseo era perfectamente audible ahora. Por alguna razón, y aunque yo estaba seguro de no haber respirado, me entró una bocanada: fue como si me hubiese golpeado un autobús. Dos hombres estaban levantando a Alice. Los demás se precipitaron hacia el dormitorio.
Atravesé corriendo el cuarto de estar y abrí la cristalera que daba al balcón. No sé si alguno la vio deslizarse. Ellos estaban en el dormitorio. Recuerdo que me incliné por encima de la barandilla del balcón en busca de aire y lo aspiré en grandes bocanadas. Descubrí que, milagrosamente, llevaba en la mano el hato de ropas que hacía cada noche y que dejaba listo junto a mi cama en previsión de un momento como éste.
Volví a inclinarme hacia el exterior y lo arrojé sobre el balcón de debajo. El balcón tenía en sus tres lados paneles de cristal encajados sobre marcos de acero. Salté, y, agarrándome a uno de los refuerzos de acero, me deslicé hasta quedar colgando del reborde inferior del balcón. Era horrible mirar hacia abajo: una sucesión de balcones que parecían los infinitos reflejos en un espejo trucado y, al final de todo, la acera. Había gente arremolinada en torno al edificio —demasiado alejada para verla claramente— y coches de policía aparcados en doble fila. Era mareante. Si te ponías a pensar en ese largo y espantoso descenso, podrías encontrarte cayendo hacia la calle. Y resultaba particularmente horrible en mi caso porque no podía ver dónde me agarraba, mi clavo ardiendo.
Con el antebrazo pasado en torno a uno de los barrotes de refuerzo, me deslicé aún más hasta quedar colgando debajo del balcón. Recuerdo haber pensado que ya no podría volver a subir. Agité los pies tratando de encontrar la barandilla del otro balcón. Nada. Si al menos pudiera verme los pies. Podía ver la barandilla allí mismo, justo antes de la visión vertiginosa que continuaba hasta la calle. Tenía por fuerza que alcanzarla con el pie.
Oí unas voces sobre mi cabeza.
—¿Sabes si estaba abierta esta puerta cuando llegamos?
Oí que abrían la puerta aún más. Tenía que seguir adelante. Me dejé caer hasta quedar colgando sólo de las manos. Las puntas de los dedos de mi pie derecho chocaron contra la barandilla. Me deslicé unos centímetros más, quedando agarrado únicamente con los dedos. Mi pie izquierdo encontró la barandilla. Asenté las plantas sobre ella y descargué parte del peso, para luego apoyarme del todo. Me encontraba en equilibrio sobre la barandilla y sujeto únicamente por la tenue presa de los dedos en el balcón superior.
Si caía hacia adelante, me encontraría a salvo; si caía hacia atrás, me precipitaría a la calle. Solté la mano derecha del barrote y la deslicé por la parte inferior del suelo de mi balcón. Tratando de hacer presa con las uñas en el cemento me fui inclinando hacia adelante hasta que tuve que soltar la mano izquierda. Sentí cómo me inclinaba hacia adelante y caí a gatas en el suelo del balcón.
Oí unos pasos en el de arriba.
—¿Hay algo aquí?
Me mantuve inmóvil. Alzando la vista hacia arriba, pude ver a dos hombres enmascarados sacando la cabeza por encima de la barandilla para mirar hacia abajo. Las cabezas giraron, una tras otra, hacia lo alto.
—La puerta estaba abierta cuando entramos. Pero será mejor comprobar los apartamentos de arriba y de abajo. Miremos primero en el de abajo.
Debía ser Clellan.
Yo me estaba vistiendo aprisa. En cuanto desaparecieron las cabezas, salté por encima de la barandilla y empecé a deslizarme hacia el siguiente balcón.
Esta vez resultó más sencillo. Por una parte ya sabía que era posible. Y por otra, ahora calzaba unas zapatillas de tenis con suela de goma que me ayudaban a asentar los pies, y vestía ropas que me protegían el cuerpo mientras resbalaba por el reborde de cemento del balcón. Pero cuando bajé tres pisos más mis dedos temblaban ya de cansancio. Y probablemente de terror. Me detuve a descansar. Volvieron a aparecer unas cabezas mirando por encima de la barandilla. No llevaban máscaras y pude reconocer a Morrissey. Traté de contar para calcular en qué piso se encontraban, pero mi mente estaba paralizada por el pánico. Era horrible. No estaba seguro de poder hacerlo dieciséis veces más. ¿Quedaban dieciséis? No, quince: no existía el piso decimotercero. No importaba. No tenía otra elección. Bajé dos pisos más y en el segundo fui a caer sobre una silla playera de lona.
Al mirar hacia abajo para ver lo que faltaba, vi la columna de balcones descendiendo por los restantes apartamentos. ¡A partir del tercer piso ya no había balcones! Naturalmente que no.
Probé la puerta del balcón en el que me encontraba. Cerrada. Bajé un piso más notando que mi pánico era cada vez mayor. También cerrado. Bajé otro más. En éste la puerta se movió bajo la presión de mi mano. La abrí apenas unos centímetros y me detuve a mirar. Una mujer de mediana edad se atareaba en la cocina, perfectamente visible desde el balcón. Se estaba preparando un té. Por favor, dése prisa.
Finalmente, cuando llenó la tetera, atravesó la cocina —siempre con idéntica lentitud— y se dirigió al dormitorio a través del cuarto de estar, deslicé con cuidado la puerta y me colé dentro. La cerré a mi espalda y le eché el pestillo con la esperanza de que eso les dificultara llegar a saber en qué balcón terminó mi descenso.
Me dirigí hasta la puerta de entrada e hice una pausa. Podía oír correr el agua. Abrí la puerta de entrada, que emitió un chirrido enloquecedor.
—¿Hola? —dijo la mujer desde dentro.
Salí por la puerta y volví a cerrarla. No había nada que hacer respecto al ruido.
—¿Hola? ¿Quién está ahí?
Atravesé corriendo el rellano en dirección a la escalera de incendios. Bajé tan rápido como pude, cinco, seis, siete pisos, saltando los escalones de tres en tres.
En algún punto más abajo, oí abrirse una puerta y luego unas voces. Me detuve en seco y luego proseguí bajando frenéticamente, dos escalones cada vez, pero ahora cuidadosamente, sin hacer ruido y agarrándome a la barandilla para no tropezar y delatarme.
—¿Cuántas escaleras hay?
—Sólo dos.
—… La entrada principal por la avenida y la entrada de servicio a los bajos por la calle de atrás…
Dos pisos por encima del nivel de la calle pude ver parcialmente el rostro de Clellan. Me inmovilicé un instante, pero luego continué descendiendo. También estaba Tyler y alguien más.
—¿Por qué no cierran?
—Son salidas de incendio…
—Entonces tráete unos hombres de los que están en la calle y sitúa ahora mismo uno en cada puerta. En la del segundo piso también. Dentro de unos minutos habremos evacuado esos dos pisos. Si quiere salir del edificio, tendrá que hacerlo desde el primer o el segundo piso. Quiero que la otra escalera…
Atravesé la puerta de incendios y entré en el vestíbulo justo detrás de ellos. En el extremo opuesto del vestíbulo vi a Gómez y Jenkins. Gómez hacía pasar a los inquilinos, de uno en uno, a través de una puerta giratoria.
Un policía se dirigía a ellos a través de un altavoz:
—Les habla la policía. Debemos evacuar este edificio. No abran las puertas hasta que vayan unos agentes de policía a escoltarles… Hay un fugitivo y va armado.
Jenkins hablaba por radio:
—¿Cuántos hombres tienes ahí fuera…? De acuerdo, si puedes traer más… Asegúrate de que están listos para disparar contra cualquier cosa inusual… Y vigila fundamentalmente las ventanas del segundo piso…
Era lógico. La entrada de servicio era impracticable y no había apartamentos en la planta baja. En todo caso el tercer piso, pero estaba demasiado alto respecto a la acera. Crucé de nuevo el vestíbulo en sentido contrario. A través de los grandes ventanales de cristal blindado que iban de arriba abajo podía ver coches de policía y hombres uniformados con chalecos antibalas y rifles. Todos miraban en dirección al segundo piso. La situación cada vez se ponía peor.
Me dirigí hacia una pequeña butaca acolchada y con patas de madera. Me incliné y pasé los brazos por las ranuras entre los brazos de la butaca y el asiento, lo cual hizo que se me doblaran los dedos hacia afuera pero en cambio me permitió agarrarla con fuerza. Encorvándome hacia adelante con la cabeza mirando al suelo, atraje la butaca hacia mí y la alcé de forma que el asiento quedó contra mi cabeza, el respaldo sobre los hombros y las cuatro patas apuntando hacia afuera como los cuernos de un animal que embistiera.
Oí un grito y luego varios más. Durante un interminable e insufrible instante corrí ligeramente encorvado pero directo contra el panel de cristal. Al no ver nada por estar tapado por la silla, no podía saber cuándo tendría lugar exactamente la colisión, y tampoco sabía si sería lo bastante fuerte como para atravesar el cristal.
Cuando se produjo el choque pareció haber una explosión alrededor. Noté algo cortante contra las piernas y una espesa lluvia de cristales rotos. Me quité la butaca de encima e inmediatamente salté de lado. Oía disparos provenientes de todas partes y me preguntaba si me habrían alcanzado, pero corrí hacia la acera y pude meterme entre coches apartados hasta llegar al centro de la calle.
—¿Dónde está?
—¡No ha salido!
—Está debajo de la butaca. ¡Lo hemos cogido!
—No lo he visto.
Pese a lo temprano de la hora se había agolpado una multitud al otro lado de la calle y se veían rostros en las ventanas de los edificios vecinos.
—¡Haz que retroceda esa gente, maldita sea! ¡Todavía está dentro!
—¿Pero es un tipo sólo o qué? ¿A cuántos estamos buscando?
Me quedé a observar desde el centro de la calle, jadeando. Morrissey y Tyler estaban sacando del edificio a la policía. Morrissey llevaba un fino bastón metálico como el que utilizan los ciegos y golpeaba con él contra la acera justo enfrente del ventanal destrozado. Tyler, de rodillas, palpaba el pavimento. Alzó la cabeza cuando llegó Clellan.
—Podría ser sangre.
—¿Mucha? —preguntó Clellan. Imagino que esperanzado.
Tyler denegó con la cabeza.
—Aquí no hay mucha, pero eso no quiere decir nada. Puede que haya huido rápidamente.
Clellan miró hacia Morrissey, que había llegado hasta un extremo y daba media vuelta para reiniciar la exploración.
—Parece que va a seguir huyendo —dijo Clellan taciturno.
Estaba a punto de marcharme cuando vi salir del edificio a dos hombres llevando una camilla. Alguien parecía haber sido herido en el tiroteo. Pero entonces vi —porque habían dejado al descubierto su rostro y sus rojizos cabellos— que era Alice a quien se llevaban. ¡Alice! Sentí una especie de frenesí que me impedía pensar, pero supe que deseaba desesperadamente arrebatársela a esa gente. ¿Estaría viva? La culpa era mía. Descubrí que corría en dirección a la camilla que, por alguna razón, estaba detenida frente a la puerta abierta de una ambulancia.
Entonces vi a Gómez a unos pasos de distancia vigilando atentamente. Llevaba un arma. Un poco más allá, y del otro lado, Jenkins vigilaba con una mano en el bolsillo. Los camilleros permanecían inmóviles, como si exhibieran públicamente su cargamento. La rareza de todo ello me obligó a detenerme, y de pronto comprendí que lo hacían para mí, y sentí que la rabia me invadía incontrolada, como si fuera una violenta reacción química que me hizo delirar de odio. Estaban esperándome. Trataban de provocarme. Deseé, más que nada en este mundo, infligirles un castigo indeciblemente doloroso.
Alice se removió. Me las arreglé para convencerme de que no podía hacer nada. Ella abrió la boca, Jenkins hizo una señal y de repente metieron la camilla en la ambulancia, cerraron la puerta y arrancaron. Desapareció. (Si llego a llevar encima el revólver, Jenkins, hubiese disparado contra ti). Jenkins, indiferente, dio media vuelta y se dirigió hacia otro tipo que parecía un oficial de policía. Se puso a hablar con él pero en un tono de voz demasiado bajo para que yo pudiera oírlo, si bien parecía referirse a los coches de policía haciendo gestos negativos. El otro respondió animadamente:
—Haremos lo que tú quieras. Tenemos un montón de cosas por hacer. Pero quienquiera que sea el que andáis buscando, está ahí dentro. Nadie le ha visto salir por el ventanal.
Jenkins replicó algo y, dando media vuelta, se encaminó hacia Tyler, todavía arrodillado en la acera. Tampoco pude oír lo que decían, pero vi a Tyler asentir y señalar los dos coches aparcados por entre los cuales había pasado yo.
De repente se me ocurrió que yo podía estar dejando todavía un rastro de sangre. Me arrodillé y palpé el pavimento a mis pies. Había un charco de líquido espeso y pegajoso. Me palpé el cuerpo con las manos. La sangre me corría por las piernas y sobre los rotos pantalones. Traté de establecer de dónde surgía, pero tenía ya las manos llenas de sangre y todo estaba pegajoso.
Huir.
Corrí avenida abajo, más allá de gentes, coches y policías, y luego torcí hacia el oeste, siempre en medio de la calle si podía. Imaginaba que estaba dejando un rastro de sangre que le resultaría fácil seguir y quería hacerlo desaparecer por medio del tráfico y el sol. Me detuve varias manzanas más allá porque comprendí que era una idea ridicula, y porque temí que al correr aún estaría sangrando más.
Unos minutos después llegué caminando a mi apartamento en la Calle 92. Seguí hasta la esquina siguiente y luego volví. No había ningún síntoma inusual. Subí por la escalinata y, asomándome por encima de la baranda, apreté el botón del timbre instalado en la puerta de abajo. Escuché con alivio el suave clic. No habían descubierto este lugar. Aguardé unos minutos para asegurarme. No se produjo sonido o movimiento alguno. Descendí de nuevo la escalinata, di la vuelta por las escaleras de abajo y al llegar ante mi puerta apreté el botón del timbre para escuchar un clic tranquilizador.
Dentro lo encontré todo en su sitio. Fui al cuarto de baño y me quité la ropa. Los pantalones estaban rasgados y tendrían que ser cosidos y remendados, pero lo que ahora me preocupaba era mi cuerpo. Me puse un momento bajo la ducha y luego me sequé cuidadosamente. Entonces, empezando por el cuero cabelludo exploré todo mi cuerpo con las puntas de los dedos. Ya estoy acostumbrado a reconocerme así, pues cada vez que tropiezo o me golpeo contra algún objeto puntiagudo debo comprobar laboriosamente que no hay ningún corte o fractura. Pero por lo general sólo debo reconocer una parte de mi cuerpo, en tanto que ahora hube de explorar cada centímetro para asegurarme de que no estaba desangrándome a través de algún corte o herida de bala.
Todo parecía estar bien hasta que llegué a las pantorrillas, pues allí mis dedos encontraron la húmeda y espesa pegajosidad de unas heridas. Volví a poner las piernas bajo la ducha y luego las sequé con una toalla. Pude sentir que los cortes volvían a abrirse de inmediato y que la sangre me corría por las piernas. Es imposible decir, al tacto, la gravedad de unas heridas, pero deduje que tenía un feo corte horizontal en mi pierna izquierda y dos más en la derecha.
Saqué el botiquín de primeros auxilios que había salvado de MicroMagnetics y busqué gasa y esparadrapo. Odiaba tener que utilizarlos porque en circunstancias normales hubiese puesto unas vendas corrientes y me hubiera mantenido fuera de la vista de la gente hasta que se cerrasen las heridas, pero ahora tenía prisa. Debía seguir adelante. Corté unas tiras de esparadrapo y las fui pegando en fila sobre el borde de la bañera para tenerlas a mano cuando las necesitase. Entonces corté un largo pedazo de gasa, lo doblé hasta dejarlo a la medida de lo que yo imaginaba era la longitud de la herida y lo apliqué sobre ésta. Me puse rápidamente las tiras de esparadrapo valiéndome de ellas para mantener cerrados los labios de la herida y para sujetar la gasa encima. Hice uso de cantidades excesivas de gasa y esparadrapo pero necesitaba estar seguro de haber cortado la hemorragia antes de salir a la calle.
Cuando hube acabado de vendarme las dos piernas, las coloqué sobre una silla y aguardé casi una hora para ayudar a que las heridas se cerrasen. Tenía que ir caminando hasta el centro y me daba miedo que se abriesen de nuevo. Me cambié de ropa, recogí el revólver y bajé caminando con todo cuidado por Madison Avenue. Al llegar a la altura de los números sesenta me paré a telefonear.
—Me llamo Halloway y quisiera hacer una llamada a cobro revertido. ¿Aceptan ustedes?
—Naturalmente —dijo Jenkins con su tono de voz untuosamente sincero—. ¿Cómo está, Nick?
—Estupendamente. Le llamo sobre todo para decírselo. Imaginé que estaría usted preocupado.
—Lo cual parece una imprudencia por su parte. A menos que necesite ayuda. O a menos que haya algo que desee de mí.
Ése no era el estilo habitual de Jenkins. Estaba tratando de provocarme para hacerme perder el control. Pero yo estaba ya tan furioso que nada de cuanto dijera podría afectarme.
—¿Por qué se ha llevado a Alice, Jenkins?
—Estará más segura con nosotros. Y, naturalmente, queremos hablar con ella.
—Jenkins, ella no sabe nada que pueda serle a usted de utilidad. Nada. He sido muy cuidadoso al respecto.
—No me sorprende. Usted es muy cuidadoso siempre que puede. Pero estamos preocupados por usted. ¿Está seguro de no haber resultado herido por los disparos o el cristal roto? Si está sangrando debería recibir ayuda médica…
—¿Qué piensan hacer con ella?
—Hablar. Y asegurarnos de que está a salvo. Nos vamos a ocupar de ella.
—¿Qué quiere decir ocuparse de ella? No sabe nada. Puede soltarla ahora mismo.
—Nick, no pongo en duda que usted no le haya contado nada. Le conozco. En realidad puedo asegurarle una cosa: si le hubiese contado la verdad acerca de usted, no le hubiéramos encontrado tan rápidamente.
—¿Cómo me han localizado? ¿Es que Alice les ha dicho algo?
—Eche una ojeada en las librerías. Usted mismo se lo ha buscado. Debería aprender a confiar en la gente, Nick. En cuanto a Alice, puede que sepa más de lo que ella cree. Y a veces nos cuesta un tiempo en estos casos asegurarnos de que la gente ha sido totalmente sincera con nosotros. En cualquier caso, ella estará más segura con nosotros hasta que le atrapemos. Entonces, naturalmente, no habrá razón alguna…
—Escuche lo que le digo, Jenkins. Si pudiera confiar en usted, le propondría un trato: yo a cambio de Alice. Pero como usted dice, no sé confiar en la gente. De la misma forma que tampoco usted sabe inspirar confianza.
Colgué. La conversación había sido exactamente lo que esperaba y ellos habían tenido tiempo de sobra para localizar la llamada.
¿Me habría traicionado Alice? Traté de entender lo que Jenkins había querido decir al recomendarme que mirase en las librerías. Entré en la primera que encontré, abriendo la puerta sin más, pues a estas alturas no me importaba que alguien lo advirtiese. Lo vi casi de inmediato. Era una especie de novela romántica. Blancas mentiras por D. P. Gengler. Debía de ser un éxito pues tenían varios montones de libros, sobre uno de los cuales habían colocado un ejemplar en posición vertical para que pudiera verse la portada. En realidad reconocí primero a Alice, pese a que se había dibujado a sí misma con la cara vuelta y desfalleciendo en los brazos de un elegante pero poco recomendable caballero vestido de etiqueta. Comprendí que el parecido conmigo era excelente y que Jenkins o cualquiera de sus hombres debieron reconocerme al instante. En la sobrecubierta posterior decía: «Ilustración de la cubierta, Alice Barlow».
Jenkins tenía razón: la culpa era mía. Pero eso ya no tenía importancia. Tenía que recuperar a Alice. Y al mismo tiempo hacerle a Jenkins tanto daño como me fuera posible. Traté de imaginar qué le estarían haciendo. Cualquier cosa que ellos creyeran útil. Bien, al menos no les serviría de nada matarla. No tenía sentido pensarlo. Yo debía seguir adelante.
Recorrí varias manzanas más en dirección sur y me introduje en las oficinas de una importante firma de abogados para utilizar un teléfono seguro. Encontré una sala de conferencias vacía, cerré la puerta y llamé al Times.
—Quisiera hablar con el señor Michael Herbert, por favor —Herbert sólo era para mí un nombre que yo había visto al pie de ocasionales e insignificantes artículos en el Times y al que Anne Epstein solía referirse en sus conversaciones como amigo suyo.
Se escucharon unas llamadas y luego una voz:
—Michael Herbert.
—Hola —saludé—. Necesitaría hablar urgentemente con Anne Epstein.
—Le han dado una extensión equivocada. Si me permite…
—Tengo para ella una información extremadamente confidencial y no me gustaría que esta llamada pudiese ser localizada a través de su extensión —yo hablaba muy rápido y en voz baja, tratando de crear una atmósfera de urgencia y secreto—. ¿Le importaría ir hasta su mesa y decirle que responda a la llamada desde esta extensión? Es muy importante.
Hubo una pausa y después dijo:
—Iré a ver si está.
Unos minutos más tarde surgió la voz de Anne.
—Hola, soy Anne Epstein. ¿Con quién hablo?
—Hola, Anne, ¿reconoces mi voz?
—Yo…
—No repitas mi nombre. Soy Nick. ¿Me reconoces ahora?
—Sí. ¿Cómo…?
—Sería extremadamente peligroso si alguien supiese que te he llamado para esto. No debes decirle absolutamente a nadie de dónde has sacado la información que voy a darte. ¿Comprendes?
—Sí.
—Lo que voy a contarte te va a parecer del todo increíble. Y luego te parecerá una absoluta estupidez. Pero no es estúpido. Es mortalmente serio. Un alto oficial de inteligencia, un hombre con mucho poder dentro de la comunidad de inteligencia y con una extraordinaria libertad de acción respecto a enormes y virtualmente incontadas y secretas sumas de dinero se ha vuelto loco. Está convencido de que nos encontramos amenazados por seres invisibles procedentes de otros mundos. Desde un punto de vista personal es una tragedia la forma en que este hombre está siendo destruido por su enfermedad. Pero la gran tragedia es que no sólo está haciendo uso de fondos públicos sino de toda la maquinaria de los servicios secretos americanos para combatir sus propios delirios paranoicos. Se ha gastado ingentes cantidades de dinero y utilizado valiosos recursos humanos, y se están cometiendo numerosas acciones ilegales: robos, incendios e incluso secuestros. Se están arruinando vidas. Y puesto que no existen medidas de control, ni hay vigilancia alguna de las actividades secretas, todo continúa sin haber sido comprobado. De hecho es un asunto que va creciendo, y hay altos funcionarios del gobierno que al no haber podido mantenerlo bajo control, están embarcados en una vasta operación de encubrimiento. El problema afecta directamente al modo en que los ciudadanos de una democracia pueden poner límites a las instituciones a través de las cuales se gobiernan a sí mismos. Anne, ¿tú sabes dónde está el Academy Club?
—Sí…
—Ve allí dentro de una hora. Llévate a un fotógrafo. Te descubriré al oficial en cuestión: actualmente usa el nombre de David Jenkins. Se dispone a abandonar el Academy Club para registrarlo en busca de enemigos imaginarios. Probablemente no creerás lo que te estoy contando y por eso quiero que estés allí y presencies este incidente en concreto. Y quiero que veas cómo las autoridades se movilizan para encubrirlo. Sin tu ayuda, esta acción, y sólo Dios sabe cuántas operaciones como ésta, serán llevadas a cabo impunemente. Cuando reconozcas a Jenkins asegúrate de que le haces una fotografía.
»Por teléfono sólo puedo resumirte los hechos básicos de su actuación, pero me ocuparé de que recibas por correo una información exhaustiva sobre él. Y te enviaré asimismo información acerca de las operaciones que él ha llevado a cabo y que tú podrás investigar…
Para cuando acabé con ella, Anne se veía como la próxima Woodward y Bernstein. Ahora debía darme prisa. Eran las once y quería que el clímax tuviese lugar en torno a las doce, cuando el Academy Club estuviese hasta los topes. Desde una cabina situada enfrente del club llamé a mi antigua oficina y pedí hablar con Cathy.
—Cathy, no tengo ahora mucho tiempo, pero ¿recuerdas el nombre del médico al que fui a visitar hace un año y medio o dos años? ¿Eisenstein? ¿Einstein? Era algo así. He perdido mi agenda y necesitaría su nombre… Le conozco bien. Pero se me ha olvidado su nombre, justo ahora que lo necesito… No, estoy bien. ¿Podrías mirar en alguna póliza de seguros o algo así…? Te llamaré dentro de cinco minutos.
Me dirigí a otra cabina y la llamé unos minutos más tarde.
—Essler. Eso es. ¿Tienes por casualidad su número…? Gracias… No, estoy muy bien. Tengo que pasar a verte un día de éstos. Gracias.
Con eso tenía que bastar. Pero para estar del todo seguro entré en el Academy Club por la puerta principal. Había una célula fotoeléctrica en el vestíbulo. Me puse justo enfrente y pisé la alfombra. Jenkins tenía instaladas cosas como ésa en todos los lugares donde yo me había escondido el año pasado. No sabía si se molestaba en seguir buscándome por los clubs, pero si era así, íbamos a tener bastante movimiento. Especialmente después de mi llamada a la oficina.
Para estar absolutamente seguro subí hasta una de las cabinas del club y llamé al doctor Essler.
—Buenos días. Consulta del doctor Essler.
—Hola, quisiera hablar con el doctor Essler, por favor.
—El doctor no puede ponerse ahora. ¿Desea reservar fecha para una consulta?
—Sí, quisiera verlo, pero tengo que hablar con él…
—No tenemos hora hasta el mes de diciembre.
—Diciembre es demasiado tarde para mí. Necesito hablar con él. Es una situación algo inusual. Es decir… urgente.
—Si me deja su nombre y un teléfono al que yo pueda llamar, se lo diré al doctor cuando quede libre —sonaba poco prometedor. Hagan que sus hijos estudien medicina. No hay ninguna otra profesión en la que se pueda maltratar así a los clientes.
—Me encuentro en un lugar donde no puedo ser localizado. Prefiero aguardar.
—Lo siento, señor, pero no puede ser. El doctor quizá…
—Tengo que quitarme del teléfono ahora pero volveré en un instante.
—¿Oiga? No puede hacer eso. ¿Quién es usted? ¿Oiga…?
Dejé descolgado el teléfono y me dirigí a la escalera para salir del club antes de que Jenkins llegara. Pero al mirar desde la escalera en dirección al vestíbulo vi que había infravalorado a Jenkins. La parte exterior de la puerta ya estaba cubierta por una estructura como de tienda de campaña y había varios hombres junto a la puerta provistos de máscaras de gas.
Regresé rápidamente a uno de los comedores con la vaga idea de escaparme abriendo o rompiendo una ventana otra vez, pero allí había otro hombre con la bombona sobre ruedas de la cual se escapaba un sordo siseo. Esta misma mañana había visto otra igual insuflando gas en el apartamento de Alice. En el momento de volverme vi a tres hombres moviéndose rápidamente por la habitación y agitando largos bastones de ciego: hurgaban bajo los muebles, recorrían los marcos de las ventanas y las superficies de las mesas, comprobaban rápida y eficazmente todo escondite en el que yo pudiera estar.
Al subir deprisa las escaleras, topé con varios hombres más provistos de máscaras de gas. Había dos socios y tres o cuatro empleados muy atareados que de inmediato se arremolinaron en torno a los enmascarados. Uno se quitó la máscara dejando al descubierto el rostro de alguien al que yo no había visto nunca.
—Permanezcan tranquilos. Hay un escape en una de las conducciones centrales de gas. Todos serán evacuados tan pronto como sea posible utilizando las máscaras que disponemos. Mientras tanto, todo el mundo debe dirigirse a la habitación situada en el ala noroeste. Allí los evacuaremos uno a uno. Nadie corre peligro si se mantienen en calma y siguen las instrucciones.
Procedentes del comedor estaban apareciendo más empleados y por la escalera bajaban varios socios con atuendos de squash. Eran sólo las once y media y había poca gente aún en el club. Nada estaba saliendo como yo tenía planeado. Según mi plan, esto debería haber ocurrido dentro de una hora, cuando el club estuviese abarrotado. Había dado por hecho que anunciarían la presencia de un fugitivo. Los había imaginado evacuando a centenares de socios indignados y luego llevando a cabo una devastadora búsqueda por el edificio. Anne estaría allí con su fotógrafo y cuando el fiasco se hubiese consumado, se dirigiría directamente a Jenkins: ¿El coronel Jenkins? Soy Anne Epstein del New York Times. El fotógrafo tomaría primeros planos de su rostro asombrado. ¿Podría decirme la razón de esta búsqueda y el nombre de la agencia para la que trabaja? ¿O podría, al menos, confirmar los rumores de que el gobierno federal se dedica a buscar extraterrestres invisibles? Jenkins quedaría anonadado y se retiraría. Incluso aunque yo hubiese quedado atrapado en el edificio, tendría que marcharse antes de haber dado conmigo.
Pero no estaba ocurriendo nada de ello. El club todavía estaba medio vacío. La historia acerca de la fuga de gas parecía convencer a todos. Y avanzaban rápidamente a través del edificio. Cada vez bajaba más gente por las escaleras dispuesta a ser evacuada. A juzgar por la forma en que se aplicaban toallas y servilletas sobre el rostro el gas empezaba a alcanzar este piso.
Subí las escaleras y luego recorrí un largo pasillo del último piso. Podría esperar en el tejado a que todo acabase. Allí estaría seguro. Pero la puerta de salida al tejado estaba cerrada. ¿Por qué? Lo intenté de nuevo. Nada que hacer. Aquí tiene que haber miles de lugares para esconderse. Trata de pensar en uno. Busca de nuevo por el edificio. Tiene que haber un lugar.
Me encontré en una habitación con pequeñas mesas de juego. Si pudiera abrir una ventana… No, eso los atraería inmediatamente. Miré por la ventana: pude ver ambulancias esperando en la calle y gente mirando. ¿Dónde estaría Jenkins? A lo mejor estaba dentro y Anne no daba con él. ¿Esperaría a que él saliese? ¿Llegarían a verse? Busqué a Anne pero no alcancé a verla.
Me aparté de la ventana y salí apresuradamente de la habitación. Había sido un error. Podía oírles avanzar por el piso de abajo. Atravesé una puerta y me encontré en uno de los comedores privados. Había una mesa que iba de extremo a extremo de la habitación y encima, una enorme araña cuyos adornados y curvos brazos surgían como ramas de un tronco común que llegaba hasta el techo. Eso fue lo único que se me ocurrió. Trepé a la mesa y me agarré a uno de los brazos, casi donde se unía el tronco. Estiré un poco y se oyó un crujido en la juntura con el techo, pero aguantó mientras trepaba. La estructura entera temblaba. Fueron unos instantes terribles, tanto por el esfuerzo como por el temor a que la araña entera pudiera caer sobre la mesa, cogiéndome debajo.
Pero logré auparme y, estremeciéndome de dolor, pasé una pierna por el brazo metálico y luego la otra. Fui retorciéndome sobre mí mismo hasta quedar sentado y con el pecho y la cara apoyados en el tronco central. Todo crujía. Me desabroché el cinturón y volví a abrocharlo abarcando el tronco de la lámpara para quedar firmemente sujeto. Entonces me desabotoné la camisa, saqué los brazos de las mangas y volví a abrocharla. Pasé una de las mangas por encima del hombro y por debajo del brazo contrario y anudé las dos mangas al otro lado de la araña, de manera que también así quedé atado. Levanté las piernas, que seguían colgando en el aire, y las encajé sobre los brazos metálicos tan firmemente como pude.
Oí que venían por el corredor. Intenté relajar mi cuerpo de forma que al perder el sentido no hiciese un movimiento brusco que sacudiese toda la lámpara. Los enormes insectos estaban entrando con su bombona de gas y antes de perder el conocimiento tuve tiempo de comprobar lo horriblemente dolorosa e insegura que era mi posición sobre la araña.