Tan sólo unos pocos días después, Alice volvió de trabajar con una de esas grandes carpetas que los artistas utilizan para transportar sus obras, lo cual era inusual porque Alice nunca traía nada del estudio. Podía contarme que estaba haciendo un anuncio para una revista o una portada de libro, pero nunca me había enseñado nada salvo los dibujos que hacía en casa para sí misma.

Vi que los preparativos de la cena eran más prolijos que de costumbre y me pregunté si estaría celebrando algún éxito profesional. Debería tener presente su trabajo y preguntarle más por él.

—Nick, ¿puedes abrir el champaña?

—Ciertamente, pero sólo si me dices qué celebramos.

—No sabes qué día es hoy, ¿verdad?

¿Sería su cumpleaños? Descubrí que, para mi desgracia, no sabía cuándo era su cumpleaños.

Al ver que yo no replicaba, Alice dijo:

—Es el aniversario de nuestro primer encuentro.

Seguía exaltada, pero pude advertir un tono de decepción en su voz.

—Lo siento. Soy un estúpido. Y estas cosas las hago muy mal.

—No te preocupes. Ya te conozco. No tiene importancia.

Basándome en el conocimiento de las mujeres en general y de Alice en particular, sí importaba.

—Naturalmente que tiene importancia. Y me encanta que te hayas acordado.

—Es igual. Abre el champaña. Tengo una sorpresa para ti.

Mientras yo sacaba el corcho y llenaba dos vasos, abrió su carpeta y sacó un paquete delgado, envuelto en papel de color y atado con una cinta.

—Es un regalo que puede ser para los dos —dijo.

Observó con ansiedad cómo el papel se rompía solo y luego miró en dirección a donde yo me encontraba. De momento no comprendí lo que estaba viendo y debió pasar un tiempo antes de que hablara, pues mientras tanto la expresión en el rostro de Alice había pasado de una excitada anticipación a una decepcionada incomprensión.

Era un dibujo a plumilla de un hombre desnudo, lo cual parecía un extraño regalo, hasta que comprendí que se trataba de un retrato mío. Lo contemplé estúpidamente, tratando de juzgar el parecido. Nunca había tenido una imagen exacta de mi aspecto y, en cualquier caso, llevaba año y medio sin verme, pero yo juraría que el parecido era grande. Me descubrí temblando de miedo e ira.

Alice, ¿qué te hizo pensar que deberías hacer esto?

—No comprendo…

—Vamos a tener que destruirlo.

—Sigo sin comprender.

—Quisiera saber si tienes más apuntes u otras versiones de este dibujo.

—No… éste es el único que…

Otra vez tuve el presentimiento de que algo se me escapaba en la respuesta de Alice. Le caían lágrimas por las mejillas.

—Creí que te gustaría.

Alice corrió a refugiarse en la otra habitación. Pude oírla romper metódicamente el dibujo en pedacitos mientras sollozaba convulsivamente.

El mundo me pareció de pronto un lugar árido, y de buena gana hubiese dado lo que fuera por poder recuperar mis palabras y el dibujo de Alice.

Fui a buscarla al dormitorio y la besé. Ella volvió la cara, con la boca y el cuerpo rígidos.

—Alice, lo siento muchísimo. Naturalmente, tú no podías saber lo peligroso que ese dibujo puede ser para mí. Sin embargo, todo lo que he dicho no tiene excusa.

—¡Maldito seas! —dijo Alice—. ¡Malditos sean todos tus secretos! ¿Por qué no te vas de una vez? Porque vas a marcharte de todas formas, ¿no es cierto?

—No. No me voy a marchar… Alice, escúchame. Estaba totalmente equivocado. ¿Por qué no nos vamos juntos por ahí durante algún tiempo?

Ella no contestó. Volví a besarla. Había dejado de sollozar, pero mientras hacíamos el amor sentí las lágrimas corriendo por sus mejillas todo el rato.

A la mañana siguiente, sin embargo, Alice parecía haber olvidado el incidente por completo. Cuando traté de excusarme de nuevo, minimizó el asunto con un gesto y cuando propuse de nuevo irnos a Sheffield aceptó de inmediato aunque yo sabía que tenía un montón de trabajo.

Estuvimos casi una semana. Allí hacía ya mucho frío, pero yo tenía un chaquetón provisto de una enorme capucha acolchada que me cubría por completo la cabeza y podía salir al exterior vestido de arriba abajo con ropas visibles. De haberse acercado alguien, al ver la capucha vacía creería haberse topado con el Violador Macabro. Pero yo no podía ver el efecto y disfruté paseando tranquilamente al aire libre y protegido de ropas cálidas. Es posible sin embargo que mi aspecto impresionase a Alice, pues podía estar muy alegre y de pronto volverse hacia mí llorando. O en mitad de una conversación, sin razón aparente, podía quedarse callada y pensativa.

Dimos largos paseos por el campo y, una vez más, el poder hablar abiertamente fuera de casa me dio una maravillosa sensación de libertad. Más de una vez estuve a punto de contárselo todo a Alice. Pese a su mal humor me sentía muy feliz. Y sin embargo, cuando llegó la hora de regresar a Nueva York, fue Alice quien quiso quedarse.

—¿Por qué no pasamos el invierno aquí? ¿Para qué tenemos que volver a la ciudad?

—¿No crees que los vecinos acabarían preguntándose por esa siniestra figura encapuchada que nunca habla con nadie?

—Podrías usar las ropas invisibles que te hice. Yo podría hacer como que vivo sola.

Imaginé las huellas de mis pies apareciendo misteriosamente en la nieve.

—Podríamos quedarnos aquí para siempre —prosiguió—. Llevaríamos una vida perfectamente normal tú y yo solos.

—Aquí no estoy seguro, Alice. Debemos volver a la ciudad.

Tan pronto como regresamos a la ciudad, Alice recuperó el buen humor. Parecía haber olvidado por completo lo del dibujo y, para mi alivio, ya no volvió a preguntarme dónde iba por las mañanas, o si pensaba dejarla, o quién era yo, de manera que nuestra vida en común fue de nuevo tan grata como antes. Y ahora, naturalmente, disfrutaba de la seguridad de saber que, si algo iba mal, o si Jenkins volvía a cercarme, yo podría vivir como Jonathan Crosby en mi apartamento de la Calle 92. Pero mientras tanto me sentía perfectamente feliz viviendo con Alice.