A fuerza de darle vueltas al asunto, llegué a la conclusión de que Alice estaba plenamente acostumbrada a mí. Ya no se quedaba asombrada ante la visión del lápiz danzando sobre el papel o del vaso de vino flotando por la habitación y vertiéndose por sí mismo en el aire para luego desaparecer. Ya no se me acercaba de pronto para palparme el cuerpo con las manos y quedarse maravillada de encontrar una forma humana sólida pero invisible. Ese tipo de cosas se habían hecho cotidianas y ya no eran más milagrosas que la mesa de la cocina, la vista desde sus ventanas o cualquier otra cosa. En realidad muchas veces parecía lamentar que yo no fuese como todo el mundo en lugar de maravillarse por mi singularidad. Y me pregunté si no estaría empezando a aburrirse. Acabaría cayendo en la cuenta de que estaba encubriendo a un fugitivo y no a un ser mágico.

Solía recorrer muchas veces mi rostro con sus dedos en lo que yo creía una caricia pero que era, según comprendí no sin sorpresa, su manera de intentar ver mis rasgos. Y una noche me desperté y la encontré modelando la sábana sobre mi rostro.

—Tenía curiosidad por saber cómo eres —dijo.

—No me parezco a nadie más —dije enojado, apartando la sábana con brusquedad.

Pero cuando la vi mirarme sentí remordimientos de inmediato y como prueba de buena voluntad volví a ponerme la sábana sobre el rostro.

—Bueno, ¿qué opinas? ¿Estoy bien, o sólo todo lo bien que es posible adivinar?

—No estás mal —dijo ella mirándome apreciativamente—. Pero la sábana no te sienta bien. Parece un sudario.

—El efecto apropiado para un fantasma, diría yo.

Apartó la sábana y me pasó la mano por el rostro hasta el pecho.

—Sí, así está mucho mejor.

—Alice, no se lo habrás dicho a nadie, ¿verdad? Me refiero a lo de estar viviendo con un fantasma.

—No se lo he dicho a nadie. Tienes mi palabra.

Parecía herida de verdad por la pregunta. Pero hubo algo en su respuesta que me dejó preocupado.

—Además —prosiguió—, ¿a quién crees tú que podría contárselo? Me paso el día sola en mi estudio, y el resto del tiempo estoy contigo. Eres la única persona a la que veo. O mejor dicho a la que vería, si pudiera.

—Entonces, ¿quién es James? —la pregunta surgió antes de que yo fuera consciente de estar formulándola, aparte de que nunca es bueno hacer esta clase de preguntas—. Ese que se pasa la vida dejando recados en el contestador automático.

Hubo una pausa.

—Probablemente te refieres al padre James —dijo—, que llama para lo del exorcismo. ¿Dijo cuánto costaría?

No contesté y se produjo otra pausa.

—O también podría ser James Larson —prosiguió—, que llama por lo de la portada de un libro que le estoy haciendo… ¿Qué pasa? ¿No te gustan las bromas exorcistas?

—No en especial.

—Lo siento. Pero, francamente, me parecía la clase de broma que tú podrías hacer.

—¿Yo? Bueno, no importa. Lo importante es que nunca se lo cuentes a nadie.

—¿Eso es lo importante? Me alegra que me lo digas porque así no se me olvidará lo que es importante y lo que no lo es.

Alice parecía desproporcionadamente molesta por el tema de la conversación. Pero su malhumor no era sorprendente, reflexioné. Debía ser aburrido e insatisfecho vivir conmigo, y sin poder tratar con toda la gente a la que conocía.

Recuerdo que un día, mientras paseábamos por Madison Avenue, un hombre de unos treinta años y bien vestido se paró a saludar a Alice con una gran sonrisa en su rostro atractivo y agradable.

—¡Alice!

Tomándola por los brazos le besó en ambas mejillas. Alice pareció incómoda.

—¿Cómo estás? —dijo.

—¿Qué ha sido de ti? De repente desapareciste de mi vida y dejaste de contestar a mis llamadas. Y según me dices te has prometido con alguien al que nadie ha visto.

—Sí, hay algo de eso. ¿Cómo estás?

Alice cambiaba incómoda el peso de un pie al otro y echaba miradas nerviosas hacia donde yo estaba poco antes. Me aparté. Quizá lo más considerado fuera mantenerme en un lugar donde no pudiera oír, aunque ello difícilmente ayudaría a Alice ya que ella no podría saberlo.

—¿Por qué no cenamos juntos? Tengo entendido que él pasa mucho tiempo fuera.

—De verdad, no puedo…

—Pues entonces podemos comer. Discretamente…

—Cuando Nick esté aquí tal vez podríamos reunimos…

—Te llamaré al trabajo, Alice —sus dedos resbalaron por el brazo de ella y le apretaron la mano—. Cuídate.

Caminamos juntos en silencio durante un rato.

—Sabes, Alice, probablemente deberías salir con algún joven agradable y más visible. Vas a malgastar tu juventud atada a un fantasma.

Los ojos de Alice se entrecerraron.

—¿Tú crees? Tal vez podrías meterte en tus propios asuntos. Sean los que sean.

Por el bien de todos, ése era realmente el momento adecuado para decirle adiós a Alice. Yo me había creado otra existencia, otro lugar en el mundo, completamente privado e impenetrable. No tenía más que decir adiós y caminar unas cuantas manzanas en dirección oeste y llegaría al lugar donde todo estaba preparado, esperándome para iniciar mi vida en solitario. Yo estaría seguro y Alice podría llevar una vida real.

Pero el problema con esa conclusión tan cuidadosamente razonada era que olvidaba lo más importante de todo, es decir, que yo amaba a Alice y que iba a continuar viviendo con ella. Caso de haberlo comprendido entonces, se lo hubiese comunicado a Alice. Pero comprendo que a veces, preocupado en resolver los problemas inmediatos, pierdo totalmente de vista el meollo del asunto. Y en este caso yo seguía diciéndome, en cierta manera, que sólo permanecería con Alice unos pocos días más. Dentro de unos días me mostraría sensato y desaparecería para siempre a través del ojo de cerradura secreto y Jenkins nunca lograría dar conmigo.

Pero en realidad Jenkins ya no me preocupaba como antes. Hacía mucho tiempo que no lo sentía perseguirme. Y el hecho de que yo supiera ahora tantas cosas sobre él le hacía parecer en cierto modo menos amenazador.

Quizá por eso, cuando una mañana de octubre me lo encontré en la Calle 72 me puse a caminar a su lado. No debería haberle hablado. Ello sólo podía serle de ayuda a él.

—Buenos días, coronel.

Me impresionó lo bien que supo contener la sorpresa: su cabeza osciló perceptiblemente y por un momento se le pusieron tensas las manos, pero se relajó de inmediato y me habló, sin perder el paso:

—Buenos días, Nick. ¿Estás dispuesto a acompañarme? —parecía no preocuparle la respuesta, igual que siempre. Y además, no me había preguntado cómo estaba. Eso tendría que haberme servido de advertencia.

—Estoy realmente contento con mi vida. Por favor, mantenga las manos en los costados y, especialmente, fuera de los bolsillos. De lo contrario tendré que marcharme y no tendremos oportunidad de hablar.

—Sí, realmente hemos perdido su rastro, Nick. Yo estaba equivocado. Nunca creí que pudiera sobrevivir a lo largo del invierno.

—¿Qué hace últimamente, coronel?

—Lo mismo de siempre, Nick.

—¿Sigue buscándome?

—Sí. Entre otras cosas. ¿Está seguro de que no querría acompañarme ahora?

—Seguro que no. Adiós.

—Adiós, Nick.

No me amenazó, ni me dijo que no tardarían en atraparme. Debería haber prestado atención a lo que decía. Hubiera podido advertir que algo iba mal.