El invierno también fue un éxito para Jonathan Crosby. Antes de finales de octubre había acumulado ya cien mil dólares en su cuenta y hacia finales de año teníamos amasado más de un cuarto de millón. Con ese nivel de ingresos, caso de mantenerlo, podía hacerme más rico de todo lo imaginado. Naturalmente, en la práctica no puedes seguir mucho tiempo doblando el capital cada mes sin atraer toda suerte de atenciones, y atraer la atención era lo único que no podía permitirme; así que, en cuanto las cantidades en juego se hicieron mayores empecé a hacer inversiones menos llamativas, evitando especialmente las adquisiciones y buyouts, en los cuales la Comisión de Valores y Cambios siempre está dispuesta a buscar negocios subterráneos. Como resultado de ello, me encontré haciendo cada vez más la clase de inversiones que hubiera hecho en mi vida anterior, sólo que ahora con mucha mayor precisión y más exacta información. Este cambio de estrategia inversora debería haber recortado bastante mi nivel de éxitos, incluso en un mercado tan optimista y al alza como había entonces. Pero por alguna razón, cuando compraba algo, subía de inmediato y aunque ya no tenía a mi disposición gangas como las de antes, un éxito seguía a otro con extraña fidelidad.
A principios de marzo, mi cartera valía unos quinientos mil dólares. Aunque una cuenta de ese tamaño no es nada extraordinaria tal y como operan los corredores, no debería haber permitido que ni siquiera esa cantidad de dinero se acumulase en un solo lugar. Fue una innecesaria muestra de dejadez. Pero la vida, con Alice, se había vuelto tan segura. Y además tenía una gran confianza en la torpeza de Willy para advertir nada inusual en mi actuación. En realidad, no parecía haberse enterado de nada en absoluto. Pero le infravaloré.
Si hubiera prestado atención, hubiese advertido que la actitud de Willy hacia mí estaba cambiando gradualmente: a partir de cierto momento empezó a hacerme preguntas en lugar de tratar de vender sus ideas. Hasta que una tarde, ojeando una revista de cotilleos que había llegado entre el correo de Alice —GOTHAM, La crónica mensual de la parte alta del East Side— vi la fotografía de alguien que me resultó vagamente familiar, un tipo de aspecto afable y de unos treinta años luciendo la corbata de su club. El titular lo identificaba como el «Superagente Willis Winslow, la estrella naciente de Wall Street».
Me quedé asombrado. Leyendo el artículo supe que Winslow era «uno de los más creativos de la última camada de jóvenes agentes de bolsa». En el muy competitivo mercado financiero actual, según supe, un agente debía saber hacer algo más que aceptar encargos: tenía que ser alguien capaz de comprender las fuerzas del mercado e incluso de dominarlas. Era una noticia perturbadora: a mí no me importaba que los agentes tratasen de empezar a comprender algo —aunque debería hacerlo con algo más sencillo que las fuerzas del mercado—, pero me extrañaba que además tratasen de «dominarlas». Se citaban algunos ejemplos de la sabiduría de Winslow: «En este negocio no hay atajos. La única forma de ganar es invertir largas y dolorosas horas en buscar los beneficios. No puedes dejarte arrastrar por la mayoría. Yo aconsejé a muchos de mis clientes que invirtieran en Hutchison Chemicals. Para la mayoría era un negocio poco interesante y sin atractivos. Pero si investigaran un poco, descubrirían que aparte de su producción básica de complementos químicos alimentarios, tenían uno de los más creativos laboratorios de investigación de su ramo. Empezamos a comprar esas acciones a 12 y las vimos subir por encima de 30…».
Hutchison era algo que yo había descubierto y era cierto que sus acciones se ofrecían a 12, aunque recuerdo mi consternación cuando la mayor parte de mi encargo fue ejecutado a 13. Yo sabía que alguien de Hutchison había descubierto un sucedáneo del azúcar que, a diferencia de otros sucedáneos, se suponía que no se desintegraría cuando sufriese las elevadas temperaturas necesarias para cocinar. Yo dudaba que el invento llegase a ser nunca manufacturado: antes pasarían años de alimentar ratas a la fuerza hasta que les saliera un cáncer o se muriesen de desesperación. Pero deduje correctamente que el asunto era lo suficiente plausible como para hacer que las acciones subieran durante algún tiempo en ese sector del mercado. Ahora me preguntaba hasta qué punto, y a qué velocidad, se estarían propagando mis órdenes de compra.
Telefoneé a Willy de inmediato.
—¡Hola, Jonathan! —dijo con entusiasmo—. ¿Cómo estás? Aguarda un segundo. Tengo dos llamadas aguardando y sólo quiero librarme de ellas… Hola, ¿Jonathan? Lo siento. Estoy muy ocupado aquí. ¿Qué puedo hacer por ti? Veo que tus ACL han tenido una buena subida. ¿Crees que hay algo más ahí?
—Willy, quiero que lo vendas todo y…
—¿Vender todas las ACL?
—No sólo las ACL. Quiero que lo vendas todo.
—¿Todo?
—Exacto. He estado hablando con unos amigos de mi padre y me han dicho que debería disponer inmediatamente de fondos. Por eso creo que podrías venderlo todo hoy mismo. Pon cien mil dólares en algún fondo libre de impuestos y envíame el resto en un cheque a la oficina de Bernie Schleifer.
—¡Coño, Jonathan! ¿Es que tus amigos piensan que la bolsa se va a caer por un precipicio? Creo que han acertado de lleno en el pasado… —Willy parecía preocupado.
—Bueno, tío David me dijo: «Puede ser mañana o puede ser el año que viene, pero es mejor que tengas el ciento por ciento en dinero contante».
Creo que eso fue lo más amable que pude hacer por los restantes clientes de Willy, quienes de lo contrario quedarían totalmente a merced de sus habilidades analíticas. En cualquier caso, a largo plazo hubieran acabado cayendo en la cuenta.
Hice que Bernie me abriese inmediatamente unas cuentas en otros dos agentes de bolsa. En el futuro tendría buen cuidado de repartir el total en porciones pequeñas y discretas, que no llamasen la atención.
Lo que me había hecho tan descuidado y confiado era vivir con Alice. Me recordé que estaba a punto de llegar la primavera y de pronto comprendí que temía ese momento. Pero no tenía elección: tendría que abandonar a Alice en cuanto el tiempo fuese cálido. Debía seguir moviéndome.
Pero marzo pasó pronto y cambió la estación, y yo no me había ido. Lo más seguro, me decía, sería seguir así hasta que hubiese establecido un lugar propio en el que poder vivir. Realmente, vivir con Alice era de momento lo más prudente y, durante los próximos meses, podía quitarme de la cabeza la idea de marchar.
A mediados de abril tendría que darle al gobierno federal, al Estado y a la ciudad de Nueva York la mayor parte del dinero que había ganado, pero aun así me quedarían ochocientos mil dólares, mucho más de lo que necesitaba para crear a Jonathan Crosby una existencia segura, así que puse a Bernie a trabajar en el paso siguiente.
—Bemie, he decidido que quiero poseer mi propia casa.
—Eso es muy inteligente. Los propietarios gozan de muchas ventajas fiscales y tú estás tirando un montón de dinero en impuestos. Por cierto que tengo aquí…
—Bernie, ¿hay alguien en tu oficina que pueda visitar administradores y ver lo que hay disponible? Yo ahora estoy un tanto ocupado. Cuando tengáis unas cuantas casas seleccionadas yo iré a ver personalmente lo que hayáis escogido.
—Seguro, y además tengo un buen agente inmobiliario, al que me gustaría que conocieses en alguna ocasión. No sé si sabes que se pueden hacer grandes beneficios comprando hoteles de habitaciones individuales. Hay un montón de buenas oportunidades y no es tan caro como cree la gente deshacerse de…
—Fantástico, Bernie. Pero déjame explicarte lo que ando buscando exactamente. Hay ciertas cosas que pueden no ser importantes para los demás, pero…
Hice que Bernie y luego su agente me describieran por teléfono toda clase de fincas y aunque nunca llegué a ver por dentro ninguna de ellas, fui a ver unos cuantos edificios desde fuera y espié a través de las ventanas. En la segunda semana de abril firmé un precontrato por una casa de varios pisos en la Calle 92 Este y a finales de junio cerramos el trato. Bernie consiguió un abogado y entre ambos, junto con un apoderado, llevaron toda la transacción, incluyendo la financiación. Una de las grandes virtudes de Bernie es que nunca se pone pesado con las firmas ante notario.
Los tres pisos superiores de mi edificio estaban ocupados por inquilinos estables, lo cual me dejaba a mí una enorme vivienda compuesta de las dos primeras plantas, unos bajos y un jardín absolutamente inútil. No me hacía muy feliz convertirme en casero, pero estaba fuera de cuestión que yo fuera a vivir en un edificio de apartamentos en el que la portería y probablemente la puerta del propio apartamento siempre quedarían a la vista de alguien. Y por otra parte, dado que no podía utilizar los ascensores, tendría que subir escaleras y las escaleras probablemente tendrían puertas que quedarían a la vista de alguien. Y los porteros siempre saben cuándo entras y sales. No podría hacer que me enviasen las compras sin que ellos supiesen que estaba en casa, pero también sabrían que no me habrían visto entrar. En cuestión de días ya sabrían que pasaba algo terriblemente extraño.
Al poseer la casa entera, en cambio, podría salir y entrar y hacerme enviar lo que quisiera sin que nadie supiese nada. En la parte delantera había una amplia escalinata de piedra que iba desde la acera hasta la antigua planta principal y que todavía servía de entrada tanto para mi apartamento como para los de los pisos superiores. Sin embargo, debajo de la escalinata y fuera de la vista desde la calle, había otra puerta que el propietario anterior parecía haber utilizado únicamente para sacar la basura, pero que yo convertí en la entrada principal a mi apartamento. Desde la acera se atravesaba una reja metálica de metro y medio de alta y luego se bajaban unos escalones que iban a dar debajo de la escalinata, donde me encontraría totalmente a cubierto. Al principio guardé allí una llave de forma que podía abrir la puerta y entrar sin que nadie pudiera verlo desde la calle.
Aunque el apartamento acababa de ser remodelado un par de años atrás y se encontraba en perfectas condiciones, hice que Bernie enviase a un contratista para rediseñarlo de acuerdo con mis especiales necesidades, y cada noche iba allí a inspeccionar el trabajo de manera que a la mañana siguiente podía dar por teléfono mis instrucciones. Para empezar hice cambiar la puerta de manera que abriese hacia el lado más resguardado de la escalinata y fuera de la vista. Luego, en la habitación frontera del piso superior, hice que perforasen la pared a la altura de los buzones, instalados en un pequeño vestíbulo sobre el que desembocaba la escalinata, de forma que yo pudiera recoger el correo desde el cuarto de estar. Hice instalar persianas especiales y gruesas cortinas y un sistema de alarma en todas las ventanas. Sabía naturalmente que si algún día descubría Jenkins ese lugar, nada de lo que yo hiciera podría impedirle entrar, pero en cambio podía eliminar el riesgo de que un vulgar ladrón o un vándalo hiciesen un extraordinario descubrimiento. Hice reconvertir el mayor de los dormitorios en un taller de trabajo con herramientas para madera y metal y un equipo completo de cerrajería.
Para entonces ya había pasado muchas horas en una cerrajería viendo cómo trabajaban y había leído libros y catálogos de recambios, y ahora me puse a practicar aquello que hasta entonces sólo había podido observar. Tan pronto como se acabaron las obras en mi apartamento, cambié las cerraduras y puse unos tambores adaptados a las llaves invisibles de mi antiguo apartamento. Resultó tan adecuado que hice enviar por correo otros dos tambores a casa de Alice y los instalé también en sus cerraduras.
Por alguna razón eso la inquietó. Se preguntaba por qué tenía yo unas llaves y de dónde había sacado tan de repente unos tambores para ellas. Quizá todo eso le sonaba demasiado práctico para un fantasma. Pero últimamente, Alice siempre parecía inquieta.
—¿Qué haces últimamente, Nick?
—Lo mismo de siempre. Trato de comprar barato y vender caro. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Ultimamente pareces preocupado. Como si estuvieses pensando en otras cosas.
—Alice, me resulta difícil, por no decir imposible, pensar en ninguna otra cosa que no seas tú.
—¿Ah, sí? Bien, supongo que sabrás sobrellevarlo. Pero, dime, ¿puedo preguntar algo?
—Lo que quieras.
—Si tuvieras que marcharte por alguna razón, ¿me harías el favor de decírmelo primero?
¿Por qué preguntaría eso?
—Lo prometo solemnemente —dije—, pero tú sabes que no me iré… a menos que sea absolutamente necesario.
Era muy posible que ya fuese absolutamente necesario. Cada día que pasaba allí aumentaba el riesgo. Antes o después ocurriría algo que me delataría. Los amigos de Alice preguntaban continuamente por su novio. Y sus vecinos sabían ya que alguien vivía con ella en el apartamento. ¿Se preguntarían la causa de que nunca lo vieran a él? A pesar de ello, todavía podía seguir allí un poco más de tiempo. Hasta que tuviese mi nueva vida totalmente organizada. Tendría, reflexioné sin la menor alegría, que pasar solo el resto de mi vida.
Me pasé la mayor parte del verano amueblando el apartamento. Conseguí tarjetas de crédito para grandes almacenes e hice que me lo mandasen todo a casa: muebles, cocina, electrodomésticos, utensilios de cocina, cubertería, libros, discos. La casa que me estaba montando era cómoda y agradable, y de verdad que me hubiese gustado poder hacerlo con Alice. Pero, por supuesto, era fundamental que lo hiciese sin ayuda de nadie. Finalmente conseguí teléfono a nombre de Jonathan Crosby y pude hacer que me enviasen todo el correo a mi apartamento. Iba todos los días a recogerlo y llevaba mis negocios sentado a la mesa de mi nuevo estudio. Incluso aprovisioné todos los armarios de la cocina. En cualquier momento podía ponerme a vivir allí.
Pero todas las noches regresaba a casa de Alice.