Las noches eran ya muy frías, pero tras nuestra espléndida salida del Día de Halloween, estaba más decidido que nunca a que Alice y yo no permaneciésemos ocultos como fugitivos en su apartamento. Las invitaciones a bailes de disfraces sólo llegan de cuando en cuando, pero se me ocurrió otra idea. Escogimos una película que estaba a punto de ser retirada de cartel en un cine de la Calle 86 Este y llegamos con veinte minutos de antelación al último pase. Apenas había gente haciendo cola, de manera que no era de esperar que dentro hubiese una multitud. Alice compró la entrada mientras yo esperaba a un lado y entonces, cuando no había nadie, se dirigió a la puerta, entregó la entrada para que se la cortaran y entró conmigo pegado a su espalda. En el vestíbulo, para evitar ser arrollado, me mantuve pegado a una pared con Alice justo delante y apretando su espalda contra mí, mirando hacia la gente como si esperase a alguien. Cuando la película estaba a punto de empezar y todo el mundo se había sentado, nosotros entramos rápidamente y escogimos unas butacas laterales. Sentados en el cine semi a oscuras, ambos sentimos un placer casi infantil por haber conseguido algo que no esperábamos disfrutar, y nos abrimos mutuamente las ropas, nos acariciamos y nos abrazamos como dos adolescentes.

Fuimos al cine con frecuencia y, al cabo de un tiempo, empezamos a visitar exposiciones en museos y galerías, generalmente cuando abrían a primera hora de la mañana. Finalmente empezamos a ir a conciertos y al teatro. Yo solía escoger horas y espectáculos poco frecuentados, pero con Alice a mi lado descubrí que podía ir prácticamente a cualquier sitio. Era curioso pensar que no muchas semanas atrás mi vida consistía sobre todo en esconderme atemorizado por los rincones. En realidad, el mayor peligro actual era que Alice pudiese traicionarme inadvertidamente. Por imposición mía, cuando estábamos en lugares públicos ella me hablaba en susurros y casi sin mover los labios, como los ventrílocuos. A fuerza de práctica llegó a ser una experta, pero nada de lo que yo dijera parecía capaz de convencerla de la importancia de esto y, de cuando en cuando, mientras íbamos por una calle rodeados de gente podía volverse de repente y hablarme como si estuviésemos solos.

—¿Qué importancia tiene? —preguntó—. La gente creerá que hablo sola. Nueva York está lleno de gente que habla sola. Y además, ¿por qué es tan importante?

—No puedo explicártelo ahora.

—Pues si fuera tan importante, me lo explicarías. Nick, ¿dónde vas por las mañanas? ¿Qué haces a lo largo del día?

Se había detenido en la acera y me miraba de frente. Ahora hablaba en susurros, pero su rostro denotaba gran animación y no parecía en absoluto una loca murmujeando para sí misma. Un hombre que caminaba por la acera opuesta de la Calle 88 Este se volvió y la miró con curiosidad.

—Nada en absoluto. Puedo asegurarte que lo que hago no te interesaría.

Esas discusiones eran siempre una tortura, y ésta en particular era peor porque eran las diez de una noche de mediados de noviembre. Alice llevaba un abrigo, en tanto que yo seguía vistiendo las mismas ropas que usaba desde el pasado mes de abril.

—¿Por qué estás aquí?

—Ya te lo dije. No hay ninguna razón.

—Todo el mundo tiene una razón. De lo contrario, ¿por qué habría de quedarse nadie aquí? —me dirigió de lleno su radiante sonrisa pero yo no pude llegar a establecer si estaba preñada de calor o era tan sólo ironía.

—Bien, en ese caso es posible que haya una razón, pero es la misma que la de todo el mundo, y aunque me gustaría pararme a pensar en ello, ahora hace mucho frío y si no seguimos moviéndonos me voy a morir congelado.

Recorrimos en silencio unas manzanas.

—Esas ropas que llevas son las únicas que tienes, ¿verdad? —preguntó.

—Por el momento, sí.

Eran de verdad mis únicas ropas y resultaban del todo inadecuadas para invierno. Pensé en las diversas piezas de tela que tenía escondidas en Basking Ridge, y en las cortinas y demás tejidos con los cuales podría confeccionarme algún tipo de prenda más adecuada para el frío. Si decidía confiar en Alice, ella podría acompañarme en coche allí mañana mismo. No. Imposible. Si algo había que no podía arriesgarme a confesarle a otro ser humano, era la existencia del almacén de objetos invisibles. Hubiera querido acabar con esa discusión conmigo mismo. Todo esto había sido un terrible error. Debería urdir una decente explicación para Alice y decir adiós para siempre. Pero no hasta después del invierno. Aguardar ahora a que volviese a hacer calor era una simple cuestión de racionalidad.

—Tienes frío siempre, ¿no es cierto? Cuando estás cerca, te siento temblar. ¿Cómo te las vas a arreglar para pasar el invierno?

—Confiaba en que no me echases a la calle hasta la primavera.

—Sabes que debería hacerlo.

Me pasó los brazos alrededor mientras caminábamos, quizá por afecto o quizá por preservarme del frío. Hacía un efecto extraño, y cuando vi aparecer por la esquina un coche de policía hube de pedirle que no me abrazase así.

A finales de noviembre hacía tanto frío que no podía salir a la calle durante más de cinco minutos seguidos ni podía acompañar a Alice a trabajar por las mañanas, pero me las arreglaba para salir cuando el tiempo era bueno: esperaba a que pasara la hora punta y entonces corría desde el apartamento al metro y desde éste a algún edificio de oficinas. A pesar del considerable sufrimiento que significaba salir, me sentía más seguro que nunca. Por una cuestión de hábito, continuaba apilando mi ropa cada noche y dejando el montón junto a la cama, y me mantenía alejado de los clubs, pero hacía tiempo que había escondido el revólver en el cuarto de la calefacción de casa de Alice porque ésta parecía sobresaltarse cada vez que lo sentía en mi bolsillo; y mientras rondaba por la ciudad yo no dejaba nunca de acechar la posible aparición de Jenkins y sus hombres. En realidad —y en tanto Alice no dijera o hiciese nada que me traicionase— era difícil imaginar cómo podría encontrarme Jenkins, y casi había dejado de pensar en él.

Un día estaba curioseando en la mesa de un despacho de abogados vacío. Y se me ocurrió que, de hecho, prácticamente había dejado de pensar por completo en mi vida anterior. Ahora me parecía algo remoto, una confusa mezcla de recuerdos e intereses con los que ya no sentía conexión alguna. Tenía frente a mí un teléfono. Los grandes despachos de abogados y empresas son los mejores lugares para que yo pueda telefonear, porque incluso marcando algún número que Jenkins y sus hombres tengan controlado, la llamada sólo puede ser rastreada hasta la central local, y en ésta lo único que alcanzan a saber es que estoy en cualquiera de la media docena de pisos de un gran edificio de oficinas. Sin ningún propósito, y sabiendo que era un error, descolgué el teléfono y llamé a mi antigua oficina. Era una forma de decir que me encontraba en Nueva York. Pero Jenkins trabajaba de todas formas bajo el supuesto de que yo seguía en Nueva York. Y sentía una inexplicable necesidad de hablar con alguien de mi vida anterior.

Cathy me saludó entusiasmada y me hizo las preguntas habituales esperando enterarse de algún dato excitante acerca de la vida exótica que ella imaginaba que yo estaba llevando, pero me dio la sensación de que no le interesaba realmente hablar conmigo. Ella apenas tenía noticias. Alguien a quien yo no conocía había entrado a trabajar en la empresa. Mientras escuchaba su voz, traté de recordar hasta qué punto conocía bien a Cathy. No mucho.

—No, de hecho no se han recibido llamadas para usted desde hace algún tiempo. Sólo ése, ¿cómo se llama?, Dave Jenkins. ¿Es amigo suyo? Dijo que usted ya sabía de qué se trataba… Ha llamado varias veces. La última ha sido esta misma semana. Dijo…

—¿Esta semana?

—Dijo que si usted llamaba… ¿Puede esperar un momento? Alguien me está llamando.

Me quedé esperando. Debería colgar. Había sido un error hacer esa llamada.

—¿No es asombroso? Era ese Dave Jenkins. Me ha dicho que es extremadamente importante y que usted tenía su número. ¿No es una coincidencia increíble?

—Sí, Cathy, increíble. Bueno, tengo que irme. Gracias.

No debía llamarle. Posiblemente no me enteraría de nada útil. Cualquier cosa que Jenkins me dijera estaría calculadamente concebida para sacar ventaja, y todo lo que yo dijera le resultaría útil a él. Ya le había dejado saber sin necesidad que todavía estaba vivo y que seguía en Nueva York. Lo único que hacía era darle ánimos. Y por si fuera poco, honestamente, el sonido de su voz me asustaba. A pesar de lo cual deseaba oírle. Me sentí obligado a llamarle para saber qué era lo que deseaba decirme.

Marqué el número y, como siempre, tras la primera llamada surgió la voz sedosa y sincera.

—Hola, Nick. ¿Cómo está?

—Fenomenal. Pero le añoraba. ¿Me llamó?

—Nick, destruir propiedades del gobierno en mi oficina fue un acto extremadamente estúpido y desafortunado.

—Vaya. Lamento haber demostrado tan poco juicio.

Hubo una pausa.

—Nick, le pido, le ruego, que escuche con atención lo que voy a decir, y que se lo tome en serio. Es lo más importante que nunca le haya dicho nadie. Yo quiero ayudarle, Nick, pero mucho me temo que ésta es la última oportunidad que tengo de hacerlo. Usted me ha puesto contra la pared. Tendrá que rendirse inmediatamente. Y si no lo hace, no vamos a tener más remedio que matarle.

—¿Éste era el importante mensaje? Pues me alegro de haber llamado. Ahora debo irme…

—Nick, le soy totalmente sincero. Quiero estar seguro de que comprende en qué situación se ha puesto usted mismo y nos ha puesto a nosotros. Antes podíamos aguardar. Preferíamos aguardar antes que ponerle en una situación de riesgo físico. Pero al destruir las pruebas, nos ha puesto a todos, y de hecho a toda una organización, una importantísima organización, en grave riesgo político. Le necesitamos para asegurar nuestra propia supervivencia. Y si no puede ser vivo, muerto.

—¿Quiere decir que pueden tener problemas? Vaya, no pensé en eso. Espero que ello no vaya a interferir en su trabajo conmigo.

—Nick, a mí no me gusta esto más que a usted…

—Estoy casi seguro de que en eso se equivoca.

—Y le ruego que recapacite. No me deja otra elección.

—De verdad que debo irme. Usted ya sabe lo que pasa cuando dejamos que estas conversaciones se alarguen.

Cuando salí del edificio, Morrissey y Gómez bajaban ya de un coche gris aparcado junto al bordillo. Era la primera vez que veía a cualquiera de ellos desde mi visita a sus oficinas y mientras los miraba imaginé que, al menos, estarían más sombríos y desesperados. Después de todo les había hecho mucho daño. De hecho parecía que estaba ganando yo. Ellos estaban siendo atacados por la gente para la cual trabajaban y al mismo tiempo sus posibilidades de atraparme disminuían cada vez más. Esta era, con seguridad, la primera pista mía que tenían desde hacía meses. ¿Cómo iban a encontrarme ahora? Eso suponiendo que Alice no me traicionase.

A pesar de todo, la conversación con Jenkins me dejó preocupado. Parecía tan mortalmente sincero como pretendía. Desde luego, había querido asustarme, pero lo peor era que lo había conseguido. Le creí cuando dijo que trataría de matarme. Y el hecho de que ellos pudiesen localizar mi llamada y presentarse allí en menos de diez minutos significaba que todavía podían dedicar toda su atención a mi caso. Debía tener cuidado de no volverme confiado y despreocupado mientras ellos reconstruían cuidadosamente otra vez mi rastro. Les había golpeado antes donde menos lo esperaban. Pero habiéndolo hecho una vez, ya no podría volver a intentarlo. No podía arriesgarme a acercarme a ellos otra vez. Volvía a estar donde estaba. Tenía que seguir moviéndome y confiar en que podría continuar llevándoles la delantera. Volví a preguntarme cuánto tiempo más osaría seguir con Alice.

Estuve pensando en Jenkins durante algunos días. Aunque era cierto que no podía volver a acercarme a Jenkins, imaginé que podría desbordarle otra vez yendo contra sus superiores. Podría encontrar la manera de contrarrestar aún más sus maniobras o, al menos, enterarme de algo útil acerca de lo que hacía.

—Alice, voy a estar fuera un par de días.

—¿Dónde piensas ir?

—No puedo decírtelo. Hay algo que debo hacer.

—¿Por qué no puedes decírmelo? Te llevas el revólver. ¿Es peligroso? ¿Volverás?

—Volveré, casi con toda seguridad. Al parecer soy incapaz de mantenerme alejado.

Tomé el Metroliner de Washington, escogiendo al mediodía uno que iba casi vacío. Odiaba tener que hacer esa expedición a finales de otoño, pero a cada hora que pasaba veía más claro que Jenkins tenía razón. No le dejaba otra elección. Tenía que hacer lo que fuese para defenderme.

El viaje fue un fracaso total. Me pasé tres días pateándome las calles de una agencia de inteligencia a otra tratando de encontrar a la gente para la cual trabajaba Jenkins y de descubrir algo acerca del propio Jenkins. El tiempo era más benigno que en Nueva York, pero en cambio resultaba muy incómodo porque apenas si hay transportes públicos en Washington y me veía obligado a caminar kilómetros —casi el doble de la distancia que hay hasta Virginia y vuelta—, temblando miserablemente a causa del frío. No me atrevía a ir a un club por miedo a que Jenkins los tuviera vigilados y pasaba las noches tiritando en el suelo de una cafetería, sin atreverme tampoco a comer más que unos mendrugos de pan por miedo a ser visto.

Finalmente localicé el despacho del tal Ridgefield, que parecía ser el jefe inmediato de Jenkins, pero a duras penas si llegué a encontrar un papel con el nombre de Jenkins escrito en él. Por todas partes encontré cerraduras. Oficinas cerradas, archivadores cerrados, puertas de corredores cerradas. Había gente de servicio a todas las horas de la noche y el día, y en ningún caso podía pasarme la noche en esos lugares porque no había forma segura de poder salir al día siguiente.

Al cabo de cuatro días estaba tan débil, aterido, hambriento y descorazonado que ya no pude seguir. Volví en tren a Nueva York debilitado y totalmente derrotado, sin haberme enterado de nada útil y sostenido sólo por la certeza de que pronto estaría de nuevo en casa, donde Alice me cuidaría. Se me ocurrió, quizá por vez primera, que Alice me había salvado la vida. Tendría que decírselo y darle las gracias. Pero sólo cuando me encontrase a salvo.

Hacía un frío espantoso cuando llegué a Nueva York y el viaje en metro desde la Estación Pennsylvania fue una agonía. Corrí tan rápido como pude —que en mis condiciones no era decir gran cosa— desde la estación del metro hasta el apartamento de Alice para evitar que mi cuerpo sucumbiera por completo. Todo iría bien cuando llegase al apartamento. Llevaba sintiéndome miserable y atemorizado los cuatro últimos días, pero ahora llegaba a un lugar cálido y seguro y en el que Alice me cuidaría.

La llave no estaba en su lugar habitual. ¿Habría ido a algún sitio?

Dije que estaría fuera dos días y habían pasado cuatro y medio. Tendría que haber telefoneado.

Pero antes de que llegara a llamar, la puerta se abrió y apareció Alice.

—¡Nick!

Yo me sentía demasiado aliviado o sobrepasado para hablar.

—¡Dios, qué contenta estoy de que hayas vuelto! ¿Dónde has estado?

—Te… te lo contaré en otro momento.

—Tenía miedo de que te hubieses ido para siempre. ¡Estás tiritando! ¿Qué te ha ocurrido?

Alice me preparó un baño caliente. Luego, mientras preparaba la cena, me trajo un tazón de sopa caliente. Después me envolvió en una manta —que quedó como una tienda infantil plantada sobre el sofá— y allí sentado, caliente y a salvo, me pregunté cómo podía haber llegado a creer que lograría sobrevivir al invierno por mí mismo. Y al comprender que, al menos hasta la primavera próxima, ya no debía plantearme si debía marcharme, sentí una enorme oleada de alivio y gratitud.