Me desperté por la mañana oyendo a Alice arreglar el apartamento y recoger las ropas que llevaba la noche anterior. Fue el despertar más milagroso de cuantos he vivido desde la mañana en que descubrí que era invisible. Ante mi vista tenía, casi desnuda en su ropa interior, una hermosa mujer con la que había hecho el amor unas horas antes. Ayer me hubiera resultado inconcebible que pudiera volver a disfrutar nunca de un momento así. Me hubiera gustado hablarle, pero apenas si habíamos hablado anoche, y descubriendo que ahora era incapaz de encontrar nada sensible que decir, permanecí tumbado en silencio, contemplándola.
A juzgar por cómo le brillaba la piel deduje que acababa de bañarse. Me llamó la atención su sentido práctico, tan atareada por la habitación casi inmediatamente después de lo que para ella debió ser la experiencia más extraña de su vida. Pero mientras iba de un sitio a otro por el cuarto no dejaba de mirarme —o más bien miraba las ropas de la cama que moldeaban la parte inferior de mi cuerpo—, frunciendo el ceño con ansiedad. Colgó el traje que llevaba anoche y salió del vestidor con otro que se puso privándome de la visión de sus piernas largas y desnudas. El vestido tenía botones en la espalda de manera que para abrocharlos hubo de forzarse en alcanzarlos: echó los pechos hacia delante, dobló la cabeza y fijó la mirada como hace la gente cuando se concentra en una tarea manual que no puede ver. Se puso los zapatos, se acercó a la cama y permaneció a mi lado, mirando el bulto que hacían las ropas y la depresión del colchón. Estiró la mano dubitativa, como si estuviese decidiendo si tocarme o no, quizá para asegurarse una vez más de que todo era cierto.
—Buenos días —dije finalmente.
Ella se sobresaltó.
—Buenos días. Me preguntaba si te habrías despertado. ¿Cómo has dormido? Quiero decir, tú duermes, ¿verdad? Sí, claro que duermes.
Lo sé.
—He dormido muy bien, gracias. ¿Y tú?
—Muy bien… Gracias.
La conversación no parecía remontar el vuelo. Hubo una pausa larga y embarazosa, durante la cual permanecí tendido mirándola y sintiéndome incómodo, en tanto que ella me miraba igual de incómoda a mí, más o menos a la altura del esternón, según deduje.
—Me llamo Alice Barlow —aventuró finalmente—. Quizá lo sepas ya.
Sin pensarlo, empecé a decirle mi nombre.
—Soy Nick… Sólo Nick, en realidad. Únicamente utilizo mi nombre de pila —por alguna razón mi nombre pareció perturbarla. Abrió la boca y vaciló, como si le costase formular la pregunta.
—¿Qué me va a ocurrir?
Traté de comprender qué podría significar su pregunta, pero lo único que se me ocurrió fue que parecía estar preocupada acerca de las posibles consecuencias ginecológicas de la noche anterior.
—¿Ocurrirte? —pregunté inane.
Parecía extraordinariamente nerviosa. Ahora apartaba de mí su mirada.
—Quiero decir… Suena ridículo… Pero es ridículo en cierta manera… Quiero decir, ¿he condenado mi alma o algo así?
—¡Oh, no, no, no, no! —me apresuré a tranquilizarla—. Ciertamente no… bueno, en realidad no lo sé… no estoy muy bien informado teológicamente… Pero, en todo caso, sólo de la forma habitual.
Una sonrisa nerviosa se extendió por todo su rostro.
—Entonces tú no eres… Sé que sonará estúpido, pero todo es tan… Quiero decir, no eres el diablo ni nada por el estilo…
—¡Cielo santo, no! —se me ocurrió que siendo honesto estaba desperdiciando una considerable ventaja: para aquellos que creen en estas cosas, el demonio tiene, pese a todos sus defectos, un status real en el mundo y, por si fuera poco, un atractivo romántico—. En absoluto. Soy como todo el mundo.
Esta concesión, evidentemente, debió resultarle absurda, pues se echó a reír y aunque su risa tenía un ribete histérico, al mismo tiempo parecía transmitir cierto alivio.
—¿De verdad? ¿Eres como todo el mundo? —empezó a reírse otra vez, dando muestras de tener dificultades para controlarse. En las esquinas de sus ojos empezaron a formarse lágrimas.
—Bueno, naturalmente, hay diferencias…
—¿Lo dices en serio? ¿Quieres creer que me pareció advertir algo…? —sin dejar de reír, se sentó al borde de la cama y me puso una mano sobre la rodilla.
—No debieras tomártelo tan a la ligera —dije—. Todavía no sabes si puedo lanzar sobre ti alguna maldición terrible, o chuparte la sangre.
—O convertirte en una rana —sugirió. Estiró la sábana hasta mis hombros y la apretó contra mi cuerpo, de manera que mi tronco cobró forma. De pronto adquirió de nuevo una expresión seria—. ¿Quién eres…? ¿Qué eres? Espero que no te importe si lo pregunto así.
La cuestión, aunque perfectamente obvia e inevitable, en cierto modo me tomó por sorpresa y mi mente se llenó de confusión. La primera norma de supervivencia, para mí, era no decir nunca nada a nadie.
—Realmente no hay nada interesante que decir al respecto. De verdad soy como los demás… —¿qué clase de respuesta sería la que buscaba?— Es decir, que existo pero en una modalidad material diferente…
—Comprendo —dijo Alice, cosa que me sorprendió porque yo no.
—¿Quieres decir que ya estuviste aquí antes? Quiero decir, ¿encarnado en un cuerpo humano o como quiera que funcione eso?
—Sí. Es precisamente eso. Yo tenía un cuerpo igual que todo el mundo.
—Y has vuelto.
—Más que eso: todavía sigo aquí. Por los pelos.
Alargué una mano y le acaricié una pierna. Se puso de pie pero permaneció junto a la cama.
—¿Hay algo que debas hacer aquí? Quiero decir, antes de que te sea permitido abandonar el mundo.
—No, que yo sepa. Sólo lo que hace todo el mundo, imagino… las cosas de siempre —la conversación me ponía incómodo—. Si tengo cuidado y no cometo muchos errores graves, es posible, con suerte, que llegue a envejecer y morir.
Me senté y puse ambas manos en torno a su pierna derecha, justo por encima de la rodilla, para luego deslizarías a lo largo del muslo empujando hacia arriba el borde de su vestido. Ella se estremeció pero permaneció inmóvil.
—En realidad hay algunas cosas que me veo impulsado a hacer —dije.
La tumbé encima de mí y oí el golpe de uno de sus zapatos contra el suelo.
—No puedo. Tengo que ir a trabajar.
Pero no hizo nada por desasirse. Su cuerpo permanecía tendido sobre el mío y podía sentir el golpeteo de su corazón. Deslicé mis manos por la cara posterior de sus muslos hasta abarcar su trasero. La besé y oí golpear el otro zapato contra el suelo. Me besó, estremeciéndose. Sus manos empezaron a explorar mi cuerpo e hicimos el amor.
Después, suspiró y se echó a reír.
—Nadie lo creerá nunca.
De pronto me sentí atemorizado. Todo había sido un error.
—Alice.
—¿Sí?
¿Qué podía decir? Lo mejor sería amenazarla. Todavía estaba en situación de provocar un cierto terror. Le diría que si alguna vez llegaba a decir una sola palabra acerca de mí a alguien, se moriría en el acto. Que se abriría la tierra y se la tragaría.
—No debes decir absolutamente nada de mí a nadie. Nadie debe saber que he estado aquí.
—¿Por qué no?
—Yo… No es algo de lo que pueda hablar —por alguna razón, y a pesar de mis buenos propósitos, aquello no cobraba forma de amenaza—. Sólo te pido que no hables acerca de mí con nadie. Es muy importante.
—Si quieres que no diga nada, por supuesto que no lo haré. Pero ¿no podrías darme una idea de lo que pasa? ¿O de por qué estás aquí?
Hubo un prolongado silencio, durante el cual volví a buscar desesperadamente algo que decir. De pronto caí en la cuenta de que deseaba contárselo todo. Es curioso cómo la intimidad física engendra esta necesidad de hacer confidencias. Y bien, ¿qué diferencia habría si se lo contaba todo? No volvería a verla nunca. No podía arriesgarme ni siquiera a volver nunca. Había sido un incidente extraordinario, algo mostruoso, un improbable decurso de los acontecimientos que nunca debiera haber ocurrido y que ciertamente no volvería a ocurrir. Seguramente, dada la forma en que debía vivir mi vida, nunca volvería a encontrar a nadie a quien desease contárselo todo. Aun así, hay que ser racional. ¿Qué podía contarle sin ponerme en peligro? Nada.
Ella saltó de la cama para luego volverse a mirar en dirección a mí con las cejas escépticamente elevadas.
—¿Te importa que te pregunte algo?
—Naturalmente que no —dije algo incómodo, toda vez que ésa es una pregunta cuya respuesta sincera probablemente siempre sea que sí.
—¿Volveré a verte…? Bueno, no quiero decir verte. Quiero decir oírte, ¿o bien es que te diluyes con la puesta del sol o como quiera que te diluyas?
Me estaba invadiendo el pánico.
—No lo sé… No está enteramente bajo mi control… —lo único que de verdad sabía era que quizá no pudiera volver aquí—. Naturalmente, espero volver. Veré lo que puedo hacer —era la clase de riesgo que no debía correr bajo ningún concepto. Tenía que continuar moviéndome.
Ella se echó a reír, y en su risa había una nota de burla.
—¿Sabes una cosa? Tienes razón. Eres como todos.
—No entiendes —objeté—. No es eso en absoluto…
—No te preocupes. No eres la clase de persona por la que una chica vaya a apostarlo todo, al menos no a partir de una primera impresión. Hay algo de elusivo en ti, si quieres saberlo. Era simple curiosidad. Y de alguna manera, la pregunta está impresa en el alma femenina: ¿Me llamará él? Es un reflejo mental involuntario. No quiere decir nada.
Desapareció dentro de su vestidor y reapareció con un traje distinto.
—Por lo general, lo mejor es que él no vuelva a llamar —añadió.
Se puso delante de un espejo y empezó a cepillarse el cabello con largos y feroces golpes de cepillo. No miraba su reflejo ni tampoco hacia mí, sino más bien a través de la ventana, de manera que yo tenía una visión de su perfil que, pese a su falta de expresión, a mí me parecía perfecto. Durante el —al menos para mí— incómodo silencio, traté de encontrar una réplica.
—No puedo concebir que nadie haya dejado nunca de llamarte.
Echó una escéptica mirada en mi dirección, pero me pareció verla ruborizarse.
—Quizá seas una especie de alienígena. Probablemente debieras salir por ahí y conocer más habitantes de este mundo feliz.
—Ultimamente tengo muchas dificultades para conocer gente nueva.
—Ayer parecías arreglártelas muy bien.
Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba esbozando una sonrisa sardónica. Seguía sin estar cómoda debiendo lanzar esas as a alguien a quien no podía ver, y vi cómo sus ojos buscaban algún signo de mi presencia. Dejó el cepillo y se arregló el vestido. La cuestión era —suponiendo que lo comprendiera bien— que, independientemente del cálculo de riesgos que yo hiciera, y fuera cual fuera la decisión que tomara, yo estaba, sin la menor duda, dispuesto a volver.
—En realidad, me resulta muy complicado telefonear, pero creo que podría venir aquí esta tarde si tú estás libre —una vez dicho, sentí una gran exaltación.
—Volveré a casa un poco después de las seis.
Me estaba dirigiendo de lleno su deslumbrante sonrisa. Se acercó y, tras aplastarme inadvertidamente la nariz en su búsqueda de mi rostro, me besó en los labios. Luego, mientras se incorporaba y daba media vuelta para marcharse, se inclinó de nuevo y me rozó el pecho con la punta de los dedos.
—Increíble —dijo con una risita.
Al tiempo de salir por la puerta le grité:
—Recuerda que no debes hablar de mí.
Aguardé unos minutos para estar seguro de que se había ido y luego me dirigí a la cocina. No podía arriesgarme a que viera mi aparato digestivo en pleno funcionamiento. No había comido en las últimas treinta y seis horas y devoré ansiosamente varias rebanadas de pan. Sabía que corría un riesgo excesivo al permanecer aquí y además hacerme visible, pero en mi presente estado de ánimo me resultaba difícil preocuparme de nada.
Recorrí el apartamento sintiendo un placer casi físico sólo con tocar las pertenencias de Alice. El vestidor repleto de trajes, blusas, faldas y ropa interior. Esquís. Raqueta de tenis. Las paredes del dormitorio estaban cubiertas de cuadros y dibujos sin enmarcar, la mayoría de ellos firmados con las iniciales A. B. Me sorprendía la calidad casi fotográfica de su técnica. Yo creía por alguna razón que la gente ya no aprendía a dibujar así. Había algunos paisajes y retratos de cuerpo entero, pero la mayoría de los dibujos eran de objetos aislados y fragmentos anatómicos.
En una esquina del cuarto de estar, a la puerta del balcón, encontré una mesa de dibujo. Sobre ella estaba clavado con chinchetas un dibujo que parecía una reproducción casi absolutamente exacta de la ventana de enfrente. Y sin embargo el efecto en conjunto era algo diferente, más benigno, podría decirse, casi humorístico. Quizá fuese algún truco de perspectiva que yo no sabía ver. O quizá fuese tan sólo mi estado de ánimo.
Una de las paredes de la habitación estaba cubierta de arriba abajo por una librería repleta de enormes libros de arte. Los libros no ilustrados apenas ocupaban un estante, y a la vista de los títulos podía saberse qué cursos había seguido Alice en la universidad fuera del departamento de historia del arte. Chase & Phillips, Liddel & Scott. Cambridge Shakespeare. Ulises. Poemas reunidos de W. B. Yeats. Escogí uno. El nombre de Alice Barlow estaba escrito en mayúsculas sobre las guardas. Majestuoso, categórico. Había notas pulcramente escritas en los márgenes con una pluma de dibujar. Tengo una personalidad que me permite disfrutar la invisibilidad. Exacto.
Una vez limpio mi estómago salí a la calle y paseé por el centro en un estado de ánimo tan exaltado que me hubiese gustado parar a la gente para hablar con ella y explicar lo hermoso que era disfrutar en su compañía de tan hermoso día de otoño. Pasé varias horas en las oficinas de una firma de abogados enterándome de una propuesta de adquisición de una compañía de seguros de Kansas, pero finalmente decidí que no podía aguantar el seguir allí en silencio y me fui a seguir paseando por la ciudad. Más que nada por hablar con alguien, llamé a Willy y discutí con él acerca de mi cartera. Ni siquiera él consiguió arruinar mi estado de ánimo. Por el contrario, me recordó que Jonathan Crosby se hacía más sustancial día a día, con un valor neto de ochenta mil dólares. A duras penas logré contenerme y no hacer alguna transacción. Nunca hay que comprar cuando estás de buen humor.
Antes de las seis estaba frente a la puerta del apartamento de Alice dispuesto a verla aparecer por el extremo del corredor, pero pude oír que ya estaba dentro desempaquetando las compras del día. Cuando llamé, se acercó y espió a través de la mirilla. Al no ver a nadie, abrió la puerta y me besó.
—¿No puedes atravesar las paredes? —su voz se expandió por el vestíbulo. Yo le puse un dedo en los labios.
—Tienes que ser más discreta —susurré.
—¿Estás casado o algo por el estilo? —su voz surgió un tanto ahogada debido a mi dedo, pero aun así sonó fuerte y audible. La empujé al interior.
—¿Es que estás casado con alguien de este rellano?
Cerré la puerta a nuestra espalda.
—Alice, esto es importante. Nadie debe saber nada acerca de mí.
—Lo siento. Me olvidé. No soy una persona que guste de los secretos —me pasó las manos por el pelo y luego las deslizó a lo largo de mi cuerpo, como para asegurarse de que yo estaba allí al completo. Noté cómo su mano tropezaba con el revólver en el bolsillo. Su expresión se ensombreció momentáneamente, pero me besó y yo la abracé, sintiendo su cuerpo apretado contra el mío y su aliento en mi cuello.
—He comprado toda clase de cosas para la cena, pero luego me di cuenta de que ni siquiera sé si comes.
Me quedé dubitativo. ¿Debía permitirle que viera lo que pasaba cuando comía?
—Sí, sí como. Pero no mucho.
Mientras preparaba la cena no dejó de observar los movimientos de la botella, inclinándose en ángulos imposibles sobre el mantel mientras el sacacorchos giraba violentamente sobre sí mismo dentro del corcho.
—Es sencillamente increíble —dijo excitada mientras se inclinaba sobre mí y me recorría otra vez con sus manos. Nos abrazamos de nuevo largamente y yo la recorrí con mis manos. Me sentía tan embriagado por su presencia física que a duras penas podía darle importancia a cualquier otra cosa, pero me obligué a soltarla y serví un poco de vino en los vasos. Entonces, lleno de aprensión, permití que viera cómo bajaba el primer sorbo de vino blanco.
—¡Asombroso! —exclamó. Parecía auténticamente fascinada por lo que veía—. Bebe un poco más.
Deslizó su mano a lo largo de mi esófago.
—¡Es absolutamente mágico!
Y cuando más tarde tragué mi primer bocado de pasta, ella, inexplicablemente, aún se mostró más extasiada.
—¡Es increíble! Se puede ver todo. Sabes, serías maravilloso para una clase de anatomía.
—Eso es, por desgracia, cierto —dije sombríamente.
—¿Te importaría comer un poco más? ¡Dios, qué belleza! Puedes ver cómo desaparece ante tus propios ojos. ¿Qué ocurre exactamente? Quiero decir, ¿queda absorbido en una dimensión no material o algo por el estilo? ¿Qué está pasando?
—Nada… Lo único que pasa es que tengo un metabolismo inusual. No puedo explicártelo. Si quieres que te sea sincero, yo lo encuentro un espectáculo repulsivo.
Pero Alice no, en absoluto. Miraba fascinada cómo me tragaba un bocado tras otro del mundo material, incapaz de apartar los ojos de mi sistema digestivo. Podría haber estado contemplando un acuario con peces tropicales particularmente bellos.
Y de pronto, frunció la frente.
—¿Por qué llevas una pistola?
—Oh… por nada. Ocurrió que estaba allí cuando… Es sólo eso, que tengo una pistola.
—Nick, ¿es cierto eso que dijiste esta mañana de que debes volver a morir?
—Por lo que yo sé, sí —dije incómodo.
—¿Qué es exactamente lo que sabes? ¿Estás en contacto con otros fantasmas?
—Puedo asegurarte categóricamente que no estoy en contacto con otros fantasmas.
—¿La palabra fantasma define lo que eres? Quiero decir, ¿qué eres tú exactamente?
Volví a sentir la tentación de confiarme a ella y contárselo todo. Demasiado peligroso. Comprendí que había sido una equivocación volver. Mañana, de verdad, tendría que desaparecer para siempre. No podía permitirme correr esos riesgos.
—¿Qué importa lo que soy? Podría ser cualquier cosa. El Espíritu de la Navidad, un visitante de Venus, el diablo…
—Debo admitir con gran pesar que no eres el diablo. Eso hubiera sido extremadamente romántico, aunque imagino que el terror y la desesperación serían difíciles de soportar a largo plazo.
—Pero podría ser como todo el mundo, un contable que se quedó dormido bajo una lámpara bronceadora defectuosa, o que se cayó al depósito que no debía durante una visita a unos laboratorios químicos.
—En ese caso, no sería romántico en absoluto. Creo, definitivamente, que te prefiero como fantasma. Dijiste que antes habías vivido en el mundo material en un cuerpo humano normal. ¿No es eso…?
—Sí, probablemente sea mejor que me consideres un fantasma.
—Bien. En ese caso, ¿qué puedes contarme? Me refiero a lo que pasa cuando morimos. O a lo que hay más allá del mundo material.
—No puedo contarte nada. No sé nada.
—¡Oh! —exclamó—. Es una sensación extraordinariamente… sentir una mano bajo la ropa. ¡Oh, Dios mío!
Los botones empezaron a desabrocharse por sí solos.
—Ahora sé exactamente lo que eres.
—¿De veras?
—Eres un íncubo.
—No soy ningún íncubo.
—Es totalmente obvio que eres un íncubo. Un íncubo es un espíritu que…
—Sé exactamente qué es un íncubo, o lo que debería ser, caso de que tal cosa existiera, y las funciones incubatorias constituyen lamentablemente una parte muy limitada de mis actividades.
—¿Ah, sí? Pues me parece que eres muy impreciso respecto al resto de tus actividades. Y de hecho, incubar es lo único que pareces saber hacer. ¡Oooh! ¿Ves tú? Eso es exactamente el tipo de cosa que haría un íncubo.
Tengo una personalidad
que me permite disfrutar
la invisibilidad.