Entonces ocurrió que, una tarde de principios de octubre, mientras paseaba por Central Park Oeste, vi a una chica a la que conocía, aunque no muy bien. Ellen algo, seguro que lograba acordarme del apellido. Ellen Nicholson. Casi lo único que recordaba de ella era que me había parecido muy atractiva y ahora sentí de pronto un violento deseo, ya fuera porque me resultaba familiar o a causa de su belleza. Pero cuando te pasas meses sin hablar con nadie, excepto por teléfono, y días enteros sin hablar en absoluto, es difícil pensar en la gente y en las cosas que atraviesan por tu campo de visión. Los contornos emocionales se difuminan y no es fácil diferenciar la soledad del deseo.

Tampoco tenía objeto hacerlo, puesto que no podía hablar con ella o tocarla, pero de todas formas la seguí a lo largo de unas manzanas. Vestía una especie de suéter largo y poco más, y me puse a su altura para poder ver cómo se le balanceaban los pechos al caminar y cómo se contorneaba el tejido de su vestido en torno a sus muslos a cada paso. A mitad de una manzana se detuvo bajo un toldo y sonrió.

—¡Hola! —dijo—. No esperaba encontraros aquí.

Un hombre y una mujer venían hacia nosotros, sonrientes.

—Hola, Ellen. ¿Todavía sola?

—Y comiéndome el coco al respecto. Y vosotros, ¿todavía casados?

Los tres se encaminaron hacia un edificio y el portero les envió al quinto piso. Comprendí que podía tratarse de una fiesta y mientras subían en el ascensor yo lo hice por las escaleras. Ellos tardaron mucho menos, de manera que para cuando crucé la puerta del apartamento llevaban ya un rato allí, y Ellen estaba siendo abrazada y manoseada por un tipo gigantesco de téjanos y una americana de tweed. Aparte de ella no vi a nadie conocido. La mayoría de los presentes era más joven que yo; algunos tenían un vago aspecto de universitarios. De inmediato se veía que todos se conocían. Probablemente habrían ido a la misma universidad no muchos años atrás. Me pregunté qué estaba haciendo yo allí.

Por cuestión de rutina, di una vuelta por el apartamento e hice una pausa en la cocina para beber vino blanco, quizá demasiado. El ruido en la habitación contigua era abrumador. En estas ocasiones la gente no cae en la cuenta de lo mucho que se excita, o de que en lugar de hablar, grita. Probablemente era una buena fiesta, pero en realidad no me decía nada y me dirigí a una de las habitaciones con intención de abrirme paso hacia la salida.

Y entonces, al echar una última ojeada a los presentes, vi a Alice. Siempre resulta difícil decir por qué, en situaciones como ésa, de repente te sientes tan atraído por alguien —en todas partes hay gente atractiva—, pero yo me dirigí inmediatamente hacia ella sin pararme a pensar ni un segundo en lo que hacía. Era alta, cercana a la treintena y de cabellos rojizos; llevaba un traje de seda que se le ajustaba al cuerpo o se expandía con cada movimiento de una forma harto dolorosa para mí. Formando un semicírculo en torno a ella había varios hombres que parecían mirarla más que hablar con ella, cuando se dirigía a uno en particular, le envolvía con su sonrisa deslumbrante y llena de calor, pero que incluía dos agudos caninos que le conferían al mismo tiempo una cualidad ligeramente salvaje. Se movía con desenvoltura en medio del semicírculo sin dejar de hablar y, cuando llegué, acababa de sacarse los zapatos y quedarse descalza. Dado que era la única forma de acercarme a ella, rodeé el muro de embelesados admiradores y me situé a su espalda.

—Es una osadía por tu parte, Donald —dijo de todo corazón— decir esas cosas de mi abuela cuando ni siquiera la conoces.

—Yo no he dicho nada contra tu abuela —el que hablaba vestía un pantalón caqui y chaqueta blazer. Llevaba el pelo largo y, pese a su edad, mostraba una actitud pedante y profesional—. Lo único que digo es que no puedes ir por ahí afirmando la existencia de fantasmas.

—¿Por qué no? —preguntó ella ingenuamente.

—Porque no hay forma de verificar o refutar satisfactoriamente tal aserción.

—Bueno, pues habla con mi abuela.

—Yo… con el debido respeto por tu abuela, debo sopesar los hechos sensoriales que ella ha experimentado y la interpretación que hace en contra de la experiencia de una multitud de seres humanos, y tengo toda clase de razones para conceder más credibilidad a una persona que a otra…

—Sí, exacto. En el caso de mi abuela tienes mi palabra. Es la persona más honesta que he conocido. Y la más encantadora. Y no se trata de una sutil interpretación de hechos sensoriales ni nada por el estilo. Ella está por completo segura de lo que vio, diga o no la verdad —la sonrisa parecía algo ambigua, pero los ojos, muy abiertos y de un azul claro, eran inocentes. ¿Quién puede saber qué diablos se oculta en el corazón de los hombres? Y mucho menos en el de las mujeres.

—No tiene nada que ver con tu abuela. Es…

—Pero es que estamos hablando de ella. Además, ¿por qué no puede haber fantasmas y toda clase de cosas de ésas aunque no los hayas podido ver o tocar?

Otro hombre, que llevaba un traje de rayas y que se balanceaba hacia atrás y adelante algo borracho, sonrió maliciosamente.

—Sí, Donald, ¿por qué atacas tan vilmente a la pobre y anciana abuela de Alice? ¿Se puede saber qué te ha hecho?

Frunciendo irritado el entrecejo, Donald no le hizo caso y prosiguió la lógica de su razonamiento:

—Porque nunca he necesitado la noción de fantasma para explicar las experiencias sensoriales, y porque sólo concedo existencia a aquellas entidades necesarias para la más económica y previsible explicación de las experiencias sensoriales que yo he tenido.

—¿Por qué? —preguntó Alice con su bella sonrisa.

—Porque es un principio inherente a todo pensamiento racional. Es una precondición…

—Sabes, apuesto a que eres Capricornio —dijo Alice—. Piensas como un capricornio.

A juzgar por la mortificación que afloró al rostro de Donald, llegué a la conclusión de que era capricornio (cualquier cosa que ello quiera decir).

—De todas formas —prosiguió Alice—, ¿qué dirías si de repente se te presentase un fantasma? Me refiero a pruebas incontroversibles sensoriales y todo eso. Imagina que de pronto te diese un pellizco para que no cupiera la menor duda —ella dio un paso adelante y le pegó un pellizco a Donald en la mejilla, que se le puso de un rojo brillante.

Pese a la pomposa certeza de Donald, su razonamiento era del todo correcto y sentí una cierta lástima por él. Aparentemente, nadie le había explicado que la razón no vence en las discusiones. O lo que es lo mismo, que ganar en una discusión no lo es todo, o casi nada. Tendría que darse por afortunado sólo por verse bañado en la sonrisa de Alicia.

—Bueno —replicó Donald—, para empezar, me quedaría muy desconcertado. Tendría que reorganizar las categorías y los conceptos con los que pienso, para acomodar las experiencias sensoriales que no concordaran con…

—Por eso es mucho más útil y flexible mi punto de vista. Si un fantasma me diese un pellizco, no me desconcertaría en absoluto y no tendría que reordenar nada, ni…

Yo no había pellizcado antes nunca —ni desde entonces— a una mujer en el trasero y no estoy muy seguro de qué me impulsó a hacerlo en esta ocasión: pudo ser para vindicar el argumento de Donald tramposamente desacreditado, o bien por el atractivo de sus glúteos moviéndose bajo la seda mientras balanceaba continuamente su peso, o quizá sólo por la irresistible oportunidad que me ofrecía el decurso de la conversación, pero di un paso hacia adelante y, durante un largo y delicioso instante, apreté entre el índice y el pulgar un pellizco de seda y carne.

Alice dejó de hablar y todo su cuerpo se puso rígido, especialmente la porción que yo sujetaba entre mis dedos, que solté un instante después, ella, haciendo un esfuerzo, prosiguió:

—No me desconcertaría… —miraba a Donald con resentimiento, como si éste fuese culpable de haber utilizado una táctica tramposa. Le miró las manos que por estar él enfrente no podían ser las culpables. Su mirada se volvió con incertidumbre hacia los dos hombres que la flanqueaban.

Esto está mal desde cualquier punto de vista, pensé. No debería hacerlo, pero el deseo y la lógica de la situación me impulsaron a ello. La tomé con ambas manos por los antebrazos y se los apreté contra los costados. Su mirada repasó las manos de quienes la rodeaban. Todas estaban a la vista, sosteniendo bebidas o bien colgaban inocentemente. Ella prosiguió temblorosa:

—Hay más cosas en el cielo y la tierra…

Se giró bruscamente y yo retiré mis manos. No había nadie. Nada. Ella se volvió hacia los otros con mirada vagamente desafiante. Volví a asirla con suavidad por los brazos. Contempló su brazo derecho, allí donde mis dedos dejaban unas leves huellas sobre la carne y se puso pálida. Me incliné hacia adelante y besé su cuello exquisito. Ella se estremeció.

—¿Te encuentras bien, Alice? —preguntaba uno de los presentes.

—Cuando dices que algo existe —proseguía Donald—, lo que dices en realidad es…

—¿Quieres sentarte un momento?

—No… No. Tengo que irme…

—¿Quieres que te consiga un taxi? ¿O que te acompañe a casa? Podría…

—No… Tengo una cita. Debo irme.

Echó a andar rápidamente como si estuviera en trance. Yo permanecí a su lado, con mi mano sobre su brazo.

—Adiós, Alice —gritó alguien—. ¿Dónde vas?

—¿Te ocurre algo?

Alice prosiguió andando sin mirar hacia atrás ni contestar. Cuando la puerta se cerró a nuestra espalda en el pasillo, la hice dar media vuelta para quedar uno frente al otro y la besé. Ella permaneció como fláccida entre mis brazos. Luego, tentativamente, levantó ambos brazos y probó con las manos para cerciorarse de que allí había una forma más o menos humana. Al descubrir que así era, me enlazó con sus brazos algo insegura.

La besé en la frente.

—¡Oh, Dios! —dijo—. No puedo creer que esto me esté pasando a mí.

Volví a besarla en la boca, y de repente ella me estrechó con fuerza. Yo la estreché también, sintiendo su cuerpo en toda su longitud, sus muslos, sus caderas, sus pechos y sus costillas fuertemente apretadas contra mí. Yo tampoco podía creer que aquello me estuviese ocurriendo a mí.

Oí que se abría la puerta del ascensor al otro extremo del pasillo.

—Debemos marcharnos —dije.

—¡Dios mío! —exclamó; y caí en la cuenta que era la primera vez que me oía hablar. Pareció asombrarla más que todo el resto de cuanto había ocurrido hasta ahora. Pasé el brazo en torno a sus hombros y la noté temblar. Mientras nos dirigíamos hacia el ascensor no dejó de mirarme, o de mirar a través de mí.

—No me hables cuando haya alguien delante. Debes comportarte como si yo no estuviese aquí.

Ella asintió en silencio. Nos cruzamos con alguien en el pasillo, pero no le prestamos la menor atención. Ni siquiera consideré la posibilidad de bajar por las escaleras. No me importaban los riesgos que corriera ahora. Apreté el botón del ascensor y cuando llegó entramos juntos. Una mujer subió en el séptimo, pero Alice continuó mirando al frente como aturdida.

¿Qué podría estar pensando? ¿Qué debió imaginar en la fiesta al notar las manos invisibles que la tocaban misteriosamente para luego tomarla de los brazos y apretárselos contra los costados? O al sentir una boca, una cara viva en el aire transparente, que la besaba en el cuello. Y qué debió pensar mientras salía llevando a su lado una inexplicable presencia que la abrazaba en el corredor, la fuerza invisible que la apretaba, el falo endureciéndose contra ella, o la lengua entrando en su boca. Y que de repente daba órdenes: «Debemos irnos». Una voz que surgía del aire: «No me hables».

Atravesamos juntos el vestíbulo y salimos a la calle, ambos casi delirando. Yo seguía rodeándola con mi brazo y continué mirándola. Era extraordinariamente hermosa. Me volví y la besé en la calle, debía ofrecer un aspecto realmente extraño con la cabeza ligeramente echada hacia atrás y a un lado, y la boca anormalmente aplastada y entreabierta, pues de pronto apareció el portero a nuestro lado diciendo:

—¿Se encuentra bien, señorita?

La tomé del brazo y la llevé calle abajo.

—¿Vives sola? —pregunté.

Primero asintió y luego dijo:

—¡Oh, Dios!, no puedo creerlo.

Volví a besarla y ella recorrió mi cuerpo con ambas manos, tanto por verificar de nuevo que yo seguía allí como a causa de la pasión.

—Deberías parar un taxi —dije suavemente.

No vamos a discutir ahora la ética de este asunto. En caso de hacerlo, basaría mi argumento en que dos adultos pueden hacer lo que les plazca, aunque tal vez ustedes plantearían la cuestión de si ello podría ser estrictamente aplicable en este caso y de si su consentimiento podría ser descrito como bien informado. Podría argüirse que yo estaba sacando ventaja de mi situación —pese a que hasta el presente bien pocas ocasiones había encontrado de aprovecharme— o que yo estaba únicamente interesado en mi propia gratificación y que ni siquiera la conocía a ella, sólo que este último argumento no aguantaría mucho, aparte de que Alice era muy hermosa. Y mi deseo era enorme, lo único que tenía en mente.

Cuando se detuvo el taxi, cediendo a un reflejo de la costumbre le abrí la puerta. Afortunadamente el conductor no lo advirtió y además eso pareció incrementar la sensación onírica que todo el asunto tenía para Alice. Subí detrás y cerré la puerta. El conductor se volvió y aguardó, y finalmente hubo de preguntarle a Alice dónde quería ir. Tan pronto como ella lo dijo, me incliné hacia adelante y volví a besarla. Gimió y me rodeó con sus brazos; perdí absolutamente de vista el lugar en que estábamos.

El conductor —al cabo de un rato fui consciente de su mirada si bien no logré que me importara— contemplaba a través del retrovisor cómo la mujer en el asiento trasero adoptaba una postura extraordinaria, inclinándose a un lado y extendiendo sus brazos en el aire. Su boca se abría de forma extraña. Sacó la lengua y la retorció de forma grotesca. El pecho se le aplastaba inexplicablemente mientras se retorcía. Jadeaba y gruñía. Por alguna razón se le abrió la pechera del vestido; uno de sus senos quedó a la vista y se deformó por sí mismo, adoptando una forma tras otra. Se le subió el vestido casi hasta el pecho, abrió las piernas y sus caderas se agitaron y se retorcieron. Emitía una serie continuada de gemidos y suspiros y cuando nos detuvimos frente al edificio de Alice y me volví a mirar al taxista, los ojos de éste parecían desorbitados y su rostro contraído en una mueca inusual a mitad de camino entre la excitación sexual y el terror.

Puse el bolso de Alicia fuera de la vista, tras el respaldo del asiento, encontré un billete de cinco dólares y lo eché en la abertura. Alice se recompuso más o menos cuando apareció el portero y yo la empujé fuera del taxi, de manera que pareció atravesar la acera y cruzar el vestíbulo dando bandazos hasta desaparecer por la puerta del ascensor. Yo estaba más allá de la impresión que pudiéramos causar. Y ya no me importaba si aquélla era la última noche de mi vida. Todo lo que deseaba era tener a esa mujer, ahora mismo, y a punto estuvimos de hacer el amor en el ascensor y en el pasillo, pero nos las arreglamos para llegar a casa.

Cuando vio que sus vestidos se le despegaban del cuerpo y volaban por la habitación exclamó medio riendo y medio llorando: «¡Oh, Dios, Dios!». En cuanto a mí, casi lloraba al sentir su carne suave bajo mis manos, los pechos, los pezones endurecidos, los muslos. Besé todo su cuerpo. Y cuando al fin separé sus piernas —fue el momento más exquisito de mi vida— y la penetré suavemente, ella pareció enloquecer, retorciéndose de miedo, de placer o a causa del desconocimiento, hasta que empezó a estallar agitando rítmicamente la cintura y las caderas. Emitía gritos o sollozos mientras me apretaba contra ella cuanto podía. Física y mentalmente me sentí como una bomba explotando en la inconsciencia de miles de fragmentos irrecuperables.

Me encontré al final tumbado y aturdido sobre una cama con Alice a mi lado sollozando quedamente.

—¿Quién eres? —me preguntó entre sollozos.

—Nadie —dije imaginando por alguna razón que eso la consolaría.

Sus sollozos arreciaron. Puse una mano invisible sobre sus pechos para tranquilizarla. Ella jadeó. Se incorporó sobre un codo y con una expresión de angustia en el rostro contempló el espacio ocupado por mí. Había una luz en algún lugar de la habitación y ella podía ver claramente que no veía nada.

Se inclinó y volvió a pasar una mano sobre mi cuerpo para verificar una vez más que todo era realmente cierto. Y cuando su mano alcanzó mi ingle colisionó con la rígida protuberancia. Pareció atemorizarse, pero luego la asió y en un instante yo estaba otra vez encima de ella y dentro de ella, y nos balanceábamos suavemente el uno sobre el otro. Pude verla mirándose a sí misma, con las rodillas en el aire y los muslos abiertos. Pasó las piernas por mi cintura y se miró, totalmente abierta, moviéndose hacia atrás y adelante. Puso las manos en torno a mi cabeza y cuando de repente encontró mi boca empezó a besarme frenéticamente. ¿Qué estaría pensando? Domada por la fuerza bruta del aire. O lo que fuera. No puedo recordar que ese placer se prolongara hasta el infinito, pero así debió ser porque volvió a empezar de nuevo y seguimos y seguimos hasta perder la noción de todo lo demás.