El 135 de la Calle 27 Este era un viejo y algo sórdido edificio de oficinas de doce pisos de altura, construido en los años veinte o treinta. A juzgar por el gran panel del vestíbulo, contenía montones de actividades marginales de todo tipo: dentistas, diseñadores gráficos, firmas contables de un solo empleado y un sinnúmero de oficinas de «importación-exportación», que vaya usted a saber lo que quiere decir eso. Global Devices no desentonaba. El número que figuraba era el 723, lo cual significaba una ascensión relativamente sencilla para mí.
Si la cosa funcionaba, iba a tener que efectuar frecuentemente ese ascenso. Hasta qué punto me sería provechoso era algo que descubriría si, tras una visita ocasional a la oficina de Jenkins, lograba averiguar qué sabía éste exactamente acerca de mí y cuáles eran sus planes. En realidad, pensé, tendría que haber hecho esto mucho antes. La gente se inclina demasiado por la pasividad.
Pero a medida que subía las escaleras de mármol, la confianza empezó a dejar paso a la aprensión y ésta, al miedo. Estaba corriendo un riesgo enorme. Podía huir a cualquier punto del globo para escapar de esa gente, y sin embargo había elegido venir aquí.
Cuando llegué al séptimo piso recorrí, de extremo a extremo el pasillo, que doblaba sobre sí mismo formando un rectángulo con oficinas a ambos lados. Seguramente habría un patio en el centro. Encontré una puerta con el número 723 y debajo el cartel de Global Devices Inc., y me puse a estudiar la numeración de las puertas adyacentes para averiguar cuántos despachos ocuparía Global Devices. Después bajé al sexto piso y entré en una agencia de publicidad que había justo debajo; recorrí varias veces las oficinas hasta estar seguro de haberme aprendido el plano de la planta.
Volví a subir y esperé frente a la 723. Normalmente siempre estoy dispuesto a abrir una puerta determinada para deslizarme en el interior, porque por lo general la gente ni siquiera advierte que una puerta se abre unos centímetros y luego vuelve a cerrarse y, si lo advierte, suelen ocurrírsele explicaciones inocuas: alguien iba a entrar y ha cambiado de idea, o una súbita corriente de aire, o lo que sea. Pero la gente que se encontraba al otro lado de esa puerta sacaría de inmediato la conclusión correcta. Cualquier movimiento o ruido les haría pensar en mí instantáneamente. Y me atraparían. Aquí no podía correr riesgos.
Al cabo de unos veinte minutos apareció una joven por el corredor sujetando cuidadosamente con ambas manos una bolsa de papel marrón de la que iba goteando café. Sin soltar la bolsa se las arregló para accionar el picaporte con una mano y abrir la puerta empujándola con el hombro. Poniéndome tan cerca como pude, la seguí al interior.
Me encontré en una oficina que contenía unas baqueteadas mesas de segunda mano. Una mujer estaba sentada en una de ellas escribiendo a máquina. Cuando entramos levantó la vista y dijo: «Ah, ya estás aquí». A lo largo de la pared había archivadores descabalados y una gran fotocopiadora. A la izquierda se veía una puerta cerrada que debía comunicar con los restantes despachos. Vi a la chica sacar cinco tazas de café de la bolsa y unas pastas y depositarlas sobre su mesa. Tras poner una taza en la mesa de su compañera y dejar otra en la suya, reunió con cuidado las restantes, puso las pastas en equilibrio sobre aquéllas y se dirigió a la puerta, que logró abrir no sin dificultad. Yo vacilé. Al otro lado de esa puerta sería más peligroso. Sí, pero ¿para qué estaba allí? Di un paso en su dirección y me colé detrás de ella.
Me encontré ahora en un pequeño corredor con varias puertas. Observé cómo la muchacha abría la primera. Gómez estaba sentado a su mesa, dándonos la espalda y ocupado en su computador. Había un segundo computador en la habitación y lo que parecían ser unas grabadoras muy sofisticadas. Varios pares de auriculares sobre una mesa. En la pared opuesta a Gómez había una gran fotografía mía en traje de baño, con una bebida en la mano. No reconocí esa fotografía: probablemente, decidí, nunca la había visto. Yo tenía una curiosa —quizá ridicula— expresión. Se me ocurrió que podría ser un fragmento de una fotografía más grande y en la que habría más gente. La fotografía estaba sujeta a la pared mediante un dardo metálico ensartado en la entrepierna de mi traje de baño, y había sido girada en cuarenta y cinco grados de forma que yo parecía haber iniciado una larga caída. Gómez se giró hacia nosotros y sacó unas monedas para pagar el café y las pastas.
A continuación le servimos el café y el doughnut a Clellan, que como siempre hizo una de sus viejas bromas: «Gracias Jeannie. Eres muy amable. Pero hoy no tienes buen aspecto». Ella se ruborizó y sonrió.
Entonces, llevando la tercera taza de café, llamó a una puerta y oí la voz desde dentro, si bien no distinguí las palabras. Ella abrió la puerta y desde mi posición en el corredor vi a Jenkins escribiendo a su mesa, con su pálido rostro inexpresivo. Y aunque no dejó de escribir ni levantó tampoco la vista cuando entró la chica, me sentí como un pajarillo mirando a los ojos de una serpiente.
Yo estaba asombrado, quizás incluso asustado, por la austeridad de ese despacho. La mesa y la silla eran de esas que puedes encontrar apiladas de tres en tres en un almacén de mobiliario de oficina de segunda mano. No había nada en las paredes, que tiempo atrás fueron desmañadamente pintadas de un blanco sucio, y sólo dos archivadores, abollados y rayados, uno verde y otro marrón. La ventana daba sobre negros tejados y depósitos de agua. En la mesa de Jenkins se veían varias pilas de papeles y una taza barata de plástico, con lápices y bolígrafos. El único signo de categoría o poder parecía ser la presencia de dos teléfonos. Se me ocurrió que uno de ellos debía ser el número que me había sido asignado.
Ella puso lentamente la taza sobre la mesa. Todavía sin levantar la vista ni hacer una pausa en su escritura, dijo:
—Gracias, Jean.
—De nada, señor.
Salió bruscamente de la habitación. Consideré un momento la posibilidad de entrar antes de que ella cerrase. Pero era mejor no arriesgarse. Una tos involuntaria o un estornudo y estaba acabado. Tendría que esperar a poder entrar solo.
La chica cerró la puerta de Jenkins y regresó a la habitación delantera, cerrando también la puerta a su espalda. Estaba atrapado en el pequeño corredor y rodeado de seis puertas cerradas que no me atrevía a abrir. Allí me quedé —sentándome al cabo de un rato— durante todo lo que restaba de día. Ocasionalmente oía sonar un teléfono detrás de alguna de las puertas, y una vez, apretando el oído contra la puerta de Jenkins, estuve seguro de haber oído el murmullo de su voz, pero no sus palabras. Estar allí sentado mirando las puertas era insoportablemente aburrido. Pero de momento no tenía elección.
Cuando al cabo de un par de horas se abrió la puerta del extremo del corredor y entró Morrissey, casi estuve encantado de verle. Se detuvo, manteniendo abierta la puerta y mirando en dirección a la oficina exterior, y yo me levanté rápidamente del suelo y me acerqué a él pensando aprovechar esa oportunidad para escapar del corredor. Una de las mujeres le estaba hablando.
—La reunión de mañana ha sido atrasada hasta las dos de la tarde porque el coronel Jenkins tiene una reunión con alguien de Washington a primera hora de la mañana.
Morrissey cerró la puerta antes de que yo lograra salir y retrocedí de nuevo para dejarle pasar por el corredor. Llamó al despacho de Clellan y entró cerrando también esa puerta a su espalda.
Alguien de Washington. Yo tenía que estar presente en esa reunión. Sería la forma de enterarme de algo provechoso. Mientras tanto, sin embargo, ¿qué debía hacer? Hasta el momento no había logrado nada. Apliqué el oído a la puerta de Clellan y escuché un murmullo de voces inarticulado y sin sentido. Ciertamente, por ese camino me iba a enterar de mucho. Eran en torno a las cuatro: no tardarían en marcharse y yo podría curiosear por allí. Al cabo de un cuarto de hora salió Clellan y fue a la oficina exterior en busca de algo. A través de la puerta abierta pude ver a Morrisey sentado inmóvil en una silla de madera junto a la mesa de Clellan. Cinco minutos más tarde regresó Clellan y cerró la puerta otra vez.
Hacia las cuatro y media salió Morrissey y se marchó. Después cuando debían de ser en torno a las cinco, salió Gómez. Le vi cerrar su despacho. ¡Maldición! Si todos hacían lo mismo, aquello iba a ser una pérdida de tiempo. Quizá fuese sólo a causa de los computadores y las grabadoras. En cualquier caso, siempre estaría la oficina exterior. Un poco después apareció Clellan. Cerró su despacho. Afuera se oía a las mujeres guardándolo todo. Cuando Clellan pasó por la oficina exterior se oyeron varios adioses y luego todo quedó en silencio.
Tuve que aguardar dos horas más antes de que saliese Jenkins llevando una vieja y barata cartera. La dejó en el suelo y cerró la puerta con doble cerradura. Desesperación. Recogió la cartera y desapareció por la puerta del extremo opuesto del corredor. Entonces le oí cerrar la puerta también. Estaba atrapado en aquel pequeño corredor para toda la noche. Un momento después se apagó la luz y me quedé sentado en el suelo en total oscuridad.
Aguardé lo que pareció un largo rato, aunque en esas condiciones resulta difícil calcular el paso del tiempo. Entonces me dirigí al extremo opuesto del corredor, donde aún podía verse una pequeña rendija de luz por debajo de la puerta desde este lado. Nada. Regresé por el pasillo probando cada puerta al pasar. Las fui encontrando cerradas una tras otra. Saqué una de mis tarjetas de crédito y traté de forzarlas, pero ya sabía que no funcionaría. Estaban cerradas con llave. Pero al menos tendría que haber un retrete. Mi vejiga estaba repleta y me dolía. Mi estado de ánimo recibió otro duro golpe cuando comprendí que no habría lavabo: éstos debían encontrarse en el pasillo general. Por eso había salido Clellan poco antes. Pero no. Esta puerta no estaba cerrada. Después de todo podía ser un lavabo. Al menos eso.
Empujé la puerta muy lentamente. Había un poco de luz proveniente de una ventana que daba a un patio de ventilación. Era una estancia larga y estrecha casi enteramente ocupada por una gran mesa oval para conferencias, en torno a la cual se veía media docena de sillas. Arrimada a un rincón había una mesa metálica gris sin la correspondiente silla. El resto del mobiliario se reducía a una papelera vacía. Por cuestión de principios me incliné sobre la mesa y abrí lentamente cada cajón. Todos vacíos. Abrí con cierta dificultad la sucia ventana y oriné en el patio de ventilación.
Regresé al corredor y me tumbé sobre el suelo desnudo, pasé las siguientes doce horas tratando de dormir.
Jenkins fue el primero en llegar por la mañana. Yo estaba ya en pie y totalmente despierto antes de que apareciese por la puerta exterior. Temblaba a causa del hambre y de haber permanecido medio despierto sobre el suelo toda la noche. Y también a causa del miedo, comprendí. Pero allí estaba. Y allí permanecería durante la reunión matutina con ese personaje de Washington. Ciertamente, merecía pasarse un día y medio sin comer.
Vi a Jenkins atravesar la puerta y avanzar por el corredor en mi dirección. Sabía que no había ninguna razón para que sobrepasara su oficina, pero me aterrorizó verle venir directo hacia mí, y sentí como si me hubiera salvado por los pelos cuando se detuvo y abrió la puerta de su despacho. Esta vez dejó abiertas tanto la puerta de su oficina como la del pasillo. Era temprano —antes de las ocho— y se podía oír el resonar de cualquier ruido por todo el edificio. Aguardé donde estaba, absolutamente inmóvil. Desde la oficina de Jenkins llegó el sonido de cajones que se abrían y cerraban y luego el rasgar de un lápiz contra el papel.
Media hora más tarde sonó un timbre eléctrico en la oficina exterior y Jenkins salió de la suya para dirigirse a la entrada. Ése era el momento. Me colé en su despacho. Podía oírle a lo lejos abriendo de nuevo la puerta exterior y saludando a alguien. Fragmentos de voces que se aproximan. Algo acerca del Eastern Shuttle, según me pareció. Miré rápidamente en torno buscando el mejor escondite. El rincón opuesto a la puerta. Nadie camina por los rincones. Me senté en el suelo y con la espalda en la pared, tratando de encontrar la postura más cómoda posible a fin de no tener que moverme más. Recé para que fuese el que Jenkins debía recibir, pues lo peor que podría ocurrirme era encontrarme encerrado en una habitación en compañía de otra persona, y que esa persona fuera Jenkins. No podría toser, estornudar o aclararme la garganta; y no podría moverme apenas, quizá durante horas. Esas situaciones ya son bastante malas cuando hay dos personas, pero éstas al menos se prestan mutuamente atención, no paran de moverse en sus asientos y cada uno puede atribuirle al otro un ruido cualquiera.
Jenkins se detuvo ante la puerta para dejar pasar a su visitante. Era un hombre de unos cincuenta años, inmaculadamente arreglado y vestido con un traje que había sido confeccionado especialmente para él, muy caro. Sus ojos recorrieron la habitación mientras tomaba asiento en la gastada silla de madera cercana a la mesa de Jenkins.
—¿Cuarteles provisionales? —cada vez que terminaba de hablar, sus finos labios se curvaban fácil y automáticamente componiendo una educada sonrisa. Al tiempo de sentarse, cruzó las piernas y se arregló la corbata.
Jenkins, que había abierto la boca como para decir que no, se detuvo abruptamente y volvió a cerrarla. Por un instante pareció escrutar el rostro de su visitante.
—Sí, supongo que sí. En realidad siempre estamos en cuarteles provisionales.
Su interlocutor, que había estado contemplando con curiosidad la baqueteada mesa de metal, le miró sorprendido.
—Sí, naturalmente, en cierto modo siempre están ustedes así, ¿verdad? —volvió los ojos hacia el archivador verde arrimado a la pared cercana a él y luego volvió a mirar súbitamente a Jenkins—. El otro día estuve hablando de usted con Bob Neverson. Me dio recuerdos. Tiene una opinión extraordinariamente elevada de usted. Dice que es la persona más capacitada que nunca le hayan asignado —el hombre sonrió.
—Es muy generoso por su parte —dijo Jenkins sin el menor signo de emoción—. Fue un privilegio trabajar con él. Fueron unos años muy valiosos para mí —mientras Jenkins hablaba, la atención del otro parecía dispersa y sus ojos paseaban por la habitación—. Raras veces veo a Bob últimamente —dijo Jenkins—. Por favor, transmítale mis mejores deseos.
—Lo haré, naturalmente —surgió la sonrisa. El desconocido descruzó y volvió a cruzar las piernas. Luego empezó a hablar en un tono distinto, como dando a entender que ahora empezaba realmente la discusión—. Quería tener la oportunidad de verme a solas con usted esta mañana porque, como usted sin duda no ignora, corren muchos rumores en torno a su operación y, antes de que nos encontremos frente a un ataque presupuestario frontal, deseaba hacerme una idea exacta de cuáles son nuestros objetivos y prioridades —hizo una pausa y deslizó delicadamente el índice por el labio inferior—. El presupuesto, de hecho, es decir, la porción directamente atribuible a su operación, parece susceptible de sobrepasar los doce millones de dólares. Aparte de los diferentes gastos indirectos y de ayuda… y, por encima de todo, las solicitudes para una cooperación interagencias. Esos son costos reales…
—Por supuesto —dijo Jenkins—. Y usted necesita asegurarse personalmente de que tales gastos estén justificados. Permítame decirle que…
—No es sólo eso… Aunque, desde luego, tenemos la responsabilidad de evaluar y supervisar esos gastos. Sin embargo, el hecho de que los costos estén alcanzando el presente nivel de magnitud provoca una suerte de vulnerabilidad. El hecho es, y me baso únicamente en lo poco que sé acerca de la operación, que no quisiera verme en la situación de tener que defender tales gastos frente a un comité del Congreso, por ejemplo —hizo una nueva pausa, agitando incómodo la cabeza. La sola idea parecía causarle un auténtico malestar—. Creo que cuando estas cosas sobrepasan un cierto nivel, por más precauciones que tomemos no podemos estar seguros de que no vayan a ser utilizadas como vehículo para un ataque político —volvió a deslizar su dedo por el labio, dándose unos golpecitos a determinados intervalos. A lo mejor estaba buscando pupas—. Por eso deseaba tener la oportunidad de poder examinar la situación directamente con usted.
—Sí —dijo Jenkins—. Lo comprendo muy bien. He tratado de mantener a Nick Ridgefield puntualmente informado de cuánto dinero estábamos gastando y en qué. Yo creo…
—Es cierto. Absolutamente cierto.
—Y he tratado, honestamente, de dejar clara la posibilidad de que al final fracasemos en nuestro objetivo.
—El fracaso no es la cuestión más importante en este caso. Ni tampoco, hasta el momento, el costo. Lo que realmente debe preocuparnos es una investigación pública.
—Por supuesto —dijo Jenkins—. Entiendo perfectamente su preocupación. Los riesgos políticos son altos y, sin duda alguna, los costos también. Pero el valor de lo que estamos haciendo, si tenemos éxito, es incalculable.
—Estoy seguro de ello. Lo único que me preocupa, viendo los riesgos políticos tan elevados, es que ese valor no sea lo bastante sustancioso como para justificarlos.
Los ojos de Jenkins se agrandaron momentáneamente, como si algo de lo dicho le hubiese sorprendido.
—Por supuesto —dijo despacio—. Lo comprendo. Por eso estoy encantado de tener la posibilidad de exponérselo personalmente. Así podrá usted juzgar por sí mismo lo que está en juego —hizo una pausa y resumió—. Tengo entendido que ha hablado usted con Ridgefield.
—He hablado con Ridgefield, naturalmente, pero… Permítame ser franco, humm… su nombre actual es David Jenkins, ¿no es cierto? Quizá lo mejor sea que yo también le llame así. Voy a serle franco, Jenkins. Ridgefield no quiere hablar conmigo de esto. Me recomendó con mucho interés que lo hiciera directamente con usted. El no quiere responsabilidades. No quiere que quede registro alguno de que ha hablado, o de que tenía conocimiento, acerca de lo que está pasando. Tiene de usted la más alta opinión. Como todo el mundo. En su brillante historial no hay nada que resulte ambiguo u oscuro… pues de lo contrario este asunto no seguiría adelante. Pero Ridgefield quiere dejar claro que usted es el único responsable. Y, desde ahora, también yo. Y debo decirle con toda franqueza que estuve a punto de negarme a hablar con usted. Sin embargo, en resumidas cuentas, consideré que sería más seguro informarme por mí mismo, así que me he dejado arrastrar. Pero independientemente de lo que le haya contado a Ridgefield, usted debe partir de la base de que yo no sé nada. Debe exponerme ahora, y quede claro que será estrictamente off the record, al menos por ahora, debe exponerme ahora todos los hechos —involuntariamente, le echó una ojeada a su reloj.
El rostro de Jenkins se contrajo. Se dirigió a uno de los archivadores y sacó una carpeta repleta de fotografías.
—Este edificio albergaba, hasta el pasado mes de abril, una pequeña empresa llamada MicroMagnetics Inc., que estaba inmersa en unos proyectos de investigación financiados por la DOD. Le pido excusas por la calidad de la fotografía: es la única que tenemos y fue tomada en relación con una solicitud de hipoteca por la esposa del hombre que aparece frente al edificio. Tras muchos miles de horas de entrevistas e investigaciones científicas, todavía no estamos seguros de la naturaleza exacta de las investigaciones que estaban teniendo lugar ahí. Sin embargo, en el interior del edificio había un laboratorio en el cual se construyó algún tipo de generador magnético, que verá en la próxima fotografía, similar a los utilizados en el desarrollo de la fusión nuclear…
Jenkins le estaba dando una conferencia ya preparada. Le recitó el currículum de Bernard Wachs, incluyendo una bibliografía crítica de sus obras publicadas. Le dio la lista de la gente que había trabajado para MicroMagnetics, lo que cada cual hacía allí y lo que cada uno sabía acerca del invento de Wachs. El visitante de Jenkins mostró un cortés interés en las fotografías, examinándolas un poco como examinaría durante una visita obligatoria a una tía-abuela las fotografías de un primo lejano por el que no sintiese mucho interés.
Jenkins empezó a describir la conferencia de prensa. Tenía un plano del edificio y los terrenos. Y una fotografía de Carillon. Me puse en pie para ver las fotografías y advertí que me sentía muy inseguro. Hube de recordarme que llevaba treinta y seis horas sin comer. Pero ver esas fotografías y escuchar el recuento de los acontecimientos en aquel tono monótono e insinuante empezó a ejercer sobre mí un efecto inesperadamente abrumador. Me asombraba que todo eso hubiese ocurrido hace tan sólo cinco meses atrás. En cierto modo lo había borrado todo de mi mente y había empezado a parecerme, hasta ese momento, algo absolutamente remoto. Pero ahora, mirando esas fotografías, sentí que la sangre me fluía a la cabeza y volví a ver la vibrante incineración de Carillon y Wachs. Tuve que apoyarme. Jenkins hablaba de los Estudiantes por un Mundo Justo y de lo que habían hecho, y de cómo había salido todo el mundo al césped frontero del edificio. ¿Por qué no saldría yo también con los demás?
Jenkins estaba cruzando la habitación. Abrió la puerta de un armario que dejó a la vista una caja de caudales y un pequeño refrigerador. Supe que debía llegar hasta ahí a toda costa. Uno, dos, tres cuidadosos pasos, apoyando el talón en el suelo para luego pivotar sobre la punta del pie. El dial giraba una y otra vez en el sentido de las agujas del reloj. Se detuvo en el quince. Recuerda: quince, quince, quince. Luego en treinta y siete. Quince, treinta y siete. Hacia adelante hasta el dieciocho. Hacia atrás hasta el cinco. Quince, treinta y siete, dieciocho, cinco. Fácil, pero a punto estuvo de quedárseme la mente en blanco ante la posibilidad de olvidarlo.
Jenkins abrió la puerta de la caja y sacó otra carpeta más pequeña. La depositó sobre la mesa frente a su interlocutor y la abrió. Contenía unas cuantas fotografías en blanco y negro. La primera mostraba un trozo de césped con lo que podría ser un gran agujero o cráter. También podría ser una excavación para cimentar un edificio.
—Así es como se encontraba el lugar poco después de la explosión. Suponiendo que explosión sea la palabra adecuada. Afortunadamente se produjo un alto grado de radiactividad pasajera que nos permitió evacuar toda la zona —el visitante pasaba de una fotografia a otra. Hasta que llegó a una de un hombre con traje espacial flotando sobre el cráter.
—No acabo de comprender lo que pasa en ésta —dijo el visitante, girando la fotografía al tiempo que fruncía el entrecejo—. Hay un hombre que está siendo izado sobre esa hondonada.
—En realidad no es eso lo que ocurre —dijo Jenkins mientras el otro examinaba las restantes fotografías. Se detuvo en una que mostraba a tres hombres flotando en el aire, uno a cuatro patas, otro de pie y el otro en la postura de alguien sentado en una silla. Parecía una improbable pantomima. En torno al espacio en el que flotaban, se veía un entramado de líneas formando cuadros y rectángulos como si alguien hubiese tratado de dibujar la silueta del edificio.
Jenkins estaba tratando de explicarlo. Sostenía la fotografía del edificio antes del accidente y el plano de la planta, y señalaba de una a otra.
—Por desgracia la fotografía está tomada desde un ángulo ligeramente distinto, pero este hombre está en la habitación contigua a esta puerta de enfrente, y el que gatea debajo está en la habitación inmediatamente inferior.
El visitante de Jenkins examinaba ahora las fotografías con absoluta concentración.
—¿Me está diciendo que el edificio entero sigue allí, sólo que invisible? —el hombre se humedeció nerviosamente los labios y parpadeó—. Ridgefield me transmitió una impresión más modesta… algo acerca de unos objetos extraordinariamente transparentes… ¿Ha hecho usted verificar estas fotografías?
—Bien, desde nuestro punto de vista no tendría objeto hacerlo. Las tomó uno de mis hombres. El que está de pie en la primera habitación soy yo.
—Ya veo —volvió a examinar las fotografías con gran atención, pero sin decir nada—. Dígame… Resulta muy difícil decirlo a partir de estas fotografías… exactamente, ¿hasta qué punto resultaba convincente la ilusión… la sensación de invisibilidad? Es decir, ¿podía usted ver la silueta de las cosas? ¿Era como si todo estuviese hecho de cristal? ¿Cómo…? ¿Qué ocurre exactamente con el cristal? ¿Refleja la luz de forma diferente…? Con estas fotografías es imposible…
—No tenía relación alguna con el cristal. No se podía ver nada. Ni la silueta, ni la forma ni tampoco la menor opacidad o distorsión. Cuando tocabas algo, podías percibirlo. Eso era todo. Los objetos eran exactamente como antes, excepto que resultaban invisibles. Ya sé que parece increíble. Es una lástima que las fotografías no sean mejores. Tomamos otras con mejor equipo.
—¿Qué ha sido de ellas?
—Resultaron destruidas.
—¿Cómo destruidas? —preguntó el hombre. Parecía sentir como un agravio el que tal cosa hubiera podido ocurrir—. Ello forma parte de… Por lo que Ridgefield me dijo parece haber ocurrido un sabotaje. ¿Cuánto ha quedado intacto? ¿Es posible visitar el lugar? —seguía ojeando las fotografías.
Jenkins había vuelto a cruzar la habitación y estaba buscando a tientas con todo cuidado en el interior de la caja fuerte. Regresó hacia la mesa manteniendo las manos extravagantemente tendidas y con las palmas hacia arriba, como en gesto de súplica a una deidad. Llevaba algo, algo invisible, y se produjo un leve repiqueteo cuando lo depositó sobre la superficie de la mesa. Quince, treinta y siete, dieciocho, cinco. Eran varios objetos, y mientras los ordenaba, sus manos se movieron misteriosamente sobre la superficie de la mesa como si estuviera ejecutando un encantamiento mágico.
Jenkins tendió la mano vacía a su visitante diciendo:
—Examine esto.
El hombre miró a Jenkins con aire incómodo, quizás anonadado. Tal vez se sentía como un miembro del público que súbitamente es escogido por el mago y se le pide que elija una carta, o tal vez se sentía forzado a seguirle la corriente a un loco; y en cualquiera de los dos casos parecía sentirse como un tonto. Sus ojos se dirigieron instantáneamente a la puerta como si buscase una escapatoria. Pero allí estaba la mano de Jenkins, justo debajo de su nariz. Alargó con timidez su dedo índice. Pero antes de llegar a tocar el índice de Jenkins, pegó un respingo y lo retiró como si hubiese sufrido un picotazo. Volvió a tender la mano y recogió lo que quiera que fuese, y empezó a darle vueltas al tiempo que por su rostro se expandía una expresión de asombro.
—Es… un mechero… Absolutamente increíble… ¿Y todo es así? ¿El edificio entero?
—Era. Se quemó.
—¿Que se quemó? ¡Por todos los diablos! ¿Cómo permitieron que ocurriera? —estaba mirando con gran atención su propia mano. El pulgar subía y bajaba cómicamente y podía oírse el chasquido de la piedra. Recorrió con los dedos de la mano izquierda la palma de la mano derecha. De repente emitió un ahogado quejido y separó con rapidez las manos.
—Veo que funciona perfectamente.
Se humedeció un instante los dedos de la mano izquierda y luego se inclinó hacia adelante en la silla para buscar el mechero que había dejado caer.
No tardaron en ponerse ambos a cuatro patas para buscar el mechero.
—Vaya historia seguirle la pista a estas cosas, ¿no cree?
—Toda una historia, sí. En cierto modo, ése es nuestro principal problema.
—¿Qué otras cosas se salvaron del fuego? ¿Tiene algo más?
—Temo que esto… —Jenkins había localizado el mechero en algún punto debajo de su mesa—, ¡aquí está! —ambos se incorporaron y Jenkins depositó con cuidado el mechero sobre la mesa—. Mucho me temo que todo lo que tenemos es lo que está ahora sobre la mesa. Probablemente tuvo lugar una explosión durante el incendio. Pudo ser un depósito de combustible, o algo que había en el laboratorio, pero apenas quedó nada más del edificio. Pasamos varias semanas rebuscando en las cenizas y rastreando toda la zona en derredor —el otro tanteaba la superficie de la mesa—. Aparte del mechero, encontrará un pedazo de cenicero de cristal, un destornillador y una bala.
El visitante cogió algo y lo sostuvo en la mano, que casi de inmediato empezó a temblar.
—¿Esto es todo lo que se salvó del fuego? Esta bala ha sido disparada —dijo dándole vueltas entre los dedos—. ¿Ha hecho usted que alguien la examine… quiero decir desde un punto de vista científico?
—Hemos enviado porciones del cenicero a Riverhaven y a los Laboratorios de Radiación. Ellos lo han denominado «supercristal». Por razones de seguridad no les hemos dicho que tenemos otros objetos que no son de cristal. En algún momento habrá que tomar una decisión acerca de lo que queremos hacer con todo esto —Jenkins se estremeció y el rostro se le cubrió de arrugas. Pareció cruzar por su mente algún negro pensamiento.
—¿Y han descubierto algo? Quiero decir, ¿saben cómo se ha formado? —la voz del hombre había adquirido un tono de excitación.
El mismo que tendría la mía, caso de haberles hablado. Estaba temblando mientras aguardaba la respuesta.
—Si se refiere a recrear el fenómeno y fabricar objetos como éste, no. Se les llena la boca con las propiedades del «supercristal». Pero cuando profundizas un poco, resulta que sólo están describiendo la ausencia de las propiedades que debería tener. Puedo mostrarle el informe si…
—Bueno, pero aunque de momento no puedan recrearlo… ¿tienen al menos una idea de cómo ha podido formarse?
Jenkins contrajo el rostro.
—Debería usted examinar los informes. Pero yo diría que la respuesta a su pregunta es no. Aunque ellos lo dirían de forma más extensa y compleja. La verdad es que tienen varias ideas acerca de cómo haya podido formarse. Demasiadas —se detuvo como si estuviese considerando si merecía la pena proseguir con la cuestión—. Su teoría parece afirmar que estos objetos no están hechos de las mismas partículas subatómicas que el resto de las cosas. En lugar de ello están hechos de partículas diferentes, o tal vez de unidades de energía, pero ordenadas de acuerdo con la misma estructura que antes. O quizá sean las mismas partículas, sólo que reordenadas de forma diferente. Hay distintas escuelas de pensamiento. En cualquier caso, se trata de objetos que tienen más o menos las mismas propiedades que antes, salvo que la luz pasa a través de ellos sin la menor refracción. La gravedad específica es un poco inferior. La interconexión entre las partículas es algo peor. Pero básicamente se trata de una versión invisible de un objeto cualquiera.
—Es realmente extraordinario —volvía a tener el mechero en la mano y estaba dando golpecitos con él sobre la mesa. Seguía temblándole la mano—. Increíble. Incluso resulta imposible imaginar las posibilidades… —aunque se había propuesto mantener una actitud distanciada y educada, el tono de voz se le había elevado una octava y el discurso le salía algo inconexo—. Seguramente ellos tendrán alguna idea… ¿Qué dice de la documentación de ese Wachs? Usted mencionó que estaba siendo financiado por el DOD. ¿Qué dicen los informes?
—Tenemos gente tratando de reconstruir su labor. Pero si estaba trabajando en algo relacionado con esto, no se dice en ninguno de sus informes. Sus últimos libros publicados son acerca de máquinas de contención magnética para la fusión nuclear. Casi al final pareció descubrir un nuevo fenómeno que él consideró muy significativo, pero no sabemos en qué manera, ni hasta qué punto, estaba relacionado con las propiedades de estos objetos. Sabemos que construyó un artefacto magnético que fue la causa de las transformaciones, probablemente como resultado de una disfunción. Tampoco sabemos si Wachs ya había anticipado, o incluso entendido, lo que ocurriría. La gente que trabajaba con él parece tener menos idea que nosotros mismos de lo que estaba haciendo. Estamos en ello, pero hasta ahora no parece que nos lleve a ningún sitio. Es difícil. Él está muerto. Sus papeles, sus notas, su laboratorio y su instrumental, cualquiera que fuese, desaparecieron con el fuego. La respuesta es que hasta el momento nadie tiene una idea útil acerca de cómo podríamos reproducirlos. Y por si fuera poco, las únicas técnicas experimentales que podrían arrojar alguna luz sobre la estructura de este material parecen destruirlo durante el proceso. Nuestras reservas están siendo consumidas rápidamente, y ello no tardará en obligarnos a tomar otra difícil decisión al respecto. He mandado hacer unas copias de los informes para usted.
Jenkins se volvió hacia una pila de papeles metidos en carpetas de plástico y cuidadosamente ordenados sobre una esquina de su mesa, y mientras rebuscaba entre ellos, iba diciendo qué equipo científico había redactado cada informe y qué expectativas, o falta de expectativas contenía cada cual. Éste, explicaba, era el informe sobre Wachs. Y éstos son todos sus artículos publicados. Y fotocopias de los pocos borradores no publicados que poseemos.
—En el sumario lo tiene todo. Hemos pasado por un cedazo hasta la última partícula de polvo y ceniza de ese edificio. Hemos investigado la vida de Wachs día a día y hemos hecho todo lo que hemos podido para reconstruir su obra científica. Tenemos a los mejores laboratorios del mundo examinando el material que recogimos en el lugar del accidente. Y éste —dijo Jenkins como quien hace un resumen general— es más o menos el punto en el que nos encontramos.
—Así que éste es el punto en que se encuentra —repitió el otro en voz baja—. ¿Y eso es todo? —contempló a Jenkins con las cejas alzadas y dando golpecitos contra la mesa sobre la que se encontraban los objetos invisibles—. Es una lástima. Porque usted tenía al empezar un edificio entero. Y ahora, al cabo de varios meses y de muchos millones de dólares, sólo tiene esto. Un súbito y, desde mi punto de vista, misterioso incendio, y todo lo demás se volatiliza. Y a propósito, ¿cómo empezó ese fuego? ¿Y por qué tiene usted esta bala aquí? Lo que usted cuenta plantea muchos más interrogantes que respuestas.
Jenkins, con el rostro lleno de pliegues, miró hacia su mesa como si pudiera ver los objetos que allí había. Parecía indeciso acerca de cómo responder. Su visitante decidió dar por terminado el silencio y continuó:
—En cualquier caso, y por lo que usted me dice, éste parece ser un problema para físicos. Un interesante y difícil problema, sin duda, y que requiere estrictas medidas de seguridad, pero no masivas operaciones de inteligencia, a buen seguro. Ni tampoco unos gastos tan elevados.
—Se ha llevado a cabo mucho trabajo de investigación… hay en curso trabajos de investigación… —Jenkins hizo una pausa y se estremeció—. ¿Hay alguna información más que quiere conocer acerca de lo que estamos haciendo?
—Hay alguna información más que quiero conocer —el hombre no repitió la frase como si fuera una pregunta—. En realidad, es usted quien debe decirme si hay alguna información más que yo quiera conocer.
—Yo estoy aquí naturalmente para darle toda la información que pueda. Únicamente quiero estar seguro de que no digo nada que usted no quiera oír… es decir, nada más de lo que usted necesita para evaluar el proyecto. Cuando usted habló con Ridgefield de venir aquí…
—Quizá no supe expresarme bien antes. Yo no he venido aquí porque Ridgefield me haya contado ya todo lo que la prudencia dice que no debe quedar registrado. Ridgefield demuestra la misma desgana que usted a hablar acerca de este asunto. Y por eso estoy aquí. Quizá lo mejor será que me cuente usted todo lo que hay. ¿Había algo en el edificio que por alguna razón usted y su gente hayan perdido? ¿O es que hay alguien que lo sabe todo al respecto? ¿Cuál es exactamente el problema?
Jenkins permaneció silencioso un momento y luego dijo:
—El problema incluye ambas cosas —hizo una nueva pausa—. Para empezar, en el edificio había un gato…
—¿Un gato? ¿Y estaba… como este mechero?
—Sí. Desgraciadamente, se escapó:
—¿Se escapó? —al principio pareció no comprender—. ¿Quiere usted decir que sobrevivió a la explosión o lo que fuese?
—Exacto. Uno de mis hombres llegó a tenerlo un instante en sus manos. Pero se resistió a ser atrapado y escapó —Jenkins volvió la cabeza y contempló la pared desnuda.
—Pero ustedes habrán intentado… Naturalmente que lo habrán intentado.
—Hemos hecho todo lo concebible para capturarlo. Todavía lo intentamos. Puede usted ver estos informes. No hemos vuelto a ver ni rastro de él desde aquel día.
—Bien, presumiblemente está muerto. Incluso aunque hubiese sobrevivido inicialmente. ¿No dijo que había mucha radiación?
—Tenemos razones para creer que continúa vivo.
—¿En qué se basa…?
Jenkins le entregó una foto mía. Fue tomada hace poco más de un año, en una boda. La recordaba.
—Este hombre se llama Nicholas Halloway. En realidad la fotografía ya no tiene importancia. Él estaba en el interior del edificio, y también hemos perdido su pista. Pero no es tan difícil de localizar como el gato.
—¡Santo Dios! ¿Quiere usted decir que también este hombre… está como el mechero?
—Exacto.
El hombre contempló obtusamente la foto, como si contuviera alguna información útil pero que él no había sido capaz de captar hasta el momento.
—¿Qué le ha… dónde está ahora?
—Aquí mismo, en Nueva York.
—¿Y ése es realmente el fondo del asunto? Un ser humano se ha vuelto invisible… —miró hacia los objetos sobre la mesa—. Totalmente invisible. Y usted está tratando de capturarlo.
—Sí.
—Ya veo. Cielo santo —ambos permanecieron en silencio. El visitante volvió a mirar mi fotografía, desde diversos ángulos, y luego dijo:
—Entiendo que fue él quien incendió el edificio de Princeton. Y que va armado.
—Exacto.
—Entonces, ¿es hostil?
Jenkins pareció reflexionar acerca de la pregunta.
—Yo diría más bien que es poco cooperador. El motivo de que quemara el edificio, e incluso de que nos atacara físicamente, fue escapar. Casi exclusivamente, me atrevería a decir.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué huye de usted?
—Teme lo que vaya a pasarle. Dice temer convertirse en un animal de laboratorio. Ésas son sus propias palabras. Piensa que una vez le atrapemos ya no tendrá ningún control sobre la situación.
El visitante pareció sorprendido.
—Y tiene toda la razón, ¿no cree? No se me había ocurrido. No será nada agradable para él, ¿verdad?
Jenkins permaneció silencioso unos segundos.
—Puede que no. Pero nosotros debemos capturarlo.
—Sí —dijo el visitante—. Naturalmente. Tenemos que capturarlo a toda costa. Todo me da vueltas sólo de pensar en las posibilidades… Y por otra parte, no tenemos ninguna forma de saber qué haría si pudiese actuar por sí mismo, ¿no es cierto?
—Exacto.
—¿Tiene usted alguna razón para creer que pueda estar trabajando para algún otro grupo de inteligencia?
—No. No en este momento. Estoy casi seguro de ello. Y si algún día llegase a trabajar para alguien, probablemente lo haría con nosotros. Pero tiene usted razón. El riesgo siempre estará ahí. Él es imprevisible.
—¡Es increíble! Usted ha visto a ese hombre con sus propios ojos… o mejor dicho, no lo ha visto. ¿Ha hablado con él? ¿Le ha tocado? ¿Hasta qué punto está usted seguro…?
—He mantenido contacto físico con él. (Debía referirse al jardín de debajo de mi apartamento, cuando le pegué tan fuerte como pude). Y he hablado con él en varias ocasiones. Este segundo teléfono es para su uso exclusivo. En este momento no tiene a mucha gente con la que poder hablar, y probablemente yo sea la única persona con la que pueda hablar con libertad. Le animo a que me llame tan a menudo como quiera. Pero últimamente no hemos hablado. Está haciendo como que se ha marchado de Nueva York y yo hago como que me lo creo.
El hombre alzó lentamente la mirada de la fotografía y contempló a Jenkins.
—Jenkins, comprenda que esto no pretende en absoluto demostrar la más mínima falta de confianza en usted, pero me dice que algunos de sus hombres también han visto… han tenido también… evidencia directa de esa persona…
—Sí, muy directa. Uno de ellos recibió un disparo y otro un ataque físico. ¿Quiere usted hablar con ellos? Lo comprendería perfectamente.
—Quizá más tarde… Primero quiero hacerme una idea global del asunto —volvió a mirar mi fotografía—. ¿Quién es? ¿Qué era?
Jenkins se puso a recitar de memoria mi currículum, pasando mientras hablaba página tras página de fotografías etiquetadas. Poseía una extraordinaria información acerca de las circunstancias de mi vida. Advertí que sabía más de lo que yo mismo sabría o llegaría a saber. Supe cuánto dinero había ganado mi padre, dónde se había criado cada uno de mis padres, quiénes fueron sus amigos, con quiénes se habían acostado o de qué murieron. Había una foto de mi padre de joven, en compañía de otro hombre y dos mujeres, a ninguno de los cuales conocía yo. Mi madre, inexpresiva, a bordo de un barco. Y allí estaba yo, con mis piernas delgadas, en un campamento de verano rodeado de chicos. Los dedos de Jenkins pasaban las páginas de fotografías, de tarjetas de informes del colegio o de cartas que yo había escrito a gente a la que ya no lograba recordar. Los poco entusiastas comentarios de mis profesores, la cualificada opinión de mis colegas respecto a la calidad de mi trabajo y de mi amistad. Con quién me había acostado y cuándo. Y con quién, a su vez, se habían acostado ellas. Fotografías, fechas, nombres. Todo irrecuperable. No había forma para mí de volver sobre nada de eso.
Mi vida pasaba, como suele decirse, ante mis ojos. Como la contaría un policía. Era mejor no tener en consideración la violenta multitud de emociones que ello suscitaba en mí. Yo estaba, de principio a fin, transfigurado.
El resto de la audiencia, sin embargo, parecía menos atraído por la narración. Más de una vez el visitante de Jenkins pareció ponerse a mirar por la ventana, como si al mismo tiempo pensase en otra cosa, y en un momento dado, mirando con el ceño fruncido la fotografía mía que todavía sostenía en las manos, interrumpió bruscamente:
—¿Dónde está viviendo? ¿Dónde ha ido en busca de ayuda?
Jenkins levantó la mirada de su carpeta repleta de información.
—Ha estado durmiendo en clubs privados y metiéndose en apartamentos vacíos. Ahora llegaba a eso.
—¿A qué miembros de su familia ve, o cuántos amigos tiene?
—Ninguno. No se arriesgaría a contárselo. Nosotros somos los únicos que lo sabemos.
—Lo siento. Prosiga. No quería interrumpirle.
Jenkins prosiguió. Sacó una fotografía de Anne. Asombrosa. Especulaciones acerca de cómo pude escapar de MicroMagnetics. Fotos de mi apartamento y un inventario de mis pertenencias. Hizo una lista, con desmoralizadora precisión, de todos los clubs en los que había dormido y de los edificios de apartamentos en que sabían con seguridad que yo había estado. Sacó de un cajón de la mesa las transcripciones de nuestras conversaciones. Describió cada encuentro y cada intento de captura.
Cuando todo acabó, el otro dijo:
—Usted y su gente han llevado a cabo un trabajo extraordinariamente minucioso.
—Creo que no es exagerado decir que sé más sobre Halloway de lo que nunca haya sabido acerca de ningún otro ser humano. Pero a estas alturas no estoy seguro de que ello sea de mucha utilidad.
—Sí. Exacto. Los pormenores de un asunto no añaden mucho a lo ya conocido. Su amigo asistió a buenas escuelas, donde su actuación fue generalmente respetable y no muy distinguida. Y parece haber llevado a cabo su carrera y su vida personal de manera similar. No se casó. Parece tener muchos amigos pero ninguno íntimo. Ni siquiera tiene un hobby. Alguna partida ocasional de squash o tenis. Es sorprendente, en cierto modo, que alguien así se convierta de pronto en un problema.
—La gente como él —replicó Jenkins— es la más difícil: sin lazos emocionales fuertes, ni creencias políticas ni tampoco intereses particulares de ningún tipo. No encuentras un asidero.
—Sí, supongo que tiene razón. Pero ¿cree usted que, a pesar de todo, lo atrapará?
—Lo vamos a coger —dijo Jenkins frunciendo el rostro pensativo y asintiendo para sí mismo—. No tardaremos mucho. Ahora no será fácil para él estar ahí fuera. Tiene pocas elecciones y él sabe que le pisamos los talones. Si no lo atrapamos nosotros, se entregará él. Sin reconocérselo a sí mismo, dejará de poner tanto interés. Dejará que lo cerquemos. Su situación es desesperada —Jenkins cerró los ojos hasta dejarlos convertidos en dos estrechas líneas—. No pasará mucho tiempo. No puede seguir este juego mucho tiempo más.
—Bien, puede que tenga usted razón —dijo el visitante contemplando a Jenkins con mirada apreciativa—. Sabe usted, ha trabajado mucho en este caso y a veces existe el peligro de que una cosa así se convierta en una obsesión. Pero nadie como usted para juzgarlo —hizo una pausa reflexiva y luego prosiguió—: Dígame, en caso de que no lograra capturar a Halloway y que por alguna razón se considerase inaceptable que él siguiese en libertad y fuera de control, ¿qué posibilidad…?
—Esperamos, naturalmente, poder capturarlo, pero si fuera necesario, sería más fácil terminar con él que capturarlo.
—Y hay otra cosa más —dijo el visitante—, ¿tiene usted alguna prueba incontrovertible, quiero decir, otra que no sea su propio testimonio o el de sus hombres, de que Halloway no murió en aquel accidente? ¿Alguna prueba de que está vivo… en su presente condición?
—Tenemos las cintas de sus conversaciones por teléfono. Con nosotros y con la gente que le conocía de antes.
—Las cintas, desgraciadamente, no son la prueba más definitiva en un caso de invisibilidad.
—¿Quiere usted hablar con el resto de los hombres que han tenido tratos con él? Algunos de ellos están aquí ahora —Jenkins alargó tentativamente la mano hacia el teléfono.
—No, no. Creo que no. No es eso lo que quiero decir en absoluto. Lo único que me preocupa es mi posición, y la suya, naturalmente, si en algún momento se hace necesario justificar todo esto. No se preocupe. No tiene importancia —volvía a pasarse los dedos por el labio y evitar mirar a Jenkins—. Lo que está usted haciendo es extraordinariamente importante, y quiero que sepa que haré todo lo que esté en mi mano para apoyarle en lo relativo al presupuesto. Sin embargo, y durante algún tiempo, hasta que haya usted apresado efectivamente a Halloway, pienso que sería mejor que adoptásemos la postura de que nunca hemos hablado de ello. Creo que debe continuar informando a Ridgefield de la forma que ustedes dos decidan que es la adecuada. En lo que a mí respecta usted está trabajando en un problema científico de extraordinaria importancia. Lo cual, en realidad, es cierto… Pero me llevo este mechero. Será de gran ayuda si alguna vez surge la cuestión.
Encontró el mechero sobre la mesa y se lo metió en un bolsillo lateral de su americana.
Jenkins abrió los ojos y la boca como para formular una objeción. Pero hizo una pausa y dijo:
—Naturalmente. Comprendo que es importante. Pero tenga cuidado, sin embargo: estas cosas se pierden fácilmente.
—Sí, ya me lo imagino. Bueno, gracias por su tiempo —había reaparecido su sonrisa educada y miraba de nuevo a Jenkins directamente—. Todo esto es muy extraordinario. Increíble. Bueno, que tenga mucha suerte.
Jenkins lo acompañó hasta el ascensor. Yo también los acompañé, colándome por las puertas justo detrás de ellos, pero una vez en el descansillo corrí a las escaleras y bajé a saltos los seis pisos hasta el vestíbulo. Cuando se abrió la puerta del ascensor, me puse justo detrás y salí a la calle con él.
Debía hacer algo inmediatamente. No iba a disponer de una segunda oportunidad. Se encaminó en dirección este, con la mano derecha en el bolsillo, empuñando el mechero mágico. Al otro lado de la calle vi el que probablemente fuera su chófer. Un chófer uniformado. Cuando bajaba del bordillo coloqué mi pie derecho justo delante del suyo, de manera que al dar el siguiente paso tropezó y cayó de bruces sobre la calzada. Alargó ambos brazos mientras caía.
Me planté a su lado en el suelo y busqué en su bolsillo. Mi mano encontró de inmediato el mechero y antes de que empezase a incorporarse se lo quité y retrocedí para observar. La gente le ayudaba a ponerse en pie. Se quitó el polvo mientras otros transeúntes se detenían para ver qué había pasado, o si estaba sobrio. Antes de que comprobara su bolsillo la luz del semáforo cambió y los coches empezaron a pasar.
De repente se puso a hacer gestos a los coches para que se detuviesen:
—¡Paren, paren! ¡He perdido algo! No, no necesito ayuda… Limítese a tener quietos los coches… Exacto, una lente de contacto.
Estaba a cuatro patas tanteando el asfalto con las palmas de las manos. El tráfico no tardó en amontonarse a todo lo largo de la manzana y empezaron a sonar bocinazos. Él seguía buscando ansiosamente. Su chófer permanecía fielmente en medio del cruce para bloquear el tráfico pero miraba perplejo a su jefe.
Finalmente se adelantó un coche.
—Mira, tío, lo lamento mucho, pero las lentes de contacto se compran en cualquier sitio. No pienso hacerme viejo aquí y morirme esperando a que tú te ahorres cincuenta dólares.
Los coches que tenía detrás le siguieron.
El hombre se incorporó apretando los labios y contempló taciturno la calle. Luego se volvió hacia el edificio donde acababa de dejar a Jenkins. Sería una dificultad para nosotros dos que decidiera regresar y contarle a Jenkins lo que había pasado. Pero ¿por qué habría de hacerlo? Sería embarazoso. Y quizás, incluso algo más que embarazoso. Sería más seguro no decir nada, no admitir el error. Pero si decidía volver, tendría que detenerlo como fuera. Aguardé. Miró a la calzada con desesperación. Los coches pasaban a toda velocidad. Entonces la luz volvió a cambiar, él cruzó la calle y se subió al automóvil.
Permanecí en la acera unos minutos preguntándome qué debía hacer. Deseaba ardientemente alejarme de aquí. Necesitaba comer y descansar y la sola idea de regresar a las oficinas de Global Devices me llenaba de terror. Pero en caso de que decidiera volver, tendría que hacerlo en seguida. El visitante de Jenkins podía cambiar de opinión y confesarle la pérdida del mechero. Jenkins comprendería al instante lo ocurrido y a partir de ese momento ya nunca más podría yo volver a entrar en esas oficinas. Por si fuera poco, estaban a punto de mantener una reunión, probablemente para discutir las últimas informaciones que habían logrado reunir relacionadas conmigo, y acerca de su próximo intento de capturarme. En esa reunión podía llegar a aprender lo bastante como para ponerme fuera de su alcance durante meses. Pero por encima de todo, sabía que debía volver y tratar de hacer algo con el contenido de la caja fuerte de Jenkins.
Quince, treinta y siete, dieciocho, cinco.
Volví a subir los siete pisos y aguardé frente a la puerta. Pasó casi una hora antes de que llegase Morrissey y me dejase colarme por la puerta de entrada. Le seguí directamente al cuarto de conferencias, donde me coloqué en el rincón más cercano a la puerta abierta.
Todos estaban allí salvo Jenkins. Tyler permanecía rígido en su silla y sin intervenir en la conversación de los demás. En el extremo opuesto de la habitación Gómez ayudaba a Clellan a montar una especie de caballete con un fajo de grandes dibujos. El de encima era un mapa de Manhattan marcado con pequeños rectángulos rojos. Conté hasta seis. Debían de ser los edificios en los que sabían que yo había dormido durante el último mes. Parecía haber más mapas debajo, y también vi sobresalir un gran plano. O varios planos. ¿Serían de los apartamentos que ellos vigilaban? No tardaría en averiguarlo. Me pregunté cuál sería la disponibilidad de viviendas en Queens.
—Ese tipo se mueve mucho, ¿no os parece? —decía Gómez—. Cada noche en un lugar diferente.
Clellan sonrió campechanamente a Gómez:
—Por lo que tengo entendido, ese tipo no se diferencia mucho de ti.
—Con la cantidad de horas que trabajo, suerte tengo de poder dormir en algún lugar.
—Cuando cacemos a nuestro amigo, todos podremos dormir.
Tyler estaba mirando el plano.
—¿Ésos son los lugares donde ha dormido?
—Son los lugares donde nosotros sabemos seguro que ha estado —dijo Clellan—. No siempre al ciento por ciento, pero sí con una cierta seguridad. La cuestión es que no para de moverse. Nunca más de una noche, tal vez dos, en el mismo lugar. Lo cual es buena señal, pues demuestra que se siente presionado. Quiero decir que tiene muchas posibilidades de cometer un error. Os lo explicaré antes de que venga el coronel.
—Tengo entendido que tú hablaste con él —dijo Tyler.
—Sí, hablé con él, es cierto —contestó Clellan con una risotada—. Le hablé de tú a tú. Sólo que él no quiso contestar. Yo estaba en este vestíbulo —buscó el edificio en el mapa y señaló—; de pronto vi dos huellas en la alfombra y me puse a hablarle, diciéndole lo mucho que lo amamos y cuánto le echamos en falta, y lo pesado que es tener que perseguirle así. Lo hice todo menos cantarle una nana, y mientras tanto me decía: «Nicky, muchacho, quizá sea hora ya de que te coja de un salto», pero entonces desapareció una huella, luego la otra y yo me quedé hablando con el aire. El portero pensó que yo estaba como una cabra. Quería echarme de allí inmediatamente.
—Cualquiera que sepa lo que estamos haciendo pensará que estamos todos como cabras —dijo Morrissey con aire poco feliz. Morrissey siempre se está quejando—. Nunca agarraremos a ese tipo. ¿Cómo podríamos hacerlo? El jodido es invisible.
—Lo vamos a coger y además muy pronto —repuso Gómez—. Espera a ver uno de estos apartamentos que le estoy preparando. Una vez esté dentro le tengo puestos unos sensores en el apartamento que cierran con una llave la puerta principal y la bloquean. Y al mismo tiempo nos transmiten una señal por radio.
—Además, esos apartamentos los utiliza Gómez durante su complicada vida social. Gómez es hombre de muchas fiestas —Clellan soltó una estentórea risotada.
—Oye, eso fue una vez que debía hablar con una amiga, una que tiene graves problemas, y dio la casualidad que fuimos a aquel apartamento. De todas formas, con la de horas que le estamos metiendo a este trabajo es inevitable que tu vida privada acabe mezclándose a veces con la profesional.
—Ése es exactamente el problema —dijo Clellan al tiempo que desaparecía su sonrisa y entrecerraba los ojos—. Quería hablar contigo al respecto. Vas a tener que dejar a Carmen tranquila. Para ti es fácil encontrar mujeres, pero no para mí, especialmente una que tenga unas tetas enormes y encima sepa escribir a máquina. Y lo mismo vale para Jeannie. Quiero que las dejes tranquilas a las dos, ¿me oyes? —la mirada que clavó en Gómez era amenazadora.
—Mierda, lo único que pretendo es ayudar a Carmen. Está en una situación muy difícil con su marido.
—¿Y la piensas ayudar respecto al marido? —la expresión exageradamente seria de Clellan explotó en una risotada.
—Una chica hispánica trabajando con gente como vosotros lo tiene muy difícil, y yo trato de ayudarla hablando con ella —Gómez parecía progresivamente incómodo con la discusión—. En cualquier caso, este mecanismo en las puertas atrapará a este tipo. Además es un sistema barato. Puedo preparar un apartamento por cinco mil dólares, máximo seis mil, y además no se necesita vigilancia humana. Podemos preparar tantos apartamentos como queramos y esperarlo.
Tyler levantó la mirada.
—¿Y qué pasa con los apartamentos?
—¿Qué quiere decir «qué pasa con los apartamentos»?
—¿Cuánto te cuesta cada uno? He estado buscando un apartamento en Manhattan y una sola habitación puede costar por encima de los dos mil dólares. Incluso en un sitio como Park Slope son caros —Tyler quedó momentáneamente pensativo—. Quizá podría utilizar uno de ellos mientras trabajamos con él.
—Gómez no puede desprenderse de ninguno. Él es un hombre omnipotente —Clellan se echó a reír. Gómez desvió la mirada, embarazado, pero con una sonrisilla asomándole a los labios.
—De todas formas, no tardaremos en tener un descanso. Espero. Cuando Nick venga a nuestra fiesta.
—¿Cuántos apartamentos habrá en Nueva York? —preguntó Morrissey—. ¿Un millón, quizá? Piensas preparar cinco o diez apartamentos y luego ponerte a esperar que entre en uno de ellos. No tienes ninguna posibilidad. Nunca lo cogeremos.
Clellan sacudió la cabeza y miró inquisitivamente a Morrissey.
—No hay un millón de apartamentos que Halloway pueda utilizar. No son tantos. Y habrá menos en cuanto acabe el verano. El sólo va a cierto tipo de pisos. A estas alturas sabemos un montón de cosas sobre él.
—De acuerdo, sabemos un montón de cosas sobre ese mamón —yo me quedé asombrado ante la vehemencia de Morrissey. Asustado—. Sobre todo sabemos lo muy listo que es. De todas las personas del mundo que podían haberse quedado en aquel laboratorio, tuvo que ser semejante cabrón. ¿Sabéis lo que os digo?: si alguna vez agarramos a ese mamón, espero ser yo. Me gustaría pegarle un tiro.
Todos quedaron silenciosos. Creí ver asentir a Tyler, pero pudo ser fruto de mi imaginación. Fue Clellan quien empezó a hablar de nuevo.
—Morrissey, me parece que no le estás dando una oportunidad. Es posible que Nick y tú acabéis siendo buenos amigos. Sólo tienes que darle la oportunidad de conoceros bien, tomaros unas cervezas juntos y aclarar malentendidos. Quizá Gómez pudiera arreglároslo con un par de chavalas. Tienes que darle una oportunidad a la gente…
—Es un cabrón. Se cree que puede hacer todo lo que se le antoje, como si estuviera él sólo en este jodido mundo. No tienes más que ver a qué escuela fue. Tienen un gimnasio en el que se podrían celebrar las olimpiadas: canchas de hockey, piscinas, un campo de béisbol cubierto… y todo para trescientos o cuatrocientos chavales. Todos tan listillos como Halloway. Podrías…
Morrissey se calló y se puso rígido en la silla al entrar Jenkins. Los demás tomaron asiento en torno a la mesa. Jenkins en un extremo, con Clellan a su lado. Todos se le quedaron mirando, esperando a que hablara.
—Quiero, lo primero de todo, comunicaros que he estado hablando con Washington: he tenido una reunión esta mañana y he estado hablando por teléfono ahora mismo con alguien más. Y cada vez ejercen más presión para que obtengamos algún resultado —de pronto recordé lo mucho que odiaba el tono sincero e insinuante que mostraba la voz de Jenkins—. Nuestros gastos empiezan a llamar la atención. No podemos hacer mucho al respecto, pues no tenemos más elección que seguir adelante. El problema es que casi nadie sabe lo que estamos haciendo y lo que está en juego, y las pocas personas que lo saben no lo comprenden. Esta operación continúa siendo presentada como una investigación acerca del incidente de MicroMagnetics y como un intento de reconstruir los hallazgos científicos de Wachs, intencionales o accidentales. Sólo un puñado de personas saben en qué consisten dichos hallazgos. Sin embargo, inevitablemente hay rumores, y esos rumores al final podrían alcanzarnos. Como podéis imaginar, no sería muy agradable tener que justificar esta operación si, en definitiva, la terminamos con las manos vacías.
Jenkins hizo una pausa y se miró las manos.
—Debo decir asimismo lo siguiente: si algún día llegamos a encontramos en dicha situación y debemos enfrentarnos a un ataque político, o a algún tipo de investigación, cada uno de ustedes tendrá que decidir cómo quiere comportarse. Pueden, naturalmente, describir los hechos tal y como los han visto. Sin embargo, piensen que quizás estarían más seguros adoptando la táctica de que únicamente obedecían mis órdenes y que en realidad no tenían idea del sentido general ni de la dirección que seguía la operación. Podrían mostrarse imprecisos o inseguros acerca de lo que vieron. O de lo que no vieron. Cualquiera, como les digo, que desee adoptar esta vía de aproximación al problema cuenta con mi comprensión. Por otra parte, ni siquiera estoy seguro de que ello fuera a empeorar mi situación.
Los otros permanecieron inmóviles y con los ojos fijos en Jenkins. Éste había continuado examinando sus manos mientras hablaba, pero ahora las colocó decididamente, y con las palmas hacia abajo, sobre la superficie de la mesa y alzó la mirada.
—De todas formas, no cuento con la posibilidad de enfrentarnos a tal problema. Creo que mi entrevista de hoy nos asegura fondos por el momento y es posible que incluso hayamos comprado algo de tiempo. El tiempo juega a nuestro favor. Podemos atrapar a Halloway esta semana, o quizá la próxima, pero no tardaremos mucho. Sé que en ocasiones puede resultarles descorazonador, pero todos nosotros hemos hecho un esfuerzo extraordinario y no podemos permitirnos rendirnos ahora, justo cuando estamos a las puertas del éxito. Halloway está completamente solo. Vive noche y día bajo una enorme presión. No tiene más que descuidarse una vez o cometer un solo error. Si permanecemos tras él un poco más, todo se habrá acabado.
»Ya sé que he dicho esto una y otra vez, pero la repetición no niega este hecho; sus posibilidades son muy limitadas; todos debemos intentar ponernos en su lugar e imaginar qué es lo que va a hacer y lo que nosotros podemos hacer. Ustedes son los únicos en quienes puedo confiar. Por eso les he mantenido constantemente informados de todo lo que hemos descubierto y de todo cuanto tratamos de hacer. Entiendo lo mucho que están trabajando y lo frustrante que es, pero yo confío en ustedes. Juntos triunfaremos y no necesito decirles lo que eso significará para todos nosotros.
Una vez acabada su exhortación, Jenkins miró a Clellan, que empezó a decir:
—Como todos sabéis, el lunes me crucé con Halloway. Además, tengo pruebas bastante seguras de los lugares en los que ha estado durante las dos últimas semanas, y empieza a dibujarse un cuadro muy claro de sus movimientos…
Clellan contó una versión más sobria de nuestro encuentro, indicando la localización del edificio en el primer mapa. Tenía fotografías del apartamento que ellos decían haber sido ocupado por mí. Todo lo que dijo parecía correcto. Indicó la localización de dos edificios más donde se había detectado actividad en apartamentos vacíos. Mostró más fotografías y planos de apartamentos. Describió lo que probablemente yo había bebido y comido, y cómo podría haber pasado el tiempo. Todo parecía muy exacto. Exacto y útil.
Clellan siguió relatando la recuperación de ciertos informes escolares que se creían perdidos y lo que decían de mí. Describió la curiosa llamada telefónica de Howard Dickison a mi oficina y la subsiguiente entrevista con Dickison, en la cual había negado haber efectuado la llamada y tratado de negar que me conociera.
—¿Tiene aquí la transcripción de esa entrevista? —le interrumpió Jenkins—. No he tenido oportunidad de verla.
Clellan rebuscó por entre un montón de papeles, sacó el informe y se lo entregó. Clellan empezó a describir lo que se le había ocurrido a Gómez para atraparme.
Jenkins leía el informe. Sus ojos recorrían rápidamente cada página; luego doblaba hacia atrás la hoja grapada. Cuando acabó, volvió a releer dos pasajes, que localizó de inmediato.
Gómez estaba ahora en pie al otro extremo de la mesa mostrando una sección de puerta. Contenía un artefacto accionado por baterías que empujaba el pestillo de la cerradura y lo bloqueaba. Mientras hablaba, Jenkins se volvió hacia Clellan y le preguntó en voz baja si tenía la transcripción de la llamada de Dickison a mi oficina. Clellan rebuscó en una carpeta hasta dar con lo que buscaba. Manteniendo un dedo a mitad de una página, se la pasó a Jenkins, que la tomó y la leyó de arriba abajo con gran atención. Gómez mostraba el plano de un apartamento. Sólo con mover una o varias puertas en el interior del apartamento la puerta de entrada quedaría bloqueada. Jenkins abrió la entrevista y se puso a leerla otra vez, frunciendo el entrecejo. Clellan estaba ahora junto a Gómez. Mostraba en un mapa la localización del apartamento que ya había sido dotado del invento de Gómez, así como de los que iban a ser preparados. Esa era una información que me iba a ser muy útil.
Jenkins dejó el informe de la entrevista y recogió la transcripción de la llamada, leyéndola de nuevo de principio a fin. Entrecerró los ojos y se dio unos golpecitos en los labios con el dedo. Levantó la mirada de la transcripción y miró a Clellan.
—Perdón. ¿Tenemos la cinta de esa llamada o tan sólo la transcripción?
—Sólo la transcripción. Pero si quiere, puedo hacer que nos manden la cinta —Clellan mostraba una inquisitiva mirada en su rostro. Aguardó la respuesta de Jenkins.
—Sí, creo que será mejor que lo haga —Jenkins les hizo a Clellan y Gómez un gesto con la mano para que continuasen. Gómez mostraba una especie de transmisor, pero yo apenas prestaba atención a lo que decía. Jenkins mantenía ambas manos de plano sobre la mesa y había cerrado los ojos pensativo. Cuando los abrió, Jenkins no hizo caso a Gómez y le preguntó a Clellan directamente:
—¿Cómo se envían estos informes? —puso el dedo en perpendicular sobre los dos informes que tenía sobre la mesa.
Clellan parpadeó sin comprender. La estancia estaba en silencio.
Jenkins habló de nuevo.
—¿Los envían por correo, por medio de alguien, o cómo?
Tyler les dio la respuesta:
—Tenemos un acuerdo con un servicio comercial de mensajeros y ellos recogen lo que sea y nos lo traen. El servicio interno es lento y poco fiable…
Jenkins asintió. Se presionaba la frente con dos dedos y la piel de debajo se le había puesto blanca; tenía cerrados los ojos de nuevo. Gómez le miró con expresión ligeramente dubitativa y luego siguió hablando. Jenkins permaneció así unos minutos. Entonces abrió los ojos y paseó la mirada larga y detenidamente por la habitación. Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Me deslicé cuidadosamente por la pared hasta situarme casi a su lado. Se puso de espaldas a la puerta y miró a los demás. Habló rápido pero muy nítidamente:
—Quiero que me presten atención. Hemos descuidado algo importante y es posible que vaya a tener consecuencias inmediatas. Por cierto, ¿llevan ustedes sus armas? Sólo por curiosidad, ¿podrían mostrármelas?
Su petición tuvo como efecto el que Tyler y Morrissey, pese a que parecían algo desconcertados, empuñasen sus armas.
—Bien. Halloway podría estar…
Le pegué tan fuerte como me fue posible justo bajo el esternón, de forma que soltó un sordo gemido al tiempo que su cabeza y sus hombros se inclinaban hacia adelante. Le pasé un brazo por debajo del pecho y puse una mano en la parte de atrás del cuello y, para alejarlo de la puerta, le empujé hacia adelante tan fuerte como pude.
Mientras abría la puerta y salía al corredor vi a Jenkins golpearse la cabeza contra el reborde de la mesa, mientras los demás lo miraban asombrados. Empezó a correrle la sangre por el rostro y me dirigí apresuradamente al extremo del corredor y abrí la puerta de la oficina exterior. Cuando entré en la habitación las dos mujeres alzaron la mirada, asombradas de ver abrirse violentamente la puerta por sí misma. Alguien me seguía. Oí un disparo. Las dos mujeres gritaron. Otro disparo. Abrí la puerta que daba al pasillo general. Morrissey y Tyler estaban ahora conmigo en la oficina exterior, ambos con pistolas en la mano. Cuando vieron abrirse la puerta, los dos corrieron hacia el pasillo en dirección al vestíbulo.
Me hice a un lado para dejarlos pasar y retrocedí rápidamente por la habitación. Podía oír a Morrissey y Tyler correr por el pasillo y el recibidor. Un momento después apareció Jenkins; Clellan y Gómez lo sujetaban. Sostenía contra su rostro lo que parecía un pedazo de camisa rasgada. La sangre manaba a borbotones.
—¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido? —gritó una de las mujeres—. ¡Dios mío!
Jenkins se volvió hacia la otra secretaria y le preguntó con tranquilidad:
—¿Tiene usted un espejo de bolsillo?
Ella empezó a rebuscar en su bolso. Gómez dijo:
—Deberíamos ir al lavabo de hombres.
La otra secretaria lloriqueaba:
—¡Dios mío, Dios mío!
Jenkins tomó el espejo que se le tendía amistosamente. Miró en dirección a la puerta abierta y dijo:
—¿Pueden cerrar esa puerta, por favor?
Se quitó el pedazo de tela de la cara y empezó a estudiarse con atención en el espejo. Había sangre por todas partes. Corría por su rostro y le caía sobre la camisa y la corbata. Se secó la mejilla con el trapo empapado y por un momento apareció una blanca porción de hueso por debajo del ojo, pero de inmediato volvió a anegarse de sangre.
—Tendrá que ir a que le vea un médico —dijo Clellan.
Jenkins asintió. Volvió a aplicarse la tela contra el rostro. Un ojo le quedó tapado. Pero con el otro recorrió la habitación. La mujer seguía lloriqueando:
—¡Dios mío, Dios mío!
Morrissey y Tyler reaparecieron por la puerta sin aliento y poco contentos.
—¿Han visto algo? —preguntó Jenkins.
Ambos sacudieron la cabeza.
—Le hemos seguido hasta las escaleras, pero allí le perdimos —dijo Morrissey—. Es inútil. Todas las puertas de servicio están abiertas y sólo hay seis pisos hasta el vestíbulo. ¿Quiere que hagamos algo?
—No. ¿Hay algún indicio de que esté herido?
—No sabría decirle.
—Está bien —dijo Jenkins—. Entren y cierren esa puerta. Y guarden esas armas. Tyler, me gustaría que viniese conmigo al hospital. Alguien en el edificio ha debido oír los disparos y habrá llamado a la policía. Clellan, quédese aquí y encárguese de ellos. Y haga que cambien las cerraduras hoy mismo. Después empiece a buscar otro despacho. Quiero estar fuera de aquí lo antes posible. Mientras tanto alguien debe quedarse de guardia en esa puerta a todas horas, noche incluida. Tenemos todos nuestros archivos aquí. Quiero estar seguro de que no puede volver a entrar.
—¡Dios mío! ¿Quién? ¿Qué ha pasado?
Jenkins se volvió hacia la mujer y le preguntó:
—¿Qué vio usted?
—¡Nada! Vi que se abría la puerta y no había nadie, y luego vinieron todos ustedes gritando y disparando.
Jenkins se volvió hacia la otra mujer.
—Yo no vi a nadie —dijo ella—, ¿contra quién disparaban ustedes? ¿Qué ha ocurrido?
Hubo un prolongado silencio. Los hombres se miraban unos a otros. Hasta Clellan, un poco por probar, dijo:
—Es muy rápido.
Hubo otro corto silencio y Gómez añadió:
—¿Rápido? Rápido es una palabra que a duras penas le cuadra. Rápido no es ni la mitad de lo que es. Es más rápido que la madre que lo parió.
—¡Dios, qué rápido es! —dijo Clellan. Se volvió hacia la mujer que lloriqueaba—, ¿y dice que apenas pudo verlo? ¿Pero podría decir si era de talla media, o de pelo castaño?
—En realidad no lo vi. No podría decir nada —dijo dubitativa.
—Gómez —intervino Jenkins—, ¿puede encargarse de llevar a Jean y Carmen a sus casas? Lo antes posible. Ha sido un momento muy difícil para ellas. Tyler, ¿puede coger estas llaves y cerrar mi despacho antes de que nos vayamos?
Yo me adelanté a Tyler en el pasillo y entré en el despacho de Jenkins por la puerta abierta. El la cerró, metió la llave y giró la cerradura. Desde dentro había un simple picaporte para abrirla.
Quince, treinta y siete, dieciocho, cinco.
Esperé unos minutos para darle a Jenkins ocasión de abandonar el edificio y luego me dirigí a la caja fuerte. Tres vueltas completas hacia la derecha hasta el quince. Una vuelta completa hacia atrás hasta el treinta y siete. Dieciocho. Cinco. La puerta se abrió con un chasquido. Saqué un montón de fotografías del edificio invisible y después tanteé con las manos por los estantes hasta dar con los objetos invisibles. Me metí en el bolsillo el cenicero, la bala y el destornillador. Tal y como sospechaba, Jenkins tenía algunas cosas más de reserva. En otro estante había un par de tijeras. Al bolsillo.
Me incliné sobre la mesa de Jenkins y arrugué varias hojas de papel. Entonces, con mi nuevo mechero les prendí fuego. Añadí las fotografías a la hoguera, una a una.
Se expandió un espeso y acre olor a quemado. Abrí la ventana. Saqué los cajones de la mesa y de los archivadores y vacié su contenido sobre la hoguera. Viendo que todo prendía, abrí la puerta y me deslicé al corredor. La puerta del otro extremo estaba cerrada, así que me acerqué a ella y aguardé.
Podía oír voces al otro lado. Clellan hablaba por teléfono con un cerrajero. Morrissey dijo estar seguro de oler a quemado. Al cabo de un rato, Clellan dijo que también él olía a quemado. Un instante después se abrió la puerta y los dos pasaron corriendo.
—¡Es en uno de los despachos!
En cuanto pasaron, me deslicé a la oficina exterior que ahora estaba completamente vacía. Le quité el pestillo a la puerta y la abrí. Pude oír a Clellan y Morrissey a lo lejos:
—¡Tiene que ser en el despacho del coronel!
—¡Tyler lo cerró!
—Espera, prueba con el picaporte.
—¡Dios mío!
Ya que me dejaban tiempo suficiente, hice sendos fuegos en unas papeleras y arrojé a ellas cuantos papeles pude encontrar en la oficina exterior.
—El tiene que estar todavía…
—¡La puerta principal!
Corrían por el pasillo en dirección a mí. Lo mejor sería marcharse. Iba a ser un momento difícil para Jenkins cuando le contasen lo que yo había hecho. Me escabullí por las escaleras y a través del vestíbulo salí a la calle.