No podía continuar contemplando, impotente, cómo me iba cercando esa gente. Tenía que haber algo que yo pudiera hacer para detenerlos. O al menos para entorpecer su avance. O para hacerles daño. Mi error era estar siempre corriendo, siempre apartándome pasivamente de su camino. Todo lo que yo hacía era a la defensiva, en respuesta a cualquier movimiento de Jenkins. Debía encontrar la forma de llevar la iniciativa. Tenía que atacar directamente a Jenkins de alguna forma, llevar a cabo una acción contundente e inesperada.
Pero ¿dónde estaba él exactamente? Ellos debían tener en algún lugar una especie de cuartel general desde el que Jenkins organizaba mi búsqueda. Lo que yo debía hacer era seguir la pista a Clellan o a Gómez hasta allí. Entonces buscaría la oportunidad de contraatacar. Como poco, podría enterarme de algo que me permitiera esta vez anticipar su próximo movimiento, en lugar de dejar que ellos se adelantaran a los míos.
Entonces comprendí de pronto por qué Clellan, Gómez y los demás siempre llegaban y partían en sus automóviles grises. Era precisamente para impedir que yo les siguiese. Era para evitar que hiciera justamente lo que pensaba hacer. Jenkins, desde luego, ya lo tenía previsto y aunque no esperaba que lo fuese a intentar, había querido asegurarse de que yo no sería capaz de llegar hasta él. Nunca podría seguirles la pista a Clellan, Gómez, Tyler o Morrissey. Ellos sabían exactamente contra quién se estaban protegiendo. Lo sabían todo acerca de mí. Pero Jenkins estaba llevando a cabo una búsqueda masiva y debía estar utilizando un montón de gente que no sabría que estaba buscando a un hombre invisible, y que carecía de motivos para sospechar que alguien les estuviese siguiendo a ellos. Tenía que hacer algo lo bastante interesante como para atraer a uno de ésos, pero no tanto como para que enviasen a Clellan o Gómez.
A la mañana siguiente llamé a mi oficina y, disimulando la voz, le dije a la telefonista que deseaba hablar con el señor Halloway. Ella me dijo que yo ya no trabajaba allí.
—¿No? —dije—. Vaya por Dios. No tenía ni idea de que hubiese cambiado de trabajo. Empiezas a perder contacto con la gente a medida que pasan los años. ¿Tiene alguna idea de dónde trabaja ahora? He intentado localizarle en casa pero sólo consigo hablar con el contestador automático.
Ella me dijo que no tenía un teléfono o una dirección para darme, pero que si deseaba dejar un recado ella se encargaría de transmitirlo.
—Si pudiera hacerlo, se lo agradecería mucho —dije—. Dígale sólo que le ha llamado Howard Dickison. Que no es nada urgente. Sólo que me encontré con un amigo común y me dio unas noticias que podrían interesarle. Nada importante. Pero que me llame —y le di el número de Howard Dickison.
Había visto a Howard Dickison en una fiesta en el mes de julio y recordé que habíamos sido presentados tiempos atrás. Ahora lo elegí a él por dos razones. En primer lugar, porque no lo conocía, de manera que los investigadores de Jenkins, o bien no habían hablado con él o bien no le habrían dedicado mucho tiempo, aunque en realidad no importaba ninguna de las dos posibilidades. En segundo lugar lo elegí porque no tenía oficina —era escritor, o al menos eso decía— de manera que yo no necesitaría vigilar su casa y una oficina.
Dickison vivía en un edificio cercano a Central Park Oeste, e inmediatamente después de hacer la llamada fui allí y me instalé frente al porche delantero dispuesto a pasar el día. Parecía ocupar las dos primeras plantas del edificio y quizás el jardín, aunque no llegué a ver el interior del apartamento. Parecía asimismo ser un hombre de posición, ya que trabajaba con un horario muy libre. Salió de casa poco después de las diez y media y lo seguí hasta un pequeño café de Broadway donde ingirió una prodigiosa cantidad de huevos con bacon mientras leía el Times. Permanecí en la calle y lo estuve mirando con envidia. Poco antes de mediodía regresó a casa, listo para empezar su jornada.
Me senté en el porche a esperar. No pasó nada especial durante el resto del día. Entre las cinco y media y las siete fueron llegando los inquilinos de los pisos superiores. Primero una chica de poco más de veinte años, bastante atractiva. A continuación un hombre de unos cincuenta años con aspecto de contable. Después una señora de mediana edad con una enorme cartera y una bolsa de la compra. Y por último otra chica veinteañera, que debía ser la compañera de piso de la primera. Hacia las siete y media empezaron a salir otra vez. Primero el contable. Luego las dos chicas, juntas. A las ocho en punto llegó un hombre calvo y sudoroso, con un ramo de flores, que llamó a uno de los timbres. Probablemente al de la señora de la bolsa de la compra. Le abrieron desde arriba y desapareció por las escaleras.
Dickison salió un poco después de las ocho y media vistiendo una chaqueta blazer y una corbata de seda. Lo seguí hasta Central Park Oeste y lo vi tomar un taxi. Entonces me dirigí hacia un edificio situado algo al norte en el que conocía la existencia de un apartamento vacío donde podría pasar la noche.
Antes de las ocho estaba de nuevo frente a la casa de Dickison. No es que considerase que éste fuera a estar levantado, pero sí los visitantes que yo esperaba. Vi salir a los restantes inquilinos entre las ocho y media y las nueve. Los puntos álgidos del día fueron el reparto del correo; la llegada del intendente, que pasó la aspiradora por el vestíbulo y organizó los cubos de la basura; y la expedición de Dickison a desayunar, a las once. Confié en que al menos decidiera dar un paseo por el parque, pero regresó directamente a casa otra vez, dejándome sentado frente al porche. A las nueve de la noche había visto llegar a todos los inquilinos y volver a salir, de manera que yo también me fui. Nadie vendría a hablar con Dickison tan tarde.
A la tercera mañana, estaba otra vez a tiempo de verlos salir como siempre, salvo una de las chicas, que lo hizo algo más tarde y en compañía de un muchacho de rostro sonrosado y de no más de veintiún años. Ya en la acera, él le estrechó la mano a ella, algo embarazado, y se dirigió rápidamente hacia Broadway en tanto que ella hacía lo propio en dirección a Central Park Oeste.
A las nueve y media en punto apareció el hombre que yo esperaba, procedente de Central Park Oeste. Era de mediana edad, robusto, y vestía un traje marrón que le sentaba muy mal. Se detuvo frente a la casa, comprobó el número y consultó el reloj antes de pasar junto a mí para llamar. Lo seguí y permanecí esperando a su lado. Pasó algún tiempo antes de que Dickison apareciese en la puerta, vistiendo una bata de color púrpura y evidentemente más dormido que despierto. Pareció confuso por la presencia del visitante, el cual empezó de inmediato con los formulismos de rutina hablando en un tono de voz lento, monótono y casi desprovisto de pausas o inflexiones.
—Buenos días, señor Dickison, me llamo Herbert Butler y hablé con usted ayer, gracias por recibirme, estamos llevando a cabo una investigación rutinaria acerca de Nicholas Halloway en relación con una acreditación que le permita tener acceso a materiales clasificados y según tenemos entendido es amigo suyo y quisiera hacerle unas preguntas sobre él que sólo le harán perder unos minutos…
—¿Cómo ha dicho… llamó usted ayer? —en el rostro de Dickison empezó a formarse una expresión de comprensión—. Sí… traté de decírselo ayer, yo no conozco a Halloway y no puedo serle de ninguna utilidad. Y ocurre que llega usted en mal momento.
—Bien, le agradezco que acceda a recibirme ahora —dijo consultando su reloj—. Sólo tengo unas cuantas preguntas que hacer y ello no nos llevará más de quince minutos. ¿Cuánto hace que conoce al señor Halloway?
—Exacto. Ahora lo recuerdo. Fue usted quien advirtió que vendría esta mañana —dijo Dickison con desmayo—. Pero no lo conozco. Nunca lo he conocido, ni encontrado. O como se diga.
—Ayer, por teléfono, usted dijo haberle conocido en una reunión…
—Dije que era posible. Creí reconocer el nombre, a lo mejor. Pero eso es todo. No me acuerdo de él. Ni siquiera estoy seguro de haber sido presentado. Quiero decir que ni siquiera sé si hemos tenido ocasión de conocernos.
—Bien, quisiera hacerle algunas preguntas acerca de aquella ocasión, y acerca de cualquier intento reciente de contactar con el señor Halloway.
—Nunca he contactado o intentado contactar con Halloway, quien quiera que sea, y le haya o no conocido alguna vez. Escuche, voy a hacerme un café —y después, algo rencorosamente, añadió—: ¿Ha tomado usted café ya?
Manteniendo la puerta abierta para Butler, Dickison retrocedió al interior.
—No, gracias. Por lo que usted pueda recordar, ¿cuánto hace que vio por última vez a Halloway?
La puerta se cerró tras ellos y ya no pude seguir oyendo lo que decían. Pero tampoco estaba realmente interesado. A través de una ventana los vi aparecer en la cocina y luego retirarse a otra habitación. Aguardé una hora antes de que reapareciesen en la puerta de entrada, sin que ninguno de los dos pareciese particularmente complacido. Butler se despidió con la advertencia de que quizá regresara más adelante con algunas otras preguntas. Dickison abrió la boca como para protestar pero luego debió pensárselo mejor.
Butler bajó a la acera y se encaminó dirección este, conmigo detrás. Una de las sorprendentemente pocas cosas que un hombre invisible puede hacer mejor que los demás es seguir a otros por una calle vacía sin ser advertido. Raras veces ocurre durante el día, pero en esta ocasión resultó muy útil. En Central Park Oeste torció hacia el sur, y tras caminar otra manzana más, estuve seguro de que no había venido en coche. Pero era posible que tomase un autobús, y si lo hacía se me presentaría una difícil decisión. Nunca tomo autobuses. Allí no hay un lugar seguro al que retirarse. Puedes colarte en uno que va vacío y de pronto lo ves llenarse hasta los topes, incluyendo los asientos y hasta el último centímetro susceptible de ser ocupado. Por si fuera poco, para salir debes abrir las puertas. E incluso si tratas de salir detrás de alguien, tienes que mantener abiertas las puertas de forma poco natural. Sin embargo, en esta ocasión me hubiese arriesgado a tomarlo.
En la Calle 72, Butler bajó al metro y tras una larga espera en el andén subimos juntos al tren. Me gustan las líneas IND West Side: son las menos utilizadas de la ciudad. Butler bajó en Chambers Street y casi lo perdí en la estación, pues la gente hacía cola para pasar por entre los torniquetes y, a diferencia de Butler, yo no podía ocupar un lugar en la cola. Para cuando salí a la calle ya no se le veía. Trepé desesperado al techo de un automóvil produciendo un retumbar metálico que obligaba a la gente a volverse a mirar asombrada el coche abollándose. Vi a Butler una manzana más allá, en dirección norte, y eché a correr detrás de él abriéndome paso entre la gente sin contemplaciones.
Unas cuantas manzanas más allá entró en un edificio oficial, que sólo podría haber sido construido por un gobierno. El alma se te cae a los pies a la vista de tales lugares. Le seguí a través del vestíbulo valiéndome de su corpulencia para protegerme de cualquier colisión. Se dirigió a los ascensores que cubrían el servicio entre el segundo y el decimoséptimo piso y localizó uno que estaba a punto de subir. Estaba lleno de gente: era inconcebible arriesgarme a seguirle, pero me puse a un lado de la puerta y metí la cabeza cuando él entró para ver qué botón apretaba. Séptimo piso.
Di media vuelta y corrí. Me costó un minuto encontrar la escalera y una eternidad subir los seis tramos de escalones. Cuando me detuve a escuchar detrás de la puerta metálica del séptimo piso, caí en la cuenta de que jadeaba audiblemente. La abrí justo lo suficiente para pasar y me encontré en un estrecho recibidor que daba a los ascensores: frente a éstos había una puerta con un guarda sentado. Pasé de puntillas a su lado y entré en un laberinto de pequeños cubículos y oficinas. Los corredores y los espacios abiertos estaban llenos de archivadores y mesas metálicas a las que se sentaban mujeres que escribían a máquina, clasificaban papeles y hablaban. No se veía a Butler. Empecé a avanzar por entre las mesas, espiando en las pequeñas celdas siempre que podía e inspeccionando los números en las puertas de cada oficina y los nombres en las placas de plástico negro pegadas al marco.
Era un lugar increíblemente árido, con el mobiliario de metal y los tabiques y los cristales translúcidos diseminados bajo los alargados tubos fluorescentes y sin la menor organización estética o humana. El ruido de la gente y de las máquinas de escribir rebotaba contra las paredes y los techos desnudos.
Tras deambular por aquel laberinto durante un cuarto de hora, encontré a Butler sentado en un cubículo sin ventanas, tecleando rápidamente sobre una vieja máquina de escribir mecánica. Tenía la puerta abierta, pero el cubículo era tan angosto que no me decidí a entrar. Me incliné lo bastante como para ver escrito el nombre de Dickison en lo alto de la página que estaba mecanografiando y me retiré a observar.
Le costó una hora terminar de escribir y diez minutos más corregir los errores con un lápiz. Luego recogió su trabajo y se lo entregó a una mujer extraordinariamente gorda, de pelo grasiento y uñas sucias, que estaba leyendo un libro con una portada en la que se veía a dos personas vestidas con trajes como de cuento de hadas y abrazándose frente a un castillo. La mujer dejó el libro, metió un papel en la máquina y para asombro mío se puso a escribir a más velocidad de la que yo había visto nunca. Casi al tiempo que Butler volvía a tomar asiento en su cubículo otra vez, ella ya había terminado y estaba releyendo lo escrito en busca de errores bastándole aparentemente una simple ojeada por página. Notable. Casi todo el mundo rehusaría contratar a esa mujer al primer vistazo, y sin embargo era espléndida. Me pregunté si habría cometido algún error. Ella, en cualquier caso, pareció satisfecha. Recogió el informe y lo depositó sobre la mesa de Butler. Este buscó directamente la última página y la firmó.
—Tenemos órdenes de enviar dos copias de esto a Coordinación Especial en el catorce-cero-siete; tome el número de registro de la primera página; y no archive nada aquí.
Eso era todo cuanto yo necesitaba. Les dejé y regresé a la escalera para iniciar el ascenso hasta el piso catorce. No corrí, pero subí aprisa porque deseaba estar allí, a ser posible, cuando llegase el informe. Resultó que fui capaz de sacar veinte horas de ventaja al sistema de correo interno.
El despacho 1407 constaba de dos habitaciones, una de las cuales era una oficina con ventanas y la otra un antedespacho donde se sentaba una secretaria. Al principio creí que el informe llegaría en cualquier momento y permanecí de pie junto a la mesa de la secretaria hasta que transcurrió tanto tiempo que empecé a pensar que algo había ido mal. Quizás el número 1407 se refería a otra cosa y no a la numeración del despacho. Pero podía ver sobre la mesa de la secretaria varias cartas dirigidas a Coordinación Especial. Quizá había tenido lugar un cambio de órdenes y el informe había sido enviado a otro lugar. Pero no me atreví a volver a la oficina de Butler y arriesgarme a perderme la probable llegada del informe. Me senté a esperar en una silla de madera. Podía ver en la oficina interior a un hombre de unos cuarenta y cinco años leyendo un informe tras otro. A las cuatro y media la gente empezó a abandonar el edificio. La secretaria se fue a las cinco, y unos pocos minutos más tarde salió el hombre y cerró a su espalda la puerta de la oficina. Me rendí y me fui a casa.
A las siete cuarenta y cinco de la mañana estaba de vuelta y dispuesto a esperar todo el día si era necesario. A las ocho y media en punto, todo el mundo estaba en sus puestos en el 1407. Poco después de las nueve, un hombre mayor con una chaqueta gris apareció empujando un gran carro lleno de compartimientos para el correo y los papeles. Sacó un paquete de cartas y lo dejó sobre la mesa de la secretaria. Ella las revisó; abrió la mayoría de sobres y ordenó cuidadosamente sus contenidos. Allí estaba: dos copias. Cuando entró en la oficina para llevarle el correo al jefe, yo lo hice detrás de ella.
Me coloqué junto a una ventana y le vi repasarlo sentado a su mesa. Dejó mi informe a un lado hasta que hubo acabado con el resto y entonces lo leyó con atención de principio a fin. Cogió el teléfono y marcó un número.
—Hola. ¿Puedo hablar con el señor Jenkins, por favor?
Me adelanté un paso para estar seguro de no perderme nada.
—Entonces, ¿puedo hablar con el señor Clellan?
Hubo una pausa y del otro lado surgió una voz que no pude distinguir.
—Hola, ¿Bob? Aquí Jim O’Toole. Tengo aquí una pila de cosas para ti. ¿Recuerdas el tipo que quiso ponerse en contacto con Halloway…? Dickison… Bien, mandamos un hombre a hablar con él y niega haber intentado entrar en contacto con Halloway. Dice que es posible que fuesen presentados hace años, pero que no está seguro… Cómo quieres que sepa yo qué significa todo esto… Podrías echarle una ojeada al informe, leerle la transcripción de la llamada y ver si sacas algo en claro… Tengo también los informes de la escuela primaria que creían desaparecidos. Estaban en unas cajas en el sótano… No, no hay nombres que no tuviéramos ya… Y dicen lo mismo que los de la escuela secundaria: no estudiaba suficiente. Una vez, en cuarto grado, tuvo una pelea en el autobús escolar, pero eso es lo más interesante que he podido encontrar. Algún día tendrás que explicarme qué es lo que os interesa de este tipo… Sea lo que sea, no logro verlo… O.K. Lo dejaré todo en el despacho del correo del segundo piso para que lo recojáis cuando queráis… Claro. Hasta luego.
Se puso en pie, recogió una de las copias del informe y se dirigió a un archivador del que sacó dos grandes sobres de papel de estraza. Se lo llevó todo a la secretaria.
—Haz un paquete con todo esto y dirígelo a Global Devices, sin dirección, y déjalo en el despacho del correo para su envío. ¿Podrías bajarlo tú misma? Si no, puede tardar varios días en llegar al segundo piso.
Bajé a toda prisa las escaleras hasta el segundo piso y llegué justo a tiempo de ver a la secretaria entregar el paquete para Global Devices. Justo a la entrada del despacho del correo había un mostrador ancho y largo, detrás del cual tres personas clasificaban cartas y paquetes. Tres cuartos de hora más tarde llegó un chico hispánico de unos dieciocho años con una bolsa de lona colgada a la espalda por medio de unas correas.
—Paquete para Global Devices.
Una mujer de las que trabajaban al otro lado del mostrador se volvió hacia él.
—¿Eres de Global Devices? —preguntó—. Necesito tu tarjeta de identificación.
—Soy del servicio de mensajeros Speedwell. Llame si quiere —le entregó una tira de papel. Me acerqué con la esperanza de ver una dirección, pero en el papel sólo figuraba escrita la dirección en que nos encontrábamos.
La mujer le entregó un portapapeles:
—Firma en la última línea, poniendo tu nombre, fecha, hora y dirección.
Le vi escribir «Global Devices». Ella recogió el paquete y se lo entregó.
Mientras él tomaba el ascensor, yo bajé por las escaleras y me dirigí al vestíbulo para esperarle. Salimos juntos en dirección a su bicicleta. No hay nada más descorazonador para mí que una bicicleta. Quitó la cadena que la sujetaba a un cartel de prohibido aparcar y se montó en ella.
No tenía ni idea de si ello me ayudaría ni de lo que haría a continuación, pero al ver que todo mi plan se venía súbitamente abajo, salté hacia adelante justo en el momento en que él levantaba del suelo el segundo pie buscando el pedal y empujé la bicicleta en esa dirección. El ciclista totalmente desprevenido, cayó sobre la calzada. Antes de que pudiera hacerse una idea de lo ocurrido, salté sobre los radios de la rueda trasera dejándolos todos torcidos. Mientras el chico alzaba inseguro la mirada para ver qué había ocurrido yo retrocedí unos pasos. Se liberó de la bicicleta y se agachó para ver qué daños había sufrido, empujándola después cuidadosamente en dirección a la acera. La rueda trasera rozaba contra el marco a cada vuelta.
Quizás ahora pudiésemos ir caminando juntos hasta su punto de destino. Confié en que no tuviera permiso para tomar taxis.
Dejó apoyada la bicicleta contra el edificio y se dirigió algo tambaleante hacia un teléfono, en el que marcó un número. Mientras aguardaba respuesta, empezó a jurar.
—¡Me cago en la madre que los parió! ¡Dios! —y luego dijo—: Hola, aquí Ángel… No, todavía estoy en el centro. Alguien me ha jodido la bicicleta mientras estaba dentro recogiendo el paquete… No, no la dejé en la calle, coño… En la acera y atada con la cadena a una señal de tráfico. Sencillamente, la han jodido. Exactamente como todo lo demás en esta jodida ciudad. Miras a otro lado y te joden la bici así, sin más. No, sin ninguna razón… Una rueda totalmente deformada… ¿Qué quieres que haga…? Global Devices, uno treinta y cinco Calle 27 Este… Pues claro que sé caminar. ¿Quieres que deje la bici aquí o qué?
Yo iba ya de camino, exultante y triunfador. Les había localizado mientras ellos creían estar localizándome a mí. No estaba muy tranquilo mientras me dirigía hacia ellos, pero ahora la iniciativa la llevaba yo. Confié en que se me ocurriría qué hacer con ella.