El resto del verano lo pasé trabajando durante el día y descansando de noche, evitando a la gente tanto como me era posible y sin permanecer en cada apartamento más de un día o dos. Invertí todo mi tiempo en la búsqueda de nuevas oportunidades en la bolsa y, aunque el trabajo era aburrido y algo mezquino —ya que iba desde fisgonería al robo puro y simple—, trabajé incluso más que cuando recibía un buen salario por hacer de analista de valores convencional.

Tras conceder a Willy y sus empleados un par de semanas para calmarse y empezar a pensar en otros asuntos, llamé para excusarme una vez más a costa de los doscientos mil dólares que seguían sin llegar. No había problema alguno, me aseguró Willy, pero en su tono se advertían una reserva y una cautela de las que antes carecía. También quiso saber si esos fondos llegarían.

—Mi padre va a poner una querella en relación a este asunto —dije—. Yo te llamaba para decirte que alguien del despacho de abogados se pondrá en contacto contigo para verificar algunos extremos. Y por cierto —añadí—, tengo algo de dinero en mi cuenta, ¿no es verdad?

—Sí. Espera un momento… Diez mil cuatrocientos setenta y seis dólares con algunos centavos. Tendrías que hacer algo con ellos mientras tanto. Precisamente tengo aquí una buena oportunidad, una empresa de biotecnología llamada Orex, de California. Es verdad que nunca han ofrecido beneficios, pero llevan unos tres años en el mercado y tienen un historial que…

—En realidad —dije—, un amigo de mi padre me ha hecho unas sugerencias…

—¿Es el mismo amigo que te aconsejó lo de Allied Resources? Porque ése fue un buen asunto. Lástima que tuvieras que vender tan pronto. Al día siguiente se anunció una oferta de compra que subió los precios a 19.

—Este es otro amigo. Quisiera saber si podrías comprarme cuatrocientas acciones de Westland Industries. Están «sobre la mesa», ¿no es así como lo llamáis?

—Sí, Jonathan. Un momento. Están a 6 1/2 y 7. Ahora no recuerdo si te lo expliqué el otro día, pero podemos hacer una oferta para comprarlas a determinado precio o bien podemos echar adelante y hacerlo lo mejor que sepamos, lo cual quiere decir quedarnos con lo que haya en el mercado. ¿Me sigues?

—Sí, es una explicación perfectamente comprensible. Me parece bien. Limítate a comprar lo que buenamente encuentres en el mercado —lo último que deseaba era que Willis llamase a cualquier hora al apartamento de los Crosby para anunciar la ejecución de alguna compra—. La siguiente operación será en la bolsa de Nueva York. La empresa se llama RGP. ¿Basta con las iniciales?

—Sí, Jonathan, con eso basta.

—Si pudieras conseguirme trescientas acciones sería fantástico. Lamento hacerlo tan complicado.

—No te preocupes en absoluto, Jonathan. Para eso estamos aquí. Veamos…

—Y por otra parte, quisiera comprar algunas opciones, pues alguien me ha dicho que se puede ganar mucho más dinero con ellas.

—Las opciones pueden jugar un papel muy útil a la hora de estructurar el conjunto de una estrategia inversora, Jonathan, pero debes saber que con una opción puedes perder todo tu…

—Quisiera opciones de una empresa llamada Great Appalachian… Espera, lo tengo escrito aquí… Quisiera dos mil Octubres 45. ¿No es así como las llamáis? En la bolsa, me refiero.

Un cuarto de hora más tarde Willis llamó de nuevo para confirmar las operaciones. Habían comprado las opciones a 1 5/8. Las Westland y las RGP no me interesaban gran cosa. Eran el tipo de inversiones racionales, bien pensadas y a largo plazo que yo hubiera hecho en tanto que Nicholas Halloway, pero ahora me servían de camuflaje para las opciones de la Great Appalachian. En el día de hoy las Great Appalachian se ofrecían a 44, pero habiéndome pasado largas horas en las oficinas de Distler Corby —el banco de inversiones que colaboraba con la dirección de Great Southern en una compra forzosa— yo estaba en condiciones de saber que antes de fin de mes se haría una oferta por esas acciones en torno a los 70. Comprando las acciones obtendría un rendimiento del setenta y cinco por ciento en apenas tres semanas, que en principio debería ser más que suficiente para cualquiera. Pero ese movimiento en la bolsa haría subir las opciones —que son una posibilidad de comprar acciones a un precio estipulado— desde 1 5/8 a unos 20, lo cual implica un rendimiento del mil por ciento en el mismo período. Aun así, no sabía bien si comprar las acciones en lugar de las opciones, porque éstas tenían más posibilidades de llamar la atención, pero no tenía más remedio que hacerlo. Apenas me quedaba tiempo.

De momento resultaba sencillo encontrar lugares para dormir. En agosto, en Nueva York, puede haber edificios enteros vacíos en un determinado momento. Y con el tiempo cálido y seco resultaba sencillo andar por ahí. Pero sabía que disponía únicamente de unas pocas semanas antes de que la gente empezase a ocupar de nuevo sus apartamentos, de forma que debería pasarme otra vez la mayor parte del tiempo buscando lugares donde dormir. Y el riesgo de ser descubierto sería mayor. El tiempo sería fundamentalmente frío y húmedo, y necesitaría ropa de abrigo aparte del traje que había estado llevando durante los últimos cuatro meses. Tendría que volver a Nueva Jersey en busca de las cosas que había dejado allí. Pero ésa era otra de las razones por las que necesitaba desesperadamente mi propio apartamento: tenía que haber algún sitio donde guardar mis posesiones invisibles. Si traía más cosas a Nueva York, no podía andar cargando con ellas todo el día. Por otra parte, ya no podía más de sardinas, atún y fideos. Necesitaba imperiosamente volver a comer alimentos frescos, pero no podía arriesgarme a que me los enviasen a uno de esos apartamentos que se suponían vacíos.

La fecha clave sería diciembre, cuando los señores John R. Crosby regresasen a su apartamento. Para entonces debía poseer, como mínimo, otro teléfono y una nueva dirección si es que deseaba mantener vivo a Jonathan B. Crosby.

Pero había otra razón para seguir adelante. Bajando una tarde por York Avenue vi, o creí ver, a Gómez que salía de un edificio situado a manzana y media en dirección sur. En cualquier caso podría haber sido Gómez, y ello me provocó una oleada de temor. Era un edificio en el que yo había estado dos noches atrás. Para cuando corrí a ver de quién se trataba, él subió a un coche y desapareció.

Podía no significar nada. Un error o una coincidencia. Ni siquiera debían estar seguros de que yo siguiese en Nueva York. Pero no tenía sentido, absolutamente ningún sentido, especular y dar vueltas a lo que ellos pudieran estar pensando o haciendo. Yo no podía hacer nada distinto a lo que hacía. Tenía que seguir moviéndome, tan rápido como me fuera posible, y confiar en que siempre les llevaría la delantera.

En la última semana de agosto, la misma mañana en que la dirección de Great Appalachian debía anunciar la venta forzosa a 69, llamé a Winslow.

—Willy, creo que voy a vender esas opciones de Great Appalachian.

—Parece haber aquí, en Great Appalachian, una cierta actividad. Podrías considerar la posibilidad de mantenerte firme y ver qué pasa con ellas.

—Creo que ya he ganado suficiente y prefiero vender esta misma mañana —las acciones estaban a 63 y las opciones a 19. Según la Comisión de Valores y Cambios, ellos rastrean las transacciones en situaciones como ésta, en busca de algún negocio subterráneo. Pero aun suponiendo que eso fuera cierto, era dudoso que investigasen a quienes hubiesen vendido antes del anuncio.

—También he estado siguiendo esas Westland que compraste. Aquí no han hecho nada —me dijo. Siempre hablaba de esos asuntos como si tuvieran lugar «aquí», es decir, como si la bolsa estuviese alojada en uno de los cajones de su mesa. Junto a la botella de ginebra, quizá—. Cuando llevas algún tiempo en el negocio —me estaba explicando—, adquieres una intuición que te permite saber cuándo unas acciones se van a mover y cuándo no. Es una especie de sexto sentido que va más allá del mero masticar números. En realidad no es exagerado llamarlo un arte… Me hubiera gustado mucho preguntarle por qué, con ese talento, malgastaba su tiempo como agente colegiado, con botellas escondidas en la mesa, mientras Wearren Buffet se llevaba todo el dinero y la fama. Pero le necesitaba. Le dije que seguramente seguiría sus consejos la próxima vez. Y en realidad, el hecho de que Willy no cayera en la cuenta de lo bien que me desenvolvía era una de sus cualidades más atractivas y útiles.

Me pagaron a 19 5/8 la opción. Mi cuenta tenía ahora algo más de cuarenta y nueve mil dólares. Un rendimiento muy satisfactorio considerando que había empezado menos de dos meses antes a cero. Pocas cosas proporcionan una sensación de bienestar como el éxito en la bolsa. Combina los aspectos mejores de resolver bien una operación difícil y de ganar en la lotería. Y hay algo particularmente placentero en poder mirar el periódico cada día y recibir un grado, una puntuación por tu trabajo. A veces la puntuación es menor que el día anterior —es imposible para cualquiera, incluso en mi ventajosa posición, predecir con certeza absoluta un mercado, pues las bolsas son demasiado eficientes para permitirlo—, pero lo más frecuente era que mi puntuación fuese alta. Pensándolo bien, yo contribuía dentro de mis limitadas posibilidades a la eficiencia del mercado, al procurar que una información útil fuese transmitida algo más aprisa a través del mecanismo de precios. Una mano invisible llevándose su ínfima ración, como si dijéramos. Y el éxito le impulsa a uno a trabajar aún más.

Era más feliz que nunca desde que sufrí el accidente, aunque ocasionalmente me acordaba de cómo me gustaba en los viejos tiempos llamar de cuando en cuando a un amigo para discutir con él lo que estaba comprando y vendiendo, o lo que estaba ganando o perdiendo.

Entonces llegó septiembre, y el fin de semana del Día del Trabajo; y de repente, tal y como me temía, pareció que ya no había apartamentos vacíos en ninguna parte. Tenía que pasarme días enteros buscándolos y muchas veces me vi obligado a permanecer varios días en el mismo, aun sabiendo lo peligroso que era.

Un día vi a Tyler. Estuve seguro de que era él, incluso a pesar de la distancia. Un negro enorme, subiendo por la Tercera Avenida cojeando. No tenía ni idea de a dónde se dirigía ni de dónde venía. Recorrió media manzana, se subió a un Sedan negro y desapareció. No había manera de saber qué hacía por aquí. Quizá viviera en las cercanías. Quizá se habían olvidado de mí y trabajaban en otro caso.

En esa manzana había un enorme edificio de ladrillo blanco, exactamente la clase de edificios de apartamentos en que me gustaría estar.

Una cosa era cierta: no estaban buscándome en otra ciudad. Jenkins quizá suponía dónde estaba y lo que hacía. Pero era posible que no supieran nada concreto. Puede que incluso no estuvieran seguros de si yo seguía en Nueva York. Me hubiera gustado que existiese una forma de saberlo. O al menos de impedirme darle vueltas mentalmente todo el tiempo, sin dejarme pensar en otras cosas. Todo sería más sencillo si pudiera hablar con alguien daba igual con quién. O acerca de qué.

Pensé en la posibilidad de ir a Boston para llamar a Jenkins desde allí. La llamada misma le engañaría y quizá yo podría enterarme de lo que ellos pensaban y hacían. Ridículo. La única solución era mantenerme absolutamente tranquilo: no ofrecerles nada a lo que agarrarse, ni tampoco un señuelo.

Si seguían mucho tiempo más sin el menor rastro de mí, no tendrían más remedio que rendirse. Por lo que a ellos respectaba yo podría estar muerto.

Unos días más tarde creí haber visto a Gómez de nuevo. Me parecía verlos a todos ellos y a todas horas, hasta que empecé a no estar seguro de si realmente los veía o no. Siempre, para cuando quería correr detrás de ellos, se habían ido antes de mi llegada. Desaparecían en una esquina; o el coche acababa de arrancar al llegar yo. Ahora vigilaba de continuo.

A veces sonaba el teléfono del apartamento en el que me encontraba y estaba convencido de que era Jenkins llamándome. Él sabía que yo estaba allí. O podía estar allí. Me retaba a contestarle. Casi sería un alivio hablar con él. El teléfono sonaba y sonaba. Después podía quedar silencioso y volver a sonar unos segundos después, hasta que me iba del apartamento para huir de Jenkins.

Odiaba el presentimiento de que ellos estuviesen acercándoseme gradualmente, y me invadían oleadas de rabia y desesperación que me impedían pensar en ninguna otra cosa. Tenía la pistola. Me imaginaba esperándoles pacientemente y despachándolos uno por uno. Me imaginaba acercándome a Jenkins para decirle: «Aquí estoy, Jenkins». Entonces le dispararía en una articulación, un codo o una rodilla, que saltaría horriblemente en pedazos. Caería al suelo con su rostro contraído por el insoportable dolor. Y dispararía de nuevo contra la forma convulsa y él mismo vería manar la sangre por los agujeros de su pecho. Tales escenas de venganza se apoderaban de mí, y las revivía una y otra vez, incapaz de dirigir mis pensamientos en otra dirección.

Pero en la práctica, como Jenkins había señalado con obsequiosidad, es difícil alzar el arma y disparar contra una persona. Se necesita un súbito acceso de odio y de terror desesperado, unos sentimientos que, si bien en apariencia te proporcionan toda clase de ideas útiles, nunca surgen cuando realmente lo necesitas. Todavía me estremecía ante la visión de Tyler sangrando a mis pies. Y como Jenkins había señalado también, no ganaba nada disparando contra ellos. Difícilmente mitigaría su determinación a atraparme. Mi única opción era seguir como hasta ahora.

Un día que salía a última hora de la mañana de un apartamento situado en un enorme edificio de ladrillo blanco en la Segunda Avenida, vi a Clellan en el extremo opuesto del vestíbulo hablando con el portero. Aunque vigilaba constantemente, esperando encontrarlos en cualquier momento, la visión de cualquiera de ellos siempre me paralizaba el corazón y me atemorizaba. Me dirigí lenta y cuidadosamente hacia ellos. Temblaba.

Clellan estaba diciendo con su acostumbrada jovialidad:

—Usted sabe, como lo sé yo, que en un edificio de este tamaño no hay manera de controlar al ciento por ciento a todos cuantos entran y salen. Y por eso se ha creado este cuerpo especial que abarca la ciudad entera.

El portero respondió con un acento centroeuropeo:

—De la gente que pasa por aquí, podría contarle yo cosas que no creería.

—Precisamente por eso estamos aquí —dijo Clellan—. Podemos ayudarle. Pero necesitamos sus informaciones. Queremos saber cuáles son exactamente los problemas, o si ha detectado algún signo de que personas no autorizadas están utilizando los apartamentos. Si faltan llaves o si no están en su lugar. Usted tiene aquí en el vestíbulo las llaves de todos los apartamentos, ¿no es verdad?

—De las llaves habría mucho que hablar. El vigilante nocturno, Freddy, es un puertorriqueño, ¿entiende lo que quiero decir? Todo lo que hay que hacer es poner las llaves de cada piso, de la A a la C o de la D a la F, en esas escarpias, ¿comprende? Pero cada vez que viene Freddy ya puedes olvidarte de ello.

Mientras el portero hablaba, el rostro de Clellan adquirió de pronto una expresión de gran atención, y advertí que estaba mirando al suelo. Siguiendo su mirada, yo también miré al suelo. El miraba directamente a mis pies, o mejor dicho a las dos depresiones con forma de pies dibujadas en la alfombra debajo de mí. Por un momento ninguno de nosotros se movió. Hasta que, con todo cuidado, levanté el pie derecho y lo apoyé en el suelo de mármol más allá del borde de la alfombra. Clellan y yo vimos, cómo el aplastamiento de la alfombra desaparecía. Él continuó mirando hacia abajo. Después se llevó las manos a los costados y abrió indeciso los dedos, como si no supiera si debía saltar contra mí. Levanté el pie izquierdo y la huella empezó a desaparecer. Las manos de Clellan se relajaron. Miró en mi dirección con una expresión de incertidumbre en el rostro.

El portero, advirtiendo que Clellan ya no le escuchaba, dejó de hablar. Ahora contemplaba a Clellan desconcertado.

—¿Halloway? —dijo Clellan en voz baja. No dije nada, ni hice movimiento alguno. Clellan miraba hacia mí con gran atención. Traté de decidir qué certeza tenía él de mi presencia. Su mirada regresó a la alfombra. No había rastro alguno de mí—. ¿Está usted ahí, Halloway?

El portero miraba ahora a Clellan muy de cerca, entrecerrando los ojos.

—¿Le importa enseñarme otra vez su identificación? —dijo súbitamente. Clellan no le prestó atención—. Tendrá que esperar aquí hasta que llame al intendente —prosiguió el portero.

—¿Halloway? —repitió Clellan.

Lenta y silenciosamente empecé a retroceder.

—Halloway, queremos ayudarle.

Salí de espaldas por la puerta delantera. La mirada de Clellan seguía recorriendo el vestíbulo. Le echó un vistazo a la puerta, frunció el rostro y se volvió hacia el portero, que trataba desesperadamente de hablar con alguien a través del teléfono interior.

Aguardé a Clellan frente al edificio. Salió unos minutos más tarde y caminó decidido en dirección a la siguiente manzana, donde se subió en un Sedan gris aparcado frente a una boca de incendios. Le seguí justo hasta el coche y estuve mirando vanamente a través de los cristales en busca de alguna información que pudiese resultarme de utilidad.

Mientras se alejaba, Clellan sostenía un teléfono en la mano y hablaba animadamente.