Cuando paseaba por la Tercera Avenida, vi a un grupo de cinco personas que entraban en un edificio y supe que iban a una fiesta. Eran ruidosos, y más que hablar, se gritaban unos a otros, o se empujaban amistosamente. Los hombres llevaban abierto el cuello de la camisa y las corbatas sueltas y con los extremos apenas anudados, un estilo que yo asocio con los corredores de bonos. Era el tipo de gente que me prestaría exactamente la ayuda profesional que necesitaba. Además debían celebrar fiestas divertidas, y me encontraba en un estado de ánimo propicio a la celebración.

El portero los encaminó hacia el ático y se metieron en el ascensor. Miré el dial luminoso. Para mí significaría una ascensión de trece pisos. A mi lado se abrió la puerta de otro ascensor y salió un hombre dejándolo vacío. Me colé por la puerta abierta. ¿Por qué no aprovechar la oportunidad? Mi reciente triunfo en la bolsa me había llenado de confianza y, frente a cualquier cosa que ocurriese, yo sería lo bastante rápido y listo como para solucionarla. Apreté los botones del ático y del piso inmediatamente inferior, y me bajé en éste: por más confiado que me sintiese, no podía arriesgarme a encontrarme en un ascensor cuya puerta se abriera para recibir pasajeros, especialmente un grupo numeroso que sale de una fiesta.

Cuando hube subido el último tramo de escaleras y me colé en el apartamento, me encontré en una amplia estancia llena de gentes similares a las que había visto a la puerta del edificio. A juzgar por sus conversaciones, resultaba evidente que la mayoría eran agentes y representantes comerciales. Si no los conocen, no seré yo quien les explique qué hacen en sus trabajos —en el «tajo», como ellos acertadamente lo llaman—, porque cualesquiera que sean sus puntos de vista, ustedes los encontrarán aún más desagradables de lo que ellos piensan de sí mismos. Sin embargo, mi inexperta opinión es que la única manera de hacer dinero en ese negocio es aceptar comisiones a costa de las pérdidas de los demás.

Pero una de las cualidades más atractivas de esa gente es su ilimitada y casi maníaca energía. Siempre están presionando, empujando y gritando —tanto en su trabajo como en las fiestas—, y si duermen, cosa que dudo, probablemente gritan también en sueños. En consecuencia, sus voces sufren una profunda ronquera y en plena conversación con alguien que está a su lado, pueden gritar de repente a alguien que se encuentra al otro extremo de la habitación: «¡Eh, Ronnie, Ronnie! ¡Escucha esto! A las diez en punto de la mañana Norman empieza a vender sus tripas de cerdo y…». Su instinto les lleva a atiborrarse de toda clase de inputs sensoriales, lo que les hace propensos a la obesidad y a una deplorable música de fondo. Tienden a vivir a un nivel muy superior al del resto de la humanidad, cosa que consiguen calculando cuidadosamente su presupuesto: hacen una estimación de lo que pueden ganar si todo va bien, y luego gastan mucho más sólo porque a ellos les gusta así. Eso les hace mostrarse muy activos en el mercado, porque opinan que correr grandes riesgos es la única forma de obtener grandes beneficios.

A través de las ventanas del apartamento podía ver una terraza amplia y, más allá de ella una asombrosa vista que abarcaba varias millas en cualquier dirección. Aunque no tenía ni idea de lo que ese apartamento podía costar, el valor de la cocaína que había dentro era ciertamente mayor. Esas gentes tienden, a intervalos regulares, a enrollar un billete de dólar —aunque lo más probable es que sea uno de cincuenta— y succionar polvos a través de la nariz. Entonces, para mantener las cosas en perspectiva, se zumban un vaso de ginebra o de ron mezclado con bebidas suaves. No sabría decir si todo esto les parece a ellos una forma de alivio tras sus actividades laborales o bien una continuación de ellas.

Había un montón de gente diseminada por el apartamento y se oían gritos y risotadas provenientes de otras habitaciones y de la terraza. Las mujeres, aunque no eran exactamente bellas y muchas veces alcanzaban un volumen superior al que a uno idealmente le gustaría, tenían sin embargo un atractivo elemental. Por otra parte, y a diferencia de lo que actualmente ocurre en muchas reuniones neoyorquinas, no había ninguna dificultad a la hora de distinguir a los hombres de las mujeres.

Salí justo cuando acababa de ponerse el sol dejando un cielo cuajado de extravagantes colores. La terraza abarcaba tres lados del apartamento. Hacia el sur y el oeste había una prolongación ocupada por invitados sentados en sillas, que charlaban y bebían apoyados en el parapeto. Pero al norte se estrechaba hasta formar un simple pasillo y allí fui a sentarme, sorbiendo furtivamente con el canuto del bolígrafo de un gin tonic olvidado. A la luz del atardecer ni siquiera yo podía distinguir la estrecha columna de líquido ascendiendo en el aire para luego disiparse. Al otro lado de la esquina, podía oír a los invitados jactarse alegremente de sus éxitos en el «tajo», y alrededor veía los espectaculares cañones de cemento y cristal. Aunque vivas en Nueva York, estas vistas por encima de los rascacielos nunca pierden su poder de emocionar.

Por la esquina apareció una mujer y yo retrocedí para que no se me echase encima. Luego resultó que estaba siendo empujada por un hombre que venía detrás. Cuando ambos estuvieron a cubierto de las miradas de los demás, él la hizo apoyarse contra la pared y la besó. Ella anudó lánguidamente sus brazos en derredor de él y apretó con fuerza su boca abierta contra la suya. El cuerpo de él la apretaba contra la pared y ella parecía como si se enrollara en él.

De pronto estalló a lo lejos un coro de voces que gritaban jovialmente:

—¡Leo!

—¡Eh, Leeeo!

—Venga, Leo.

—¡Annie te está buscando!

Con mirada ligeramente sorprendida, el hombre se desasió de la mujer. Desapareció apresurado por la esquina, y fue recibido con risas y gritos.

—¡Hola, Leo!

—¿Dónde estabas?

—Muy bien, Leo.

La mujer lo siguió tranquilamente hacia el grupo de la terraza y yo la seguí a ella para ver si ocurría algo interesante. Leo ya no estaba, pero uno de los que permanecían en la terraza pasó con aire ausente su brazo en torno a los hombros de la mujer y luego, sin dejar de hablar con los otros, deslizó la mano por su espalda, le dio dos golpes en el trasero y a continuación le dio distraídamente un abrazo que podría haberle roto las costillas a otra criatura menos resistente. Ella lo aceptaba todo con absoluta pasividad. Era difícil saber incluso si se enteraba.

Regresé para dar una vuelta por la casa. En la habitación principal había dos hombres repantigados en un sofá, que formaba un ángulo de noventa grados, y con los pies apoyados sobre una mesita de cristal. Una mujer yacía atravesada sobre uno de ellos, boca abajo e inerte: podía haber fallecido o podía sencillamente estar escuchando música. Los hombres hablaban en tono grave y contenido.

—¿Le ha vuelto a ver alguien? —preguntó uno de ellos.

—Durante unas semanas nadie supo qué se había hecho de él —respondió el otro—. Sencillamente, desapareció. Después aparece en Chicago hablando de trabajar tal vez en el Mere. Pero luego volvió a desaparecer. Nadie sabe adonde ha ido. Debe demasiado dinero a demasiada gente. Y encima, quizás, a una gente peligrosa.

—Demasiada coca. Una cosa es tomar de vez en cuando, pero Mel al final tenía el cráneo machacado. Hay montones de gentes que se meten en problemas por eso. Hay que moderarse un poco para saber lo que haces. Mel estaba loco.

—No, lo de la coca era debido a que ya tenía problemas. Estaba tocado, eso es todo. Le puede pasar a cualquiera.

Hubo un momento de lúgubre silencio. Quedar tocado significa ir a la quiebra, en su mundo. La ruina. Esa gente no pierde simplemente tu dinero mientras se embolsa las comisiones. Pierden también el suyo, y eso es realmente lo que les preocupa. Y ése, podría decirse, es su único rasgo verdaderamente atractivo.

—No me lo puedo creer —dijo el primero—. Tienes que andarte con ojo. No te puedes ir a casa cada viernes tan colocado. Un buen día te encuentras con los pulmones destrozados. Mel estaba loco al final.

—Es posible. Mala cosa, de todas formas. Muy duro. Durante un tiempo lo tuvo todo. El Mercedes, el barco, la mujer y los hijos en Nueva Jersey. Todo ha desaparecido, por las buenas.

El otro hizo una mueca, aunque es difícil decir si fue para mostrar su simpatía por la pérdida de Mel o bien porque le había sido recordado que también él poseía todos esos accesorios. Alargó la mano en la que no sostenía la bebida y la pasó por el trasero de la chica tumbada encima de él. Ella movió la cabeza y le pasó una mano a lo largo de la pierna en lo que podría ser una caricia.

La chica de la terraza deambulaba. Había bebido mucho y quizá también fumado: su avance era deliberado, casi majestuoso. La vi cruzar la estancia contoneando las caderas para mantener el equilibrio a cada paso. Di media vuelta y la seguí. Se encaminó hacia un corredor, abrió una puerta y entró. Yo entré detrás. Al otro lado de la habitación había dos hombres de pie ante una mujer sentada al borde de la cama. Ella le había desabrochado los pantalones a uno y cometía o estaba a punto de cometer un acto obsceno. El otro parecía llevar a cabo con una mano una complicada manipulación de drogas sobre una mesita cercana a la cama —y que consistía en extender y mezclar varios montoncitos de algún tipo de polvos— en tanto que metía la otra mano por debajo de la falda de la mujer.

Di varios pasos hacia adelante para poder ver más claramente lo que se hacían unos a otros. Es desagradable sentirse al mismo tiempo atraído y repelido por esta clase de escenas. Pero yo no iba a poder tocar nunca más a otro ser humano, y aunque espiar a esa gente era —lo reconozco— un pobre sustituto, en esta vida cada cual se lo hace como puede.

Ver sobarse a la gente en la vida real no es como en las películas, donde te presentan personas de una extraordinaria perfección física fotografiadas con todo cuidado. Aquellos tres, en concreto, eran físicamente de lo más vulgar y muy pasados de peso. Por mera curiosidad, le eché una ojeada a los polvos sobre la mesa. Era una sustancia granulada y de color anaranjado totalmente desconocida para mí. Incluso, en cuestiones de abuso de drogas, esa gente carece de respeto por las convenciones.

El hombre que estaba manipulando la droga levantó la vista y le hizo un gesto a la mujer a la que yo había seguido.

—Hola, Janie.

Janie fue derecha a una puerta situada al otro lado de la habitación. La escena que estaba teniendo lugar sobre la cama no pareció afectarla en modo alguno. Probó el picaporte y vio que estaba cerrada. Se dio la vuelta y miró a los que estaban en la cama.

—Eh, Janie, ven aquí.

Se detuvo un instante con una vaga expresión en el rostro; luego se dio media vuelta y salió de la habitación. Vi que el tipo dirigía de nuevo su atención hacia la mujer en la cama, metiéndole las manos bajo la falda para quitarle las bragas mientras ella trabajaba con el otro haciendo uso de manos y boca. Seguí Janie sin darme cuenta de lo que me rondaba por la cabeza. El lento y gracioso contoneo de sus caderas.

Ella estaba desapareciendo por otra puerta del corredor y, para cuando llegué allí, había atravesado un dormitorio más pequeño y cerraba a su espalda la puerta de un cuarto de baño. Entré en el dormitorio, cerré la puerta y apagué la luz; me acerqué a la puerta del baño para esperarla.

Sabía, en cierto modo, que era una mala idea. Pero en ese momento nada me parecía tan importante como poder deslizar mis manos sobre ella y abrazarla. Sólo el poder tocarla compensaría todos los riesgos. ¿Cómo podría saber ella, en la oscuridad, que yo no estaba realmente allí? Mi corazón latía con fuerza mientras trataba de reunir todo mi coraje. Era como un adolescente tembloroso y que no está seguro de si es el momento adecuado para inclinarse y besar a la chica. ¿Acaso no era todo una locura? ¿Cómo juzgarlo en mi estado? Eso, o cualquier otra cosa.

Temblando de excitación y anticipación, oí el chorro de orina, la descarga del retrete, el agua corriendo en el lavabo y las ropas vueltas a poner en su sitio. Se produjo una pausa inexplicable y luego dos pasos sobre el suelo embaldosado. Abrió la puerta y apagó la luz: nos quedamos uno frente a otro en total oscuridad.

Antes de que pudiera retroceder y encender de nuevo la luz, la rodeé con mis brazos y la atraje hacia mí, inclinando la cabeza para pegar mi mejilla a la suya y luego, deslizando mis labios por su rostro, los aplasté contra los suyos. Mi lengua se abrió paso por entre sus labios y ella abrió la boca. Sentí que sus brazos se apretaban en torno a mí y las costillas me dolieron de placer allí donde ella las presionó. Su boca parecía abrirse a mi lengua como una vasta cavidad. El roce de sus muslos y sus pechos, pegados a mí con docilidad, resultaba agónicamente exquisito.

Yo había creído, hasta ese momento, que nunca más volvería a experimentar tales sensaciones, ni a sentir a una mujer pegada a mí. Mi cuerpo parecía a punto de explotar.

Deslicé una pierna hasta ponerla entre sus muslos, obligándola a separarlos. La sentí elevar la pelvis y frotar la suave carne y el duro hueso contra mí. La llevé a través de la habitación sin dejar de besarla y de tenerla abrazada. Se movía en la dirección que yo marcaba con una suerte de lánguida pasividad. Sin soltarla, la tumbé en la cama y me puse encima, moviéndome lentamente y entrelazando las piernas. Ella apenas se movía salvo para atraerme hacia sí, abriendo la boca y las piernas. Me introduje entre ellas sintiéndola a través de las ropas, retorciéndose, apretándome con los miembros. Empecé a deslizar una mano por su cuerpo, sobre sus pechos flotantes, entre sus muslos, notando a través del fino tejido de las bragas su suave vello. Los labios húmedos.

En algún lugar, físicamente cercano pero en el extremo más alejado de mi consciencia, oí abrirse una puerta. La luz invadió la habitación.

Vi sus ojos vacíos y desconcertados mirar a través de mí, y durante un breve instante su cuerpo quedó fláccido debajo del mío, como si ya no fuese un ser vivo. Pero al instante se convirtió en algo rígido y ajeno y emitió un alarido prolongado y desgarrador. Su rostro se contrajo de horror y repulsión. Me quitó de encima a empujones. Y empezó a pegarme una y otra vez con los puños. Los gritos espantosos surgían como los rítmicos vaivenes de una sirena. Salté de la cama y corrí a ocultarme en un rincón. La gente entraba en la habitación y se arremolinaba en torno a la cama.

—Tranquila, Janie. Tranquila.

—¿Qué le ha pasado?

—Que ha bebido demasiado.

—Traed un poco de agua.

Los alaridos se hicieron convulsivos, luego se transformaron momentáneamente en opacas y borboteantes explosiones y advertí que estaba vomitando sobre la cama.

—¿Está bien?

—Vamos a llevarla al lavabo.

Me escurrí temblando de la habitación, sin importarme chocar contra unos y otros. Atravesé el pasillo y salí del apartamento. En el vestíbulo exterior todavía se escuchaban sus alaridos.