Cada pocos días pasaba por el apartamento de los Crosby para recoger el correo dirigido a Jonathan B. Crosby, teniendo siempre buen cuidado de ir allí el lunes por la tarde antes de que la señora Dixon pasase el martes por la mañana. Naturalmente, al principio sólo esperaba la tarjeta de la Seguridad Social, pero confiaba en que pronto empezaría a recibir toda clase de extractos y hojas de confirmación por parte de firmas de agentes de bolsa.
Pero antes de abrir una cuenta en un agente debía adquirir unas cuantas ideas acerca de inversiones específicas. Para lo cual tenía que revisar radicalmente toda mi estrategia inversora. Ya no podía marcarme como objetivo el acertar más de la mitad de las veces en el curso de un par de años, cosa que en el pasado parecía un espléndido resultado. Ahora necesitaba hacer una inversión que experimentase una gran apreciación en un espacio de tiempo muy corto y, además, con virtual certeza. Naturalmente, hay un montón de gente que cree necesitar inversiones así, por lo cual no es fácil acertar, pero mi condición me proporcionaba algunas ventajas.
Un lugar donde buscar tales situaciones son las operaciones 13D, así llamadas por el formulario que debes rellenar ante la Comisión de Valores y Cambios cuando adquieres más del cinco por ciento de las acciones de una corporación pública. Cuando te metes en este negocio, buscas una corporación que crees infravalorada por el mercado de valores, o que crees poder revalorizar sólo con controlarla. Te juntas con unos amigos y empiezas a comprar acciones gradualmente, con tanta discreción como sea posible porque no quieres hacer nada que suba de forma innecesaria los precios. Hasta que superas la marca del cinco por ciento e inmediatamente empiezas a decirle a todo el mundo qué es, más o menos, lo que andas haciendo; es probable que hagas algunas ofertas de compra a otros accionistas, pero a un precio bastante superior al que regía poco antes en el mercado. El propósito de todo ello es que terminan comprándote a ti, en cuyo caso esperas obtener unos buenos beneficios sustanciales y rápidos; o bien terminan controlando la corporación, y entonces harás todo aquello que según tú la revalorizará; reestructurarla, reemplazar al director incompetente, venderla por separado o lo que sea. Pero pase lo que pase, aunque todo ello sea una chapuza, el precio de las acciones subirá bastante al menos durante un tiempo.
Hay toda clase de gentes en Nueva York que dedican la mayor parte de su tiempo a hacer este tipo de cosas, y empecé a pasar las mañanas, y algunas tardes, acechando en sus oficinas a la espera de situaciones prometedoras. Aparte de los propios protagonistas —los individuos o corporaciones que llevan a cabo las operaciones mismas— están los despachos de abogados y los bancos de inversiones que les aconsejan y asisten, y que pueden estar envueltos en diferentes operaciones de compra al mismo tiempo. Arreglan asimismo otra clase de transacciones como, por ejemplo, compras de participaciones entre socios, que pueden disparar súbitamente el precio de las acciones.
Los bancos de inversiones llevan a cabo toda suerte de interesantes servicios: de hecho, cualquier acto o servicio que pueda realizarse en una habitación, siendo ésa la única limitación impuesta por la ética profesional. Por las tardes llegaba hasta el centro, y a veces incluso al distrito financiero, y ascendía las interminables escaleras que conducían a la oficina que me interesase (parecía que cuanto más interesante fuese la información, más escaleras era preciso subir). Pasaba horas asistiendo a reuniones y escuchando conversaciones telefónicas. Cuando alguien estaba fuera de su despacho, me colaba dentro y leía cualquier cosa que tuviera sobre la mesa. Así pasé horas y días escuchando cómo banqueros inversores planeaban absorciones que luego no llevaban a cabo. Vi a gentes acumular montañas de acciones y de pronto cambiar de idea y venderlas. Pero poco a poco empecé a comprender dónde aprovecharía mejor el tiempo y a conocer qué abogados y banqueros estaban al tanto de todo cuanto ocurría en sus firmas. Al cabo de un tiempo conocía unas cuantas operaciones particularmente prometedoras y empecé a seguirlas de cerca. Y me puse en una forma física extraordinaria a base de subir y bajar escaleras.
Al mismo tiempo, sin embargo, seguía sin haber dado con el agente de bolsa. Lo cual parecía absurdo teniendo en cuenta todo el trabajo que me había costado en mi vida anterior tratar de evitarlos. El problema era que no podía servirme de ninguno que previamente me conociese como Nicholas Halloway y, al mismo tiempo, dada mi condición, parecía imposible conocer gente nueva. Pero cuando llegó el día veintisiete y recordé la invitación de Charley Randolph para que fuese a su fiesta, se me ocurrió que tal vez podría ser ésa la solución. No sólo iba a necesitar un agente de bolsa sino también un abogado y un contable, y qué mejor sitio para buscarlos que una reunión social donde puedes estudiar a un gran número de personas medio borrachas y hablando sin parar. Iría esa noche a casa de Charley Randolph. Allí habría mucha gente que yo conocía y, ante esa perspectiva, de pronto sentí una gran necesidad de ver caras y oír voces familiares otra vez.
Sin embargo, esa tarde a las siete y media, al llegar frente a la puerta de Randolph estuve a punto de abandonar la idea. Al oír dentro el rumor de los reunidos, me llenó de temor la idea de entrar en una habitación llena de gente y sólo la inversión que significaba haber subido trece pisos de escaleras evitó que me fuese de allí. Se abrió la puerta y salió un hombre al que yo no había visto nunca. Era mi oportunidad e, instintivamente, sujeté la puerta antes de que se volviese a cerrar y me deslicé en el interior.
El recibidor daba sobre un cuarto de estar atestado de gente, todos con vasos en la mano y hablando unos con otros en pequeños grupos. En la pared opuesta había una puerta a través de la cual pude ver más gente entrando y saliendo de otra sala. Era un lugar adecuado para mí: las habitaciones eran muy grandes y no estaban atestadas. Cuando una fiesta empieza a llenarse de verdad, debo marcharme. Necesito que haya cierto espacio entre los grupos de gente.
Advertí, con una oleada de emoción sorprendente, que había de verdad muchos conocidos. Un montón. Estaban Bob y Helen Carlson, los Peterson, Corky Farr y Bitsy Walker. A algunos los conocía casi de toda la vida. Ahora que lo pienso, allí no había nadie con quien hubiese mantenido una relación verdaderamente estrecha, pero en aquel momento sentí de repente una gran intimidad con todos ellos y por un instante creí que me iba a echar a llorar. Consideré la posibilidad de acercarme, anunciarles mi presencia y contárselo todo. Se congregarían alrededor asombrados. Pensad en cómo me hubieran recibido. Todos querrían tocarme. Consolarme. Se cuidarían de mí. Es fundamental no permitirse esta clase de pensamientos.
Pero resultaba reconfortante encontrarse entre ellos, incluso aunque no pudiera hablarles. Y sería muy emocionante observarlos y escucharles secretamente. Lo vería y oiría todo. En cierto modo los iba a conocer mejor y a estar más cerca de ellos que nunca.
De inmediato advertí complacido algo más: la mayoría de ellos estaban razonablemente borrachos. No hay nada que me ponga más cómodo en estas situaciones que la borrachera de los demás. Cualquiera que fuese la capacidad mental que les restase estaría totalmente dedicada a recordar cómo había empezado esa frase ahora a la mitad, y a cómo poder acabarla. Casi me siento a gusto con la gente en ese estado.
Fui instintivamente en busca del anfitrión. Charley Randolph estaba en la parte delantera del cuarto de estar vigilando el recibidor y la llegada de invitados, escuchando a medias a un hombre grueso que más que conversar parecía estar dándole una conferencia. Me uní a ellos tanto como pude, deslizándome hasta una distancia de medio metro para poder escucharles.
—Van a anunciar un dólar quince para el segundo trimestre —estaba diciendo el hombre. Hablaba con énfasis pero como si no fuese consciente de la presencia de Charley y lo dijese para sí mismo. Quizás era el agente que yo andaba buscando—. En el peor de los casos, quizás un dólar con cinco, lo cual es un diez por ciento menos que el año pasado —los ojos de Charley recorrían la habitación mientras el otro hablaba—. Pero ello incluye la amortización previa de toda la operación Biloxi, y si lo sumas todo, resultan unos beneficios de dólar cuarenta a dólar cincuenta para el trimestre y cinco cincuenta para todo el año, eso sin recurrir a la compensación reguladora.
—¿Qué perspectivas reguladoras hay? —preguntó Charley con aire ausente y sin quitar los ojos de la puerta. Ese hombre tenía algo que resultaba absolutamente repelente. Pero debía esperar a ver si era un corredor de bolsa.
—Bien, naturalmente, ésa es una cuestión de suma importancia. Tenemos una sucursal que esencialmente se encuentra en la misma…
Vi a Corky Farr al otro lado de la habitación inclinado sobre una chica con un escote panorámico, y apoyado con una mano en la pared para guardar el equilibrio.
Me acerqué a ellos: en una fiesta siempre tiendes hacia la gente que conoces, incluso aunque no puedas hablar con ella. Sin embargo, el traje ceñido en torno a los pechos de la mujer —que se los levantaba y los hacía sobresalir por el escote— pudo haber sido también un factor.
Corky debía de estar borracho. Al menos, a las horas del día en que yo lo veía tendía a estar borracho, y emborrachándose más. Pero también querría acostarse con la chica a pesar del obstáculo que él mismo se imponía.
—Pero entonces —decía pronunciando las consonantes con gran cuidado, pues sabía por experiencia que tienden a descontrolarse y patinar si no vigilas—, ¿qué tiene esa gente en la cabeza? —señaló en dirección al resto de los invitados trazando un gran arco con su gin tonic y derramando un poco sobre la alfombra. Estudió críticamente el vaso durante un momento y resolvió el problema a base de beber un sorbo.
—Entiéndeme, yo los quiero mucho… son mis amigos —con la cabeza inclinada hacia adelante, Corky miraba directamente aquellos pechos. Hizo una pausa, bien porque hubiese perdido el hilo de su razonamiento o bien porque desease disfrutar de una tranquila contemplación—. Pero, en definitiva, ¿qué tienen en la cabeza… o en el alma, si lo prefieres?
Estaba claro lo que Corky tenía en la suya: ginebra, lujuria desenfrenada y un vestigio de la capacidad de hablar. Me pregunté si sería capaz de quitar la mano de la pared y mantenerse derecho.
Sin apartar la mirada del vestido, prosiguió:
—Pero puedo ver que tú, en cambio, tienes algo más que ellos —volvió a referirse al resto de los presentes arrojando otro poco de ginebra al suelo. Corky parecía estar llevando a cabo una maniobra de aproximación más bien primitiva pero, en su estado, lo más probable es que fuera a adoptar una directa y bien decidida línea de ataque y atenerse a ella inquebrantablemente. A juzgar por la mirada desenfocada de la mujer, su interlocutor la tenía bien provista de ginebra, de forma que quizá nada importase mucho. Alguien, en algún momento, debía haberle dicho cuál era su postura más favorecedora, pues se mantenía erguida, con los hombros echados hacia atrás y el torso hacia afuera—. Veo que tienes mucho más…
Ella levantó el vaso para beber y, al girar el cuerpo al mismo tiempo, uno de los pechos rozó las costillas de Corky. El cuerpo entero de Corky pegó un brinco sin moverse. Pareció haber cambiado de marcha.
—¿Por qué no vamos a cenar a Mortimer? —dijo.
—Brad, Sally y un montón de gente más vamos a ir juntos a comer algo —respondió ella distraídamente—. ¿Por qué no vamos con ellos? Todavía no hemos decidido dónde.
Corky contrajo el rostro. Parecía como si alguien le hubiese planteado un complejo problema matemático que, si lograba metérselo en la cabeza, tal vez pudiera resolver de inmediato.
—Mortimer —dijo con intención—, está más cerca.
—¿Más cerca? —dijo ella sin comprender—, ¿más cerca de qué?
—De mi casa —respondió él tras pensarlo un momento—. Mira. Podríamos averiguar dónde van a ir y reunimos con ellos más tarde.
De repente, por entre las voces que llegaban de la habitación contigua, oí pronunciar mi nombre. Me hubiera gustado quedarme a presenciar el curso de los acontecimientos que estaban teniendo lugar frente a mí. La cosa consistía en saber si Corky lograría mantenerse consciente y retener la atención de la otra lo suficiente como para alcanzar la deseada consumación. Pero el sonido de mi nombre —gente que hablaba de mí— me produjo un escalofrío y provocó una conexión con esas personas con las que no había hablado (cuando era uno de ellos) desde lo que parecía un largo tiempo.
Entré en la habitación contigua buscando a quien hablaba de mí. Vi a Roger Cunnigham junto a una ventana y reconocí de inmediato que era su voz la que había oído. Estaba hablando con Charley Randolph y con una mujer a la que yo no conocía. Me acerqué a ellos con impaciencia. Bitsy Walker y Fred Cartmell, que evidentemente habían estado hablando allí cerca, se volvieron a medias para sumarse a la conversación.
—¿Cuándo hablaste con él? —le preguntaba Roger a Charley.
Yo estaba muy excitado. Estaba allí con mis amigos, sin que me vieran, una mosca en la pared, oyéndoles hablar de mí.
—Fue hace unas semanas tan sólo. Dijo que vendría, pero de hecho hace meses que no lo veo. Es realmente curioso. Llevaba una vida normal y de repente, sin previo aviso, desaparece. Ni rastro. Y luego empiezas a oír extrañas historias…
—¿Es el que se ha unido a los Moon? —preguntó la mujer que yo no conocía.
—Sí —dijo Bitsy con sonrisa afectada—. Pero me parece que en realidad se ha metido en los Haré Krishna —conocía a Bitsy desde hacía años. Me había acostado con ella una vez mientras estábamos en la universidad—. Increíble, ¿no te parece? Que haya tenido que ser él, justamente. Nick era tan previsible en todo.
Allí, invisible, oyéndola a ella —a todos ellos— hablar de mí empecé a sentirme como un fantasma.
—En realidad, no deberíamos estar hablando de esto, y yo no sé nada en concreto —dijo Charley asumiendo el aire de alguien que probablemente sabe mucho al respecto si bien espera que todo el mundo comprenda que no está en situación de hablar claro—; sin embargo no me sorprendería que estuviese haciendo algo supersecreto… para la CIA o algo así. Y esa historia de los Haré Krishna es solamente una tapadera. Una operación secreta o lo que sea.
—¿Quieres decir que Nick Halloway se ha infiltrado en los Haré Krishna por cuenta de la CIA? —preguntó Fred Cartmell con una sonrisita sardónica—. Es una idea descabellada. Quiero decir que inevitablemente alguien debe hacer el trabajo sucio y todo eso, pero no creo que Nick Halloway sea la persona adecuada. Por una parte debería reconvertir enteramente su vestuario, al menos si desea hacer las cosas bien. E incluso así, si los Haré Krishna llegaran a olerse que tienen un infiltrado, yo diría que Halloway sería de los primeros en su lista de sospechosos.
—Dios, cómo me gustaría verle por las calles vestido con esas ropas y repicando una pandereta —dijo Bitsy animadamente—. Deberíamos juramentarnos para estar siempre al acecho de los Haré Krishna y prometer que si alguien se lo encuentra avisará a los demás.
—Opino —dijo Fred Cartmell— que sería mejor para todos mantenernos alejados de él.
—¿Tú crees realmente que todo eso es verdad? —preguntó Bitsy.
—¿El qué? —intervino Roger—. ¿Lo de la CIA y los Haré Krishna?
—Cualquiera de las dos cosas —respondió Bitsy—. O ambas.
—Venga, Charley —dijo Roger—. ¿Qué te dijo exactamente Nick cuando hablaste con él?
Roger adoptó de nuevo su aire misterioso, bajando la voz y midiendo pomposamente sus palabras:
—En realidad no tengo más información que cualquiera de vosotros. Sin embargo, Nick insinuó que estaba embarcado en algún tipo de servicio para el gobierno y que no sería adecuado hablar de ello. Pero me sorprende que no haya dado señales de vida. Creo que viaja mucho, y quizás esté fuera de la ciudad.
—Bueno, lo que yo sé seguro es que el FBI, o quien fuera, se pasó sus buenas dos horas conmigo sacándome toda la información que pude recordar acerca de él —dijo Roger.
—¿A ti también? —dijo Bitsy.
—Han hablado con cualquiera que haya estado en la misma habitación que él —respondió Charley.
—Y son muy minuciosos —dijo Roger—. Asombrosamente rigurosos. Resultaba un poco ridículo, en realidad, a partir de un momento determinado. Pero probablemente no existe un solo hecho interesante relativo a Nick que ellos no conozcan.
—No existe un solo hecho interesante relativo a Nick que ellos conozcan —rectificó Cartmell—. Desafío a cualquiera a citar un solo hecho interesante relativo a Nick. Creo que en el fondo ésa es la historia de Nick.
—Pues yo nunca lo he visto —dijo la otra mujer—, pero por lo que decís parece que al fin ha hecho algo interesante.
—Oh, pero si Nick está muy bien —dijo Bitsy amistosamente aunque sin darle demasiada importancia—. En cualquier caso, tiene que ser algo como la CIA. Como oposición a los Haré Krishna, quiero decir. Nunca fue un creyente, por lo que yo sé. Y no puedo imaginarlo haciendo una cosa así. Salí una o dos veces con él cuando estábamos en la universidad —añadió para dar más peso a su opinión, o bien porque creyese que ese hecho la hacía parecer más interesante.
—No entiendo —dijo Cartmell— por qué infiltrarse en los Haré Krishna por cuenta de la CIA es menos imbécil que entrar sencillamente en los Haré Krishna sin más, y sin ningún tipo de equívocos acerca de los motivos. En realidad, tanto desde el punto de vista moral como en tanto que contribuyente, prefiero lo segundo. No me gusta en absoluto la idea de que mis impuestos sirvan para financiar el desarrollo espiritual de Halloway.
—¿Por qué no podría Nick hacer uso de tu dinero? —dijo Roger—. No creo que vaya a ser utilizado mucho mejor.
—Preferiría invertirlo en misiles o en el fraude a la Seguridad Social. Halloway no ha demostrado nunca la menor capacidad para el desarrollo espiritual. Y por otra parte, ¿por qué no puedo quedarme yo con mi dinero? Ahora que andan revisando la legislación de impuestos cada año, es arriesgado tratar de resistirse a pagar.
—Yo tendría que haber sido experto en impuestos —dijo Roger—. Es increíble lo que tienes que hacer para llegar a saber lo que debes. No entiendo cómo lo hace la gente. Yo estoy en plena disputa con los del IRS ahora; en realidad, no hay mucho dinero de por medio: poseo unos royalties petrolíferos que no son gran cosa, pero naturalmente una fracción es «petróleo de primera no Sadlerochit», que vaya usted a saber lo que quiere decir eso, y la otra es «petróleo terciario incremental». Me gustaría poder enseñaros los requerimientos…
Al cabo de un rato caí en la cuenta de que no estaba siguiendo la anécdota de Roger, pese a que sólo unos meses atrás la hubiera encontrado muy entretenida. Estaba, según pude ver, un tanto anonadado por esa discusión que con tanta ansiedad vine a presenciar. Lo más descorazonador había sido el tono, la falta de calor. O de afecto. Traté de recordar cómo había hablado en tales situaciones de amigos ausentes. Probablemente no significaba nada, en realidad. Sin embargo, ese tipo de cosas pueden provocar un sentimiento de vacuidad. De lejanía.
Me alejé como en trance y atravesando el recibidor entré en el dormitorio que estaba abierto para que los invitados pudiesen echar sobre la cama sus abrigos y carteras. El tiempo estaba vagamente amenazador de manera que, pese a la época del año, se veían esparcidos por la cama unos cuantos impermeables y chales. Tomé asiento en una silla cercana a la ventana. Alguien había dejado un gin tonic mediado sobre el alféizar. Me eché un trago y observé cómo bajaba el líquido por mi esófago hasta siluetear tenuemente la parte inferior del estómago. Creo haber deseado que alguien entrase y lo advirtiese antes de que desapareciese. En cierto modo sería un alivio. Terminar con todo esto. Liberarse de tomar decisiones y de ansiedades. La gente me cuidaría. La tónica había perdido el gas y sabía desagradablemente dulzona, y la ginebra parecía química. El vaso no tardó en estar vacío. Pensé que lo mejor sería marcharme, pero permanecí allí sentado.
Oí que alguien se acercaba procedente del recibidor. Entró Helen Carlson seguida de Tommy Peterson. Siempre me gustó Helen: tranquila pero sólida y sensible.
Tommy iba diciendo al entrar:
—Lo he arreglado con Bob —Bob Carlson es el marido de Helen y amigo mío—, así que nos vamos los cuatro a comer algo —los Petersen y los Carlson siempre lo hacían todo juntos. Íntimos amigos.
—Éste es el de Jane, ¿verdad? —dijo Helen recogiendo de la cama un largo impermeable y entregándoselo a Tommy. Tommy lo cogió y se lo puso doblado al brazo. Helen apoyó la mano abierta sobre la pechera de la camisa de Tommy y la deslizó bajo los pantalones. Los ojos de Tommy se cerraron un instante y expelió el aire de sus pulmones con un sonido suave que fue casi como un gruñido, o un suspiro. Trató de abrazarla, pero al tener ella el brazo retorcido bajo el cinturón de él, ambos quedaron en una postura difícil. Tommy bajó su mano derecha por la espalda de Helen sosteniendo todavía el impermeable de su esposa sobre el antebrazo izquierdo como un camarero. Inclinó la cabeza y la besó.
Debí hacer ruido. No lo sé. Pero algo les hizo separarse bruscamente y mirar en derredor. Nadie a la vista. Sus rostros volvían a mostrar un gesto impasible. Helen recogió su bolso, y al tiempo de dirigirse a la puerta, dijo:
—¿Por qué no probamos el Parma?
Oí alejarse sus pasos y sus voces en dirección al recibidor. Es difícil saber qué pasa en la mente y en los corazones de los demás. Es difícil, ahora que pienso en ello, saber qué pasa en la mente y en el corazón de uno mismo. En cualquier caso, estaba un tanto desmoralizado. En parte era por haber descubierto aquello entre Helen y Tommy, pese a que siempre se está descubriendo ese tipo de cosas. Pero también era debido a cómo lo descubría. Sin que nadie lo supiera. Espiando. Arrastrándome. Acabas descubriendo que ese tipo de información íntima e ilícita no hace más que separarte de la gente.
Regresé al recibidor. En las habitaciones principales ya sólo quedaban la mitad de los invitados. Todos hablaban en voz muy alta y sonreían torcidamente, borrachos. Salí por la puerta de servicio y bajé por las escaleras. En la calle, el ambiente estaba cargado y sucio. Tendría que darme prisa, antes de que empezase a llover. En realidad, no debería haber salido con ese tiempo.