Supe, mediante una llamada a la administración de la Seguridad Social, que debía ir «en persona» para mantener una entrevista, y llevar «un certificado de nacimiento y dos documentos acreditativos». La oficina más cercana estaba en la Calle 58 Este. Fui «en persona», aunque no tenía nada para presentar, aparte de que no me hubiera ido muy bien en una entrevista. Resultó estar en el piso doce, lo cual implicaba, para mí, subir once tramos de escaleras. La oficina misma era una gran estancia única, uno de cuyos extremos había sido más o menos acotado con una mesa metálica y unos expositores para panfletos de forma que hiciese las veces de sala de espera. Había dos filas de decrépitas sillas de metal en las cuales estaban sentadas media docena de personas mirando vacíamente al infinito. Esperaban probablemente a que las fuesen llamando.

Pasé por detrás de los expositores a la zona de oficina, donde había quince o veinte mesas monótonamente pintadas de gris y situadas al azar sobre el suelo de linóleo. Pocas personas solicitaban tarjetas de la Seguridad Social, y la mayoría de ellas eran extranjeros o menores de edad, de manera que me costó varias horas aprender cómo tenía lugar el proceso. El solicitante debía entregar el formulario cumplimentado junto con el certificado de nacimiento y «pruebas de su identidad», y esperar a ser llamado para mantener una entrevista. Tras ésta, que no parecía cumplir ninguna misión en el proceso, el entrevistador registraba la documentación aportada y firmada y sellaba el formulario. La solicitud se abría paso gradualmente hacia las dos mujeres sentadas frente a unos terminales de ordenador, y la información era procesada y enviada a la computadora central instalada en algún lugar de Maryland. El formulario era guardado en una carpeta donde permanecía durante varias semanas antes de ser reexpedido para su almacenamiento definitivo en otra oficina de Pennsylvania. Me pasé la mayor parte de la mañana observando a las mujeres de los terminales, prestando particular atención a cómo firmaban para irse a comer y cómo firmaban de nuevo al regresar.

Cinco minutos después de las cinco, cuando la sala se quedó totalmente vacía, encendí uno de los terminales e hice la entrada, utilizando el mismo código y la misma información que le había visto usar a una de las mujeres durante la tarde. Pedí el formato para la entrada de un nuevo nombre en el sistema y escribí: Jonathan B. Crosby. Se diferenciaba lo bastante de John R. Crosby como para que yo pudiera seleccionar mi correo, pero no era tan distinto como para que el cartero o el personal del edificio lo advirtiesen. Di la dirección de la Quinta Avenida y me puse una fecha de nacimiento que me hacía cumplir exactamente veintiún años en el día de hoy: lo bastante mayor como para poder abrir cuentas pero lo bastante joven como para hacer plausible la inexistencia de un historial bancario.

El número recién asignado por la Seguridad Social a Jonathan B. Crosby apareció en la pantalla y yo lo traspasé a la memoria. Feliz cumpleaños, Jonathan.