Después de aquello siempre dormía en las camas que menos probabilidades tenían de ir a ser usadas por propietarios de regreso o invitados que llegaran en medio de la noche —generalmente en el cuarto de la criada o el de los niños— y me levantaba temprano porque uno nunca sabe cuándo va a irrumpir una señora de la limpieza o un tropel de pintores que todo lo invaden. Puse especial interés en devolver las llaves al lugar donde las había encontrado una vez descorridas las cerraduras, ya que si Jenkins andaba buscándome por esos edificios, la desaparición de unas llaves sería la forma más directa de detectar mi presencia. En ocasiones podía encontrar un juego de llaves de reserva dentro de un apartamento y las escondía en la escalera de incendio o en el sótano. También solía dejar la puerta —preferiblemente la de servicio— cerrada sólo con el picaporte porque así podía volver siempre que quisiera únicamente con introducir entre la jamba y el pestillo una tarjeta de crédito que ya no me servía para nada.

Pero por más cuidadoso que seas, la gente advierte que has estado allí y decidí no pasar en cada lugar más de una noche o dos. No había signos de que Jenkins supiera cómo vivía ahora, pero aunque así fuera, no tardaría en saberlo y yo no podía permanecer inmóvil esperando a que viniese por mí. Me pasaba ahora la mitad del tiempo buscando nuevos apartamentos y, a medida que me fui aficionando a ello, hice gradualmente una lista de los lugares seguros a los que podría volver. Pero si algo iba mal —si el portero o el ascensorista oían algo, si un vecino llamaba al timbre de la puerta o la señora de la limpieza advertía algo fuera de sitio, o bien si me encontraba al volver una puerta nuevamente cerrada con llave o desaparecía una de las llaves escondidas—, me marchaba al instante para no regresar nunca más. Había que seguir adelante.

Pero por más cuidadoso que fuera y por mucho que me moviera, sabía que estaba como antes y que no podría continuar esquivando indefinidamente a Jenkins. Acabaría imaginándoselo, si es que no lo había hecho ya. Y cuando llegase el frío, las cosas se pondrían más difíciles. Habría menos pisos vacíos. Las puertas de los edificios permanecerían cerradas. Y cuando nevase quedaría atrapado en el edificio donde me sorprendiera. Y en cuanto dejase de moverme, me atraparían.

Tenía que encontrar un lugar seguro, un lugar de mi propiedad donde pudiera establecerme y organizarme una vida razonable. Pero difícilmente podía ir a alquilar un apartamento. Ni siquiera podía comprar un paquete de verduras. Cualquier cosa que hiciese, tendría que hacerla por teléfono. En principio, actualmente se puede hacer casi todo por teléfono, y cuando hay algo que debe ser hecho en persona, puedes contratar a alguien por teléfono para que actúe en tu nombre. El problema era que Nicholas Halloway no podía hacer por teléfono más de lo que podía hacer en persona. Por culpa de Jenkins, Nicholas Halloway, en tanto que persona jurídica, estaba muerto.

Tendría que empezar desde cero otra vez. Crearme una nueva identidad con una cuenta bancaria y tarjetas de crédito. A partir de lo cual podría proveerme de todo aquello que pudiera necesitar. Pero para abrir una cuenta de banco o conseguir una tarjeta de crédito precisas un certificado de crédito —una especie de historial financiero—; para obtener el cual necesitas tener cuentas bancadas y tarjetas de crédito. Asimismo debes poner algo en la cuenta del banco, y es prácticamente imposible acumular un mínimo de capital sin tener primero una cuenta. Podía, desde luego, robar la cantidad de dinero que quisiera y enviármela por correo a mí mismo a cualquier lugar. ¿Y entonces? El dinero es prácticamente inútil para la vida moderna. Es difícil pagar en efectivo algo más que una comida. Los activos financieros existen casi exclusivamente a efectos contables. Si mandas a un banco un sobre repleto de dinero y pides amablemente que te lo ingresen, lo más probable es que te denuncien a la policía. Necesitas un cheque para abrir una cuenta y necesitas una cuenta para firmar un cheque.

Pero eso podría no ser cierto para todas las cuentas. Una cuenta en un agente de bolsa, por ejemplo. A diferencia de un banquero, puede estar dispuesto a abrirte una cuenta sin exigir tu presencia física o incluso sin unas referencias sólidas, porque la decisión la toma personalmente el agente a cambio de una ganancia. Las comisiones. Si existe la promesa de sustanciosas comisiones, es posible llegar a un acuerdo. Por si fuera poco, se puede abrir una cuenta con un agente sin hacer un ingreso inmediato. Incluso puedes hacer que el agente efectúe una operación si logras convencerle de que llegará un cheque cinco días después de la fecha de compra. Él no se verá en compromiso alguno hasta entonces. Sería necesario encontrar uno dispuesto a no ser muy escrupuloso con ciertos aspectos de la operación a cambio de las comisiones, pero a juzgar por mi pasada experiencia con agentes de bolsa, todo me inducía a pensar que acabaría dando con mi hombre.

Lo que no iba a ser tan sencillo era encontrar un hombre con el correspondiente número de la Seguridad Social para poderlo utilizar sin peligro, y ambas cosas son absolutamente indispensables para abrir cualquier clase de cuenta. Y lo que era peor, necesitaría una dirección y un número de teléfono donde poder recibir llamadas y los estados de cuentas.

Pero dio la casualidad de que conseguí la dirección casi inmediatamente. Me había pasado una tediosa mañana buscando apartamentos en un edificio de la Quinta Avenida y me las arreglé para saber que «los del séptimo C están fuera». No pude saber si era por unos días o unos años. Pero había un juego de llaves allí mismo, en el vestíbulo, y no tenía de momento ninguna perspectiva mejor, así que esa noche volví, saqué las llaves y abrí el apartamento. Una vez devueltas las llaves a su lugar, inicié una minuciosa inspección del séptimo C.

Se trataba de un amplio y confortable apartamento con espléndidas vistas sobre el parque, y desde el primer momento me pareció que allí no vivía nadie. Encontré amontonado el correo sobre una mesa del vestíbulo, lo cual implicaba que el portero o el ascensorista lo subían todos los días, pero me decepcionó advertir que sólo llevaba una semana acumulándose. Podrían estar pasando las vacaciones fuera. Quizá por la mañana fuera capaz de descubrir cuánto tiempo durarían. Dormí en una habitación de servicio que parecía no haber sido utilizada desde hacía años.

Por la mañana, mientras curioseaba en los cajones de la mesa del vestíbulo, quedé desagradablemente sorprendido por el ruido de una llave en la cerradura de la puerta de entrada. Mientras cerraba deprisa los cajones entró una señora muy seria y de unos sesenta años que, de inmediato, recogió todo el correo de la mesa como si ésa fuese su única ocupación. La seguí hasta un pequeño estudio situado junto al cuarto de estar donde había una mesa pequeña. Sin ni siquiera hacer una pausa, rebuscó expertamente por entre el correo, haciendo un montón con las revistas, otro con los anuncios y los catálogos, otro con las facturas y otro más con la correspondencia personal. Las revistas las apiló cuidadosamente sobre una mesita del cuarto de estar. Los anuncios y los catálogos los tiró a una papelera. La correspondencia personal la metió en un gran sobre de papel de estraza que ya tenía, dirigido al señor y la señora John R. Crosby. En algún lugar de Suiza. Luego empezó a abrir las facturas una por una y a pagarlas con un talonario que sacó de un cajón de la mesa.

Me acerqué un poco para poder ver la dirección exacta en el sobre de papel de estraza. Los Crosby parecían poseer villa propia, en algún lugar de Vaud. Todo lo cual resultaba muy prometedor. La mujer estuvo trabajando tranquilamente durante algo más de una hora y después se puso de repente en pie, guardó el talonario de cheques en el cajón y las copias de las facturas pagadas en una carpeta. Recorrió rápidamente el apartamento para asegurarse de que todo estaba en orden, después recogió las facturas pagadas y el correo personal que debía ser reexpedido y se marchó cerrando la puerta principal a su espalda.

Fui inmediatamente a buscar el talonario y empecé a examinar las matrices.

La mujer había estado viniendo los martes al menos hasta donde llegaba el registro. Los dos días siguientes recorrí muy excitado el apartamento reuniendo todo lo que pude saber sobre los Crosby. Identifiqué una llave de repuesto para la entrada de servicio y la escondí en las escaleras traseras.

A las nueve y media del martes siguiente marcaba el número de los Crosby desde otro apartamento. El timbre sonó siete veces y temí que la señora no fuera a contestar, pero al final nadie resiste oír sonar un teléfono.

—Residencia de los Crosby —dijo secamente.

—Quisiera hablar con el señor Crosby, por favor. Soy Fred Fmmmph —murmujeé ininteligiblemente.

—Los señores Crosby no están en Nueva York.

—Siguen en Suiza, ¿no es cierto? Ya me lo temía. ¿Cuándo regresarán a Nueva York?

—Lo lamento, pero no lo sé —dijo como si el no saberlo le produjera un considerable placer—. Si quiere dejar un recado se lo haré llegar. Si pudiera repetirme su nombre…

—Usted debe ser la señora Dixon, ¿no es cierto?

—Soy la señora Dixon —dijo como si fuera una afrenta ser llamada por su nombre.

—Mucho gusto. John y Mary hablan de usted continuamente. Es un placer hablar con usted. ¿Sabe si tienen planeado volver a Nueva York en los próximos meses?

—Ya le he dicho que desconozco sus planes. Si quisiera usted dejar…

—En realidad, estoy pensando que probablemente será mejor que no les diga nada de mi llamada. La cuestión es que un grupo de antiguos alumnos de la Marley School teníamos pensado reunimos… a celebrar una comida en honor de John… para agradecerle todo lo que ha hecho por la escuela… e inaugurar un pequeño busto que le hemos hecho esculpir.

—Comprendo…

—Esperábamos que estuviera de vuelta en Nueva York para el otoño…

—¡Oh!, lo lamento mucho señor… mm… esto, lo lamento, pero me temo que no volverán antes de Navidad. Generalmente sólo vienen en Navidad para ver a los niños.

—Eso sería perfecto. Perfecto. Será mejor que no le diga nada sobre esta llamada, señora Dixon. Así no estropeamos la sorpresa.

—Por supuesto, señor… uh…

—Me alegro de haber hablado finalmente con usted, señora Dixon. Buenos días.