A lo largo del verano aprendí un montón de cosas acerca de los edificios de apartamentos de Nueva York. Son todos diferentes y empecé a acumular un conocimiento que resultaría inútil para cualquier otra persona. Aprendí qué edificios poseían ascensorista y cuáles una escalera de incendios que desembocaba fuera de la vista desde el vestíbulo. Supe cómo se clasificaba el correo y quién lo hacía, dónde se guardaban las llaves de los apartamentos en cada vestíbulo y dónde guardaba el encargado su juego de llaves completo. Llegué a conocer qué edificios poseían porteros descuidados y cuáles sufrían muchos cambios de portero.
Al principio me concentré en los grandes edificios de posguerra, donde hay tantos inquilinos entrando y saliendo, y cambiando con tanta frecuencia de compañeros, amantes y familias que ni siquiera el portero puede saber quién es quién, y mucho menos quién debería ser.
En dichos edificios, la seguridad suele ser azarosa y por lo general resulta sencillo colarse en los apartamentos. Pero los apartamentos mismos son pequeños y con paredes de papel, de forma que los vecinos saben cuándo estás usando la tostadora y puede haber hasta un centenar de personas mirando por las ventanas del edificio de enfrente.
A medida que fue pasando el tiempo, cada vez fui decantándome más por los edificios de antes de la guerra. El problema era que allí resultaba mucho más difícil localizar pisos vacíos y colarse en ellos. Cuando los inquilinos están fuera, el personal sube el correo al apartamento o lo guarda en algún lugar fuera de la vista. Hay menos gente entrando y saliendo y las puertas principales de los apartamentos sólo son accesibles directamente desde el ascensor. Pero son amplios y confortables, las paredes son sólidas, y casi llegas a sentirte seguro en ellos.
Pero después de lo del apartamento aquel, comprendí que seguía tan en peligro como siempre y que debía meditar previamente cada paso que diera. No podía elegir uno cuya entrada fuese visible desde la mirilla del vecino. (Todas las puertas de Nueva York poseen uno de esos desagradables orificios para espiar, de manera que debes dar por supuesto que estás siendo observado.)
Yo tenía buen cuidado de no desarreglar nada o de no dejar rastros de mi presencia. Arrojaba por el retrete toda la basura que podía y sólo tiraba de la cadena durante el día, que era cuando más probabilidades había de que los vecinos estuviesen fuera. Tan pronto como me introducía en un apartamento, buscaba por los armarios una lámpara bronceadora para limpiarme lo antes posible después de cada comida. Nunca me duchaba ni ponía música y evitaba dentro de lo posible encender luces. Me deslizaba en la oscuridad, siempre atento a cualquier ruido en el apartamento vecino o en la puerta de entrada.
En todo momento podía aparecer alguien por la puerta sin previo aviso: una camarera, un operario o un amigo que venía a regar las plantas. Incluso en medio de la noche podía presentarse súbitamente un adolescente o un amigo de fuera que tenían permiso para utilizar el apartamento, y yo debía correr a esconderme en una esquina a la espera de una oportunidad para escapar.
Recuerdo en especial la primera noche que ocurrió eso. Debían ser las tres de la madrugada y estaba profundamente dormido en un apartamento supuestamente vacío durante todo el verano. No oí abrirse la puerta de entrada. De lo primero que fui consciente fue que estaba en una habitación llena de luz y que de alguna manera me había tirado de la cama y buscaba aterrado mi pequeño montón de ropas.
Una chica de unos veinte años permanecía en la puerta mirando la cama. Yo no tenía ni idea de si ella había percibido algo o no. Ciertamente la cama estaba desordenada, pero no me pareció que eso debiera preocuparle mucho. Era baja, casi regordeta, de cabello oscuro y llevaba una mochila y esas ropas baratas y deformadas que los jóvenes de los colegios más caros y de las universidades compran por correo en L. L. Bean, y que les hacen parecer como si estuvieran permanentemente de camping. Que es más o menos lo que hacen, supongo.
Cruzó la habitación y rodeó la cama hasta situarse a pocos centímetros de donde yo estaba refugiado. Miró bajo la cama y luego por toda la habitación. Nada a la vista. Debió percibir algún movimiento en las sábanas cuando encendió la luz, o me oyó mientras recogía mis ropas por el suelo. Yo la miraba inmóvil, temiendo hacer algún ruido que pudiese traicionar mi presencia, pero el golpeteo de mi corazón empezó a normalizarse y casi me tranquilicé. Ella no sabía que yo estaba allí. Ahora ya no me pasaría nada.
Volvió a mirar un momento la cama y luego, perdiendo aparentemente todo interés en el problema, levantó las persianas. Vista de los tejados y luces de Manhattan.
Volviéndose de nuevo hacia la cama, más que dejar tiró al suelo la mochila. Entonces se desabotonó la basta camisa de algodón, se la quitó y la tiró al suelo. Nada de ropa interior. Pechos al aire.
Ahora se me había olvidado el miedo y mi mente estaba repleta de la exquisitamente torturadora visión de su cuerpo. Era doloroso mirarlo. Ya sabía —por lo poco que me había permitido pensar al respecto— que nunca más volvería a tocar a una mujer. Nunca más sentiré cómo se endurece el pezón bajo la mano, carne deslizándose sobre carne.
Aunque era más bien gorda, tenía una cintura bastante perfilada. Era realmente atractiva a su manera. De hecho, en ese momento me pareció absoluta e insoportablemente bella. Quizá fuera atractiva; pero no tengo ni idea de si lo era. Ya no tenía ni idea de nada: parecía como si la mente me fuera a estallar.
Se quitó uno de los sucios zapatos de tenis con la punta del otro y luego se quitó el que quedaba con la punta de los dedos desnudos. No llevaba calcetines. Nunca usan calcetines. Se estaba bajando los téjanos, con los pechos colgando al agacharse. Piernas gruesas, tobillos finos. Los téjanos, medio vueltos hacia afuera, quedaron en un arrugado montón allí donde cayeron. Se bajó las bragas y al dar un paso para salirse de ellas abrió las piernas. La mata de pelo fino y rizado. Las caderas y los muslos. Las curvas cerradas de la carne.
Pero decir que me sentía sexualmente atraído —o incluso erecto, excitado, atormentado o torturado— sería subestimar de forma grotesca la cuestión. Estaba enamorado; me hubiera casado con ella, la hubiera seguido a donde fuera, o hecho cualquier cosa por esa mujer que inexplicablemente me resultaba tan atractiva y sensible, emotiva y comprensiva. Lo cual puede parecer ridículo, pero quienquiera que pusiera una cerca de alambre espinoso en torno al corazón y el alma de la humanidad, nos hizo una mala jugada a todos nosotros.
Se oyeron tres golpecitos en la puerta principal y fue a abrir desnuda. Retrocedí hasta un rincón. Ella reapareció de inmediato seguida de un chico de dieciocho o veinte años. Era rubio y delgado y vestía unos arrugados pantalones caquis y un polo.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó.
—Sólo un momento.
—¿Has tenido algún problema con el portero?
—¡Uf! Este lugar me da escalofríos. ¿Sabes si esta gente tiene un gato?
—No lo sé.
Fue dejando su ropa sobre una silla a medida que se la quitaba y, cuando estuvo desnudo, se volvió y abrazó a la chica. Pese a ser joven y delgado, tenía barriga y la carne de sus miembros parecía ligeramente fláccida. Rodaron sobre la cama y se abrazaron uno al otro brevemente, hasta que ella abrió las piernas y él la penetró.
Caí en la cuenta de que era la primera vez que veía ejecutar el acto a otras personas. Entiendo que ciertas gentes paguen por verlo en determinados lugares, pero me inclino a pensar que no lo harán más de una vez. Para mi sorpresa, descubrí que todo el asunto resultaba tan desagradable como fascinante. Esos jóvenes eran probablemente atractivos —no puedo estar seguro—, pero había algo repugnante en la visión de la carne agitándose. O quizá fuera más bien el hecho de mi presencia allí, espiando furtivamente, lo que hiciera que de alguna manera el acto pareciese sórdido.
El chico subía y bajaba encima de ella, jadeante. Cada vez que le caía encima, ella, con la mirada fija en el cielo, dejaba escapar una bocanada de aire por la boca. Estuve mirando hasta el final, que no tardó mucho en llegar. El chico empezó a bombear más rápidamente, los pies de la chica parecieron flexionarse unas cuantas veces y ambos se relajaron de pronto quedando en un inmóvil montón.
Poco después el chico se apartó de ella y se quedó dormido. Con los ojos todavía abiertos, la chica cogió el borde de la sábana y se limpió. Y en esa postura, con la sábana taponando sus partes, se quedó dormida también y empezó a roncar levemente.
Con el espíritu bajo, me escabullí por la puerta principal y me vestí en el rellano.