No tenía nada planeado. Y ya no tenía ni idea de si debía quedarme en Nueva York o marcharme. Ni siquiera sabía qué esperaba Jenkins que hiciera, o qué pretendía que hiciera. A él le rondaba algo por la cabeza durante nuestra conversación. De eso estaba seguro. Había tratado de impulsarme a actuar en un sentido u otro, y si yo consiguiera llegar a descubrir cuál, haría lo contrario. Pero era imposible saberlo. En situaciones como ésta, lo importante no es lo que decides sino el decidir. No había comido ni dormido desde hacía lo menos veinticuatro horas y por enésima vez contemplé más allá del parque, los tentadores rascacielos de Nueva York, compuestos de miles y miles de estudios y apartamentos inaccesibles. Incontables ratoneras. Sigue adelante.
Me encaminé en dirección este hacia la Segunda Avenida y pasé el resto de la mañana inspeccionando edificios a fin de elegir uno para el asalto. Se trataba de esos gigantescos edificios de ladrillo blanco que todos los neoyorquinos aseguran odiar, pero en los que han de vivir quienes no son ni demasiado ricos ni demasiado pobres. El que yo elegí tenía un portero particularmente laxo; su atención parecía centrada sólo en una radio minúscula y mantenía subrepticiamente apretado a la oreja un auricular hasta que llegaba alguien. Dejaba la puerta abierta de par en par, lo cual nos facilitaba las cosas a él y a mí.
Justo a la izquierda de la entrada, había un mostrador de mármol, y detrás, en unos estantes y en el suelo, se veían paquetes, montones de cartas, bolsas, un calendario para los inspectores de limpieza municipales y gorras de portero. Y en el extremo opuesto del mostrador, fuera de la vista, unas cajas de metal con llaves colgadas de unas hileras de escarpias. Muchas de las llaves tenían etiquetas con el número del apartamento escrito en ellas. Me pasé media tarde agachado bajo el mostrador tomando buena nota de todo. Cuando el portero se levantaba indolentemente para aceptar una entrega o darle la llave a alguien, me ocultaba en un rincón.
Empecé por los montones de cartas. Muchas de ellas parecían ser del día y estaban allí sólo porque contenían revistas o porque eran demasiado grandes para los buzones del otro extremo del vestíbulo. Pero había asimismo montones que obviamente se habían acumulado a lo largo de varios días, y a juzgar por los matasellos y por la forma en que habían sido atadas pude identificar varios apartamentos que llevaban vacíos más de una semana. Me dirigí a las cajas metálicas repletas de llaves.
Por lo que pude colegir, allí sólo estaban las llaves correspondientes a la mitad de los apartamentos. Y aunque las filas e hileras de escarpias estaban numeradas por pisos y por orden de apartamentos, muchas de las llaves habían sido cambiadas de lugar y tuve que mirarlas una por una, haciendo lo que a mí me parecía un insoportable ruido de chatarra. Cuando hube acabado de examinarlas todas, me quedaban varias opciones.
Me decidí por la del cuarto C. El señor y la señora Matthew B. Logan. Ambos llevaban fuera casi diez días, lo cual quería decir, casi con toda seguridad, que estaban de vacaciones. Además sólo tendría que subir tres tramos de escaleras, en tanto que mi segunda elección supondría siete.
Aunque ya no tenía nada más que hacer allí hasta la noche, no quise salir y arriesgarme a no poder volver a entrar por la puerta. Tenía que hacer todo lo posible para que ese primer intento fuese un éxito. No podía pasar otro día sin comer. Trepé a una escalera de incendios y dormité intermitentemente sobre un descansillo de cemento durante las nueve horas siguientes.
Cuando regresé al vestíbulo, tambaleante y mareado a causa del hambre, era más de la medianoche y había otro portero. Le estuve observando durante un cuarto de hora. Permaneció inmóvil, sentado en una silla colocada entre las puertas interiores y exteriores, y aunque parecía catatònico perdido, mantenía continuamente los ojos abiertos y disponía de una perfecta perspectiva del vestíbulo que yo debería cruzar con las llaves.
Regresé al mostrador de mármol y saqué con cuidado las llaves del cuarto C. A gatas salí de detrás del mostrador y escondí rápidamente las llaves bajo el borde de la alfombra que ocupaba todo el ancho del vestíbulo. El portero giró la cabeza y luego la volvió a girar. Esperé unos minutos y anduve a cuatro patas a lo largo de la alfombra haciendo deslizar las llaves delante de mí, pero manteniéndolas escondidas bajo el borde. De haber estado alguien observando hubiese visto una curiosa y saltarina ondulación moviéndose a lo largo del reborde de la alfombra.
Se oyó un sonoro portazo al fondo del vestíbulo y la ondulación se detuvo bruscamente a pocos centímetros de la pared. Se abrió la puerta del ascensor y salió una mujer de entre veinte y treinta años, que cruzó el vestíbulo pasando a pocos centímetros de mí. El portero se levantó, abrió la puerta, luego la otra y la acompañó hasta la calle para buscarle un taxi. Aproveché la oportunidad para terminar de deslizar las llaves por el suelo del vestíbulo y, siempre corriendo detrás, las empujé más allá de la esquina para dejarlas fuera de la vista.
El resto resultó fácil. Recogí las llaves y subí por la escalera de incendios hasta el cuarto piso. La alfombra del corredor iba de pared a pared, pero volví a ponerme a gatas y las fui deslizando por el borde, dispuesto a ocultarlas debajo así que alguien saliese de un apartamento o del ascensor.
Ante la puerta del cuarto C hube de arriesgarme a recoger las llaves. Me costó lo que me pareció un tiempo interminable desbloquear las dos cerraduras y abrir la puerta, pero un instante después entraba en el piso, sacaba las llaves y cerraba la puerta a mi espalda.
No recuerdo haberme sentido nunca tan seguro. Un calor físico se extendió por todo mi cuerpo y de pronto me sentí libre de la opresiva ansiedad que me había atenazado de continuo durante los últimos meses. Me encontraba a salvo en ese espléndido apartamento donde nunca me encontraría nadie.
Encendí una luz, me dirigí a la cocina y abrí la nevera. Ketchup, jarabe de arce, mermelada de fresa, cinco latas de cerveza y una botella de champaña. Habían limpiado el refrigerador antes de marcharse. No importaba. Cogí una cucharita del escurreplatos y di cuenta con glotonería de la mermelada. Saqué la botella de champaña, le quité el corcho y me serví un buen vaso. Una ocasión muy especial. A la salud de mi nueva vida.
Buen champaña. He establecido experimentalmente que en toda nevera situada entre la Calle 8 y la 96, siempre hay una botella de champaña.
Dirigí mi atención a los armarios y encontré latas de atún y sardinas y paquetes de espaguetis. Y ésa es otra: siempre hay latas de atún y, ocasionalmente, de sardinas. Simpre habrá pasta, por lo general espaguetis, y fideos al huevo. También se puede contar con unas latas de sopas Campbell y algunos paquetes de galletas envueltas en celofán, y si hay suerte, salsa de espaguetis en lata.
Me decidí por una lata de sardinas, logrando enroscar la llave con mis dedos temblorosos justo lo suficiente para extraer el contenido con un tenedor y trasladarlo a mi estómago. Más champaña. Por una vida larga y feliz. Segura y saludable.
Puse un poco de agua al fuego para cocinarme unos espaguetis y di una vuelta por las habitaciones. Era el clásico apartamento de posguerra: dos dormitorios y un gran cuarto de estar con un espacio dedicado a comedor. Faltaban armarios y el techo era demasiado bajo. Pero a mí me pareció maravilloso.
Por lo visto lo habitaba una pareja con un niño de cuatro o cinco años. El señor y la señora Matthew B. Logan. Matthew, Mary y el pequeño Jamie. Otro vaso de champaña. Buon viaggio alia famiglia Logan. Les deseé que disfrutasen de unas maravillosas y largas vacaciones. Pero, exactamente, ¿cuánto durarían? Puse las Bodas de Fígaro en el tocadiscos y metí varias botellas de vino blanco en la nevera para los próximos días. A lo mejor iban a pasar fuera todo el verano.
Mientras me comía los espaguetis consideré, satisfecho, mi buena fortuna. Se me tendría que haber ocurrido esto mucho antes. Era muy sencillo. Ahora podía olvidarme de Jenkins. Había centenares de miles de apartamentos a un tiro de piedra, y en un momento dado tenía que haber miles de ellos vacíos. Y en esta época del año, docenas de miles.
Y Jenkins no tenía ninguna razón especial para buscarme justo en este apartamento y no en cualquiera de los otros. No cabía duda de que había tratado de engañarme para que saliese de Nueva York. Esto de ahora era justamente lo que él temía.
Me preparé un baño caliente y me permití el lujo de pasarme una hora en el agua mientras sonaba la música en la otra habitación. Después me tumbé en la espaciosa cama de los Logan, tan confortable y tranquilo que daba pena dormirse.
Dormí hasta el mediodía y luego me duché y me afeité sintiéndome fantásticamente limpio. En un corcho de la cocina, había una lista de teléfonos de emergencia. Marqué el que decía «oficina del señor Logan» y fui informado de que el señor Logan estaba fuera del país y que no regresaría hasta dentro de una semana contando a partir del lunes. Disponía de diez días más. Nueve como poco. Probablemente no regresarían en ningún caso antes del sábado. Así que estaría a salvo del todo hasta finales de la semana próxima y, para entonces, ya me habría instalado en algún otro apartamento. Una noche de este mismo fin de semana tendría que echarles una ojeada a los apartamentos vacíos en el edificio. No había razón alguna, de hecho, para ir a buscar más lejos.
Era un día de verano asombrosamente diáfano y decidí salir a dar un paseo. Tras observar el corredor vacío a través de la mirilla, abrí la puerta, y volví a cerrarla sólo con el picaporte y me fui al Cari Schurz Park. El cielo estaba azul brillante e incluso Long Island parecía espléndida. Los barcos iban arriba y abajo por el East River y había gente corriendo por los paseos. Cuando te sabes seguro, puedes volver a sentir placer por estas cosas. Había gente tomando el sol sobre zonas de césped rodeadas de una pequeña cerca y mujeres en traje de baño casi desnudas, y me acerqué tanto como pude para mirarles los pechos sobresaliendo por encima de la parte superior algo suelta o sus muslos separados. Mejor no pensar en ello. Jamás.
Para aclararme la mente corrí cosa de un kilómetro por el paseo y de pronto caí en la cuenta de lo muy confiado que me había vuelto a la hora de moverme entre la gente. Podía ser una existencia melancólica, pero empezaba a experimentar cierto placer ante la idea de vivir una vida totalmente apartada y secreta en medio de la gente.
A mi regreso al apartamento, volví a ducharme y por vez primera en semanas me lavé la ropa. Aunque era tan sólo media tarde, me hice un pequeño refrigerio a base de una sopa de almejas y unos panecillos tostados. Era fantástico poder hacer más de una comida al día. Era extraordinario lo muy agradable que se había vuelto mi vida, cuando tan sólo treinta y seis horas antes era una pesadilla de la que no parecía posible escapar.
Durante ese par de días creí estar a salvo.
A la mañana del tercer día, fui despertado de mi profundo sueño por el insistente y repetitivo sonar del timbre de la puerta. Me senté en la cama y me pregunté tontamente dónde estaba. Logan. Cuarto C. El timbre había cesado de sonar y estaban manipulando en la cerradura. Miré mis intestinos y vi que estaban limpios.
—Sé que ha estado alguien aquí al menos dos noches y los Logan no volverán hasta la semana que viene.
Dos personas estaban en el umbral de la puerta. Una era una mujer de mediana edad, con un traje de hilo, y la otra un hombre alto, con ropas de empleado y la dirección del edificio bordada en la camisa. Probablemente era el intendente.
—Puedo oír a cualquiera que se ponga a escuchar música clásica a medianoche, y puedo ver la luz por debajo de la puerta. ¿Ve usted? La cama está deshecha.
Yo seguía allí sentado, mirándoles estúpidamente.
—A lo mejor lo dejaron así ellos —dijo el hombre. Dieron media vuelta y se dirigieron al cuarto de estar.
—Oí el ruido de la ducha anoche. Está pegada a mi cuarto de baño. Y mire aquí. Los Logan no dejarían los platos sucios. Se lo dije ayer a Benny cuando salí, pero él seguramente ni siquiera habrá hablado con usted…
Ahora estaban en la cocina. Salté de la cama y recogí el montón de ropas que siempre dejaba al alcance de la mano para dormir.
—Mire esta basura reciente.
—Podrían ser unos amigos a quienes les han prestado el apartamento —insistió el hombre.
—Los Logan no me dijeron nada y, según Benny y Oliver, ellos no han dejado entrar a nadie en el apartamento. Mire todas esas botellas vacías. Benny dice que las llaves han desaparecido de…
Todavía desnudo y con las ropas debajo del brazo, salí por la puerta principal y bajé a la calle por la escalera de incendios. Había calculado erróneamente mi situación. Había sido un estúpido. Descuidado. En Nueva York puede que tus vecinos no te conozcan, pero saben cuándo haces correr el agua, cuándo recibes una llamada telefónica o cuándo tiras de la cadena. Se pasan la vida mirando por la mirilla y espiando a través de las ventanas. La cosa iba a ser mucho más difícil de lo que pensaba. Seguía sin tener nada resuelto.