Me pasé la noche discutiendo conmigo mismo si debía llamar a Jenkins, si lograría atemorizarle o enterarme de algo útil, o bien si sólo estaría metiéndome aún más en la trampa. Y, en suma, si en mi estado mental podía fiarme de mis resoluciones, por no hablar de mis juicios. Pero al final me vi irremisiblemente arrastrado a hablar con él, y a la mañana siguiente, sintiéndome como un pajarillo bajo la mirada de una serpiente, remonté la Quinta Avenida a lo largo del parque y seleccioné una cabina. Tenía buena visibilidad en todas las direcciones y estaba en la esquina de una calle orientada al este, de forma que los vehículos venían todos en la misma dirección y podía ver, desde una manzana de distancia, a cualquiera que se acercase a pie. Descolgué el receptor de la horquilla y volví a colocarlo en lo alto de la caja, ajustándolo de forma que echando un poco la cabeza hacia atrás podía hablar y escuchar sin mantenerle danzando ostentosamente en el aire.

Marqué el número de Jenkins cargando la llamada a la tarjeta de crédito de mi oficina. Al oír los timbrazos, mi mente se quedó como paralizada por la aprensión, como si en cierta forma una vez completado el circuito fuese a quedar a su merced. El timbre sólo sonó una vez y luego salió Jenkins.

—Hola, Nick. Gracias por devolver mi llamada.

Yo no había emitido el menor sonido. Esa línea era sólo para mí. Hablaba absolutamente confiado, como si tan sólo fuese una llamada de negocios, y su voz demostraba la misma sinceridad, suave y exagerada, que tanto me había anonadado durante nuestro primer encuentro.

—Hola… perdone, pero ¿hablo con el coronel o con el señor Jenkins?

—Por favor, llámeme Dave. ¿Cómo se encuentra? Estamos muy preocupados por usted.

—Estoy razonablemente bien, dadas las circunstancias. Por supuesto, paso días difíciles.

—Lamento oírle decir eso —dijo sinceramente—. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

—Sí, una cosa. Podría dejarme en paz. Déjeme vivir en paz mi propia vida.

Se produjo una breve pausa.

—Nick, creo que entiende que eso es imposible. Pero estamos preocupados por usted y quería estar seguro de que se encontraba bien, que no sufre una urgencia médica, por ejemplo o que podíamos ayudarle de alguna forma.

—Me encuentro magníficamente. Le agradezco su preocupación.

—Ya sé que no es feliz en su situación. Veo que ha empezado a llamar a sus amigos pidiendo ayuda.

—Quería informarles, pero usted ya ha hablado con ellos y los ha convertido en espías y soplones.

—Nick —dijo con sinceridad—, ¿de veras se ha parado a pensar seriamente en todo este asunto? En cualquier momento podría resultar herido, o ponerse gravemente enfermo. Si algo le ocurriera, nadie se enteraría. Nadie podría ayudarle. ¿No entiende el riesgo que corre únicamente con salir solo a la calle?

—Mejor que usted, diría yo.

—La comida, sobre todo, debe ser un terrible problema para usted, ¿no es cierto?

No respondas. No le des la menor pista.

—Por lo que hemos observado —prosiguió tras una pequeña pausa—, lleva usted una dieta inusual. Un montón de carbohidratos y muy pocas proteínas y minerales. Tememos que se esté causando un daño irreparable.

—No se preocupe por mí. Como igual que siempre.

—Me sentiré mejor cuando podamos llevar a cabo una revisión médica completa. Es un problema muy interesante y ya hemos llevado a cabo un montón de trabajo preliminar. Sabe usted, puede que su cuerpo ya no metabolice como antes. ¿Se siente bien? ¿Tiene mareos? ¿Sufre súbitos cambios de estado de ánimo?

Justo en ese preciso instante me sentía mareado y atemorizado.

La causa era esta llamada telefónica. Esa voz insinuante. Debería colgar inmediatamente.

—Nick, exactamente, ¿qué es lo que le impide entregarse a nosotros?

—Señor Jenkins, permítame decírselo con claridad. No pienso entregarme. Nunca. Usted y aquellos para quienes trabaja podrían ahorrarse el costo y el esfuerzo. Voy a…

—¡Nick!, sólo quiero asegurarle…

—Escuche —dije tratando de parecer decidido y confiado—, no le llamo para devolverle la llamada. Le llamo para explicarle algo y quiero que preste atención.

—Lo siento, Nick —dijo suavemente—. Siga y dígame lo que tiene en mente.

—Coronel, lo he pensado cuidadosamente y he llegado a la conclusión de que debo ofrecerle la siguiente elección: o usted y su gente me deja tranquilo o le mato. Usted sabe que tengo un revólver. Le voy a matar.

—Bien, Nick —su voz sonaba incluso más tranquila y sincera que antes—, puede usted intentarlo si lo desea —hizo una pausa—. Pero no creo que lo haga. Por una parte, tendrá que hacerlo antes de que lo atrapemos, y no creo que eso le deje mucho tiempo. Por otra parte, y da la casualidad de que sé algo al respecto, a la mayoría de la gente le resulta difícil, sobre todo si lo piensa con mucha antelación, apuntar un arma contra otra persona y apretar el gatillo…

—Coronel, sólo quería que lo supiera…

—Ya sé que disparó contra Tyler, pero no creo que desease matarlo. Puedo equivocarme, pero a estas alturas sabemos muchas cosas sobre usted y no lo creo. Pero supongamos que me mata, Nick. ¿Qué cree que ocurrirá entonces? Alguien me reemplazará y probablemente será alguien que se enfrente al problema con mayor dureza. Y hay algo más que debería considerar, Nick. Por diversas razones yo, lo mismo que usted, estoy interesado en mantener en secreto su existencia. Es probable que no ocurra lo mismo con mi sucesor. Y una vez que su existencia haya sido hecha pública, usted sería capturado en cuestión de horas. Creo que, bien pensado, a usted le va mejor conmigo. En cierto modo, ya somos aliados.

Era cierto. Todo lo que decía era cierto.

—Puede que tenga razón —dije—, pero me da igual. Ésa es mi estrategia. Puede que no sea tan buena como debiera, pero en lo que a mí respecta es la mejor. Se lo digo tan seria y sinceramente como puedo: si no me deja en paz, le mataré. Haré todo cuanto esté en mi mano para matarle. Usted elige.

—Bien, Nick, está usted siendo muy franco conmigo y espero que acepte el que yo sea igual de franco, porque pienso que es importante que comprenda claramente la situación. En primer lugar, la elección no depende de mí. Incluso si decidiera no perseguirle más, ya sea porque temo por mi propia seguridad o por cualquier otra razón, ello no implicaría la menor diferencia. Este asunto tiene su propio impulso, en gran medida provocado por usted mismo, y ciertamente ya no puede ser detenido por persona alguna. Pero lo que importa que entienda usted es esto: le vamos a encontrar. Creo que va a ser muy pronto, pero incluso si eso no ocurre, debe comprender que dentro de diez años estaremos haciendo los mismos esfuerzos que hoy por dar con usted.

—Coronel, no quisiera ser descortés, pero usted y yo sabemos que eso no es verdad. Tengo cierta idea de lo que está haciendo para encontrarme. Sólo puedo imaginar lo que estará costando, pero estoy seguro de que no puede seguir así. Ya sé que el gobierno tiene a su disposición sustanciales sumas de dinero y que no siempre es muy escrupuloso acerca de cómo se gastan estos fondos, pero aun así es un montón de dinero lo que lleva invertido en lo que para una persona racional debe ser un objetivo bastante absurdo. Por otra parte, ¿qué le dice a su gente acerca de lo que está haciendo? Algún congresista acabará descubriendo que anda usted buscando gente invisible y usted irá a parar a correos.

—Nick, en contra de lo habitual, voy a explicárselo a usted para que no se haga ilusiones. En primer lugar, déjeme decirle que por razones de peso este asunto es clasificado y muy poca gente sabrá nunca lo que estamos haciendo. En segundo lugar, tengo en mi poder, aquí mismo, en mi mesa, un pequeño encendedor de plástico que encontramos en el césped de MicroMagnetics. Sólo se lo he enseñado a dos personas, pero produjo unos efectos dramáticos en ambas. Ven moverse mi mano vacía y de pronto se quema una hoja de papel. Y cuando lo cogen con sus propias manos la sensación es tan extraordinaria que ya no necesito elaborar más argumentos acerca de la importancia de lo que estamos haciendo. Ni siquiera ha sido necesario mencionarle a usted.

—Ya veo. Fue un golpe de suerte que pudiera salvar ese mechero con toda la confusión que había allí.

—En realidad creemos que se le cayó a usted en el césped. ¿No es cierto que se llevó usted algunas cosas de allí?

—Apenas nada —repuse de inmediato—. El revólver, naturalmente. Y un par de cosas que encontré en una mesa. Y había un mechero, creo.

Si el objeto que me mencionaba lo había dejado caer yo en el césped, ¿querría eso decir que no había sobrevivido nada más del edificio?

—¿Qué otras cosas tiene? —pregunté tan ligeramente como pude.

—Me temo que no estoy en situación de hablar de ello —replicó con una cierta rigidez.

—Quizá no tenía nada más.

—Sigo sin entender qué le hace pensar que me va a coger. Hasta ahora no lo han hecho muy bien.

—Nick, es sólo una cuestión de tiempo. Lo que está usted haciendo es demasiado difícil. Pero debo decirle que admiro sus muchos recursos y su determinación, Nick. No hay mucha gente que hubiese durado tanto.

A pesar de mí mismo, sentí una oleada de gratitud por el cumplido.

—El tiempo juega a mi favor —dije—. Cada vez me las arreglo mejor.

—No hemos hecho nada más que empezar, Nick. Naturalmente, usted ganó algún tiempo escondiéndose en los clubs privados. No lo previmos en absoluto. Fue una buena idea. Perfecto para usted y difícil para nosotros.

—Me sorprende que obtenga tanta cooperación por parte de ellos.

—Al principio, no fue así. Fueron muy poco cooperadores. Pero al final pudimos convencerles de que tenían un serio problema de seguridad. Normalmente saben cuándo está usted allí, o al menos cuándo ha estado. Sobre todo ahora que les hacemos vigilar ese tipo de cosas, creo que ya no es una opción viable para usted. Sabe, al principio nos sorprendió. Dimos por hecho que confiaría usted en alguien.

—Decidí que no podía arriesgarme.

—Tenía razón. Le hubiéramos atrapado en el acto.

Todo era muy colegial. Rivales amistosos discutiendo las tácticas del juego. Una furgoneta aparcó en doble fila en la manzana siguiente. Tenía que acabar con esto y marcharme.

—Debo irme. Tengo un día muy atareado. Participo en una especie de carrera.

—Nick, sólo una cosa antes de que se vaya.

—¿Sí?

—Nick, ahora tiene este teléfono. Si en algún momento necesita algo, o si quiere hablar de lo que ocurrirá cuando nos reunamos, por favor, llámeme. Quiero ayudarle.

—Fantástico. Hasta la vista.

Un coche con los cristales ahumados estaba cruzando la calle pese a tener el semáforo en rojo. Colgué el teléfono y me dirigí hacia el este.

La conversación con Jenkins me había dejado conmocionado. Mi amenaza no tenía sentido. Yo lo sabía, y él sabía que yo lo sabía. Y ahora estaba para mí más claro que nunca que debía evitar los clubs. Naturalmente, Jenkins había tratado de abrumarme con lo desesperado de mi situación, pero tenía razón. El nudo se apretaba en torno a mí y comprendía que, en caso de seguir como hasta ahora, no tardarían en atraparme.

Resignado al hecho de tener que intentar algo nuevo, por poco prometedor que resultara, y razonando que un hotel era lo más parecido a lo que tan bien me había funcionado hasta ahora, me dirigí inmediatamente hacia el Plaza, que al menos era amplio y me resultaba familiar. Cuando tuve la entrada a la vista, se me cayó el alma a los pies. Un gran número de personas entraba y salía en tropel y comprendí que en el interior aún sería peor. Nada que hacer. Seguir adelante. Cuando se produjo una pequeña pausa, me colé por la puerta siguiendo la generosa estela de una señora excepcionalmente gruesa y crucé en dirección al mostrador de recepción para estudiar la disponibilidad de habitaciones.

Había demasiada gente a ambos lados del mostrador, entre empleados y clientes, todos moviéndonos imprevisiblemente de forma que hube de dedicar toda mi atención a evitar colisiones. Los teléfonos sonaban; los empleados manejaban los teclados de las computadoras. Resultaba incomprensible y peligroso. Debía alejarme de la planta baja, apartarme de la multitud y de sus movimientos. Si subía a los pisos altos, tal vez podría aprender algo viendo a las camareras limpiar las habitaciones.

Atravesé apresuradamente el vestíbulo y el Palm Court. El camino más seguro para dejar atrás los pisos dedicados a salas de baile y de conferencias sería quizá la amplia escalera pública, donde podría esquivar el tráfico humano. Por todas partes había grupos de gentes, unas veces parados, otras en movimiento, y empecé a sentir un pánico creciente.

Al fin me encontré en un largo corredor provisto de una alfombra que mostraba una desagradable depresión bajo cada paso que daba. Permanecí allí diez minutos viendo abrirse puertas al azar y gentes que se dirigían a los ascensores. De pronto apareció por el extremo del corredor un carro metálico con ropa limpia y me obligó a retirarme antes de que se aproximase. Entonces se abrió frente a mí una puerta y salió una familia de indios o pakistaníes que se dirigió hacia donde yo me encontraba. Estaba atrapado. Me volví desesperado en dirección al carro y traté de determinar por qué lado tenía más probabilidades de poder pasar. Escogí el izquierdo. Me aplasté contra la pared y allí permanecí mientras la mujer que empujaba el carro me golpeó una rodilla con el reborde; pensando que una rueda había podido quedar atrapada, le pegó otro fuerte empujón antes de que yo lograra pasar.

Desesperación. Y probablemente seguiría igual de concurrido por la noche. Cuando bajaba las escaleras camino de la salvación, me vi obligado a volver a subir todo un tramo debido a que una falange de turistas japoneses venía hacia mí en formación, pero por fin llegué a la planta baja. Allí, un tipo grandote con un traje verde, que seguramente era un vendedor, me clavó en la misma rodilla una maleta metálica repleta de muestras y particularmente dura, cosa que me hizo caer cojeando sobre una señora mayor. Mientras salía a la Calle 59 pude oírla insultando al hombre de la maleta.

Me dolía la rodilla y tenía la moral por los suelos. Pero necesitaba desesperadamente un lugar donde refugiarme y se me ocurrió un plan más inane aún. Decidí colarme en Bloomingdale y esperar a que cerrasen. Lo cual da una idea de mi estado mental. Creo que tenía la vaga idea de dormir en el departamento de muebles. Sabía que existía un departamento de comida para gourmets y que había un restaurante o una barra en algún lugar, aunque no podía recordarlo con seguridad.

Mientras cruzaba la Calle 59, traté de imaginar cómo me ocultaría de los guardas de seguridad una vez que hubiera llenado mi estómago de comida durante la noche. Habría sin duda lámparas bronceadoras. (Pequeños electrodomésticos). ¿Y qué haría durante el día? No tenía sentido especular. Primero entraría y luego pensaría sobre la marcha. Algo se me ocurriría. Ese plan poseía una indudable virtud: Jenkins no lo tendría previsto. Debería haberme planteado la razón de ello.

La entrada por Lexington Avenue estaba fuera de discusión. Masas de gentes que entraban y salían. Pero me introduje por una puerta de la 59 sin demasiadas dificultades y me dirigí hacia el piso principal por un corto tramo de escaleras. Allí me encontré con un vasto laberinto de pasillos estrechos y mostradores de perfumería atestados de gente que se movía erráticamente.

Me abrí paso con cautela. De inmediato comprendí que también esta idea era ridicula. Por todas partes había señoras de mediana edad deambulando por los pasillos sin rumbo fijo, y vendedoras fantasiosamente maquilladas que surgían de detrás de los mostradores sin previo aviso. Pero estaba decidido a pasar. No tenía nada mejor a mano.

Debía alejarme del piso principal y subir a cualquier lugar más cómodo y tranquilo. Mientras buscaba un paso más despejado, traté de recordar dónde estaban las escaleras. Probablemente, cerca de los ascensores. Vi un hueco y pasé a lo largo de unos mostradores de cosméticos, sin que los espejos detectaran mi presencia, y alcancé una zona despejada al pie de las escaleras mecánicas.

Vi a dos matronas subirse a las escaleras mecánicas y deslizarse lentamente hacia arriba. Traté de buscar una razón para que yo pudiera usar esas escaleras. Miré en derredor y no vi aproximarse a nadie; me agarré al pasamanos y salté. Subí despacio hasta encontrarme a cuatro o cinco escalones de las matronas sin perderlas de vista. Tendría que tener mucho cuidado al final. Si se producía una aglomeración y las señoras se detenían nada más bajarse, yo iría a dar justo contra ellas.

Mientras consideraba los problemas que podría encontrar, caí en la cuenta de que alguien subía detrás de mí. Ése es un aspecto desagradable de las escaleras mecánicas: notas como se mueve la gente. Me di la vuelta y vi a un joven —hombre o muchacho, creo, aunque no pueden ser desdeñadas otras posibilidades— que subía las escaleras de dos en dos. Llevaba el cabello de punta y de un verde brillante, tirantes a juego y en tomo al cuerpo unos anchos pantalones negros y camisa negra. Tenía la piel de un blanco lechoso y sus ojos parecían haber quedado fijados en una mirada enloquecida y confusa. Subí por delante de él hasta encontrarme justo detrás de las señoras.

Por favor —dijo sin dejar de canturrear machaconamente al acercarse—. Por favor.

Ambas mujeres se volvieron. Hay otra cosa en contra de las escaleras mecánicas: su estrechez. Aun así, confié, de forma totalmente irreal, que me las arreglaría para pasar inadvertido junto a las dos señoras aprovechando la confusión que se crearía cuando ellas se echaran a un lado para dejar sitio al joven. Pero justo cuando ocupé lo que parecía un hueco entre la señora de la derecha y la pared de la escalera, ella decidió dejar sitio por el lado opuesto y se me echó encima. Al chocar conmigo dejó escapar un grito de sorpresa y retrocedió bloqueando el paso y casi cayendo sobre su amiga.

El joven se detuvo y, creyendo ser el motivo del grito, sonrió fantasmagóricamente y dijo:

—Señoras, por favor.

La señora que había chocado conmigo alargó la mano para recuperar el equilibrio y me golpeó en la cara. Volvió a gritar. En lo alto de la escalera empezó a aparecer gente que nos miraba.

—¡Hay algo aquí! —gritaba la señora.

Me agarré al pasamanos y salté sobre la superficie metálica que corría a todo lo largo de la escalera mecánica.

—Actualmente están en todas partes —decía la otra señora—. No sólo aquí. Tengo una sobrina en Chap…

Me encontré resbalando sin poder evitarlo por la superficie lisa de acero inoxidable al tiempo que el pasamanos de goma al que estaba agarrado tiraba de mí hacia arriba, hasta que me solté y bajé deslizándome cabeza abajo como si estuviese en un tobogán. Mi espinilla chocó contra una especie de contrafuerte haciéndome girar lo suficiente como para poder asirme de nuevo al pasamanos, darme la vuelta y saltar otra vez a las escaleras. Luchando ridiculamente contra el movimiento ascendente de las escaleras mecánicas, logré alcanzar el nivel del suelo.

La espinilla me dolía muchísimo y avancé cojeando, ciega, desesperadamente; deseaba encontrar un lugar donde poder gritar. Casi al instante, volví a encontrarme atrapado entre una pareja que venía hacia mí y un guarda de seguridad uniformado que apareció a mi espalda. Una vez que las cosas empiezan a salir mal y te llegan palos de todas partes, el mundo entero salta en pedazos. Tienes que desaparecer y hacerte una composición de lugar.

Me introduje por una abertura practicada bajo un mostrador de cosméticos para permitir el paso de las empleadas. Allí agazapado podía oír llorar a la señora en lo alto de las escaleras y veía arremolinarse a la gente en la parte de abajo tratando de saber qué había pasado. Descansa un instante. Cálmate. Vigila las largas piernas negras de la vendedora mientras pasan de un lado a otro no vaya a ser que decida salir por el hueco y choque contigo. Hubo un tiempo en que me hubiera encantado la proximidad de esas piernas. Todo el plan había sido ridículo. Ahora que pensaba en ello, siempre me habían disgustado las aglomeraciones de Bloomingdale, pero, al igual que tantas otras cosas, ahora sólo era una cuestión de grado. Cuando vi la oportunidad, salí arrastrándome del hueco y me encontré en la Calle 59.

Mientras caminaba por la Tercera Avenida, miré de nuevo con envidia aquellas grandes torres de apartamentos. La mayor concentración de escondites del mundo. La gente se marcharía ahora para las vacaciones de verano, dejando cada vez más pisos vacíos. El problema era que yo necesitaba lugares con acceso público para poder entrar y salir. Ya había eliminado definitivamente los hoteles y los grandes almacenes. Y los clubs privados. A medida que se acercaba el verano, los clubs se quedaban poco a poco vacíos. Desde el viernes al mediodía hasta el lunes por la mañana no tardarían en quedar totalmente desiertos, y estaba claro que Jenkins podría cerrar uno a cal y canto sin molestar a nadie más que a mí. A estas alturas, ya me aterraba abrir una puerta en cualquiera de esos lugares, pues medio esperaba encontrarlos esperándome al otro lado. Me estaban derrotando. Encontraba cerraduras nuevas por todas partes, especialmente en las cocinas, y cada vez me resultaba más difícil conseguir comida. Ahora comía muchas veces desechos, bocadillos a medio terminar o cenas inacabadas olvidadas en un office.

Tendría que marcharme de Nueva York. Aquí, Jenkins estaba en todas partes. A ver si era capaz de imaginar dónde me había ido. El problema era que las restantes ciudades resultaban muy pequeñas y yo no las conocía tan bien como Nueva York. Sin embargo, empecé a pensar en Boston y Filadelfia. Las afueras eran inútiles: no había dónde ir, ni forma de encontrar comida, ni lugares públicos. Las cosas se ponen difíciles cuando no puedes conducir ni llevar dinero. Quizá fuera posible sobrevivir en el campo. Podría irme de camping el resto de mi vida. Un frío y solitario futuro. Nueva York sería el mejor lugar para mí. Si no fuera por Jenkins.

Dos noches después, bajé a la cocina del Arcadia Club a las dos de la madrugada y encontré, a la vista, un gran pedazo de pastel. Era el tipo de dulce especialmente atractivo para mí: blanco, con helado de vainilla, glucosa y fácil de digerir. Junto a él, inerte sobre el mármol, había una rata con la boca ligeramente abierta mostrando dos filas de agudos dientecillos. Mientras la miraba, agitó las patas. No podría decir si estaba muerta, moribunda o únicamente drogada.

Supe que nunca más debía comer ni un bocado en esos clubs. Pasé la noche insomne sobre un sofá cercano a la entrada esperando la primera oportunidad de poder salir del edificio, y tan pronto como llegó el personal matutino, me refugié en Central Park.

Decidí que debía salir de Nueva York. Apartarme de Jenkins. Incluso aunque pudiera evitar ser capturado, no podía seguir viviendo en estado de continua ansiedad. Ansiedad y hambre. Debía cambiar de ciudad si deseaba tener alguna posibilidad, y traté sombríamente de calcular si esa posibilidad me la ofrecería mejor Boston o Filadelfia. Pero la visión de aquella rata apartaba de mi mente todo lo demás. Miedo y aborrecimiento. Maldito Jenkins. Siempre conocía mis movimientos. Allí donde fuera, lo llevaba detrás. Pero se equivocaba en una cosa: podía matarle. Aunque no estaba claro que debiera hacerlo. Lo que debía hacer era encontrar una forma de perderlo de vista. Sobre todo ahora que estaba a punto de emprender un nuevo rumbo.

Me dirigí hacia Central Park Oeste y encontré en una esquina una cabina con buena visibilidad. Poniendo en equilibrio el receptor en lo alto de la caja, marqué el número de Jenkins. El timbre sonó tres veces antes de que contestara. La primera vez descolgó al instante.

—Hola, Nick, ¿cómo se encuentra esta mañana?

—Buenos días, coronel. Estoy algo cansado, si he de ser sincero. Anoche no pude dormir bien.

—Lamento lo que me dice. ¿Ocurre algo?

Si al menos pudiera dejar de mostrarse tan solícito.

—Voy a decirle lo que ocurre. Anoche descubrí que está usted tratando de envenenarme. O drogarme. ¿No es cierto?

Por alguna razón deseaba que lo reconociera, aunque no implicaba la menor diferencia. De pronto caí en la cuenta de que estaba incontroladamente furioso.

—¿Qué le hizo pensar que nosotros quisiéramos hacerle tal cosa? —preguntó pensativo.

No tendría que estar haciendo esta llamada.

—Anoche fui al Arcadia Club y encontré en la cocina una rata grande y asquerosa, en unas condiciones lamentables, y cerca de un pedazo de pastel que parecía haber sido preparado para mí.

—Ya veo —dijo lentamente—. Ha debido ser muy desagradable para usted.

Un taxi se detuvo a una manzana al norte de aquí. Recogió a unos pasajeros y prosiguió en dirección sur.

—Nick, espero que comprenda que todo lo que hacemos es enteramente…

—Lo sé. Usted hace estas cosas por mi propio bien. Le agradecería que se fuera con sus cortesías a otra parte.

—Tiene que ser absolutamente horrible para usted seguir así, Nick. Lo lamento. Desearía poder decir algo que le convenciese ahora mismo, porque las cosas sólo pueden ir a peor. Pero le conozco, Nick. No está dispuesto a entregarse todavía.

—Jenkins, nunca estaré dispuesto a entregarme.

—¿Sabe, Nick? Pasamos mucho tiempo pensando desde su punto de vista. En ocasiones nos ha sorprendido y está demostrando una determinación mayor de la que habíamos previsto, pero en lo fundamental creo que le comprendemos. ¿Sabe lo que yo, personalmente, creo que va a hacer a continuación?

—Dígamelo. No tengo a nadie más con quien discutir mis planes.

—Creo que piensa abandonar Nueva York para librarse de nosotros. Naturalmente, Boston es la ciudad que mejor conoce después de Nueva York, y es el lugar que probablemente elegirá. La otra posibilidad sería Filadelfia.

Maldición. ¿Por qué estaría diciendo todo eso? ¿Para obligarme a marcharme? ¿Para obligarme a quedarme?

—Supongamos que me voy a Boston. Eso le dificulta las cosas, ¿no? ¿Qué haría en ese caso?

—Creo que usted probablemente descubriría que desea volver de inmediato a Nueva York. Pero es posible que se las arreglase durante algún tiempo en Boston. Estamos preparados para ello. Y para otras acciones posibles que usted emprenda.

—¿Cómo sabría adónde me he ido? Suponga que me voy a Cincinnati. O a Grand Rapids. Usted no puede estar en todas partes.

—Sí, podría usted hacerlo, Nick. Pero sabríamos muy pronto que ha llegado a uno de esos lugares. En cualquier caso, no creo que lo intente. Usted no ha estado nunca en Grand Rapids. Y sólo ha ido dos veces a Cincinnati.

—¿Dos veces? —pregunté involuntariamente.

—La segunda el pasado mes de octubre, y la primera en… abril de 1959. Fue un viaje que hizo con su padre. Puede que no lo recuerde. Pero la cuestión es: ¿dónde dormiría en Grand Rapids? ¿Dónde comería? En esos sitios no hay muchos clubs privados. Ni siquiera hay tantos en Boston. En la mayoría de las ciudades la gente utiliza coches para desplazarse. Usted no puede hacerlo. No hay lugares para pasear y todo está cerrado la mayor parte del tiempo. Y aun suponiendo que encontrase un lugar donde dormir, ¿qué haría el resto del día? ¿Esperar nuestra llegada? ¿Con quién hablaría? Aquí puede llamar a su oficina de cuando en cuando. O incluso a mí. Y al menos puede ver por las calles gente a la que conoce. Eso debe proporcionarle algún consuelo. Imagino que la soledad debe ser…

—Ya entiendo por qué desea exponer todos mis planes. Así puede verlos más claros usted mismo —tenía que decirle algo. No importaba qué—. Pero le diré algo. Me voy. Ahora mismo. Espero que se quede para siempre en Nueva York, buscándome. Pero incluso si no lo hace, ¿no sería una extraordinaria casualidad que diera conmigo?

—Está bien, Nick —una maltratada camioneta se detuvo en doble fila a manzana y media de aquí en dirección norte. Santini Roofing Co—. Ya tiene este número. Sólo recuerde, Nick, si alguna vez…

—Dígame, Jenkins, ¿localiza usted estas llamadas?

—¿Por qué lo…? Entiendo. ¿Le bastaría mi palabra, Nick, de que nadie va a ir en busca mientras sigamos hablando?

—No.

—Comprendo, Nick —pero parecía mortificado.

—Adiós, Jenkins.

—Nick, espere. Sólo una cosa antes de que se vaya. Hemos sido extraordinariamente pacientes con usted y hay algo que quiero pedirle a mi vez. Como favor personal, Nick, le ruego que se detenga a considerar honestamente si en todo este asunto no estará usted comportándose de forma egoísta.

—¿Egoísta?

¿De qué habla este tío?

—Está bien, Nick…

Una camión se aproximaba hacia la intersección por Central Park Oeste, y sin la menor indicación giró hacia mi calle. La camioneta se había puesto en marcha otra vez. Cuando salté de la cabina, se oyó un pequeño chasquido en el interior y apareció una abolladura en la caja del teléfono.

Me volví y advertí que la puerta lateral de la camioneta aparcada en doble fila estaba abierta y que un grueso cañón de fusil —probablemente la misma clase de fusil que ya le había visto antes a Gómez— estaba apuntando hacia mí. Me alejé de la cabina en dirección al edificio. Los coches se detenían en cualquier sitio a ambos extremos de Central Park Oeste y había gente por toda la calle. El camión tapó la calle lateral y su parte trasera se abatió como si fuera una barcaza de transporte de tropas, desembarcando hombres y material. Todo ocurrió tan rápido que a duras penas logré apreciarlo. Antes la calle estaba vacía y de pronto todo se abría dando salida a docenas de hombres en torno a mí.

Estaban desarrollando lo que parecía una cerca para nieve. Dos hombres sujetaban un extremo del rollo directamente contra la pared del edificio a varios metros de donde yo estaba, mientras otros dos desenrollaban la cerca a través de la acera y por entre dos coches aparcados hasta el centro de la calle. Otra sección —varias secciones— estaban siendo tendidas a lo largo de la calle. Probablemente habría más a la vuelta de la esquina. Me estaban encerrando. Todo ocurría en cuestión de segundos. Más allá de la cerca, en medio de Central Park Oeste, pude ver a otros hombres extendiendo lo que parecía una enorme red de pesca. Gómez había salido de la camioneta, todavía empuñando el fusil y observaba con atención.

Para cuando me rehíce lo suficiente como para empezar a actuar, habían pasado veinte o tal vez treinta segundos y las diferentes secciones estaban ya unidas de manera que la cerca corría desde un lado del edificio en dirección a la calle, abarcando unos cuantos coches aparcados y gran parte del cruce, para luego regresar hacia el edificio por detrás de la esquina. No tenía tiempo de pensar en lo que debía hacer. Asumiendo a medias que hacer algo —incluso algo estúpido— sería mejor que no hacer nada, eché a correr directamente hacia Gómez. En el último momento debió oírme, o ver algo, pues trató de levantar el fusil como para protegerse, pero demasiado tarde. Le pegué tan fuerte como pude en el cuello con el puño cerrado, le quité el fusil y lo arrojé por encima de la cerca.

Sin detenerme, salté al capó del coche aparcado a su espalda y luego al techo. Cada paso provocaba un sordo sonido metálico y una súbita y violenta deformación de la carrocería. Pero por alguna razón ninguno de quienes estaban cerca me seguía. Pero ¿por qué habrían de hacerlo? Nadie les habría dicho qué era lo que andaban buscando. Así que, naturalmente, su atención se centraba en Gómez, que parecía haber arrojado inexplicablemente el fusil por encima de su cabeza para luego caer al suelo dando un extraño salto. El estruendo que yo provocaba encima del coche, caso de que lo advirtieran, les resultaría incomprensible. Trepé al techo de la camioneta.

Vi a Clellan, al otro lado de la cerca, corriendo por Central Park Oeste hacia aquí. Le gritaba algo a Morrissey, que salía por la trasera de la camioneta con el rostro vuelto hacia mí. Salté desde el techo de la camioneta hacia la cerca, que estaba situada a una cierta distancia y era unos treinta centímetros más alta. Mi intención era apoyar sólo un momento un pie en ella y saltar al otro lado para caer directamente a la calle. Pero el reborde de madera cedió bajo mi peso y me enganchó el zapato, de forma que caí sobre la red extendida sólo en parte en la calzada.

Clellan gritó:

—¡Estirad! ¡Estirad esa red, maldita sea!

Los hombres, que no sabían lo que estaba pasando, se dispersaron en torno a la red y la sujetaron indecisos. Cuando Clellan tiró violentamente de un extremo y los otros empezaron a tensarla vacilantes, noté que la red se deslizaba bajo mis pies. Me levanté rápidamente, pero volví a caer debido al deslizamiento de la red. Medio tropezando y medio rodando sobre la red desplegada, advertí que traspasaba el reborde y me encontré sobre el asfalto.

Trepé a la cerca por entre dos coches aparcados y salté al parque. Me volví a mirar a Clellan: se había desentendido de la red y miraba hacia el parque buscándome. Me subí a lo alto de una roca que sobresalía por encima de la cerca y me senté a recobrar el aliento y a observar la conmoción que tenía lugar debajo. Las redes estaban siendo dobladas de nuevo y las cercas enrolladas. El tráfico empezaba a moverse normalmente en dirección a Central Park Oeste.

Mientras estaba allí sentado llegó un Sedan, blanco y sin distintivos, y Jenkins descendió de su parte trasera. Dio unos pasos por la acera en dirección a Clellan, y éste fue a su encuentro. Hablando rápidamente, Clellan señaló el teléfono con un gesto de la mano y Jenkins volvió la cabeza hacia allí. El dedo índice de Clellan daba pequeñas estocadas en el aire mostrando la localización de las cercas, las redes y los hombres, y luego, con un amplio movimiento, diseñó mi huida. Jenkins le escuchaba en silencio y con rostro inexpresivo. Clellan mostró el lugar de la cerca donde más o menos había trepado yo y ambos se volvieron a mirar. Clellan se encogió brevemente de hombros y señaló en dirección a las rocas en las que yo estaba sentado. Su rostro se contrajo instantáneamente en una mueca de disgusto y dejó de hablar. La mirada de Jenkins trepó lentamente por las rocas y se detuvo en lo alto. Insinuó un gesto de saludo. Tenía la sensación de que me estaba mirando directamente. Su rostro estaba impasible. Tan inexpresivo como el de un reptil.

Yo tenía el revólver. Siempre llevaba el revólver. Podría bajar, dirigirme directamente hacia él y saltarle la tapa de los sesos. Sencillísimo. Pero él permaneció allí, indiferente, sabiendo que yo no lo haría. Lo tenía todo previsto.