Temblaba mientras bajaba por Park Avenue. Tanto como había pensado las semanas precedentes acerca de la posibilidad de ser descubierto, y en realidad nunca calculé que habría de dejar indefinidamente el Academy Club: no dediqué ni un momento a considerar dónde podría ir. Cuando traté de considerar qué podría hacer ahora, notaba por dentro un sentimiento de pánico.
El pánico, imagino, era debido al reconocimiento de que todo el asunto había sido una ilusión. Jenkins nunca había dejado de buscarme y yo nunca estuve seguro en el Academy Club. Nunca tuve la posibilidad de permanecer allí. De la misma forma que yo había pensado que era el mejor lugar donde esconderme, a él también se le había ocurrido. Y lo peor era que yo seguí siendo incapaz de pensar en nada mejor que ir a otro club, lo cual significaba que era eso lo que ellos esperaban de mí. Comprendía que no tenía objeto, ¿pero qué otra cosa podía hacer? ¿En qué otro lugar podría comer, dormir y encontrar un techo contra el frío? Estaban los hoteles, pero aún serían más peligrosos que los clubs, más iluminados y concurridos. Lógicamente no podía regresar a mi apartamento. Y no podía arriesgarme a confiar en nadie.
Tal vez podría haber permanecido en el interior del Academy Club y haber dejado que intentaran localizarme allí. Todavía no estaba seguro de que lo hubiesen logrado. Pero me sorprendía el grado de cooperación que ellos habían encontrado en el club. Una desgracia. Tendría que escribir una carta al consejo de dirección. O conseguir que Anne Epstein escribiera algo en el Times. Agenda gubernamental de inteligencia lleva a cabo operaciones ilegales en un club privado de Manhattan. Caí en la cuenta de que no sabía para qué agencia trabajaba Jenkins, y ya puesto a pensar en ello, cuál sería el verdadero nombre de ese Jenkins. No tenía nada que decirle a Anne. Ni siquiera sabía yo quién me andaba persiguiendo.
De repente tuve una urgente necesidad de hablar directamente con Jenkins. Debía afrontar el problema de frente, me dije. Debía explicarle, razonable pero firmemente, que no tenía más remedio que ofrecerle una simple alternativa: o me dejaba en paz o le mataría. Yo tenía los medios para hacerlo y él tendría que tomarme en serio. Después de todo, ya había disparado contra Tyler, me recordé a mí mismo. Y diera resultado o no la amenaza, me sentiría mejor estableciendo contacto. Podría tener alguna pista acerca de lo que pensaban y hacían. Vagar así por la ciudad, sin saber nada de nada, sería insoportable. Debía hablar con alguien. De pronto caí en la cuenta de que llevaba un mes sin hablar con un ser humano. Jenkins, ahora que pensaba en ello, era la única persona en el mundo con la que podía hablar francamente.
Recordé de nuevo que no tenía ni idea de cómo encontrar a Jenkins, salvo el teléfono de Leary. Bueno, pero ellos lo sabrían. Debían esperar que usase ese número de teléfono si deseaba hablar con ellos. Probablemente estarían esperando, y deseando, mi llamada. Quizás el número de Leary comunicaba con Jenkins, dondequiera que éste trabajase. En cualquier caso, tendrían alguna forma de conseguir que se pusiera o de pasar mi llamada. Sería una llamada que Jenkins estaría dispuesto a recibir. Imaginé su sorpresa cuando le dijesen que era yo quien llamaba y casi empecé a oír por anticipado el placer en su voz cuando se pusiese al teléfono.
Di por hecho que ellos localizarían la llamada, y deseé tener más información de la que uno obtiene de las películas viendo cómo funciona eso y cuánto tiempo tardan. Pero por más rápidamente que fueran capaces de localizar la llamada, algo tardarían en llegar a donde yo estaba, y tenía intención de hacerlo desde algún lugar que fuese fácil de abandonar y difícil de cercar. Caminé en dirección oeste hacia el Midtown Athletic Club, al que entré por la puerta principal para dirigirme, por detrás de la escalera central, hacia dos cabinas situadas al fondo de un pequeño vestíbulo. Eran auténticas cabinas, cada cual con su silla y su repisa para escribir y una puerta de cristal que una vez cerrada encendía una luz interior. Había cabinas como esas repartidas por todo el edificio, pero estas dos eran las más cercanas a la entrada. Entré en la más lejana, arranqué una hoja del cuaderno dispuesto para el uso de los socios, escribí FUERA DE SERVICIO y la introduje entre el cristal y el marco de la puerta para que resultase bien visible. Desenrosqué la bombilla, giré la silla para tener tiempo suficiente de colgar el receptor en caso de que viniera alguien y marqué el número de Leary.
La mujer de siempre contestó:
—594-3120.
—Quisiera hablar con el señor Leary, por favor.
Pero en lugar de los gorjeos habituales seguidos de la voz de Leary, oí a la mujer hablar de nuevo:
—Lo lamento. No hay ningún Leary aquí.
—¿Qué no hay ningún Leary? —dije—. ¿Tiene algún otro número donde yo pueda encontrarle? Es importante.
—Lo lamento, no tengo ningún Leary en mi lista.
—Pero yo le he llamado anteriormente a este número. Hace tan sólo unas semanas. Tiene que haber algún otro número para él. O alguien a quien yo pueda llamar.
—Lo lamento, pero no puedo ayudarle. Por favor, compruebe el número que ha marcado.
—594-3120 —dije impaciente—. Oiga, ¿dónde estoy llamando exactamente?
—Al 594-3120.
—Sí, pero ¿qué organización es ésa? ¿Quién…?
—Aquí no hay nadie llamado Leary.
—¿Y alguien llamado David Jenkins?
—No. Tampoco hay ningún David Jenkins.
—Puedo asegurarle que ellos desearían hablar conmigo. Dígales que el señor…
—No tenemos por costumbre tomar mensajes para personas que no figuran en el directorio.
Colgué, totalmente desconcertado. Me había parecido obvio que ellos desearían hablar conmigo. Que eso sería algo que querrían por encima de todo. Por lo que yo sabía, encontrarme era su misión principal. Deberían haber dejado permanentemente a alguien junto al teléfono, sólo por si llamaba yo, para captar hasta la última de mis palabras. Pero, en lugar de ello, habían cortado toda relación conmigo. Traté de reflexionar acerca de lo que ello significaba. Imaginemos que yo hubiera querido rendirme. En cierto modo, eso me desmoralizaba más que el haber sido expulsado del Academy Club. Bien, de todas formas lo de llamar había sido una idea estúpida. Autodecepción. Era únicamente la sensación de aislamiento lo que me hacía querer hablar con ellos… el resto era racionalización. Me habían hecho un favor, en realidad, obligándome a reconocerlo. No debería volver a llamar nunca más. A nadie. Depender sólo de mí mismo.
Ahora muévete. Ya pensarás después en ello.
Salí del Midtown Athletic Club y regresé a la Quinta Avenida. Demasiados peatones a esa hora del día. Debía elegir algún lugar donde ir y deseé desesperadamente que se me ocurriera algo más seguro que otro club. Al menos los había a montones: difícilmente podrían vigilarlos todos. Si tenía cuidado y me largaba a la primera señal de peligro, podría estar bien. Decidí, casi al azar, probar primero el Seaboard Club. Era más pequeño que el Academy Club, pero tenía una buena cocina y varias habitaciones de invitados. Meterse en la trampa.
Al llegar a la entrada en la Calle 48 Este, advertí con alivio que tenía una simple puerta batiente con aspecto de haber estado allí durante los últimos cincuenta años, ninguna señal de alarmas, ni nada que hubiera cambiado en las dos últimas generaciones. El recepcionista, visible a través de la puerta de cristal, aparentaba unos setenta años. Entré detrás de un socio que aún parecía mayor y me escabullí hacia una escalera interior para iniciar, sin demasiado entusiasmo, una inspección del edificio.
Tenía esperanza de poder establecer una rutina tan segura y regular como la que había disfrutado en el Academy Club, y con ese propósito me dispuse a aprender la geografía y el personal del edificio, y a conseguirme las llaves necesarias. Me las arreglé para colarme en la cocina, pero durante tres noches dormí al descubierto sobre un sofá de la sala de lectura sin conseguir meterme en una habitación. La mañana del tercer día, al despertar, descubrí unos operarios limpiando las ventanas de la planta baja e inmediatamente salí por la puerta principal.
Estuve dos días y medio en el siguiente club, hasta que, esperando pacientemente ante la puerta del director una oportunidad para colarme dentro, vi a Tyler acercarse cojeando por el corredor. Creo que debería haberme sentido aliviado de verle vivo, pero tan sólo sentía temor mientras salía apresuradamente a la calle.
Seguí yendo de club en club, pero allí donde iba aparecían cerraduras nuevas en las puertas de las cocinas, las salidas de emergencia estaban recién instaladas y habían contratado nuevos guardas de seguridad. En un tablón de anuncios para los empleados, situado en las profundidades del Republic Club, encontré el siguiente anuncio junto a una nota sobre seguro de enfermedad:
A todo el personal del Republic Club:
Diversos clubs han denunciado últimamente problemas debido al uso no autorizado de sus instalaciones a horas tardías por parte de un intruso desconocido. Al parecer, dicho intruso suele introducirse en los clubs durante el día, haciéndose pasar por socio o invitado, y luego permanece por las noches sin llamar la atención. El intruso parece ser un hombre, caucásico y de unos treinta años de edad.
Todo el personal del Republic Club debe denunciar inmediatamente al director cualquier señal de utilización no autorizada de las instalaciones del club o cualquier robo de comida y otras pertenencias del club. Se recuerda al personal que el reglamento interno exige que cualquier invitado debe estar acompañado en todo momento por un socio. Ningún socio o invitado está autorizado a permanecer en el club después de las once de la noche. El personal de tarde tiene la responsabilidad, antes de salir, de comprobar que el club quede vacío.
Ahora dormía cada noche en un lugar diferente. No podía decir hasta qué punto me seguían la pista, pero cada vez notaba más que los tenía tras mis pasos y que la gente advertía inmediatamente mi presencia. Descubrían las toallas usadas, las sábanas arrugadas o la desaparición de comida. Oían cerrarse las puertas, el agua corriente o la descarga de los retretes a medianoche en esos edificios cavernosos. Cada vez que se me caía algo, el ruido amortiguado me hacía pegar un salto como si hubiesen disparado un cañonazo. Cada paso que daba parecía provocar una depresión horrorosamente visible, o una huella perfecta en la alfombra. Incluso la más fina y translúcida fibra no digerida en mi intestino parecía una bandera ondeando grotescamente en el aire. Cada movimiento que hacía o cada ruido parecían del todo obvios y desproporcionados, y una burda metedura de pata; todo el tiempo me parecía ver gente observando o escuchando.
Ahora pasaba mucho más tiempo en las calles, mientras me deslizaba de un escondite a otro, y empezaba a moverme mucho mejor entre la gente, esquivándoles mientras ellos pasaban ensimismados junto a mí. Pero todos me parecían tan remotos e irreales como un sueño. Podían haber sido robots o alienígenas hostiles escrutando malignamente desde cadáveres humanos. Hacía ya siete, o quizás ocho semanas (trataba de establecer el número exacto de días pero pierdes la pista y se hace difícil concentrarse en el cálculo), que no había hablado con otro ser humano. Lo cual es el aspecto más difícil de esta existencia: no intercambiar nunca una palabra con nadie, la falta de conexión. Las cosas parecen ir a la deriva, pierden toda sustancia y perspectiva, como si no estuvieras del todo seguro de si la pared frontera de la habitación está a varios kilómetros de distancia o bien tan cerca que podrías tocarla con la mano. El mundo se llena con tus espesos y elefantíasicos pensamientos, y cuando tratas de forzarte a pensar con claridad tienes la misma sensación que si pretendieras correr bajo el agua.
Sabía que debía hacer algo o pronto sería incapaz de hacer nada con el menor sentido. No podía ir escurriéndome de un escondite a otro como un roedor, escarbando grietas y rincones o royendo algún alimento olvidado mientras ellos bloqueaban las salidas, hurgaban, acosaban y me sitiaban por hambre hasta que finalmente me atrapaban.
Huyendo por las calles de Manhattan podía ver en tomo, y a lo largo de kilómetros en cualquier dirección, gigantescos edificios repletos de habitaciones y apartamentos en los cuales se encerraba la gente, a salvo del mundo. Allí podían comer, beber, bañarse, oír música o dormir, escondidos del resto de la humanidad. Recordé mi propio apartamento, al que no podría volver nunca más. El problema era que no podía alquilar otro apartamento. Necesitaba ayuda, pero no podía arriesgarme a confiar en nadie. Tendría que engañar a alguien para que me ayudase. Y puesto que Jenkins estaría vigilando más estrechamente a mis amigos y a la gente con la que yo trabajaba, debería dirigirme a alguien que él no relacionase conmigo, alguien a quien hubiese conocido sólo superficialmente o mucho tiempo atrás.
Pasé varias horas en el Ivy Club estudiando directorios de alumnos y guías telefónicas hasta reunir un puñado de nombres prometedores. Y aunque no esperaba que las llamadas fueran a ser localizadas opté por hacer cada una en un teléfono diferente para estar seguro.
Mi primera llamada fue para Charles Randolph, a quien había visto sólo una docena de veces y con quien habría hablado quizá durante veinte minutos en total, probablemente acerca del golf y de porcentajes de interés. Pero teníamos algunos amigos comunes y siempre me había transmitido la impresión de ser un tipo de persona jovial y abierta. Era posible, pero no seguro, que recordase mi nombre. Llamé a Swanson Pendleton, el céntrico despacho de abogados para el que trabajaba, y respondió al teléfono una voz femenina.
Era la primera vez que alguien hablaba conmigo desde hacía semanas —meses— y pude oír la voz con extraordinaria claridad: parecía casi tangible, un objeto sólido que podría coger y tocar, pero por alguna razón no logré concentrarme en el significado de las palabras. Había pronunciado el nombre del despacho. Swanson Pendleton. Y seguía hablando, diciendo «¿Oiga, oiga?», una y otra vez.
—Hola —dije. ¿Cuánto tiempo había estado esperando que le contestara? Hablaba de nuevo, preguntándome con quién quería hablar—. ¿Podría hablar con el señor Randolph, por favor?
Salió una nueva voz. Despacho del señor Randolph. Y preguntó algo.
—Soy Nicholas Halloway.
El teléfono quedó silencioso un momento, y de pronto irrumpió una voz masculina.
—¡Nick Halloway! Por todos los diablos, ¿cómo estás?
—Hola, Charley.
—Estoy encantado de que hayas llamado. Justamente pensaba en ti el otro día.
Yo estaba desconcertado por la efusividad de su respuesta. Le llamaba justamente porque apenas nos conocíamos.
—Hace meses que no te veo —decía.
—En realidad nadie me ha visto mucho últimamente. He estado muy ocupado con unas cosas y otras. No he tenido demasiadas ocasiones de salir…
—Oye, por cierto, ahora que lo dices, el día veintisiete vamos a reunimos unos cuantos a tomar unas copas. Hacia las seis y media. Si todavía estás en la ciudad, podrías venir.
—Muchas gracias. Probablemente estaré fuera, pero, si no, me gustaría mucho ir. Escucha, en realidad te llamo para pedirte un favor. Ultimamente estoy mucho en la costa Oeste y el mes pasado decidí subarrendar mi apartamento. Pero resulta que ahora voy a tener que pasar unos meses en Nueva York y te llamo por si supieras de algún apartamento libre. Estaría encantado de pagar algo razonable…
—Ahora mismo no… Déjame pensar… Tiene que haber alguien que vaya a pasar el verano fuera. ¿Por qué no me das un teléfono donde pueda encontrarte? Yo preguntaré por ahí.
—Quizá sea más fácil que te localice yo a ti. Te agradezco…
—Hablando de otra cosa: ¿qué andas haciendo exactamente? He oído toda clase de cosas. Primero la gente empezó a decir que te habías metido en los Haré Krishnas y luego vino el FBI y me hizo un montón de preguntas acerca de ti. ¿Es que los Haré Krishnas exigen ahora un certificado de buena conducta?
Por Dios.
—¿El FBI? —pregunté estúpidamente.
—Sospecho que era el FBI. En cualquier caso, era algo relativo a seguridad. ¿No se ocupa de eso el FBI? Me estuvieron interrogando lo menos una hora. «¿Cuándo le conoció usted?». «¿Quiénes son sus amigos?». Eso era lo que más les interesaba: el tipo se apuntó los nombres de todas las personas a las que a mí se me ocurrió que hubieras podido saludar. Increíble. ¿Estás infiltrado en los Haré Krishnas o algo así? ¿Llevas un traje de ésos? Me gustaría verlo.
—Charley, ahora tengo que marcharme, pero…
—Sospecho que no puedes hablar de esto. Pero debo decirte que todo el mundo está muy intrigado por lo que estás haciendo. Te has convertido en una celebridad. Haz lo posible por venir el día veintisiete. Habrá un montón de gente a la que tú…
—Creo que ese mismo día debo marcharme fuera. Es una pena…
—Bueno, vente si estás aquí. Y ya preguntaré acerca del apartamento. Dime, ¿habrá otros Haré Krishnas entrando y saliendo? Eso sería diferente.
—De ninguna manera. Muchas gracias, Charley. Estaré en contacto contigo.
Colgué y mentalmente taché la mayoría de los nombres de mi lista. Jenkins estaba siendo más minucioso de lo que yo había imaginado. ¿Por qué hablar de seguridad? ¿Por qué no decían sencillamente que me buscaban por un crimen? Incendio provocado, por ejemplo. Asalto con arma mortal. Pero probablemente de esa forma obtenían más colaboración y suscitaban menos atención. De todas formas, me quedaban algunos nombres que no era probable que hubiesen descubierto.
En el próximo teléfono llamé a un tal Ronald Maguire.
—Probablemente no me recuerdes, pero me llamo Nicholas Halloway —hice una pausa para darle una oportunidad, pero sólo obtuve como respuesta un silencio pétreo, así que continué—. Trabajamos juntos un verano pintando casas en Cape.
—Pasé un verano en Cape Cod —dijo.
—Hermoso lugar. Y qué tiempos aquéllos. Fue un hermoso verano.
—Sí. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Aquéllos sí que eran tiempos. Sabes, Ron, pienso a menudo en aquellos días y muchas veces he estado a punto de coger el teléfono para saber cómo andabas —no hubo respuesta al otro extremo de la línea, así que proseguí valerosamente—: ¿Qué haces actualmente?
—Soy director financiero de Gurney Shoes —lo dijo de forma tan plana que era imposible saber si era motivo de júbilo o desesperación.
—Oye, eso es fantástico, Ron. Realmente interesante.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted?
Endiabladamente amistoso.
—Bueno, ahora que te tengo al teléfono, hay algo que desearía pedirte. Tengo entendido que estás viviendo en Manhattan. ¿Conoces por casualidad algún apartamento vacío en Manhattan que yo pudiera subarrendar por un mes o dos este verano?
—Me temo que no sé nada de apartamentos.
—Bueno, no tiene importancia. Sólo se me ocurrió que a lo mejor sabías de uno —estaba a punto de decirle adiós cuando de repente se me ocurrió una idea—, ¡ah! Ron, casi se me olvidaba la razón principal de mi llamada. Estoy haciendo un trabajo para el gobierno que requiere un certificado de acreditación, y es posible que en algún momento te llamen para hacerte unas preguntas. Cuestión de rutina. Deseaba que lo supieras, sólo por cortesía, y pedirte perdón por las molestias.
Hubo una pausa.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—Nick Halloway. Recuerdas…
—Sí, exacto. Alguien ha llamado ya para preguntar por usted. Hace unas semanas. Le dije que no podía ser de ninguna ayuda. Para serle sincero, debo decir que no le recuerdo a usted.
—Han pasado muchos años, ¿verdad?
—Me pidieron que les llamase si sabía algo nuevo.
—Bueno, llámales, Ron, no pasa nada. Ha sido un placer hablar contigo al cabo de tantos años.
Con un creciente sentimiento de desesperanza, lo intenté también con Fred Shafer, que a los doce años me había dado lecciones de tenis y que ni recordaba mi nombre y no quiso ayudarme de ninguna forma, y con Henry Schuyler, que justamente el otro día estuvo hablando con alguien del FBI acerca de mí. Él también debía llamarles si sabía algo nuevo y quería saber si a mí me importaría, porque todo ello sonaba un poco absurdo, ¿no?
No me importaba en absoluto. Por mí podía llamarles ahora mismo.
No tenía sentido seguir llamando. Jenkins había invadido mi pasado para aislarme de él por completo, y noté que el pánico me invadía como si estuviese ya físicamente atrapado. Lo estaba. Estaba en una trampa. Sólo faltaba que vinieran a buscarme.
Tranquilízate y trata de pensar en lo que está ocurriendo.
Marqué el número de mi oficina —de mi antigua oficina— y pregunté por Cathy.
—¡Nick! ¡Hola! ¿Cómo está? —parecía muy excitada. El sonido de su voz, que había sido tan familiar para mí (no muy importante, pero siempre relacionado con mi antigua existencia) hizo que inesperadamente la sangre me afluyese a la cabeza.
—Hola, ¿cómo va todo?
Me estaba contando para quién trabajaba ahora y lo que hacía.
Yo trataba de hablarle. Debería sentarme y esperar a que se me aclarase la cabeza. Cathy quería saber desde dónde llamaba.
—Desde aquí… Nueva York… Y bien, ¿cómo va todo? —¿acaso no se lo había preguntado ya? Era horrible.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó. El susto me disparó la alarma.
—Estoy bien. Voy tirando. Ha sido agradable hablar contigo. Me dejaré caer por ahí mientras esté en la ciudad —ella preguntaba si no deseaba que me pasara el mensaje telefónico del que me había hablado—. Naturalmente —dije—. Casi lo olvidaba.
Sólo le costaría un minuto encontrarlo. Lo tenía por ahí. Sí, aquí estaba.
—Jenkins —decía—, David Jenkins. —Todo pareció ponerse negro y tuve la sensación de estar cayendo al vacío. La voz de Cathy pronunciaba números. Un número de teléfono—. Dijo que usted sabría de qué se trataba… Por favor, llámele cuando pueda.
Había una cajita con papeles. Y un bolígrafo atado a un cordel.
—Cathy, ¿podrías darme otra vez ese número, por favor? —anoté el número; me temblaba la mano. Repetí el número. Tenía que salir de esa cabina y del edificio. Cathy decía algo acerca de Roger Whitman.
—Cathy, tengo que…
—Lo paso ahora mismo.
—¡Nick! ¿Cómo diablos te encuentras? ¿Desde dónde llamas?
Fantástico. Desde Nueva York. Miré el número de teléfono. No debes llamar. Apréndelo de memoria por si acaso.
—Nick, lamento no haber podido dedicarte más tiempo la última vez que hablamos… me refiero a toda esa historia sobre los Moon. ¿Debería haber adivinado que tú no…?
—¿Moon?
—Desarrollo espiritual o lo que sea. Debería haber adivinado que no te ibas a enredar con ningún tipo de desarrollo espiritual. Vino una gente a hacer una comprobación de seguridad y sospecho que estás haciendo algo en secreto y arriesgado, y quiero que sepas que puedes contar con mi silencio al respecto.
—Fantástico, Roger. Yo…
—Pienso ratificar tu historia con los Moon hasta el final. En cierto modo, te envidio, Nick. Admiro lo que haces. Tuve un tío en los servicios de inteligencia durante…
—¿Te hicieron muchas preguntas sobre mí?
—Sí. El tipo de preguntas habituales. Aunque muy minuciosas, la verdad.
—¿Qué les dijiste de mí?
—Todo. Quiero decir todo lo que sé de ti. ¿No debería haberlo hecho? ¿Hay algo que no debiera haber dicho?
—Oh, no… en absoluto. Tienes que ser franco con ellos. Cuéntales absolutamente todo. ¿Y ellos te dijeron que yo estaba en los servicios de inteligencia?
—Bueno, sólo de una forma muy general. ¿Acaso no debían hacerlo?
—No, no… ¿Por qué no? ¿Qué te dijeron exactamente que estaba haciendo yo?
—En realidad, nada concreto. Asunto clasificado, ¿no? Sólo que estabas haciendo un trabajo para el gobierno extremadamente confidencial y que debías desaparecer durante algún tiempo.
—Sí, eso es cierto. ¿Algo más?
—No. Pero tuve la sensación de que podría ser peligroso. Me dijeron que tal vez me llamarías si te encontrabas necesitado de ayuda. Espero que tú no…
—¿Y te dijeron que les avisases si yo entraba en contacto contigo?
—No. Dijeron que ya se enterarían de tu llamada.
—¿Eso dijeron? Roger, ha sido estupendo hablar contigo. Ahora tengo que marcharme.
Estaba sudando. Le eché una última ojeada al número de teléfono, arrugue el papel y salí corriendo a la calle.