Aunque continué obligándome a salir regularmente, después de aquello ya no pude volver a dejar el club sin un sentimiento de miedo. Estaba mucho más resguardado en el interior, con sus amplias, tranquilas y seguras estancias. Nada de multitudes, empujones o gritos. A medida que fueron pasando las semanas y me fui acostumbrando a mi existencia allí, empecé a encontrarla natural, sin caer en la cuenta de lo absurda que era en conjunto. Tenía cuanto necesitaba para vivir, y también muchos lujos. Es cierto que hacía una sola comida al día, pero casi me había acostumbrado a ello; tenía a mi disposición un menú extraordinariamente variado a la hora de escoger y una bodega mejor de la que hubiera podido nunca poseer. Había libros y periódicos, el agua agradablemente fresca de la piscina y kilómetros de sillones y sofás forrados de cuero.
El club había sido dotado de un laberinto de pasillos y escaleras interiores para permitir que un vasto —y hoy imposible de mantener— batallón de empleados pudiera moverse discretamente por el edificio, y no tardé en conocerlo palmo a palmo. Conocía a todos los empleados y sabía dónde estaría cada cual a una hora determinada: cuándo pasarían la aspiradora en la biblioteca, cuándo estaría el vestuario repleto hasta el techo de fumadores de marihuana y a qué hora se vaciaba la cocina. Sabía qué socio se quedaría dormido bajo el periódico en la sala de lectura después de comer y quiénes se quedarían hasta tarde por las noches. Y me movía a voluntad por el edificio, totalmente confiado.
En cuanto al coronel Jenkins, no volví a pensar en él. Creo que di por hecho que se había rendido o, al menos, que sus investigaciones no iban a dar resultado. Por lo que a ellos respectaba, yo estaba muerto. En cualquier caso no había razón alguna para que ellos sospecharan que yo estaba en el Academy Club. Pero incluso si por lo que fuera llegaban a descubrir dónde estaba, me parecía que bien poca cosa podrían hacer. A veces me preocupaba que sólo hubiera dos salidas: podrían dejarme encerrado. Pero nunca llegarían a atraparme en esa madriguera plagada de corredores, pequeñas habitaciones y escaleras. A menos que estuvieran dispuestos a enviar un puñado de hombres que supieran exactamente qué andaban buscando.
Y resultaba inconcebible que pudieran tomar por asalto el Academy Club. Los socios no lo permitirían: ellos tienen muy claro que ese lugar es una suerte de santuario y muchos de ellos son gente acostumbrada a salirse con la suya. Por si fuera poco, muchos de ellos son abogados. Nadie puede hacer pasar por la puerta un solo policía de uniforme sin enfrentarse a una interminable avalancha de juicios y cartas a los periódicos. Se encontrarían con gente como Anne escribiendo artículos acerca del abuso de poder de la policía y la falta de control sobre los servicios de inteligencia, y no imagino qué clase de explicación podría dar Jenkins, o quien fuera, para que resultase plausible y capaz de satisfacerles mínimamente. Al mismo tiempo, Jenkins no haría nada que pudiera atraer la atención sobre él o dar la noticia de mi existencia: la mitad de mi valor para él reside en el hecho de que nadie debe saber nada de mí. Todo lo cual hacía que me sintiera muy satisfecho de mi agudeza al haber escogido como refugio al Academy Club, y sospecho que entonces estaba convencido de que iba a pasarme el resto de mi vida allí.
Estaba además la proximidad de mis amigos y conocidos. Era un consuelo —al menos inicialmente— poder ver rostros familiares. Pero cuando te pasas semanas sin hablar con nadie —siempre escapando por la puerta trasera y evitando a todos— tu mente empieza a disiparse y pierdes toda sensación de estar entre otras gentes. No importa cuántos largos hagas en la piscina o cuántos paseos des. Los rostros empiezan a parecer máscaras inexpresivas y las conversaciones un murmullo de fondo. Simples sombras que pasan a la deriva. Y no eres realmente consciente de lo que te está pasando. Crees ser el de siempre.
Recuerdo un día en que bajé al vestíbulo y me encontré de frente con Peter Wenting. Era alguien a quien conocía de siempre. No un amigo íntimo, pero fuimos juntos a la escuela y vivimos en la misma casa en la universidad. De hecho, salí alguna vez con su esposa Jennifer mucho antes de que lo hiciera él. Normalmente hubiese pasado a su lado sin prestarle la menor atención, pero esta vez, cuando le miraba directamente a los ojos, le oí decir a su acompañante, alguien a quien yo conocía pero al que no llegué a localizar del todo (empiezas a olvidar nombres):
—¿Nick Halloway? No, no le interesaría. Además, parece ser que se ha retirado para unirse a una especie de secta religiosa. Los Moon o algo así.
—¿Nick Halloway? No llegué a conocerle bien pero…
—Lo cual te demuestra que nunca puedes estar seguro de nada en esta vida —hubo una pausa mientras Peter reflexionaba, al parecer—. Siempre me gustó, más o menos. Pero conozco a mucha gente a la que no le caía bien.
—¡Los Moon!
—O los Haré Krishnas, o una secta de ésas… En cualquier caso —añadió Peter volviendo evidentemente al tema de conversación previo—, podría haber pasado cualquier cosa.
—Como siempre.
—Podríamos salir juntos. Dile a Marión que llame a Jennifer.
—Lo haré, Peter. Cuídate.
Siempre hay algo de irresistible en una conversación sobre uno mismo, incluso cuando la gente no significa mucho para ti, y aunque no se diga gran cosa. El problema era que me corrían lágrimas por las mejillas y que no podía impedir que me embargara la sensación de que la conversación recién oída era extraordinariamente emotiva. Era absurdo: podía sentirme tranquilo y equilibrado por completo mientras llevaba a cabo mi rutina diaria y de repente me encontraba presa de una rabia inexplicable o de la más malsana nostalgia, y temí estar empezando a perder la razón. Era a causa de estar todo el día deslizándome furtivamente. Pero empezó a preocuparme el que mis amigos pudieran estar hablando en la habitación contigua y, cada vez con mayor frecuencia, creía haber oído mencionar mi nombre. Sin embargo, cuando me acercaba siempre hablaban de otras cosas. Y todavía me afectó más la forma en que Bill miraba directamente a través de mí cuando cruzaba el umbral.
Advertí que tenía un nuevo ayudante, que se ponía a su lado para aprender los nombres de los socios. Nunca aprendería el mío. Y ésta era mi vida: vivía entre toda esa gente, pero totalmente aislado de ella.
Y estaba también el temor agónico cada vez que ejecutaba un cauteloso movimiento. ¿Oirían correr el agua en el lavabo? ¿Advertirían la falta de comida, los libros fuera de lugar o la forma en que estaban hechas las camas? Acabas poniéndote paranoico. Y cuando decides que ellos han empezado a advertir tu presencia, ya no sabes qué grado de confianza atribuirle a tu propio juicio. El vigilante nocturno había empezado a variar su rutina, de forma que podía presentarse en el quinto piso mientras yo trataba de lavarme de noche. La camarera estaba empezando a inspeccionar las habitaciones que no habían sido reservadas, como si supieran que alguien las estaba utilizando. Y una noche oí al portero preguntarle al vigilante:
—¿Está arriba?
Podía querer decir cualquier cosa. Era necesario mantener la perspectiva. Pero en ocasiones podías oír el más leve movimiento en el edificio casi vacío, y tal vez ellos fueran conscientes de mi presencia. Me volví más precavido en mi rutina diaria. Vestía siempre toda mi ropa y llevaba encima mis posesiones, y cuando de noche me iba a la cama lo metía todo en un hato bien apretado para poder recogerlo y llevarlo en una mano si algo ocurría. Quería estar listo en todo momento para salir de una habitación o del edificio.
A medida que fueron pasando las semanas y se aproximó el mes de junio, cada vez había menos gente en el club, especialmente durante los fines de semana. El equipo de mantenimiento empezó a pintar y reparar el interior del edificio, lo cual resultaba desconcertante porque podía bajar una mañana y encontrar algún ala del club llena de pintores y clausurada durante días. El comedor no se abría ahora durante los fines de semana, cosa asimismo desagradable porque eso significaba dos días completos sin alimentos frescos. Después inutilizaron la entrada con unas planchas de contrachapado mientras llevaban a cabo una reparación en la puerta. Ello dejó únicamente la entrada de servicio, que daba sobre un callejón a la espalda del edificio, y que me puso las cosas muy difíciles porque para atravesarla era preciso pasar por un vestíbulo que era de hecho un corto corredor provisto de sendas puertas en sus extremos cerradas con llave. A todo lo largo del corredor hay un mostrador detrás del cual se abre una pequeña zona de almacén para los envíos. Un portero se sienta detrás del mostrador y, una vez dentro del corredor, ya no es posible salir de él a menos que el portero accione un botón situado bajo el mostrador y que desbloquea eléctricamente una de las puertas. Para no arriesgarme a encontrarme atrapado entre esas dos puertas cerradas, permanecí encerrado en el edificio durante tres días seguidos, sintiéndome cada vez más como un preso.
Cuando una mañana bajé al vestíbulo y vi que las planchas de madera ya habían sido quitadas de la puerta, me sentí bastante aliviado e incluso deseoso de salir fuera. Pero, sorprendentemente, habían llevado a cabo un importante trabajo. La alfombra del vestíbulo era nueva y la puerta batiente había sido sustituida por una giratoria. La puerta giratoria constituía un nuevo problema para mí, pese a que era bastante obvio cómo me las arreglaría para utilizarla. Tendría que esperar a que alguien viniese del otro lado, y cuando la empujase debería saltar a uno de los cuadrantes vacíos, avanzar al compás de la puerta y salir teniendo cuidado de no empujar o ser empujado por los paneles giratorios. (Ahora lo hago todo el tiempo, pese a que continúa sin gustarme.)
Atravesé el vestíbulo en dirección a la puerta caminando sobre el suelo de mármol y pegado a la pared para que mis huellas no quedasen impresas en la gruesa alfombra nueva. Bill sólo tenía un ojo en la entrada, pero yo sabía que en cuanto apareciese alguien prestaría toda su atención. Su ayudante, en cambio, miraba al techo en pleno aburrimiento. No parecía poner el corazón en su trabajo y era muy probable que finalmente resultase no ser adecuado para ejercer de portero del Academy Club.
Aguardé lo menos media hora hasta que apareció un socio llamado Oliver Haycroft. Ascendió los tres escalones hasta la marquesina y se quedó dubitativo a la vista de la puerta giratoria, como si en algún lugar de su muy rudimentaria maquinaria mental empezara a formularse lentamente la percepción de que a esa puerta, utilizada a diario durante los últimos veinte años, le pasaba algo raro. A él le hubiera gustado estar seguro: si pudiera establecer con certeza que había tenido lugar alguna suerte de cambio, iría a protestar. Pero ese raro momento de vacilación se disipó: independientemente de lo que hubo en el pasado, ahora había sin lugar a dudas una puerta giratoria, y dio un paso adelante para empujarla. Yo me moví rápidamente, apoyando sólo un poco la punta del pie en la alfombra para estar preparado en cuanto girase y poder entrar así que la puerta estuviese en la posición adecuada. Fui vagamente consciente de un timbre sonando al fondo. Cuando Haycroft empujó la puerta y se introdujo en el cuadrante que le correspondía, yo di un paso simétrico en dirección al que me correspondía a mí, y al mismo tiempo miré en dirección al mostrador porque advertí cierta conmoción allí. El ayudante de Bill se inclinó de pronto con rigidez hacia adelante, con las manos extrañamente ocultas bajo el mostrador y la mirada clavada con toda intensidad en la puerta. Bill estaba vuelto hacia él, contemplándolo con una especie de consternación.
Todo salió mal.
Mientras Haycroft empujaba la puerta, yo retrocedí para salirme de ella y casi perdí pie, pero procuré no pisar la alfombra. La puerta giró noventa grados y, con el agudo chasquido de unos pestillos al cerrarse, se detuvo abruptamente dejando a Haycroft atrapado en medio. Empujó varias veces la puerta apoyando todo su peso contra ella y luego retrocedió, intentando hacer lo mismo en sentido contrario. Estaba atrapado y yo también podría haberlo estado.
Bill parecía agonizar ante la visión de Haycroft que gritaba y golpeaba furioso contra las encristaladas paredes de su jaula. De pronto, apareció Morrissey, estudió apreciativamente la situación y le dio instrucciones al ayudante de portero, que insertó una especie de llave primero en la parte de abajo y luego en la parte superior de la puerta por el lado de Haycroft. Uno de los paneles encristalados se soltó y Haycroft penetró tembloroso en el vestíbulo.
—Maldita puerta —dijo Haycroft en lo que al parecer quería ser un tono de ira pero que se le quedó en algo ligeramente quejumbroso.
—Sí, señor —dijo Bill—. Lo lamento mucho, señor. Todavía no funciona correctamente —miró con resentimiento a su supuesto ayudante—. Estoy seguro de que no volverá a pasar.
—Espero que no. No entiendo qué tenía de malo la otra puerta.
Haycroft miró sombríamente a Morrissey, preguntándose quién sería y qué derecho tenía a estar allí, pero no llegó a preguntarlo por temor a perder su dignidad. Entonces, comprendiendo que ni Morrissey ni el ayudante de Bill iban a mostrar ninguna deferencia, y ni siquiera el menor interés por él, Haycroft dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera.
—Estaré en el segundo piso —dijo.
—Sí, señor —dijo Bill muy incómodo.
—He seguido exactamente las instrucciones, pero no lo entiendo —le dijo el ayudante de portero a Morrissey—. El disparador se puso en marcha por sí mismo. Abrí la puerta como se suponía que debía hacerlo, pero el hombre estaba todavía fuera cuando se disparó. No había nadie cerca de la alfombra, pero se disparó —parecía preocuparle fundamentalmente haber hecho algo que pudiera serle recriminado.
Morrissey, sin prestarle atención, hablaba por una especie de teléfono.
—Lo hemos cogido… En la puerta principal… Sí, estoy seguro al noventa por ciento… Tiene que estar… Seguro. La otra salida está vigilada. Lo tenemos.
Se me ocurrió que, independientemente de lo que fuera a hacer yo después, tenía que ofrecerles ahora algún tipo de esperanza, así que me adelanté teniendo buen cuidado de no pisar la alfombra otra vez y empujé varias veces la puerta haciéndola repiquetear.
—Ahora estoy completamente seguro de que está aquí. Puedo oírle.
Afuera, una furgoneta se subió marcha atrás en la acera y se detuvo al pie de la escalinata; unos cuantos hombres vestidos de obreros empezaron a erigir un especie de cerco de madera en torno a la entrada. Entre ellos reconocí a Clellan. Mientras observaba, otros operarios aparecieron en el vestíbulo y, bajo las órdenes de Morrissey empezaron a desplegar una valla de lado a lado. Cuando mi visión quedó tapada, vi a los operarios de fuera arrastrar un gran artilugio, del tamaño de un hombre y con aspecto de jaula, en dirección a la puerta.
No tardarían en abrir el otro panel de la puerta esperando encontrarme dentro, y de pronto caí en la cuenta de que, si para entonces yo no había salido del club, nunca podría hacerlo. El problema era que no conseguiría que el portero me abriese la puerta de servicio a menos que alguien saliese por allí.
Recorrí el perímetro del hall evitando pisar la alfombra y subí la mitad del tramo de escaleras que Haycroft ya casi había coronado.
—¡Fuego! —grité tan fuerte e imperiosamente como era posible hacerlo sin que Morrissey me oyera. Todavía anonadado por la reciente experiencia en la puerta, Haycroft pegó un respingo y se volvió a ver quién gritaba. La visión de la escalera desierta aún le desconcertó más. Hice bocina con las manos con la esperanza de que él creyese que era alguien gritando desde el vestíbulo y repetí:
—¡Fuego! Por favor, diríjanse directamente hacia la entrada de servicio y abandonen el edificio lo antes posible.
Haycroft permaneció inmóvil y con una expresión de desconcierto en su rostro.
—Por el amor de Dios, Haycroft, ¡allá arriba hay gente muriendo! ¡Corre! —al oírlo, todo pareció ordenarse en su mente y echó a correr como una exhalación escaleras abajo.
—¡Corran, por Dios! ¡Todo el mundo fuera! —le exhorté para mantenerle en marcha—. ¡Es horrible, tanta gente muriendo así!
Di media vuelta y le seguí escaleras abajo, a lo largo del vestíbulo y a través de la puerta metálica que daba al recibidor de la puerta de servicio. La puerta se cerró detrás de mí, dejándonos encerrados a ambos en el pequeño corredor. Haycroft se volvió hacia el portero sentado tras el mostrador y que era quien debía abrirle.
No era el portero de siempre. Era Gómez. Miró a Haycroft y le dijo en un tono no particularmente deferente:
—Esta puerta está cerrada.
—Pues ábrala. Ya sé que está cerrada.
—Esa puerta no se puede abrir ahora.
—No sé qué ocurre aquí —Haycroft gritaba ahora—, pero soy socio del club y estas puertas están aquí al servicio de los socios, y será mejor que abra esa maldita puerta ahora mismo…
Al ver que se estaba creando un problema, y puesto que era más listo que Haycroft, Gómez no tardó en cambiar de tono.
—Tiene usted razón, señor. Lo siento mucho, de verdad —parecía extremadamente sincero, y su acento, que por lo general era prácticamente indetectable, de pronto sonaba muy marcado—. Tenemos un problema de seguridad, señor. Hay una persona no autorizada en el edificio. Tenemos órdenes de tener cerradas todas las salidas hasta que lo atrapemos. Le ruego que vuelva y espere arriba, señor; será una cuestión de minutos.
—¡El edificio está ardiendo! ¡Abra esa puerta!
Gómez pareció desconcertado. Miró atentamente a Haycroft, descolgó el teléfono, marcó dos dígitos y aguardó. Haycroft había dejado de gritar y aguardaba angustiado a que Gómez acabase su llamada.
Saqué el cortaplumas y me puse a identificar la hoja de cortar.
—Hola. Aquí Gómez —abrí la hoja y empecé a cortar el hilo del teléfono justo donde ascendía por la pared al extremo del mostrador—. Aquí hay alguien que asegura que hay fuego en el edificio… ¿Oiga? ¿Oiga? —Gómez accionó repetidamente la palanca—, ¿oiga? —no podría detectar el pequeño corte en el hilo. Sin quitarle la vista de encima a Haycroft, retrocedió en dirección a una pequeña mesa de madera y levantó otro teléfono.
Haycroft se puso a gritar de nuevo:
—¡Los teléfonos no funcionan! Por el amor de Dios, ¡cumpla con su obligación y abra esa puerta antes de que nos veamos atrapados en el edificio!
Gómez le miró preocupado pero no dijo nada. Empezó a marcar un número.
Agarrándome al mostrador, salté por encima y me dejé caer al suelo por el otro lado. Agachado bajo el mostrador, localicé los dos pulsadores, uno para cada puerta. El problema era que si accionaba el de salida, Haycroft saldría y la puerta se cerraría mucho antes de que llegase yo. Volví a abrir el cortaplumas y empecé a rascar y hurgar por entre treinta años de pinturas hasta que logré meter la hoja bajo los hilos que corrían hacia los botones. Los solté del botón y junté los dos extremos sintiendo un calambre en los dedos. En el momento en que se tocaron los cables el timbre empezó a sonar y Haycroft se abrió paso hacia la puerta y desapareció. Les di una vuelta a los cables para mantenerlos unidos y salté por encima del mostrador.
—¡Eh, espere usted! —gritó Gómez. Todavía hablaba con Haycroft, me parece, y en su rostro había una expresión de incomprensión mientras miraba hacia la puerta y escuchaba el timbre. Pero cuando aterricé en el suelo y corrí hacia la puerta comprendió perfectamente lo que estaba pasando. Gómez echó a correr detrás de mí con una pistola en la mano. Cuando me agaché y empujé la puerta, oí dispararse la pistola una vez y luego dos veces más, al tiempo que yo corría por el callejón en dirección a la calle.