A lo largo de las semanas siguientes llegué a establecer una confortable rutina en el Academy Club. Por la noche me preparaba una abundante comida que me subía al quinto piso para comerla bajo la lámpara bronceadora. Luego me bañaba y me afeitaba, lo cual era la tarea más difícil del día. Junto al vestuario principal había un amplio cuarto de baño con lavabos y estantes llenos de maquinillas de afeitar, tijeras, peines, brochas y toda clase de jabones y lociones, pero no una maquinilla eléctrica. El jabón de afeitar no se adhería bien a mis mejillas, pero, tanto para mostrarme a mí mismo dónde estaba mi cara exactamente como para ablandar la barba, me aplicaba grandes cantidades y mirando con gran atención al espejo, cortaba la espuma en el aire. Después, y dado que el ruido de una ducha hubiese resonado en todo el edificio y encima me hubiera impedido oír a mí, me lavaba de pie ante el lavabo.

Me gustaba meterme después en la piscina y nadar arriba y abajo en plena oscuridad. Es curioso lo mucho que nado ahora: de niño nunca me gustó. Solitario y aburrido pero fresco y placentero.

Más o menos cada semana hacía lo posible por cortarme el cabello, arrojando las sobras por el retrete. Y cada pocos días me lavaba la ropa.

Comprobaba diariamente la reserva de habitaciones y, si quedaba alguna vacía por la mañana cogía sábanas limpias del armario para poder hacerme la cama y por la noche me encerraba en la habitación para estar a salvo. Cuando todas estaban ocupadas, cosa que ocurría con frecuencia durante la semana me acostaba en un sofá o sobre un montón de toallas recién lavadas.

Durante el día solía leer en la biblioteca; seleccionaba los libros a primera hora de la mañana aprovechando que no había nadie para luego colocarlos en los estantes de mi rincón favorito. Empecé un estudio sistemático de la física, o más específicamente, de las partículas físicas, un tema que en mi opinión tiene más relación con la metafísica que con la ciencia y que uno probablemente evitará a menos que, como me pasa a mí, le encuentre una aplicación inmediata en la vida diaria. La biblioteca del Academy Club andaba algo floja en lo relativo a ciencias, pero era suficiente para una iniciación y pasé largas horas hojeando artículos de enciclopedias y revistas. Cuando me aburría, leía periódicos con un cierto interés, aunque lo que contaban cada vez parecía tener menos conexión con mi existencia. También solía trepar por la escalera de incendios hasta el tejado para dormir al sol.

Al principio me tomé muy a pecho lo de salir al exterior todos los días, generalmente al mediodía, cuando el club se llenaba. Casi me había vuelto loco durante aquellos días en que hube de estar encerrado en mi apartamento. Afectó a mi capacidad de juicio y me hizo retrasar demasiado la partida, y ahora estaba decidido a obligarme a tomar el aire donde pudiera hacer algo de ejercicio y mantener clara la mente. No perder la perspectiva.

Normalmente paseaba por Madison, que siempre resultaba ser una hazaña extenuadora, para luego adentrarme en la relativa seguridad de Central Park. La amplitud y la soledad del parque —al menos en comparación con las calles— hacían que fuera fácil moverse, e imaginando que allí estaba a salvo empecé a dar largos paseos y, en ocasiones, no regresaba al club hasta por la noche.

Una nubosa tarde, durante una de esas excursiones, me senté en un banco al extremo norte de la 79 transversal. Había escogido un banco que me pareció seguro, pues le faltaba uno de los listones, pero cuando se aproximó un grupito de escolares, me levanté inmediatamente y me adentré en el césped. Siempre me retiro ante grupos de gente, sobre todo si son niños. Como para darme la razón, uno de ellos saltó sobre el banco y lo recorrió en toda su longitud. Eran cinco o seis, la mayoría negros y ninguno de ellos mayor de catorce años. Iban riendo e intercambiando pullas al caminar, y de cuando en cuando se empujaban mutuamente haciendo como que peleaban.

—Trátame de usted, chaval. Podría ser tu padre.

No les presté mucha atención. El cielo se había puesto negro súbitamente y estaba pensando en lo desagradable que sería verse sorprendido por un chaparrón a tanta distancia del club. Era estúpido haber salido de casa en un día así. Mientras decidía cuál sería la mejor forma de volver a casa, de pronto empezó a caer del cielo una cortina de agua que me empapó de inmediato. Me quedé bajo el agua, pensando tontamente qué podía hacer y apenas consciente de los gritos de los chicos a mi espalda.

—¡Mierda, tío! ¡Estás empapado!

—¡Pues anda que tú!

Dos de ellos habían corrido a cobijarse bajo un árbol, pese a que sus ropas estaban ya mojadas. Los otros, lo mismo que yo, seguían indefensos bajo la cascada de agua.

—¡Eh, mirad eso! ¡Es un remolino!

Me volví a mirar.

—¡Anda, pero si se está moviendo!

Me costó un rato comprender el hecho desagradable de que hablaban de mí. El agua que me caía torrencialmente resbalaba después a lo largo de mi cuerpo creando una silueta fantasmagórica pero visible con toda claridad.

—¡Mirad! ¿Qué coño es eso?

—¡Eh, pero si está vivo!

—Será algún animal.

—¡Mierda! Parece una persona.

Nos miramos unos a otros largo rato, sin movernos ni hablar. Tenía que marcharme de allí. Di media vuelta y corrí por el césped en busca de algún refugio.

—¡Se está moviendo otra vez!

Habría avanzado unos veinte metros cuando de repente noté un golpe agudo en el hombro. Me volví atemorizado creyendo que iba a encontrar algo justo a mi espalda, pero sólo vi a los chicos siguiéndome a unos veinte metros de distancia. Cuando me volví a mirarlos, ellos retrocedieron con precaución.

—¿Lo habéis visto? ¡Le he dado!

Uno de ellos alzó el brazo. ¡Me estaban tirando piedras!

—¡Se ha parado!

Me miraban, pero ninguno de ellos se movía.

—¿Qué es eso, Bobby?

—Un animal.

—No, mira, tiene brazos. ¡Es una persona!

—Es sólo un remolino. Lo que pasa es que parece una persona.

Uno de ellos dio un paso vacilante hacia mí y arrojó algo.

—¡Le he dado otra vez! ¡Le he dado de lleno!

Varios de ellos parecían llevar piedras. Di un paso hacia atrás y todos avanzaron hacia mí.

—¡Se mueve otra vez! ¡Vamos!

El miedo me invadía como si fuese una náusea. Me di la vuelta y corrí. Tan pronto como empecé a moverme, ellos se lanzaron en mi persecución.

—¡Se escapa!

—¡Agárralo!

Noté que algo punzante me golpeaba en la base del cuello. Me dolía, y advertí que estaba absolutamente aterrorizado. Tenía que intentar pensar. Correr no tenía objeto: corrían tanto como yo y lo único que hacía era echármelos encima. ¿Y dónde podía ir? Me volví desesperadamente para enfrentarme a ellos, con los brazos levantados para protegerme.

—¡Se ha parado!

—¡Tened cuidado!

Dejaron de correr, pero continuaron acercándose. Uno de ellos había encontrado por el camino una rama corta pero de aspecto sólido y la sostenía en lo alto, listo para descargarla contra mí. Empezaron a rodearme con cautela. Yo vacilaba, tratando desesperadamente de pensar en algo. Cada paso que daba hacia atrás parecía atraerlos más hacia mí. Me obligué a dar un paso hacia adelante. Ellos retrocedieron indecisos. Nadie decía una sola palabra. Retrocedieron aún más y uno de ellos me tiró una piedra sin demasiada fuerza. El chico de la rama levantó ésta por encima de su cabeza. Cargué contra ellos agitando los brazos. Dos de ellos se volvieron y echaron a correr. Pero el que sostenía la rama vino hacia mí, la descargó con fuerza contra mi hombro izquierdo y retrocedió de un salto.

Yo solté un gemido.

—¡Le has dado!

—¡Ha gritado! ¿Lo habéis oído? ¡Ha gritado!

Retrocedí tambaleante y aturdido por el dolor.

—¡Acaba con él!

El chico de la rama avanzaba de nuevo. Yo retrocedí con mi brazo bueno extendido para protegerme del golpe. La rama me golpeó con fuerza en un costado y, trastabillando por la fuerza del golpe, resbalé y caí al suelo.

—¡Se ha caído! ¡Se ha caído!

—¡Dale!

Instantáneamente se amontonaron en torno y empezaron a lapidarme. Vi alzarse la rama al tiempo que rodaba sobre mí mismo y trataba frenéticamente de huir a cuatro patas. La rama me alcanzó en la pierna izquierda. En mi desesperado intento de salvar la vida logré ponerme en pie y echar a correr.

—¡Por allí va! ¡Intenta escaparse!

Todos corrían detrás de mí, gritando.

—¡Mira sus huellas! ¡Dale otra vez!

Era cierto. Dejaba un rastro al correr sobre el barro y, pensando que eso podía estar ayudándoles, giré hacia un sendero pavimentado. Algo más lejos, un grupo de cuatro personas se había parado en el camino y miraban aprensivamente, perplejos por el alboroto. Uno de ellos era una mujer con un amplio impermeable rojo y sombrero a juego. Tenía un paraguas grande y vistoso; alguien llevaba un equipo de lluvia de color amarillo. No miraban hacia mí sino al grupo de chicos negros que corría hacia ellos.

Uno de los chicos gritó: ¡Deténganlo! ¡Deténganlo! ¡Me ha robado la bicicleta!

El grupo con ese equipo para la lluvia tan bien conjuntado parecía mirar ahora hacia mí, pero sin comprender.

—¡Deténganlo! ¡No lo dejen escapar!

Me salí del camino y corrí hacia el sur. De repente me encontré ante la barandilla de la 79 transversal y miré hacia la calzada que corre a través del parque a casi cinco metros de profundidad. Ellos estaban a punto de alcanzarme. Medio salté y medio me deslicé por encima de la barandilla y a lo largo de la pared en dirección a la acera que corría paralela a la calzada, cayendo pesadamente de bruces en el pavimento.

—¡Ha saltado la barandilla!

—¡Está en la acera! ¡Cogedlo!

Uno de ellos se descolgaba ya por la pared. Al tiempo que aterrizaba en la acera, un poco al oeste de mi posición, me puse en pie como pude y corrí desesperadamente hacia el este, en dirección al centro del parque. Vi a otro deslizarse por la pared y a otros más correr a lo largo de la barandilla por encima de mí. Un poco más allá vi que se abría el paso elevado que cruza por encima de la calzada.

—¡Va hacia el subterráneo! ¡Cortadle el paso!

Al adentrarse en el subterráneo, observé que el agua dejaba de correr por mi cuerpo y que solamente quedaban unas gotas de agua dispersas, como si yo estuviera hecho de cristal; me sacudí como un perro para quitármelas de encima. Dos de los chicos ya habían entrado en el subterráneo detrás de mí y miraban en derredor con gran atención. Otro de ellos había saltado la barandilla en algún lugar más allá del paso elevado y se aproximaba en dirección opuesta, con la rama del árbol.

—¿Lo veis?

—No ha salido por ese lado.

—Está aquí. ¡Lo presiento!

En torno a una cloaca cegada se había formado el clásico charco, amplio y profundo, ocupando casi toda la superficie de la calzada bajo el paso. No podía caminar por allí sin delatarme, así que me quedé en mitad de la acera temblando.

El chico de la rama exploraba con ésta el techo del paso elevado.

—Quedaos allí y aseguraos de que no pasa nadie.

Yo permanecía totalmente inmóvil. El chico se introdujo en el charco sin dejar de dar golpes mientras avanzaba.

—Maldito sea.

—Se ha desvanecido —dijo otro—. Como un tornado pequeño. Se desvaneció.

—Le he dado con el palo. Está vivo.

El chico había cruzado al otro lado de la calzada y tanteaba la pared.

—A lo mejor se ha escapado por la alcantarilla —dijo algún otro.

—Por esa alcantarilla no se escapa ni el agua —dijo el chico que me había pegado.

—Pero aquí sólo estamos nosotros —dijo otro con desasosiego.

Yo permanecí inmóvil.

—Jodido fantasma —dijo el que estaba en la calzada—. Quizá vive en el agua —añadió mirando especulativamente el charco. Empezó a pegar palos salvajes contra las aguas del charco.

—Vigilad que no salga —advirtió. Avanzaba a ciegas, golpeando con el palo contra el agua y el muro del subterráneo. Me quedaba muy poco espacio de maniobra en la acera y antes o después acabaría cazándome con uno de sus bastonazos. U obligándome a salir a la lluvia otra vez.

Un Mercedes, con los limpiaparabrisas funcionando a toda velocidad, apareció por la pendiente y frenó casi del todo al adentrarse en el charco. El chico del garrote retrocedió hasta la acera para dejarlo pasar. Avancé hasta quedar casi a su lado sobre el bordillo y, cuando la parte trasera del coche pasaba junto a nosotros, coloqué mi pie izquierdo sobre el parachoques y salté sobre el maletero quedando tendido sobre éste y contra la ventanilla trasera; me agarré a sus bordes con la punta de los dedos. El coche cabeceó bajo mi peso y se oyó un golpe metálico cuando caí sobre el maletero. El conductor miró hacia atrás para ver qué pasaba y vio al chico golpeando frenéticamente con un bastón la parte trasera de su coche.

—¡En el coche! ¡Está en el coche!

Otro chico corría hacia él, agitando los brazos.

—¡Pare, pare! ¡Pare el coche!

El conductor aceleró de repente y el coche, conmigo agarrado desesperadamente al reborde de la ventanilla, saltó hacia adelante alejándose de los chicos.

Cuando el coche se detuvo en un semáforo de Central Park Oeste, salté del maletero y corrí hacia el metro. La mejilla y el cuello me sangraban, al parecer, y me dolía todo el cuerpo debido a la paliza. Sintiéndome como una rata medio muerta a palos por unos niños, me senté en un banco situado al final del andén y traté de recomponerme. Finalmente salté a un tren hasta el cruce de la Calle 52 y la Sexta Avenida, donde permanecí media hora temblando y sintiéndome miserable hasta que cesó la lluvia y pude emprender el regreso al Academy Club.

Eran las cinco pasadas cuando llegué y el club estaba atestado. No era prudente refugiarse en una habitación de invitados, así que me colé en un cuarto de servicio del quinto piso, donde me senté sobre un montón de toallas recién lavadas y recorrí todo mi cuerpo con los dedos tratando de determinar la gravedad de las heridas. Decidí que no había nada roto, aunque no podía estar seguro en lo relativo al hombro y las costillas. Era difícil saber si me seguía sangrando el cuello, pero lo sequé con cuidado y lo envolví con una toalla. Me enrosqué sobre mí mismo y caí dormido inmediatamente.

Era ya de día cuando desperté, lo cual significaba que había dormido durante mi única oportunidad de comer. Dos días completos sin alimento. Me dolía todo y me costaba respirar. Cuando traté de levantarme descubrí que la rodilla estaba completamente hinchada y a duras penas fui capaz de llegar hasta la cocina esa noche. Anduve cojo durante días, y las costillas estuvieron meses doliéndome.