Caí en la cuenta de que estaba temblando y que el corazón me golpeteaba con fuerza. Caminaría un rato más, para poner cierta distancia entre mis perseguidores y yo, y luego me tranquilizaría. Entonces podría pensar en el movimiento siguiente. Pero descubrí que abrirme paso entre adolescentes que haraganeaban, busconas y joggers era una labor precaria y extenuante, y me asombraba de nuevo lo absolutamente distantes que me quedaban esos seres humanos que miraban a través de mí ajenos por completo a mi existencia. Había pasado en soledad los cinco últimos días, escondido en mi apartamento con las persianas bajadas, y ahora que me veía súbitamente arrojado a la luz, todo me parecía demasiado grande y luminoso. Me movía como en sueños entre gentes y objetos que pasaban a mi lado como remolinos de trayectoria peligrosa e imprevisible.

Cerca de la Calle 85 miré hacia atrás justo a tiempo de evitar a un chico en bicicleta que salió disparado del parque y directamente contra mí. Ya no bastaba con mirar adelante: tendría que acostumbrarme a mirar alrededor. Un momento después un perrillo de erráticos movimientos cruzó de pronto la acera y estuvo a punto de enredarme con la correa que lo unía a su amo. Esta forma de vida requiere vigilancia continua. Debo prestar atención particular a los de los patines con sus Walkman encajados en las orejas, pues se deslizan oblicuamente por la calzada y las aceras para ejecutar súbitos descensos en picado o bien dar vueltas como una peonza con un brazo o una pierna extendidos que pueden tirarme al suelo. Pero todavía son peores los corredores, porque con sus silenciosos zapatos están continuamente a punto de chocar conmigo por detrás. Sin embargo, lo más peligroso de todo es una multitud o también un pequeño grupo de gente de pie o moviéndose al unísono. Incluso ahora, que ya he aprendido a moverme por las calles con seguridad, todavía doy media vuelta y huyo de la más mínima concentración de gente.

Para cuando llegué a la Calle 72, había descubierto que lo más seguro era caminar por el bordillo, entre los coches aparcados y los árboles, porque allí había menos tráfico y podía escapar hacia la calle o incluso subir en un coche. Me pregunté qué estaría haciendo Jenkins ahora. Registrar mi apartamento. Yo había sido afortunado al poder escapar. Recordé mi terrorífica huida del edificio por los jardines y sentí que se me aceleraba el corazón otra vez. Estarían registrando todas mis pertenencias, desmantelando mi casa. Comprendí que ya no tenía casa y que además iba a ser difícil que volviera a tener casa nunca más, y súbitamente desmoralizado me senté en uno de los bancos que bordean el parque.

Estuve allí sentado mucho rato. Quizás una hora. Imaginé a Jenkins y sus hombres examinando mis ropas y rebuscando en mi mesa, y deseé haber quemado muchas más cosas. ¿Qué harían a continuación? ¿Y qué haría yo? Jenkins tenía razón: iba a ser muy difícil sobrevivir por mí mismo. Estaba cayendo la tarde. Cada vez más gente arriba y abajo. Yo no era uno de ellos. Desesperación.

Un anciano de ropas andrajosas, que apestaba a orina, se detuvo delante de mí. Volvió la cabeza despacio y miró hacia abajo exactamente como si me estuviese examinando, y yo miré a mi vez para ver si me había adherido algo visible. No, sólo debía estar mirando el banco. Con una nueva secuencia de pies arrastrándose por el suelo, me dio completamente la espalda y empezó a sentarse con todo cuidado encima de mí. Me aparté a un lado y me levanté mientras él tomaba asiento en la plaza que yo había ocupado. Jadeaba un poco debido al esfuerzo. Fue una suerte que viniese. Ello me hizo ponerme en marcha otra vez. Lo que importa es seguir adelante.

Mientras me dirigía hacia el centro, empecé a ver claro dónde podía ir. Iría a donde ha ido tradicionalmente la gente cuando cree conveniente, o no puede, ir a casa: iría a mi club. Si no lo había visto de inmediato, era porque no es así como la gente piensa hoy en día de los clubs; pero, en cambio, era así como los veía quienes los construyeron, y era un punto de vista que de pronto me iba a la perfección. Los clubs privados del centro de la ciudad estaban idealmente concebidos para alguien en mi situación. Ofrecían amplias cocinas y bares, comedores cavernosos, bibliotecas, salas de billares, duchas y piscinas; y dormitorios privados. Siempre había gente entrando y saliendo de manera que podría cruzar las puertas de entrada sin ser advertido aprovechando la estela de algún socio visible; pero los procedimientos de admisión, las normas de la casa o las cuotas de entrada garantizaban que la mayoría de los socios serían demasiado viejos o vivirían demasiado lejos para molestarse en venir mucho. Y el hecho de que los miembros que los frecuentaban lo hicieran fundamentalmente para almorzar o para una partida rápida de squash me facilitaba las cosas.

El centro de Manhattan está plagado de clubs así, y en mi situación la cuestión de la admisión ya no tenía relevancia: podía ir al que mejor conviniese a mis nuevas y más bien singulares necesidades. Aun así, elegí el Academy Club, del cual era miembro, pero lo hice en parte porque me resultaba familiar y en parte debido a que su enorme tamaño lo hacía tranquilizador. Era un vasto y elegante edificio de seis pisos de Madison Avenue, construido hace setenta y cinco años por McKim, Mead y White con unos cavernosos espacios públicos que no se han llenado desde hace generaciones. En esas estancias nunca me vería atrapado en una multitud.

Se entra por una corta escalinata protegida por una marquesina. Nada más entrar, a un lado, hay una mesa detrás de la cual se sienta Bill vigilando la puerta, y en la pared de su espalda hay un gran tablón con los nombres de todos los socios actuales. Cuando entras, te saluda por tu nombre y luego se vuelve para girar de izquierda a derecha una pequeña clavija, lo cual significa que estás en el club. Se enorgullece de conocer personalmente a todos los socios, y aunque la mitad de ellos viven, al parecer, en Palm Beach o en Londres —por lo que dispone de muy poco frecuentes oportunidades de fijarlos en su memoria—, de hecho nunca le he visto equivocarse. Aquel día hube de esperar varios minutos ante la puerta cerrada hasta que un socio, alguien a quien había visto a menudo pero cuyo nombre desconocía, subió la escalinata, abrió la puerta y entró. Yo me colé detrás, tratando de no caer encima de él y logrando a duras penas deslizarme en el interior antes de que el mecanismo automático cerrase la puerta de nuevo. (Ésta es una maniobra en la que, desde entonces, soy muy experto). Bill levantó la vista y dijo: «Buenas tardes, señor Ellis», dirigiéndose al hombre que iba delante de mí; luego se volvió y giró la clavija adecuada. Al pasar frente a su mesa la mirada de Bill volvió a la puerta, y caí en la cuenta de que durante años me había complacido ese cortés recibimiento que ahora echaba en falta. Como si de repente hubiese sido discretamente dado de baja. Nadie diría nada desagradable: sencillamente, mi presencia sería ignorada.

Crucé el vestíbulo. A mi derecha se abrían pasillos que daban sobre los comedores privados. A mi izquierda había una vasta y alta sala de lectura provista de sillones forrados de cuero y largas mesas cubiertas de publicaciones. En el suelo de mármol había grandes alfombras orientales y en la pared frontera se abrían amplios ventanales que daban a la calle. El club se estaba llenando. Acababa de servirse el té y los rentistas que se habían pasado la tarde en las pistas de squash mordisqueaban civilizadamente panecillos ingleses. No tardarían en marcharse para evitar la salvaje oleada de corredores de bolsa —el primer grupo profesional que sale de la oficina—, que anegaría el salón tragándose bollos de un solo bocado camino del bar o de las pistas de squash. Los abogados y los banqueros, que se vanagloriaban de trabajar hasta tarde, llegarían después. La vasta y confortable estancia apagaba sin problemas la conversación en torno a la mesa. Pude ver allí a varias personas a las que conocía bien. Qué melancolía, si no me impido a mí mismo pensar en ello, no poder integrarme nunca más.

Subí las escaleras que conducían al segundo piso, el cual albergaba el comedor principal, el bar y las salas de billar, y proseguí hasta el tercero, que estaba ocupado por las salas de juego, los salones de reuniones y la biblioteca, las zonas menos frecuentadas del club. En cierto modo, y quizá debido al nombre del club, alguien había concebido la idea —y otros continuaban sosteniéndola— de que los socios tendrían necesidad de una amplia y bien surtida biblioteca. Esta opinión, totalmente errónea, resultó muy provechosa para mí: muy pocos socios parecen ser conscientes de los libros o de lo que han costado, y el lugar está casi siempre desierto con la excepción de unas pocas mesas y sillas cercanas a la puerta en las cuales se acomodan algunos socios para evitar la censura en que teóricamente incurrirían por abrir sus carteras y resolver sus negocios en cualquiera de las dependencias del club.

Había dos de ellos cuando yo entré, y examinaban algún tipo de documento legal. Los dejé atrás y recorrí la biblioteca entera, que consistía en un grupo de doce pequeños cubículos formados por las estanterías. Tomé asiento en una gran butaca de cuero, situada en la esquina más lejana y rodeada de libros. De momento me sentaría aquí a descansar. Es posible que después quisiera leer algo, o echarle una ojeada a los periódicos del día. Estaría perfectamente a salvo. Podía regresar a la sala principal, donde había una mesa con todos los periódicos de habla inglesa cuidadosamente colocados, y traer aquí un par de ellos. Dentro de unas horas podría buscar algo de comer. De seis a seis y media el club empezaría a vaciarse, salvo por algunos rezagados en los vestuarios y en el bar, o quienes ocupasen las habitaciones de invitados en el cuarto piso. Me pregunté si habría alguna clase de vigilante o guarda de seguridad, o bien si sólo quedaría alguien en la entrada. Todo estaba extraordinariamente tranquilo. Si por alguna razón se le ocurría a alguien venir aquí, tendría tiempo de sobra para percibirlo. Muy al fondo —se diría que a kilómetros de distancia— podía oír el viejo ascensor funcionar ocasionalmente…

Cuando me desperté, era de noche cerrada. Debían de ser… ¿Qué hora era? Me encontraba en la biblioteca del Academy Club. Invisible. Debía de ser medianoche. Todas las luces estaban apagadas. Profundamente silencioso. Había una lámpara detrás de la butaca. Tanteé a mi espalda hasta que mi mano dio con ella y, cuando localicé el interruptor, lo accioné. No se encendió la luz, pero el doble clic pareció resonar por la habitación como un cañonazo. Debía permanecer quieto un momento y escuchar. Asegurarme de que no había aquí nadie más. El único sonido que podía percibir eran mis propios movimientos en la butaca de cuero. La total oscuridad era claustrofóbica. Tenía que haber una llave de paso en algún lugar.

Me levanté y avancé vacilante en dirección al centro de la biblioteca guiándome con la mano a lo largo de las estanterías. Vi que después de todo había algo de luz: en el extremo opuesto de la estancia podía percibir unas sombras en lugar de una oscuridad uniforme. Me detuve a escuchar por si se producía algún tipo de movimiento y, al no oír nada, empecé a avanzar lentamente en dirección a la zona tenuemente iluminada. Cuando al fin alcancé la puerta de entrada, descubrí que la luz provenía de la escalinata principal, que ocupaba todo el centro del edificio.

Bajaría por las escaleras de mármol en busca de la cocina. No había comido nada desde esta mañana temprano y, si debía permanecer en el club con gente entrando y saliendo todo el día, ésta sería la última vez que podría arriesgarme a poner comida en mi estómago hasta mañana por la noche. Me asombraba, sin embargo, el hecho de que, a pesar de haber deambulado por este club durante toda mi vida adulta y haber comido en él innumerables veces, en realidad no sabía dónde estaba la cocina. Daba vagamente por descontado que debía encontrarse en el segundo piso, junto con el comedor principal y el bar, pero nada más entrar en el comedor comprendí que eso era imposible: no quedaba espacio para ella en esa planta. Por los altos ventanales penetraba la luz suficiente como para permitirme atravesar el comedor hacia la doble puerta batiente por la que tantas veces había visto aparecer y desaparecer a los camareros. Al otro lado de las puertas había un pequeño office con mesas calientaplatos, un montacargas y unas escaleras que bajé en total oscuridad.

Anduve a tientas durante varios minutos por lo que parecía ser una sucesión de mostradores y estantes hasta que di con la manija de un viejo refrigerador y lo abrí. La lucecita interior iluminó de repente una enorme estancia, creando un entramado de sombras profundas, mesas interminables y un monstruoso y anticuado equipo de cocina. El refrigerador estaba lleno de botellas de zumo de frutas y lo primero que hice fue beberme una botella de zumo de pomelo y luego, dejando abierta la puerta como iluminación, me puse a explorar la cocina. Al verme el estómago —un saco amarillo de zumo— me pregunté si vendría alguien aquí durante la noche. No debería haber bebido nada antes de comprobarlo. Demasiado tarde. Ya no podía hacer nada al respecto.

Recorrí metódicamente la cocina probando cada aparador y cada puerta con la certeza de ir a encontrar todos los alimentos conocidos por el hombre, dado que si la comida del Academy Club dista de ser exquisita, el menú en cambio es muy completo. Pero sólo encontré puertas cerradas y armarios y neveras con candado. Parecía que no habían dejado nada a la vista, salvo interminables montones de platos y fuentes, una mezcolanza de cubiertos y filas de vasos. Si pensaba vivir aquí, iba a necesitar llaves. Cuando por fin encontré un recipiente con rollos de primavera, devoré vorazmente tres de ellos sin pensar en cómo se verían una vez mezclados en mi estómago. Después encontré en un mostrador una macedonia de frutas asquerosamente dulce y que alguien había olvidado guardar, y asimismo me la tragué sin vacilación: me supo indeciblemente deliciosa.

Ahora estaba impresentable pero con el apetito saciado, sólo entonces empezó a preocuparme la cuestión de quién pudiera estar en el edificio. Al menos tendría que haber alguien en la puerta toda la noche para recibir a quienes se alojaban en las habitaciones de invitados. Y quizá también algún otro empleado. Tendría que evitar la planta baja y el cuarto piso, donde están las habitaciones de invitados, pero tenía que explorar el resto de mi nueva casa. Volví a subir las escaleras dispuesto a encontrar la puerta de acceso de los camareros al bar, pero también allí estaba todo cerrado. Obvio: el alcohol es lo primero que uno cierra. ¿Dónde habría un juego completo de llaves?

Pasé de nuevo a través del comedor camino de la enorme y cavernosa sala de estar. Con los amplios sofás y butacas forrados de cuero y las amplias mesas, y con la luz fantasmagórica proveniente de los ventanales de casi cuatro metros de altura que proyectaban sombras débiles pero gigantescas que cruzaban las paredes de abajo arriba, la estancia parecía concebida para una tenebrosa tribu de gigantes y me sentí como un niño pequeño deslizándose a través de una casa a oscuras. Al cruzar frente a los ventanales eché una ojeada a la pálida y vacía avenida. Ni el menor ruido interior o exterior.

Entré en la sala de billares, una larga fila de pesadas sombras rectangulares. Nada de interés allí. Esos vastos lugares suelen ser extraordinariamente solitarios. Retrocedí y empecé a subir la escalera de mármol, que era el único espacio que se mantenía iluminado toda la noche. En el descansillo me detuve a observar el gran reloj de pared. Las dos y media de la madrugada. Por alguna razón ese hecho, o bien el mismo reloj, me descorazonó, y permanecí largo rato escuchando el tic-tac y mirando las abruptas sacudidas del minutero al pasar sobre los números romanos. Con el rabillo del ojo percibí algo que se movía y, al mirar hacia abajo, vi de nuevo la papilla amarilla y marrón acumulada en mi estómago. No debería permanecer en la única zona iluminada del edificio.

Tras subir rápidamente al piso siguiente, tomé por un oscuro corredor que, según pensaba yo, corría en dirección opuesta a la biblioteca para desembocar en una escalera interior que recordaba con vaguedad, pero que resultó girar varias veces inexplicablemente hasta hacerme perder por completo el sentido de la orientación. Cuando encontré a mi derecha una pequeña escalera con barandilla metálica, subí por ella. Tras doblar varias veces sobre sí misma, desembocó en un corredor que imaginé en el cuarto piso, pero sin continuar más arriba. Eso era peor. Había varias luces en lo alto y a todo lo largo del pasillo y cualquiera que apareciese ahora podría verme claramente. Pasé deprisa frente a unas puertas numeradas que, según deduje, debían de ser las habitaciones de los invitados. Pensé con envidia en esas gentes tranquilamente encerradas dentro y metidas en camas con sábanas limpias. El corredor, tras efectuar un giro, daba sobre una puerta metálica que ostentaba un cartel de salida. La abrí y volví a cerrar a mi espalda, y al encontrarme con una escalera de incendios, continué subiendo.

Desorientado por completo, había olvidado mi plan de explorar sistemáticamente el edificio: sólo deseaba encontrar algún lugar oscuro y tranquilo donde poder esperar a ser invisible otra vez. Abrí la primera puerta que me salió al paso y me encontré en un pequeño cuarto de baño embaldosado y con filas de lavabos y duchas. Recordé que, aparte del vestuario principal, había en este piso otros vestuarios más pequeños, pero estaba seguro de no haber visto nunca esta estancia en particular. La atravesé y salí a un pasillo estrecho. Estaba más oscuro, pero a un lado pude ver, a través de una puerta abierta, una habitación cuyas ventanas recibían la suficiente luz de la calle como para alcanzar a distinguir diversas mesas, sillas y espejos. ¿Por qué me resultaba tan poco familiar? Con la de veces que había estado en este piso, ¿cómo era posible que nunca hubiese visto esas habitaciones? Proseguí por el corredor, torcí una esquina y me encontré en un rincón sin salida y en total oscuridad. Tanteando con las manos por delante, localicé una puerta. Estaba cerrada. Probé en la pared adyacente y encontré otra puerta. Al abrirla me encontré sobre lo que parecía ser un suelo embaldosado.

Pero no podía ver nada. Me había lanzado a la sistemática exploración de un edificio que creía conocer bien, pero allí estaba yo, dando tumbos sin objeto. ¿Por qué se había convertido en un laberinto? No tenía sentido explorar en la oscuridad. La mayor parte del tiempo no sabía dónde estaba y la mitad de las puertas las encontraba cerradas. Tranquilo. Trata de imaginar dónde estás. Escuché un momento. Ni el menor sonido. Recorrí con las manos el marco de la puerta hasta dar con un interruptor y lo accioné. Me encontraba en una pequeña habitación, totalmente blanca y con azulejos en el suelo y las paredes, y que reconocí como la antesala del baño de vapor. A la derecha tenía que estar la puerta que daba a la piscina; justo enfrente, el baño de vapor, y a la izquierda, una estancia pequeña con mesas de masaje y lámparas bronceadoras; y más allá, un corredor que daba sobre el vestuario principal.

Me miré los intestinos —un horrendo serpenteo de vómito— y, recordando de pronto los experimentos en mi apartamento, se me ocurrió una idea. Tras echarle una buena ojeada a la estancia para fijar la posición de la primera puerta a la izquierda, apagué la luz y me abrí paso en la oscuridad hasta la sala de masajes. Allí encendí la luz y me puse a estudiar las lámparas de broncear. Sobre una mesa de masaje había un bastidor con dos filas de lámparas suspendidas y dotadas de un sistema de poleas y contrapesos, y en la pared un panel de control con relojes para medir el tiempo de exposición y dos interruptores independientes para los rayos ultravioleta e infrarrojos. Encendí ambos, bajé tanto como pude las lámparas y me tumbé sobre la mesa de masaje.

Notaba la luz sólo como algo vagamente placentero y penetrantemente cálido, pero el efecto sobre mi apariencia fue dramático e instantáneo. La mierda que había en mi intestino empezó a fundirse de inmediato, como hielo bajo agua caliente. Pronto no quedaron más que unas pocas manchas y unos remolinos de color, y a los pocos minutos, absolutamente nada. Era un descubrimiento maravilloso. Podría comer y recuperar mi invisibilidad casi a voluntad. Lástima que las lámparas bronceadoras no estuviesen situadas junto a la cocina, pero a pesar de todo sentí que la confianza se convertía en un sentimiento casi de invulnerabilidad.

Me quité la ropa, la dejé ordenada en lo alto de un armarito donde probablemente nadie había puesto nada hasta ahora y retrocedí por la habitación vecina hacia la estancia sin ventanas donde estaba la piscina. Cerca de la puerta había una fila de interruptores. Encendí uno y surgió una hilera de luces que iluminaron el pequeño rectángulo de agua temblorosa, clorada y azul. Me puse de rodillas en el borde de la piscina embaldosada y me introduje cuidadosamente en el agua fría. Por alguna razón, nadar parecía no costarme ningún esfuerzo —como si ahora flotase más fácilmente que antes— y experimenté una suerte de poderío y placer mientras nadaba de lado a lado de la piscina.

Podía ver, sin embargo, que para un observador el efecto sería muy diferente. Yo provocaba una gran cavidad amorfa, una burbuja, que se movía torpemente sobre la superficie del agua, expandiéndose o retrayéndose con mis brazadas en una rítmica secuencia de convulsiones. Era un efecto extraño. Que sin duda llamaría la atención de cualquiera que entrase en la habitación. Salí de la piscina. El agua goteó al instante por mi cuerpo y pareció drenarse mágicamente cayendo en cascada sobre el borde de la piscina. Huellas de pies aparecían misteriosamente sobre el suelo embaldosado mientras caminaba.

Apagué las luces al pasar y volví a vestirme. Me sentía maravillosamente fresco tras el baño, más tranquilo y limpio. Abandonando toda idea de llevar a cabo nuevas exploraciones en la oscuridad, me tumbé sobre un amplio sofá de cuero en el vestuario principal y caí en un sueño profundo y sereno.

Hacia las siete de la mañana fui despertado por el ruido de puertas que se abrían y cerraban en diversas partes del edificio, acompañadas de voces y del lejano chirriar del ascensor. No tardarían en llegar los empleados y algunos socios deseosos de darse un baño o jugar una partida de squash antes de ir al trabajo. Me levanté del sofá y me lavé rápidamente. Mientras subía las escaleras camino del sexto piso, pude oír el zumbido de las aspiradoras procedente de los pisos bajos.

Me dispuse a llevar a cabo una completa exploración del edificio ahora que había luz, y hacia el mediodía lo había reconocido hasta donde me fue posible. Había cuartos y armarios cerrados por todo el club, especialmente en el último piso y en los bajos. Y mientras me movía, debía estar vigilando continuamente a los empleados, que a esas horas se habían diseminado por el edificio para limpiarlo o repararlo, o para disponer en diversos rincones sus respectivas concesiones: el puesto de tabacos, la sala de masajes, el bar, la lavandería o la peluquería. Y dado que detrás de los amplios espacios públicos se abría un verdadero laberinto de inesperados cuartitos, pasillos y escaleras, nunca estaba seguro de lo que iba a encontrar detrás de cada puerta. Pasarían días antes de que mis expediciones me permitieran dominar la disposición del edificio, y todavía me costaría muchos días más de cuidadosa vigilancia empezar a reconocer a las docenas de empleados y saber más o menos dónde estarían a lo largo del día o de la semana. Los socios, por su parte, no constituían un problema para mí. La mayor parte del tiempo había muy pocos en el club, y sus movimientos eran perfectamente previsibles. Ningún socio aparecía de pronto en una habitación fuera de uso para limpiar el polvo a los muebles o para cambiar una bombilla.

Cuando inicié mi primer recorrido, a primera hora de la mañana, habría unos veinte socios que habían venido a desayunar o a hacer uso de las instalaciones deportivas antes de entrar a trabajar, pero todos se fueron rápidamente y durante las horas siguientes apenas si quedaría un puñado de ellos en todo el edificio, la mayoría leyendo periódicos en el salón principal. Pero hacia las once y media, los socios empezaron a llegar, primero lentamente y luego a raudales, y sabiendo que durante las próximas dos horas el club estaría más lleno que nunca, me retiré al tejado; me senté sobre el parapeto y estuve mirando el tráfico y los peatones allá abajo.

A las dos de la tarde, cuando el club estaba prácticamente vacío, bajé de nuevo a la planta principal. Allí, detrás de la mesa del recepcionista y del panel, hay un pequeño vestíbulo con un casillero para la correspondencia y un mostrador donde los socios pueden hacer efectivos sus talones, reservar habitaciones de invitados o encargar comedores. Y más allá aún, hay un pequeño laberinto de oficinas donde trabajan el director, el telefonista, el contable y los administrativos. Me pasé allí toda la tarde observando los procedimientos para las reservas y la asignación de habitaciones, y tratando de determinar los horarios de limpieza.

A las cuatro y media, cuando el club empezó a llenarse de nuevo, me introduje cuidadosamente en el despacho del director. Estaba sentado a su mesa transcribiendo cifras a una hoja de papel desplegada. Pese a mi cuidado me oyó entrar —lo cual les ocurre a muchas personas— y levantó la vista, pero al no ver a nadie prosiguió su trabajo. Me senté en un rincón y aguardé. Se pasó horas trabajando. No puedo expresar hasta qué punto puede ser aburrida una cosa así: sentado en el suelo sin moverme, toser o carraspear, y sin otra cosa que hacer, aparte de ver a aquel hombre hurgarse la nariz. Incluso una llamada de teléfono hubiera supuesto una agradable conmoción. Recé con creciente intensidad para que se levantase y se fuese.

Eran casi las siete menos cuarto cuando se puso de pie de repente, recogió los papeles de su mesa, los metió en una cartera y salió. Cuando oí el ruido de la cerradura y el sonido de sus pasos alejándose, pude finalmente levantarme y desperezarme. Me senté en la silla giratoria detrás de su mesa y empecé a registrar los cajones.

Cuando quise darme cuenta de que la puerta de la oficina estaba abriéndose de nuevo, apenas tuve tiempo de cerrar los cajones antes de que el director entrase apresuradamente en la estancia y se precipitase sobre la mesa. En momentos de miedo y confusión es difícil recordar que uno es invisible —incluso ahora sigo sin estar seguro de haber asumido del todo el hecho— y mientras él venía directo hacia mí, alcé instintivamente el brazo derecho dispuesto a golpearle en la barbilla. Tomó un montón de cartas dejadas al borde de la mesa y, con mi puño todavía estúpidamente preparado para golpearle, le vi volverme la espalda y salir de la habitación con las mismas prisas.

Tuve que sentarme durante varios minutos para recuperar el aliento. Es extraordinaria la frecuencia con que mucha gente regresa a su despacho momentos después de haberlo abandonado —en ocasiones varias veces sucesivas— para recoger algo que se ha dejado. Empiezas a darte cuenta de esas cosas cuando te pasas la vida yendo furtivamente por ahí.

Volví a mi tarea en la mesa y, al fondo del último cajón de la izquierda, encontré dos cajas de clips repletas de llaves de todas clases. Las esparcí sobre la mesa y empecé a seleccionarlas, desechando dos que eran claramente llaves de automóvil y algunas más por ser duplicados. Me quedaron once llaves que metí en un llavero y guardé luego en el bolsillo. Lo cual fue un problema: colgaban ridiculamente en el aire. Tendría que esperar a que el club se vaciase de nuevo.

Pasé el rato recorriendo el resto de las oficinas, concentrándome en especial en las fichas del personal y en un interesante calendario laboral que regulaba los horarios de los empleados según el día de la semana y las estaciones del año. Mi descubrimiento más importante fue que, durante la mayor parte de la noche, los dos únicos empleados eran el portero de noche y un vigilante, que tenía setenta y un años.

Algo después de las nueve, cuando llevaba un rato sin oír voces ni pasos, abrí lentamente la puerta de la oficina, salí al corredor y espié el vestíbulo desde la esquina. El portero de noche estaba sentado detrás de su mesa, leyendo furtivamente algo que ocultaba bajo el mostrador.

Lo primero que hice fue regresar y probar las llaves hasta dar con una que cerraba la puerta del director. Después, dando un rodeo por escaleras de incendios y pasillos de servicio, subí a lo alto del edificio y empecé a descender otra vez, probando las llaves en cada puerta que encontraba cerrada. Para entonces conocía los entresijos del edificio razonablemente bien y ya no tenía miedo de encender las luces, pero aun así tardé cinco horas, porque la mitad del tiempo debía seguirle la pista al vigilante, que cada hora efectuaba una ronda no muy minuciosa por las instalaciones. A las dos de la madrugada tenía identificada una llave maestra que —a excepción de las habitaciones de invitados, el despacho del director y diversos candados y cerraduras de taquillas— parecía abrir casi todas las puertas del edificio, incluyendo innumerables armarios roperos y diversas despensas que contenían objetos de todas las clases imaginables. Había toallas, artículos de limpieza, equipos de gimnasia, puros, objetos de escritorio, vino, ropas, madera, comida, muebles, ropa de cama, de todo. Y en el sótano había un taller que, si bien ahora estaba algo abandonado, parecía haber sido dotado originariamente de todas las herramientas que pudieran ser necesarias para el mantenimiento del edificio y sus instalaciones. El lugar era mucho más extraordinario de cuanto hubiera podido imaginar: estaba pensado para ser casi autosuficiente, un pequeño universo cerrado como el de un viejo velero, y me sentí mucho más tranquilo pensando que allí podría crearme una existencia segura.

Sólo estaban vacías dos de las habitaciones, pero una de las llaves las abría ambas, y dando por hecho que abriría las restantes también, la oculté en el forro de una silla situada al final del pasillo para tenerla a mano cuando la necesitase. El resto de las llaves no parecían abrir nada y las llevé de nuevo a la mesa del director, cerré la puerta otra vez y escondí la llave en una decrépita manguera de incendios situada junto a una salida de emergencia.

Guardé la llave maestra y volví a bajar a la cocina, donde tenía localizado un pequeño office en el que había una caja de metal colgada de la pared; contenía varias filas de llaves que abrían todos los armarios y los candados de los refrigeradores. Dispuse sobre una bandeja lo que parecía una exquisita y también rápidamente digestible cena a base de pan, tarta, queso, y una botella de vino blanco helado y me la llevé a la escalera trasera del quinto piso. Si oía acercarse a alguien, tenía pensado abandonar la bandeja por las buenas y desaparecer. Haría raro ver en el suelo una bandeja con comida, pero ciertamente no resultaría inexplicable. En el quinto piso lo dispuse todo e hice una especie de picnic bajo la lámpara bronceadora. Luego, tras un rápido baño en la piscina, bajé y tomé la menos deseable de las dos habitaciones vacías, cerré la puerta con llave y me dormí entre sábanas limpias por vez primera en dos días.