El martes por la mañana volví a despertarme temprano, pero esta vez me levanté de la cama inmediatamente, tomando disposiciones con hosca y ominosa eficacia. Me lavé cuidadosamente y me puse las ropas invisibles. Luego abrí el cajón de la cómoda y repartí por los bolsillos todos los objetos invisibles. Inspeccioné de nuevo el revólver abriendo y cerrando el tambor y probando el seguro para tener la certeza de que podría disparar si lo necesitaba. Tres balas.

No tenía hambre pero fui a la cocina, eché algo de fruta en el triturador, y la convertí en una masa espesa y uniforme que me obligué a comer, sólo unas pocas cucharadas por vez, a lo largo de la mañana. Mis intestinos volvían a estar perfectamente limpios otra vez, y de esta forma sólo sería visible durante unos pocos minutos cada vez. Herramienta indispensable, el triturador.

Todavía era demasiado temprano para llamar a nadie. Hice la cama y volví a limpiar el apartamento. Imposible leer o escuchar música. Aunque temía la llamada a Leary, estaba listo para efectuarla. Todavía pasarían unas cuantas horas antes de que saliera para encontrarse conmigo, pero no podía esperar hasta el último minuto. Tenía que estar seguro de que antes iba a dar con él, pues podía pasar la mañana fuera de su oficina. Probablemente su oficio consistía en salir a investigar cosas. Maldito fuera. Cuanto antes le llamase mejor.

Le telefoneé a las nueve y cinco. Respondió la misma inescrutable voz femenina, repitiendo el número de teléfono que yo acababa de marcar; pregunté por Leary y, tras el mismo gorjeo, se puso Leary dando su propio nombre.

—Leary.

—Hola, señor Leary. Soy Nick Halloway —hice una pausa para permitirle que me diese los buenos días, pero no dijo nada, así que continué—: Teníamos una cita esta tarde a las dos.

—Exacto, señor Halloway.

—Pues lamento tener que pedirle que la retrasemos, si es posible. Lo lamento muchísimo pues ya sé que desea usted acabar con esto cuanto antes, pero acaba de surgirme un asunto y me voy al aeropuerto ahora mismo. Dígame, ¿no podríamos vernos al final de la semana?

Hubo una pausa desagradable antes de que respondiera:

—Lo mejor sería que yo fuera ahí ahora mismo. Es una cuestión de minutos. ¿Está usted en su oficina?

—¡Dios mío! —dije tan convincentemente como pude—: le agradezco que se ofrezca a venir tan rápidamente, pero es realmente imposible. Me marcho en cuanto cuelgue el teléfono. ¿No le iría bien el viernes por la mañana? A las nueve y media. ¿O prefiere que le llame el jueves por la noche cuando vuelva y concertamos entonces una cita?

—El viernes a las nueve y media me va bien. ¿En su oficina? —su tono había cambiado imperceptiblemente y su amabilidad me resultó más ominosa que la tenaz insistencia de antes.

—En mi oficina. ¿Tiene usted la dirección?

—La tengo. Gracias, señor Halloway.

—Adiós —dije.

Fantástico. Me lo había quitado de encima durante tres días más. El jueves haría que Cathy le llamase diciendo que yo no volvería a Nueva York hasta la semana próxima. Todo el mundo acaba rindiéndose. En esta clase de situaciones, las llamadas más difíciles son las primeras. Al cabo de un tiempo se acostumbran a ser esquivados. Yo podía hacerlo con Leary. Sin embargo, no me había producido buena impresión esa llamada. Sobre todo su predisposición a esperar hasta el viernes. Bueno, en el peor de los casos había ganado un día más. Caso de que Leary hiciese algo de inmediato, llamaría a mi oficina para confirmar mi viaje. Cathy le tranquilizaría. Podía sentirme seguro todo el día e incluso beber algo.

Pero no bebí nada. Aunque en los días anteriores me había acostumbrado a andar por ahí sin ropas, allí sentado con mi traje de diario reflexioné inquieto acerca de cómo un ser humano invisible puede pasar tranquilamente su vida sin ser advertido. La cuestión no era trivial, puedo asegurarlo, y a medida que le daba más vueltas más me inquietaba. Mientras tuviese el apartamento y la cuenta en el banco, podría encargar alimentos, comerlos y dormir a salvo. Pero si me echaban, ¿cómo me las iba a arreglar? ¿Dónde podría ir? Parece fácil, pero si se piensa bien, todos los buenos escondrijos y guaridas están deshabitados. Pero aún hay problemas peores. Podía estar muriéndome. Me pregunté si no estaría muriéndome a causa de la radiación, o de lo que fuera que me pasó. Me sentía perfectamente. Parecía como si me estuviese muriendo a la misma velocidad que todo el mundo. Quizá debiera marcharme ahora mismo a otra ciudad. A otro país. ¿A cuál?

Creo que pasé varias horas sentado, dando vueltas mentalmente a tan tediosos problemas. Había estado demasiado tiempo encerrado y solo, reflexionando sobre las mismas cosas una y otra vez. Debería haber salido para despejarme la mente.

Tal y como me encontraba, no creo que oyese de inmediato el sonar de los timbres. Más bien fui consciente de que sonaban, pero no sabría decir desde hacía cuánto ni dónde. Ahora mismo el que sonaba era el del apartamento situado justo debajo del mío, pero estaba casi seguro que el del último apartamento del tercer piso ya había sonado antes. Y quizás, antes aun, el de los Coulson. Por lo general no había nadie en casa durante el día salvo la casera, Eileen Coulson, y cuando el edificio está vacío se oyen cosas como los timbres y teléfonos.

De repente me puse alerta. Alguien iba llamando a todos los timbres del edificio. Luego también llamaría al mío. Me preparé a escucharlo, pero no se produjo sonido alguno. Si alguien andaba vendiendo algo o buscando a quien entregar un encargo, no dejaría de llamar sólo a un apartamento. Me levanté de la silla. Me acerqué a una de las ventanas delanteras y miré a través del cristal. Un hombre fornido y de mediana edad, vestido con un impermeable corto, salía de la puerta principal. Levanté cuidadosamente la ventana, doblé las rodillas y me incliné hacia afuera para observarle. Se volvió en la acera y levantó la vista hacia mí. Tuve que obligarme a recordar que él no podía verme. Miró de nuevo hacia la entrada del edificio y luego a los edificios vecinos, para luego girarse y mirar hacia el edificio de enfrente. Nada pareció satisfacerle del todo. En ese momento apareció por la esquina Eileen Coulson y, tras una mirada suspicaz hacia el hombre del impermeable, se dirigió a la puerta. Llevaba dos grandes bolsas de la compra. El hombre la siguió y se quedó en la puerta exterior hablando con ella. Un momento después desaparecía en el edificio tras ella.

Me pregunté si sería Leary. Tuve un momento de pánico durante el cual pensé que ambos podían subir a mi apartamento. Pero los Coulson no tenían mi llave. Leary, o quienquiera que fuese, sólo debía estar haciendo preguntas. No había salido bien lo de posponer la cita. Debería haberme rendido y largarme. Pero ¿adónde? Quizá sólo estuvieran preguntando a todos los vecinos. Lo cual no significaba necesariamente nada. ¿Y qué podían sacar de Eileen Coulson que les fuera de utilidad? Desde luego si Eileen Coulson sabía algo dañino acerca de mí, podía dar por descontado que lo diría, dado que sus sentimientos hacia mí oscilaban entre la desaprobación y la malquerencia. Aunque era de esperar que estarían más cerca de la desaprobación. Yo ofendía su hiperdesarrollado sentido de la distinción. Podría haber sido la directora de una escuela muy estricta. Cuando salía o entraba del edificio, podía oírla refunfuñar al otro lado de su puerta y espiarme a través de la mirilla. Maldita fuera. Sin embargo, no parecía verosímil que a Leary fuera a interesarle si yo mantenía horarios regulares o si ocasionalmente pernoctaba conmigo alguien del sexo opuesto.

Pero Leary debió enterarse de algo. Pasó casi media hora antes de que reapareciera en la acera. Esta vez se fue directamente, sin mirar en derredor y caminando en dirección este. Eileen no sabía nada acerca de mí que pudiese serle útil a nadie. Pero en esas investigaciones les plantean a cuantos te conocen todas las preguntas que se les van ocurriendo hasta que se quedan sin preguntas y sin gente. ¿Volverían? Evidentemente, no venían por mí todavía. Volverían, quizá, para hablar con mis restantes vecinos. Pero mis vecinos apenas paraban en casa y Eileen Coulson podría habérselo dicho. Lógicamente, lo siguiente sería hablar con alguien de mi oficina. Pero en el mismo momento en que lo hicieran, Cathy me lo diría. Tenía que evitar ponerme demasiado tenso al respecto. Esos tipos son tan sólo burócratas: probablemente tienen problemas para localizar a la gente visible. Y probablemente también nunca se les ocurriría que iban a tener que localizarme a mí. Iban a tener que llevar a cabo la misma investigación con todos cuantos estaban en MicroMagnetics. Y además, en el fondo de mi mente seguía el pensamiento tranquilizador de que, incluso si todo iba mal, había preparado mi escapatoria por el techo del edificio.

Por eso reaccioné tan instantáneamente así sentí la primera pisada sobre el tejado. Hacía una hora que Leary, o quienquiera que fuese, había desaparecido calle arriba y parecía inconcebible que ya estuvieran aquí para prenderme. Podían ser niños jugando en el tejado, o trabajadores. Pero supuse al instante que debía temer lo peor y reaccionar de inmediato. Debía dar por supuesto que la escapatoria por el tejado había quedado cortada, que la única salida podría no estar cortada aún, y que debía intentar hacer uso de ella ahora mismo.

Corrí a la puerta principal y sólo me detuve un instante para observar por la mirilla. No se veía a nadie en el descansillo. Abrí la puerta, miré en derredor con precaución y corrí escaleras abajo tan aprisa como pude saltando los escalones de tres en tres. No podía ver a nadie, pero oía movimiento de gente en algún punto más abajo. Hablaban en susurros, pero sonaba como si fueran muchos. Estaba recorriendo el descansillo del tercer piso, deslizando la mano por la barandilla al correr a fin de mantener el equilibrio. Giré, llegué a bajar un par de peldaños y me detuve en seco. Al pie de la escalera, y dirigiéndose directamente hacia mí, había cinco hombres. Tres de ellos eran Clellan, Gómez y Morrissey. Subían rápidamente y ocupaban todo el ancho de la escalera, por lo que no me dejaban espacio para pasar. Lo único que podía hacer era dar media vuelta y volver a subir, manteniéndome por delante de ellos.

Me solté de la barandilla porque alguno de ello la utilizaba y yo quería subir lo más silenciosamente posible, pero ellos venían casi corriendo. Clellan decía:

—Recordad que una vez hayamos entrado, esa puerta se cierra y permanece cerrada hasta que me oigáis decir, claro y en voz alta, que voy a abrirla. Y si veis que se abre sin que yo haya dicho que voy a abrirla, empezáis a disparar, ¿está claro?

Pude oírles murmurar afirmativamente mientras resoplaban escaleras arriba a espaldas mías.

—Nada más abrirse la puerta. No esperéis a ver contra qué disparáis, ¿me oís? Este tipo tiene un arma y ya la ha usado. Gómez intentará alcanzarle con la pistola tranquilizadora, pero si se escapa del apartamento, lo cazáis como podáis.

Cuando llegué al cuarto piso, di unos cuantos pasos más allá de mi puerta, en dirección al fondo del descansillo. Los hombres que me seguían se reunieron en lo alto de la escalera frente a la entrada de mi apartamento. No era posible deslizarme a sus espaldas. Entonces, a un signo de Clellan, uno de ellos vino hacia mí. Para quitarme de su camino, trepé al pasamanos y me quedé colgando por el hueco de la escalera. Colgado de los barrotes empecé a deslizarme en dirección al otro hombre detenido al borde de la escalera. La barandilla se combaba horriblemente debido a mi peso, pero estaban demasiado ocupados con la puerta para advertirlo. Uno de ellos se había agachado y estaba haciendo algo en la cerradura.

Cuando llegué al punto en que la barandilla torcía ciento ochenta grados y empezaba a bajar hacia el tercer piso, crucé de un tramo al otro y trepé sobre el pasamanos descendente. Me detuve a mirar en dirección a los cinco hombres parados ante mi puerta. El hombre que estaba trabajando en ella se incorporó, asintió en dirección a Clellan y retrocedió. Todos ellos buscaron en sus ropas y sacaron sus revólveres, excepto Gómez, que empuñaba ya un extraño fusil con un largo y grueso cañón. Clellan hizo entonces un gesto afirmativo y la puerta se abrió violentamente. Clellan, Gómez y Morrissey penetraron en el apartamento —mi apartamento— y la puerta se cerró de un golpazo inmediatamente después de pasar ellos. Los dos que se habían quedado fuera permanecieron con las pistolas apuntando a la puerta.

Pude oír pasos recorriendo mi apartamento y la voz de Clellan dirigiéndose a mí:

—Señor Halloway, no se mueva. Estamos aquí para ayudarle. Hay hombres armados por los alrededores y con orden de disparar al menor movimiento o ruido. Díganos dónde está exactamente e iremos en su ayuda. Por favor, no se mueva. Estamos aquí para ayudarle.

Si se para uno a pensarlo, es extraordinaria la forma en que esta gente trataba siempre de ayudarme. Y con todas esas armas para protegerse. Pero en ese momento no me paré a pensar en ello. Agarrado al pasamanos empecé a bajar las escaleras, de dos en dos y tan rápido como era posible, sin hacer ruido. Al bajar el último tramo pude ver que había dos hombres más situados entre las dos puertas que daban a la calle. Si disparaba contra ellos, sus cuerpos no harían más que bloquear la puerta exterior. Y más allá, en la acera, había más gente provista de walkie-talkies. Uno de ellos era Jenkins.

Me detuve a mitad de la escalera. Estaba atrapado. La puerta principal parecía bloqueada. Y también el tejado. Habían tomado mi apartamento. Los restantes inquilinos no estaban en casa. Pero al menos uno de los Coulson sí estaba en casa. Acabé de bajar con cuidado el resto de las escaleras y me detuve justo al lado de la puerta de cristales de la entrada, mirando de frente a los dos hombres apostados al otro lado. A mi derecha quedaba la puerta de los Coulson. Aguardé hasta que los dos hombres estuvieron mirando en dirección a la calle y apreté furiosamente el timbre de los Coulson. Los dos tipos del vestíbulo oyeron esa llamada a su espalda y miraron intrigados. Mantuve apretado el botón para que ellos no pudieran verlo moverse. ¿Dónde estaba esa mujer? Apreté la oreja contra la puerta para oírla, pero al mismo tiempo mantuve la cara vuelta hacia los del vestíbulo. Por encima del timbrazo continuo oí removerse a alguien muy al fondo del apartamento. Los del vestíbulo empezaban a agitarse. Hablaban entre sí pero estuvieron todo el rato recorriendo el vestíbulo mirando a través de la puerta. Si llegan a saber lo que era lo que andaban buscando, me hubiesen atrapado. Uno de ellos dio media vuelta y salió por la otra puerta para hablar con los de la calle.

Pude oír pasos que se acercaban por el interior del apartamento de los Coulson. Por qué no se daría un poco de prisa esa maldita. Anadeaba como un pato. El que había salido del vestíbulo hablaba ahora con el grupo de la acera. Se produjo una cierta conmoción cuando uno de ellos se abrió paso súbitamente por entre el grupo y echó a correr hacia la entrada. Era Jenkins. Eileen Coulson estaba ahora al otro lado de la puerta diciendo:

—¿Puedo abrir ya?

Recordé justo a tiempo que no debía permitirle que me reconociera la voz. Me puse la mano en la boca y dije con tanta calma como pude:

—Sí, señora. Ya hemos terminado aquí. Necesito usar su teléfono un instante, por favor.

Por favor, abre esa puñetera puerta de una vez.

Jenkins atravesó la puerta exterior, echando a un lado al otro tipo. Pude oír el chasquido de las cerraduras abriéndose y el deslizar de pestillos bajo las incompetentes manos de Eileen Coulson. Tuve suerte de que su marido no estuviera en casa. Él no hubiera logrado abrirlas nunca. Rápido, por el amor de Dios. Jenkins había encontrado cerrada la segunda puerta del vestíbulo y le gritaba a su subordinado para que la abriera. Su voz todavía sonaba suave y controlada, pero pude percibir urgencia y rabia en su rostro. Y la estrecha ranura de sus ojos.

La puerta se abrió un par de centímetros y se detuvo de repente. Esa estúpida vaca tenía puesta la cadena de seguridad. Sus ojos giraban en la ranura haciendo un inútil esfuerzo por verme.

—¿Está usted seguro de que ya puedo abrir? —decía—. Se me dijo que bajo ningún concepto…

—Sí, señora —dije para mantener su interés. Lo último que deseaba era verla cerrar la puerta otra vez. Mientras el subordinado tanteaba la cerradura de la puerta del vestíbulo, la mirada de Jenkins se alzó con impaciencia y a través del cristal vio la puerta de los Coulson entreabierta.

—¡Cierre esa puerta! —gritó—. ¡Ciérrela ahora mismo!

—Ya ha pasado todo y puede abrirla —grité yo en un esfuerzo por acallar a Jenkins. Los ojos de Eileen Coulson se tornaron más inciertos. La puerta del vestíbulo se estaba abriendo y Jenkins entraba. Di rápidamente dos pasos hacia atrás, casi cayendo en sus brazos abiertos, y cargué contra la puerta de los Coulson de costado y con todas mis fuerzas. La puerta se abrió, arrancando la cadena de seguridad, y aplastó el cuerpo de Eileen Coulson contra la pared de su recibidor. Mientras pasaba corriendo, la vi fugazmente caída en el suelo y con el rostro cubierto de sangre.

Atravesé el recibidor y penetré en el cuarto de estar con Jenkins justo detrás de mí. Él nunca había estado allí antes y naturalmente no podía saber dónde iba yo con exactitud, de manera que al encontrarse en el centro de la amplia habitación se detuvo un instante y miró en derredor. Ello me dio tiempo para abrir la doble cristalera del fondo y salir al jardín —sólo en Nueva York llamarían jardín a eso—; era un recinto muerto y pavimentado, provisto de muebles metálicos y rodeado de altas vallas de madera para separarlo de otros jardines similares. Cogí una silla, la aplasté contra la valla trasera y, quedándome de pie junto a la silla, empecé a empujar y sacudir la valla con tanta violencia como pude.

Jenkins ya estaba allí. Suponiendo que yo estaba sobre la silla trepando a la cerca, se lanzó contra ésta con ambas manos por delante. Antes de que tuviera ocasión de pensar, le pegué fuertemente con el puño en la base del cuello. Su cuerpo golpeó contra la valla y se giró hasta quedar encarado a mí. Volví a pegarle fuerte, esta vez en el estómago, aunque apuntaba al plexo solar. Vomitó mientras se doblaba y caía al suelo.

Arrastré la silla hasta un rincón donde un poste hacía más fácil trepar y salté al jardín del vecino. Si lograba salir por uno de los edificios de este lado, me encontraría en la Calle 88, a una manzana de distancia de los hombres del coronel. Miré en derredor. Dos ventanas y una puerta, todas cerradas. Fui hasta la valla siguiente. No era tan alta, pero se bamboleó precariamente bajo mi peso cuando giré en el reborde superior, y por un momento pensé que se iba a derrumbar toda ella. Cuando me volví, una vez puestos ambos pies en tierra, me encontré mirando directamente al rostro de Morrissey, que observaba por encima de la cerca de los Coulson. El rostro desapareció de la vista. Sabía dónde estaba yo. Y yo tenía que salir de allí. Miré hacia el tejado de mi apartamento. Gómez, encarado hacia la cerca que yo casi había derrumbado, se estaba echando el fusil al hombro.

Di media vuelta y por poco choco con una mujer en bata de unos cincuenta años. Acababa de levantarse de una silla de plástico situada junto a una mesa sobre la que se veían una taza de café y un cigarrillo encendido. Venía hacia mí con el rostro contorsionado de rabia. Empezó a gritar de repente, tan alto y de forma tan salvaje que casi se le desgarra la voz.

—¡Deténgase! ¡Deténgase inmediatamente!

Por un momento creí que podía verme y me agaché. Pero después comprendí que miraba hacia la valla a través de mí y que era su valla lo que le preocupaba. Creía que había alguien tratando de romperla desde el otro lado. Me eché a un lado cuando acabó de recorrer el espacio que la separaba de la cerca y miró de forma truculenta por encima de ésta.

Se oyó una sorda y no muy fuerte explosión en lo alto de mi terraza y en la base del cuello de la mujer surgió una herida. Le empezó a correr sangre por el hombro y cayó a mis pies.

Salté sobre ella y abrí la puerta de cristal que daba a su apartamento. Se oyó otro disparo y noté cómo saltaba en pedazos un cristal a la altura de mis rodillas. Atravesé velozmente la primera habitación y me encontré en un pequeño pasillo que recorrí hasta el fondo con la esperanza de encontrar una puerta que diese a la calle. El pasillo acababa en una puerta cerrada. Maldición. Llegarían aquí en cualquier momento, Jenkins y sus hombres. Di media vuelta apresuradamente y subí por una escalera que daba sobre el recibidor. En la entrada abrí primero una puerta y luego otra y me encontré en el porche. Frente a mí se abría una corta escalinata de piedra que daba a la calle. Un hombre al que yo no había visto nunca venía directo hacia mí. En su rostro había una expresión de hosca urgencia, que se transformó en consternación a la vista de una puerta que se abría misteriosamente para luego detenerse un instante y volver a cerrarse. Mientras Jenkins se negase a decir exactamente a sus hombres qué era lo que andaban buscando, les iba a costar atraparme. Entonces vi que llegaba Clellan y empezaba a subir las escaleras detrás del otro. El sí sabía con exactitud lo que andaba buscando. Mientras se acercaba, abrió ambos brazos de forma que yo no pudiera pasar a su lado sin que me notara.

A ambos lados de los pasamanos metálicos se abría una zona vallada que hubiera podido servir de jaula. Los pasamanos eran demasiado estrechos para mantener el equilibrio encima de ellos, pero de todas formas me subí a uno y me lancé hacia adelante con todo mi peso, con la idea de que para cuando cayese hacia uno u otro lado ya estaría más allá de la zona cercada. Choqué contra el pavimento con un chasquido sordo y fui trastabillando casi hasta el bordillo.

Clellan supo al instante lo que había ocurrido. A pesar de su deplorable gusto por los sombreros de cowboy y las camisas de colores chillones, no era un estúpido. Dio media vuelta y bajó las escaleras a la carrera mirando desesperadamente a ambos lados de la acera en busca de una pista de mi posición. Me puse en pie, retrocedí rápidamente unos pasos y me volví a ver qué hacía. Clellan se acuclilló al pie de las escaleras e inició una extraña danza circular sobre el pavimento, buscando con los pies lo que él esperaba que fuera mi cuerpo malherido. El otro, mirando asombrado desde el porche, parecía preguntarse si Clellan no se habría vuelto loco.

Clellan se detuvo de repente. Veía que era demasiado tarde: me había escapado. Estuvo un rato mirando y escuchando algún tipo de señal por mi parte, y luego, de espaldas al otro, dijo muy bajito:

—¿Está ahí, Halloway?

—Sí —dije al fin para ahorrarle el tener que andar escrutando en derredor para encontrarme. Yo también hablé en voz baja para que el tipo del porche no me oyera. Éste miraba a Clellan con creciente curiosidad.

—¿Está bien? —preguntó Clellan.

Siempre se mostraban muy solícitos acerca de mi bienestar.

—Sí, gracias.

—¿Hay algo que yo pueda hacer por usted?

—Podría dejarme en paz. Fundamentalmente, quisiera que dejase de intentar matarme. ¿Qué sentido tiene eso?

—Nadie quiere matarle. No lo comprende.

—Bueno, pues entonces quisiera que no matase transeúntes cuando yo paso cerca. Como, por ejemplo, esa mujer del jardín.

—Esa mujer se pondrá bien, probablemente. No era una bala normal. No le habrá alcanzado una a usted, ¿verdad?

Creí percibir un tono de esperanza en su voz.

—No. Soy un blanco difícil. Y entiendo por qué su gente le ha dado en cambio a la mujer. Era más fácil.

—Señor Halloway, ¿por qué hace esto? ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué no se ahorra usted, y nos ahorra a nosotros, un montón de problemas y viene conmigo ahora? Sería mucho mejor para usted.

Dos hombres más habían aparecido por la esquina de Madison Avenue y corrían en dirección a Clellan.

—Yo no lo creo así. Al menos por ahora —dije.

Me volví y vi que por la acera venían más hombres desde el lado de la manzana.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.

No respondí. Un Sedan negro había aparecido procedente de la Quinta Avenida y se dirigía lentamente hacia nosotros.

—No tiene más que decírmelo —decía Clellan con su agradable acento campesino—. Dígame qué es lo que quiere. Sea lo que sea, nosotros se lo podemos ofrecer mejor que nadie.

Los que venían de la Quinta Avenida estaban casi junto a mí. Salté a la calle por entre dos coches aparcados para evitarlos.

—Halloway, no tiene dónde ir. ¿Halloway? Está usted cometiendo un error —decía Clellan. Ahora hablaba más alto—. Nosotros acabaremos cogiéndole de todos modos. Le cogeremos de todos modos. ¿Halloway?

Podéis intentarlo. Pero no será tan fácil como pensáis.

Clellan permaneció mirando obtusamente en derredor, hablando al vacío. El tipo del porche siguió mirando a Clellan, desconcertado por su extraño comportamiento. Los dos grupos de hombres provenientes de direcciones opuestas se miraron confusos unos a otros.

Di media vuelta y me dirigí hacia la Quinta Avenida. A mitad de manzana hube de echarme a un lado y meterme entre dos coches aparcados para dejar paso al Sedan negro, y dentro, mientras se acercaba lentamente hacia mí, vi el rostro del coronel David Jenkins mirando impasible a través de la ventanilla trasera izquierda. Noté como un flash de odio y desafío. Ese hombre me había expulsado de mi apartamento. Y me había aislado de cuantos conocía.

Cuando lo tuve más cerca, saqué mi revólver y, agarrándolo como si fuera un martillo, golpeé tan fuerte como pude el cristal que me separaba de Jenkins. El cristal estalló en miles de fragmentos pero no se rompió. Qué estupidez. Debí creer que el conductor aceleraría aterrorizado y que los ocupantes gritarían en el interior. En lugar de ello las luces de freno se encendieron instantáneamente y el coche se paró en seco. Las cuatro puertas del coche se abrieron a la vez como si fuera una caja de sorpresas y de repente aparecieron cuatro hombres en la calle. Uno de ellos era Gómez, con el fusil sujeto entre las manos, mientras sus ojos recorrían la calle buscando un signo de mi presencia. Otro era Jenkins, que dijo:

—Halloway, estamos aquí para ayudarle.

Yo retrocedía con cuidado, tratando de no hacer ningún ruido ni provocar un movimiento susceptible de ser percibido.

—¿Halloway?

A unos diez metros de distancia, di media vuelta y me dirigí rápidamente hacia la esquina. Eché una última ojeada. Todos permanecían allí mirando en torno sin esperanzas, excepto el coronel, el cual había entendido perfectamente la situación y se alejaba de mí en dirección a Clellan. Crucé la Quinta Avenida y me dirigí hacia el sur bordeando el parque.