El sábado volví a despertarme temprano y permanecí tendido largo rato mirando la pared y sintiéndome miserable. Es difícil volver a dormirse cuando puedes ver a través de los párpados. La llamada a Anne. Nunca trates de usar el teléfono bajo la influencia del alcohol. Repasé mentalmente una y otra vez esa grotesca conversación, tratando de recordar si yo había dicho algo que pudiera delatarme. ¿Cómo pude pensar que podía confiar en Anne? A estas horas mi historia circularía por todo el mundo civilizado en la primera página del Times. Las perspectivas profesionales de Anne serían magníficas, pero yo estaría en una jaula. Quedaba perfectamente claro que no podía recurrir a nadie en busca de ayuda. Lo contrario sería autoengañarse. Y también sería autoengañarse pensar que yo podía hacer otra cosa para ayudarme a mí mismo. Esperaría hasta el martes para ver si podía salir adelante.
Tal vez no fuera mucho peor ser atrapado. La única esperanza que me cabía era seguir oculto en mi apartamento. Casi sería un alivio que viniesen por mí. Que ellos se ocupasen de mí. Sería como pasar el resto de mi vida en un hospital. (Es hora de tomar su baño. Después tenemos visitas importantes.) Probablemente tendría de continuo visitantes ilustres, que vendrían a examinarme. (¿Podemos verle comer? ¿Le importa que le hablemos?) Y tras mi actuación, difícilmente iban a mostrarse dispuestos a concederme ni la más mínima libertad.
Tenía que obligarme a levantarme. No podía permanecer en la cama lamentándome hasta que vinieran por mí. A pesar de que no estaba claro que por levantarme fuesen a mejorar mucho las cosas.
Sólo la angustiosa necesidad de orinar logró finalmente que me levantase. Me pasé media hora bajo la ducha y luego corrí a la cocina, donde calenté un gran puchero de agua y le eché una docena de cubitos de caldo. ¿Para qué andar preparando una taza de caldo cada vez? Si iba a limitar mi dieta al caldo, al menos debía obligarme a tomar la cantidad necesaria para mantenerme vivo. Me bebí la cuarta parte del puchero allí mismo, en la cocina, manteniendo bien cerrada la bata para no tener que presenciar la actividad de mi estómago.
Di inquietos paseos por la habitación contigua y encendí la radio, pero la música me parecía un simple ruido y la apagué para luego volver a la cocina a por otra taza de caldo. ¿Cuánto tiempo puede subsistir un ser humano a base de caldos? La mente se apagaría antes que el cuerpo. Era antihigiénico permanecer encerrado en el apartamento. Me quité la bata y traté de correr en pequeños círculos por la terraza, pero me resultó difícil poner un poco de interés en ello.
Volví a la cocina y abrí el refrigerador. Desolador. Cogí la apergaminada mitad de un limón y la sorbí con desesperación. La acritud resultó casi dolorosa, pero tenía un maravilloso sabor a no-caldo. Encontré en la despensa un paquete de pan blanco sin abrir, que llevaba allí desde el domingo anterior y estaba empezando a ponerse rancio. Corté una rebanada y empecé a devorarla ansiosamente. Estaba deliciosa y no pude dejar de ir arrancando pedazos hasta acabármela. Eché una mirada para observar sus avances en mi estómago. Parecía disolverse bastante aprisa, mucho más que el pescado de anoche. Tendría que controlar seriamente los tiempos. Podría aprovechar estos días de seguridad para conocer dentro de lo posible mis funciones. Diciéndome que estaba llevando a cabo un valioso experimento, me puse a la vista un despertador y cogí otra rebanada de pan.
Poco después estaba de pie ante el espejo de cuerpo entero provisto de lápiz y papel, anotando tiempos de digestión de cuantos alimentos pude encontrar en la cocina. Del pan pasé a la mermelada de fresa y a la miel, después al azúcar, la sal y la harina. Cociné y me comí una patata, una cebolla, unas cuantas judías verdes congeladas y una docena de guisantes. Abrí latas de atún y de sardinas. Incluso probé unos tomates de lata, con unos resultados visuales mucho peores de cuanto había imaginado. Masticaba concienzudamente un bocado de cada nuevo alimento y aguardaba hasta que estuviera bien adentro del sistema y hubiese empezado a disolverse y desintegrarse, antes de empezar con otra clase de comida. Fui investigando todo cuanto había de comestible en el apartamento, cada vez más metódicamente, hasta acabar midiendo porciones iguales, del tamaño de una cucharadita de café y apuntando luego cuidadosamente los resultados exactos de cada una. Todo ello me fue proporcionando una valiosa información, al tiempo que me ofrecía algo útil en qué pensar. Preservaba, más o menos, mi salud, y ponía en forma la mente para el martes.
Como por aquel entonces yo no era un buen cocinero, mi despensa era más bien limitada, y hacia el mediodía comprendí que debía tomar medidas para ampliar el arco de mis investigaciones científicas. Hice una nueva llamada a FoodRite.
—Le recuerdo —dijo la misma voz—. Alimentos claros, ¿no es cierto?
—Sí, tiene usted razón, salvo que creo estar preparado ya para…
—He estado pensando en su problema y tengo algunas ideas —insistió.
—Es muy amable. ¿Por qué no me incluye usted en el envío todo lo que se le haya ocurrido junto con…?
—¿Ha probado el melón de invierno?
—No lo sé. Póngame uno de todas formas. Y también uno de cada clase.
—¿Cada clase de qué? —preguntó el otro.
—Cada clase de melón que tenga. O de fruta, en realidad. Y también verduras, pero frescas. Los productos enlatados los dejaremos para el próximo encargo.
—¿Toda clase de frutas y verduras? ¿Qué pasa con los alimentos claros? ¿Ya no le importa su salud?
—Me encuentro mucho mejor, gracias. También podría incluir la pieza más pequeña de carne que tenga. Ya sabe, un trozo pequeño de cerdo, de ternera, o incluso de buey, algo de pollo y de cordero… pongamos una costilla. Y pescado. El pescado es buena idea. ¿Cuántas clases de…?
—¿Sabe usted cuántas clases de fruta tenemos aquí? —parecía molesto—. ¿Y qué pasa con los alimentos claros?
—Sigo extremadamente interesado en los alimentos claros. En realidad, constituyen la base de mi dieta. El pescado suele venir en paquetes pequeños, ¿no es cierto? Podría poner el paquete más pequeño de cada…
—¿Sabe usted que alguien va a tener que meter en una bolsa y pesar cada pieza de fruta? ¿Ha hablado con su médico al respecto?
—En realidad estoy cambiando de médico. El último era demasiado rígido. ¿Podría mandarme asimismo el Times y el Barron’s?
—Aparte de todo, ¿qué significa una pieza de cada fruta? ¿Quiere una uva? ¿Un guisante?
—Bueno, elija usted las cantidades. Se lo agradeceré. Y también querría algo de la panadería: pan blanco, de centeno o de cualquier otra clase, y algo de bollería, rosquillas o lo que tenga. Y si se le ocurre alguna otra cosa que pueda irme bien, añádala sin más. Me fío absolutamente de su criterio.
Para entonces todo mi sistema digestivo estaba delineado por unos extraordinarios remolinos de colores, y tuve que encerrarme en el cuarto de baño durante la entrega del pedido, pero inmediatamente reanudé la tarea de devorar las nuevas provisiones. Proseguí sin interrupción a lo largo de la tarde, masticando, digiriendo y anotando tiempos hasta que me empezó a doler el cuello de tanto doblarlo para examinar semillas de manzana en mi intestino, y en mi mente se formó un remolino de cifras.
A medida que me fui acostumbrando a su extraordinaria fealdad, empecé a experimentar un asombro e interés considerables por la visión de mi propio interior. En realidad es una desgracia lo poco que se nos enseña en las escuelas sobre nuestros propios cuerpos. Estaba muy sorprendido, y también desconsolado, ante mi ignorancia acerca del proceso digestivo en particular, pues tenía sólo una idea muy primitiva sobre el sistema sanitario corporal y ninguna idea en absoluto de los procesos químicos mediante los cuales la comida es consumida y adaptada a los usos corporales. De hecho, es extraordinario el escaso trabajo científico que se lleva a cabo en ese campo, y lo mucho que se desconoce al respecto. A estas alturas, yo mismo he invertido mucho tiempo en estudios sobre dichos procesos, aunque mis esfuerzos investigadores han tenido una finalidad más práctica que teórica porque el objetivo último —limitado pero importante— era mantenerme vivo y libre.
Aquellos días, pese a mi inadecuado conocimiento de los procesos químicos implicados, fui capaz de elaborar las conclusiones y los preceptos científicos fundamentales que regirían mi dieta. El primero y principal, evitar las fibras. Comprendo que otra gente tiene ideas diferentes acerca del papel dietético de las fibras, pero en mi caso la abstinencia total de fibras era vital para mi supervivencia. Semillas y pepitas de todo tipo debían ser evitadas a toda costa, al igual que la piel de la fruta. Una semilla no digerida puede permanecer en el intestino grueso durante días, constituyendo una referencia visible. Las hojas de determinadas verduras requerían precaución extrema. Por otra parte, el azúcar y el almidón eran el fundamento de mi dieta. Es extraordinario lo pronto que el cuerpo los destruye. Consumo ingentes cantidades de bollería, aunque debo vigilar constantemente la posible existencia de frutos secos y pasas. La mayor parte de mis proteínas las extraigo del pescado más que de la carne. Trato de evitar colorantes y tintes, aunque los naturales tienden a ser, si tal cosa es posible, más sucios que los artificiales.
Otra cosa importante que he aprendido para mi supervivencia es que la comida debe ser masticada cuidadosamente. He descubierto que, en general, casi todo lo que me decían de niño ha resultado ser cierto. Si alguien pudiese ver una sola vez —como yo lo he visto repetidamente— lo que el sistema digestivo humano hace en realidad, seguro que masticaría con meticulosidad. Cepillarme los dientes después de cada comida es otro imperativo para mí. Y, ya que salen, las normas de urbanidad —como, por ejemplo, cepillarse cuidadosamente las uñas— no pueden ser más recomendables. Por supuesto, en mi caso, esos pequeños signos de mala urbanidad, en lugar de empañar mi apariencia, en realidad la constituyen en su totalidad. Afortunadamente, mi cuerpo invisible y mis ropas invisibles no constituyen lo que los ingenieros llaman un buen conductor, lo cual quiere decir que, a pesar de tener frecuentes dificultades para encontrar un buen calzado, al menos el polvo y la suciedad no se adhieren a mi cuerpo fácilmente, y ello me permite alcanzar las altas cotas de limpieza a las que me veo obligado.
Aquel día descubrí otra cosa interesante. En algún momento de la tarde, cuando estaba en mi umbroso apartamento con las persianas bajadas tratando de determinar el tiempo exacto de disipación del chocolate, se me ocurrió la idea de abrir la puerta de la terraza y seguir el proceso a la luz del sol. Pero por alguna razón resultó que, en lugar de más fácil, fue más complicado observar lo que estaba pasando. Pero no, lo que ocurrió en realidad fue que la papilla se disipó mucho antes. Quizá fuera la luz del sol. Hice varias pruebas más, alternando el sol y la oscuridad, y llegué a la conclusión de que era realmente la luz la que aceleraba lo que estaba teniendo lugar en mi estómago, fuera lo que fuera. Durante una hora más hice experimentos con ese factor, apuntando los diferentes tiempos para cada comida, hasta que el cielo se cubrió de nubes y me devolvió al oscuro apartamento.
Quedé tan maniáticamente atrapado en mi investigación que no caí en la cuenta de que me estaba empachando, y ya al final de la tarde, me encontré al borde de la náusea. Dejé a un lado lo que quedaba de provisiones con el sentimiento del deber cumplido, como quien acaba un duro día de trabajo, y me serví un gin tonic. Era hora de descansar de mis labores. Me sentía mucho mejor —en parte, sin duda alguna, porque por vez primera en muchos días no tenía hambre—, y la ginebra incrementó mi sentimiento de bienestar. Estaba a salvo y aún tenía por delante casi todo el fin de semana. Me senté a la mesa de la cocina y abrí los periódicos. ¿Por qué diablos habría comprado Barron’s? ¿De qué me iba a servir ahora? Ojeé el Times buscando algo acerca de MicroMagnetics. Lástima que no trajera nada.
Puse la televisión al recordar la promesa del Metro News Team de ir poniendo al día la historia a medida que fueran ocurriendo cosas. No. Durante días estuve mirando los noticiarios locales, pero nunca más volvió a hablarse de MicroMagnetics. Hubo más incendios: en edificios de Brooklyn, en clubs sociales del Bronx e incluso en una torre de oficinas de Manhattan. Se perdieron vidas humanas. Entrevistaron a gente en bata. Pero ésa era la cuestión: necesitaban nuevas filmaciones de llamas y cuñadas llorosas. Lo cual hizo que me sintiera algo abandonado por el resto del mundo.
Me preparé otro gin tonic y fui recorriendo el dial hasta dar con una película. Era agradable sentirse a salvo en casa. No tenía sentido pensar en Leary. Tenía un montón de tiempo todavía. Cuando acabó la película, sentí un momento de pánico y busqué otra rápidamente. Es difícil decir cuántas me vi antes de irme por fin a la cama.
Me despertó el ruido del Sunday Times al ser arrojado contra la puerta. Me levanté a buscarlo. Consideré la posibilidad de freír un poco de bacon para el desayuno, pero cuando vi en mi estómago restos sin digerir de semillas y fibras, lo pensé mejor. Sólo dos días y medio más de seguridad y después debería prepararme para tiempos difíciles. Tendría que estar limpio para entonces, por si acaso. Me preparé unas tostadas y ojeé el periódico. Al final de la primera sección encontré un artículo titulado EL INCENDIO CON VÍCTIMAS DE PRINCETON DEJA DUDAS PERSISTENTES ACERCA DE LA SEGURIDAD EN LABORATORIOS NUCLEARES, por Anne Epstein. Lo leí dos veces. Había toda clase de declaraciones de oficiales federales, de portavoces universitarios y de grupos ciudadanos, pero sin embargo no se daba información alguna acerca de los últimos acontecimientos de MicroMagnetics. Lo cual fue al mismo tiempo un alivio y una decepción.
Puse un disco de Haydn y acabé de leer el periódico, sin lograr terminar ningún artículo ni retener nada. Más por hacer algo que por estar hambriento, puse los restos de guisantes y plátano en la batidora y me bebí la mezcla. Deliciosa pero impresentable. Observé la digestión diciéndome que debería seguir tomando tiempos, pero dejé correr la idea. Demasiado tedioso. Día de descanso. Podía ver que más allá de mis persianas bajadas hacía un hermoso día, y comprendí que me sentiría mejor si saliese fuera. Me levanté con esfuerzo y me obligué a permanecer junto a la puerta de la terraza abierta. Hoy habría millares de personas en las calles y en los parques.
Por la tarde puse la televisión y vi un torneo de golf, el vídeo de un torneo de tenis y parte de un partido de béisbol, y no sé qué más. En algún momento de la tarde, más temprano de lo habitual, empecé a beber cerveza y luego gin tonics. La televisión era irritante, pero la seguí mirando hasta media tarde, en que caí ciegamente en la cama.
El lunes por la mañana desperté sobresaltado de madrugada y advertí que me iba asustando más a medida que se acercaba mi cita con Leary. Traté de convencerme de que sería capaz de quitármelo de encima durante algún tiempo más, pues no he conocido nunca una sola cita que no pueda ser pospuesta al menos una vez. Y de todas formas debía de estar enfrentándome con algún tipo de burocracia que seguramente se movería muy despacio y con toda seguridad en dirección equivocada. Se podían pasar años persiguiendo a los amigos de Carillón. Pero el hecho era que Leary había recibido instrucciones precisas de entrevistarse personalmente con todo el mundo. Si lo manejaba bien, podría neutralizarlo durante mucho tiempo, pero desde el mismo momento en que mañana cancelase la primera cita, debía estar preparado para lo peor. Debía asumir que podían llegar en cualquier momento. Lo cual iba a ser enloquecedor.
Me puse en pie y paseé nerviosamente por el apartamento ordenando un poco el caos provocado por dos días de experimentos dietéticos. Desde luego, podía dejar el apartamento. El problema era que no tenía sitio alguno donde ir. Necesitaba algún refugio donde poder digerir la comida sin que me vieran, y donde poder tumbarme y dormir sin miedo a que nadie pudiera echárseme encima. El coronel tenía razón: iba a ser duro vivir por mis propios medios.
Probablemente, pensé, tendría que salir ahora mismo, aunque fuera sólo para dar un paseo y aclararme la mente. Iba a enloquecer si permanecía aquí encerrado durante días. No. No había razón para abandonar ahora la seguridad del apartamento, sobre todo si ello implicaba hacer que las puertas de entrada se moviesen misteriosamente a los ojos de cualquiera que estuviese en la calle. Quédate aquí y déjalo todo ordenado.
Estudié el material que Roger Whitman me había hecho llegar y, a las nueve y media, le llamé y le dije todo lo que yo creía que él quería escuchar acerca del gas natural y la legislación al respecto, exponiéndolo de la forma más complicada posible para que perdiese todo interés. Le dije asimismo que hoy no iría a la oficina.
—Estoy algo retrasado —le conté—, y sin estar continuamente a merced del teléfono, puedo trabajar mejor.
Quizá fuera posible llegar a un acuerdo para trabajar en casa. Si me instalaba aquí y contestaba a las llamadas, podría seguir indefinidamente sin que nadie cayese en la cuenta de que nunca se me veía. Una especie de Nero Wolfe financiero. Quizá me haría famoso por mis intuiciones contra corriente. La clave era hacer bien el trabajo. La gente aguanta un montón de cosas si haces bien tu trabajo.
—Por otra parte, tengo una semana muy dura —añadí—. Voy a estar fuera de la ciudad casi todo el tiempo.
—Pero estarás aquí el jueves para la revisión mensual, ¿no es cierto? —preguntó Roger.
—Naturalmente. Faltaría más. Te veré entonces, Roger.
Maldición. Tendría que cancelarla más tarde. El jueves por la mañana. Pero iba a ser más difícil de lo que había pensado.
Acabé de limpiar la cocina y fui a hacer la cama. Podía ser un aburrimiento mortal pasarse la vida en un apartamento de tres habitaciones. Aburrimiento sólo mitigado por el miedo.
Llamé a Cathy y le pregunté si había algún mensaje. Había muchos. La mayoría, al parecer, de gente que deseaba verme. La propia Cathy deseaba enseñarme algo que había pasado a máquina y quería saber cuándo iría.
—Me voy a quedar a trabajar en casa todo el día —le dije—. Y voy a estar fuera de la ciudad el resto de la semana.
—¿Qué ocurre con su entrevista con el señor Leary? ¿Quiere que le llame para cancelarla?
—No —dije—. Ya lo arreglaré yo mismo. Lo único que quiero es que le digas a todo el mundo que estaré fuera de la ciudad. Y que no sabes cuándo volveré. Di que estoy en Los Ángeles.
—O.K. Pero ¿qué pasa con la revisión mensual del jueves?
—Llamaré a Roger y hablaré con él al respecto.
Colgué y permanecí reflexionando unos minutos antes de volver a llamar otra vez a Roger Whitman.
—Hola, Nick. Es una suerte que me vuelvas a llamar. Tengo una idea que deseaba comentar contigo antes del jueves. No te he visto desde hace casi una semana y…
—Antes de que sigas adelante, Roger, hay algo que quiero discutir… ¿Tienes ahora unos minutos?
—Claro. Dime.
—Mira, Roger, de pronto han surgido unas cuantas cosas… En realidad, lo cierto es que he estado pensando sobre la situación y he llegado a la conclusión de que estoy en un punto en que debo tomar una decisión…
—¿Te refieres a lo de quitarte de los petróleos? Sé lo que piensas al respecto pero ya hemos…
—Roger, no hablo sólo de vender algunos stocks de petróleos. Hablo de salirme completamente del mercado…
—¿Y manejar sólo efectivo? ¿Crees que la bolsa entera va a sufrir una baja?
—No. Sí. La bolsa va a sufrir una caída. Finalmente. Siempre ocurre, antes o después. El hecho es que no trato de predecir lo que vaya a hacer la bolsa. En cualquier caso, se trata de una bolsa muy eficiente y probablemente resulte imposible predecirla de forma exacta. Pero lo cierto es que he decidido no tratar de predecir nada nunca más.
—¿Quieres decir tirar dardos contra las listas como hacen esos tipos que hablan a ciegas?
—No es nada de eso, en absoluto. He decidido dejar este trabajo por algún tiempo…
—¡Por Dios, Nick!, ahora entiendo lo que te pasa. Dios es testigo de que me he preguntado un montón de veces qué sentido tiene todo esto. Hay años en que ni siquiera alcanzas los mínimos. Pero no puedes ponerte a pensar así. Por una parte está todo ese dinero con el que debemos hacer algo. Quiero decir que no podemos devolvérselo a la gente diciendo que ya no queremos ocuparnos más de él. Necesitamos las comisiones. Y de todas formas, al menos en lo que a mí concierne, los precios tienen que subir mucho todavía hasta alcanzar la clase de beneficios que alcanzaremos el año próximo. Podemos estar a las puertas de la clásica bolsa alcista. No digo que no vaya a haber correcciones mientras tanto. Pero creo que las tasas de interés todavía tienen un largo camino que recorrer y además está todo ese dinero extranjero que llega y lo empuja todo hacia arriba…
Hay veces que Roger pierde pie y piensa ser otra vez un agente de bolsa al por menor hablando con un dentista.
—Roger —le interrumpí—, creo que hay mucho de cierto en lo que dices…
—¿De veras? —preguntó sorprendido—. Fantástico. Escucha…
—Roger, lo que trato de decirte es que he decidido dimitir. Efectiva e inmediatamente.
—¿Dimitir de qué?
—Dimitir de mi cargo en Shipway & Whitman. Que dejo el trabajo.
—¿Qué quieres decir, Nick?
—Que lo dejo. Que voy en busca de otros intereses, como suele decirse. Eso es todo.
—Nick, ¿te importaría decirme adónde vas? ¿Qué te han ofrecido? Por Dios, Nick. Hace un montón de tiempo que nos conocemos. No entiendo por qué no puedes venir y discutir conmigo una cosa así —parecía realmente herido—. Yo sería el primero en decirte que debes hacer lo mejor para ti —siguió—, y no me refiero necesariamente a que debamos pelearnos…
—Roger, no me voy a ninguna parte y nadie me ha ofrecido nada. Sólo me voy. Si alguna vez vuelvo a hacer algo en el negocio de los valores, serás la primera persona con la que hable. De hecho, ahora que lo mencionas, en realidad no deseo dimitir. Más bien lo que quiero es una larga excedencia, si a ti te va bien.
—Bueno, supongo… Sí, claro. ¿Por qué no? Nick, ¿te molesta si pregunto por qué haces esto así de repente?
—Roger… Honestamente, no estoy seguro de cómo contestar a esa pregunta. Es… Se han producido algunos cambios fundamentales en mi vida.
—¿Qué quieres decir, Nick? Tal vez sea algo que podamos arreglar.
—Roger, de verdad que no estoy seguro de poder discutirlo en este momento.
—Por Dios, Nick, después de todo lo que hemos pasado juntos… ¿Tiene algo que ver con la firma, o conmigo personalmente?
—No, no es nada de eso, Roger. Es muy largo de explicar.
—Bien sabe Dios que dispongo de todo el tiempo del mundo, Nick. ¿Es algo personal? Quiero decir, ¿tienes alguna dificultad económica? Si es algo que yo…
—Roger, no es nada que… ¡Diablos! Roger, voy a decirte de qué se trata. De repente me he encontrado en una realidad espiritual distinta. He descubierto de pronto un plano de consciencia diferente, y necesito apartarme de las cuestiones materiales durante algún tiempo para considerar mi lugar en el esquema celestial.
—¡Coño, Nick!, no sabía yo que pensaras así.
—Y no lo hacía, Roger. Ha ocurrido de repente.
—Hablas absolutamente en serio acerca de…
—No podría hacerlo más en serio. Créeme, Roger. Tuve esa experiencia el otro día y me hizo reflexionar. Una suerte de epifanía que me ha lanzado directamente a un plano espiritual distinto. Fue en ese lugar de Nueva Jersey, MicroMagnetics…
—Lo he leído en los periódicos. Hubo un incendio… Tengo entendido que tú estabas allí…
—Estaba allí, en efecto. Algo asombroso. Ha cambiado mi vida, si quieres saberlo. Cuando ocurrió la cosa, yo estaba viendo a esas dos personas sostener enfrente del edificio una disputa acerca de asuntos terrenales —comercio, política o lo que fuera— y de repente ¡puf! Desaparecieron. Como una bocanada de humo. Eso y otros aspectos del incidente me hicieron reflexionar. Me ha cambiado por completo la perspectiva de las cosas. Por eso quiero retirarme durante algún tiempo y hacerme cargo de la situación cósmica en su conjunto, si entiendes lo que quiero decir.
—Por Dios, Nick, tómate todo el tiempo que necesites. Hasta que te cuadren las cosas.
—Hay algo que puedes hacer por mí —dije.
—No tienes más que decirlo, Nick.
—Quisiera que esto quedase entre nosotros durante algún tiempo. Es una especie de cuestión privada entre el cosmos y yo, ya me entiendes, así que me gustaría que alguien me cogiese los recados y no dijese que ya no estoy en la firma ni nada de eso. Y también, si mientras tanto puedes encontrar algo para Cathy. Es una secretaria de primera…
—Naturalmente. Ningún problema. Coño, Nick, espero que te sientas mejor… Quiero decir que espero que se te arreglen pronto las cosas. En la cabeza. A tu propia satisfacción. No dejes de decirme…
—Escucha, Roger, te agradezco mucho tu ayuda. Yo sabía que tú serías una persona capaz de comprenderlo, de verdad. Siempre he sabido que posees una dimensión espiritual que los demás no saben ver. De hecho, me gustaría en algún momento poder discutir contigo acerca de tu propio karma. Incluso podríamos ahora mismo…
—Es muy amable de tu parte, Nick, pero tengo que ir…
—Mucha gente no se para nunca a pensar en lo frágil y volátil que es el mundo material…
—Pero, Nick, si hay algo que yo pueda hacer por ti no dejes…
—Roger, gracias de nuevo por tu comprensión. Adiós.
Se acabó mi empleo. Se acabó Roger.
En una esquina de mi dormitorio había una escalera que daba sobre una trampilla y que era el único acceso al tejado desde el edificio. Varias veces al año debía permitir que un inspector del ayuntamiento o un operario atravesasen el apartamento para que pudieran inspeccionar un cable o un desagüe o algo por el estilo. Yo no había estado nunca allí, pero ahora utilicé la escalera por vez primera y descorrí el cerrojo de la trampilla. La abrí unos centímetros para asegurarme de que no estaba bloqueada y poder echar una rápida ojeada al tejado. Volví a cerrar dejándola sin pestillo. Si algo iba mal, y ellos venían por mí sin previo aviso, ésa sería mi vía de escape. Desde el tejado de mi edificio podía trepar a cualquiera de los adyacentes y escapar. Desde mi terraza pude ver varias rutas para descender desde los tejados hasta los jardines interiores, y seguramente encontraría más una vez allí. Mientras me mantuviese alerta, tendría tiempo de sobra para desaparecer.
A continuación recorrí el apartamento recogiendo sistemáticamente todo aquello que me relacionase con el mundo: cartas, diarios, viejos reintegros de impuestos, cheques cancelados, saldos bancarios. Vacié los cajones de la mesa, quité las fotografías de las paredes, busqué por los bolsillos de mis trajes llevándolo todo a la cocina para hacer un gran montón en el centro. Entonces me dediqué a echarlos en el horno para prenderles fuego. Si al final venían por mí, probablemente acabarían por descubrirlo todo, pero al menos eso les retrasaría.
Fue más difícil de lo que parece pegar fuego a las fotografías y ver las imágenes de gentes que había conocido y con las que me unían profundos sentimientos, fundirse y desaparecer en una llamarada, como si se borrasen de mi vida. Cosa que era cierta, en realidad. Sería sencillísimo, en mi situación, convertirse en un llorón. Otro problema era que el papel producía al arder un humo acre y desagradable, y temía que cualquiera pudiera advertirlo y llamar a los bomberos. Tendría que ir poco a poco, lo cual me concedería tiempo para echarle un último vistazo a todo ello.
Había asimismo un estante con pequeñas libretas de cuero, negras, cada una de las cuales contenía un año de citas sociales y profesionales, con precisas anotaciones de gastos de viaje y de placer y, en la parte final, nombres, direcciones y números de teléfono. La agenda del año en curso había desaparecido, invisible, pero allí estaban resumidos los últimos doce años de mi vida más o menos. Recuerdo que por alguna razón faltaban varios años, pero no puedo imaginar cómo o por qué. Debería parar, me dije, y memorizar todos los nombres y números de teléfono que pudieran serme útiles. (¿Útiles para qué?). Olsen, Orr, Ovinsky. Es curioso la mezcla de gente a la que apenas conoces —porque la has visto un par de veces por asuntos de negocios— con gente a la que conoces de toda la vida y a la que quieres. Paulsen, Parker, Petersen. A los que recuerdas más vividamente son aquellos a quienes conociste de estudiante, incluidos los que ya no tratas ni los que no quieres tratar. Aquel loco con el que robaste el badajo de la campana del colegio, o lo que quiera que fuese. La chica tumbada contigo sobre el césped una noche de primavera y a la que amabas sin límite, más allá de toda razón. Nunca vuelves a tener amistades así —aunque yo, presumiblemente, nunca volvería a tener amistades de ningún tipo— y, aunque esas amistades pueden no resistir el análisis de un adulto, descubrirás que todavía te caen lágrimas por las mejillas si empiezas a pensar en esas cosas. Naturalmente, en mi caso, tanto las lágrimas como las mejillas serían atributos más bien hipotéticos. El estruendo de un árbol cayendo en el bosque.
En momentos de tensión puedes sufrir terribles cambios en tu estado de ánimo.
A pesar de ello, no podía soportar hojear esas agendas y revisar mi vida extractada: cada almuerzo de negocios (con el precio y la forma de pago, los comensales presentes y los temas de negocios tratados); cada fiesta (con el nombre y el teléfono de toda persona prometedora); cada fin de semana en el campo (con los horarios de trenes o del último ferry). Y siempre el coste de cada taxi y billete. Diciembre 19. 5:30 squash U Club/Carstair 7:30 (LG) comer/Simmons (GU garantías) taxis: 3.75$, 4.50$ cena: amex 76.00$. Y en una esquina: Martha Caldwell 860-8632. Adiós. Ver tu existencia entera ahí puesta y reducida a números es casi como recibir un puñetazo: horas, direcciones, teléfonos y gastos imprevistos. Fuerza motriz: soledad, deseo. Principio organizativo: minimizar impuestos. Puede que parezca una vida banal —y supongo que a menudo me lo pareció a mí— pero en ese preciso momento me parecía una hermosa vida, irremediablemente perdida. Bueno, eso es lo que ocurre con las vidas: pasan. Todos nos hacemos viejos y morimos. Si tenemos suerte. Y ni siquiera hay muchas probabilidades de conseguirlo si no paramos de lamentarnos por estas cosas.
Al fuego con todo. Me pasé la tarde leyendo y quemando, y bebiendo mientras lo hacía. A partir de mañana ya no podría volver a beber así. Mi última noche de seguridad. Luego, vuelta de hoja. Me fui temprano a la cama y traté de no prestar atención a la desagradable visión de las ropas de cama que contorneaban una inexistente forma humana. Me pasé la noche soñando con teléfonos y timbres que sonaban.