El sol matutino entraba a raudales por la desprotegida ventana y empapaba mi cuerpo. Me sentía maravillosamente. Y eso que, al parecer, había dormido vestido. Debí de beber mucho. Tengo que dejar de hacerlo. Podría haber dormido eternamente. Grogui. Ni siquiera me había metido bajo las mantas.

Podía sentir el áspero cubrecama contra la mejilla y ver la cama vacía, sin deshacer.

¡Vacía!

¡La cama estaba vacía!

¡Invisible! ¡Yo era invisible! La alerta explotó en mi mente y supe exactamente dónde estaba y en qué condición.

¡Dios!

Temblaba. ¿Cuántos días más habría como éste, en que me despertaría con un terrible shock? Si tienes suerte, y eres cuidadoso, y te controlas, quizá muchos más días. Tienes que mantener la calma si quieres salir adelante.

¿Qué pasaba con la comida en mi sistema digestivo? Otra oleada de pánico. Miré hacia abajo. No sé qué esperaba encontrar. Y cualquier cosa que hubiese encontrado me aterrorizaría, supongo. Lo que encontré en realidad fueron dos pequeñas y translúcidas manchas en lo que debía ser el colon. Unas fibras o cartílagos indigeribles. El Moo shu, probablemente. Aparte de eso volvía a ser totalmente invisible de nuevo. De alguna manera, durante la noche, la comida ingerida había sido transformada por mi cuerpo en su propio estado químico o físico. O en su estructura. O lo que fuera. Todo este asunto —mi condición— era incomprensible. Absurda. Tuve ganas de llorar, y puede que lo hiciera.

Tenía que combatir el pánico, controlarme, tomar decisiones. Pensar con calma.

Había regresado casi a la invisibilidad total. Traté de decidir si eso era bueno o malo. Pero mi mente parecía incapaz de plantearse el problema. No importaba si era bueno o malo: las cosas estaban así. Tenía que decidir qué hacer a partir de ahí. Tranquilamente.

Lo primero de todo desvestirme, porque mis ropas estaban sudadas y desagradables. Colgué el traje y puse el resto de las ropas en una bolsa de lavandería vacía. Debía tener un conocimiento exacto de la situación de cada una de mis invisibles posesiones. Vacié un cajón de la cómoda y dispuse cuidadosamente en él todo lo que llevaba en los bolsillos. ¿Había tirado algo por ahí anoche? Fui a la cocina y deslicé las manos por la superficie de la mesa, y al encontrar las llaves encima del correo las llevé al cajón. Todo en orden.

Me senté en el retrete para orinar. Traté de imaginar si alguien podría advertir los pedacitos transparentes de comida no digerida en mi intestino. ¿Cuánto tardaría en eliminarlos? Me incliné sobre el lavabo y bebí un buen trago de agua fría, mirando cómo caía en cascada en el estómago. ¿Cuánto tiempo permanecería visible allí? Cuando me puse a lavarme los dientes me quedé asombrado al advertir que la pasta de dientes se convertía en una fiera y espumosa sonrisa de gato de Cheshire. Enjuagar cuidadosamente. La sonrisa se transformó en una silueta formada por restos de pasta encajados entre la encía y la mejilla. Mi vida cotidiana iba a ser un continuo paseo por la feria. En algún sitio había una maquinilla de afeitar eléctrica. En el armarito bajo el lavabo. La puse en marcha y ataqué la barba de dos días, parándome de cuando en cuando para comprobar mis progresos y pasando los dedos por la piel. No poder ver la barba en mi cara hacía el proceso más lento incluso y más tedioso que de costumbre. Y en cualquier caso nunca me habían gustado las maquinillas eléctricas. Imaginaba que nunca volvería a utilizar otra cosa. No tenía, por otra parte, demasiado sentido seguir afeitándome, pero seguí haciéndolo de todas formas. Al menos no tendría que molestarme en alinear las patillas.

Mientras me enjabonaba en la ducha bajo el agua caliente, de repente vi la forma de mi cuerpo silueteada por los ríos de espuma y empecé a frotarme furiosamente con el jabón. Inútil. Salí de la ducha y me sequé. Los últimos rastros de la sonrisa del gato de Cheshire casi habían desaparecido y el agua en mi estómago parecía un tenue jirón de niebla. Decidí que era improbable que nadie advirtiese los leves rastros de comida todavía alojados en mi colon.

Me sentó bien sentirme limpio otra vez y hubiera sido agradable poder cambiarme de ropa. Pero la ropa limpia produciría una extraña impresión al caminar por la habitación sin nadie dentro: tendría que mantener bajadas las persianas todo el día. La única ropa invisible que tenía en Nueva York era la que había llevado y con la que había dormido durante los dos últimos días. Bien, ése era un problema práctico que podía resolver inmediatamente. Cada cosa a su tiempo y andando. Saqué mi ropa invisible de la bolsa y la eché en la bañera, abrí el grifo del agua fría y puse un poco de jabón líquido.

Me dirigí desconsolado a la cocina. Tenía que comer. Unos huevos con bacon me irían de maravilla y me encontré tragando saliva sólo de pensarlo. Pero si comía ahora, razoné desconsolado, me convertiría en un impresentable saco de comida a medio digerir durante el resto del día. ¿Durante cuánto tiempo, exactamente? En tomo a las nueve horas: eran las 10:17 de la mañana según el reloj de la cocina, y anoche comí hacia la una de la madrugada. Para estar a salvo debía ayunar durante el día y comer de noche, cuando hubiera menos riesgo de encontrarme con otras personas. ¿Era eso posible? ¿Se puede vivir con una comida al día? Volví a mirarme el vientre y me pregunté de nuevo si habría asimilado lo nutritivo de la comida de anoche. Quizá debiera comer ahora y salir de noche, cuando cualquier opacidad de mi cuerpo fuese menos perceptible. ¿Qué razón tenía para salir de noche o de día? ¿Qué otra razón o esperanza me cabía sino ocultarme en el apartamento hasta que vinieran por mí?

Traté de reflexionar acerca del próximo movimiento. ¿Qué importaba? No tenía el menor sentido. Mi cuerpo seguramente no podría sobrevivir en este estado. Y si podía, ellos no tardarían en descubrirme. Seguirían la pista de todos cuantos estábamos en MicroMagnetics. Y yo sólo no podía resolver ese problema: necesitaría ayuda. Tendría que llamar a Anne. Con alguien en quien pudiese confiar estaría a salvo. Arriesgado. Debía calmarme y reflexionar.

Seguir adelante. Cada cosa a su tiempo. Me senté a la mesa de la cocina y me puse a repasar maquinalmente el correo. Ofertas de suscripción al Kiplinger Letter y al Newsweek. Las tiré al montón de desechos. Salvad las ballenas. Catálogos de L. L. Bean y Talbott. ¿Por qué seguirían enviándomelos? No recuerdo haber comprado nunca por catálogo. Y ciertamente no parecía verosímil que fuera a hacerlo en el futuro: ya no me servirían los mocasines borceguíes ni el sombrero Moose River. Pero no, espera, si algo debía comprar tendría que ser por correo. O por teléfono. Dejé los catálogos a un lado para guardarlos. Llamamientos personales de Ronald Reagan, Edward Kennedy, Jesse Helms y Coretta King, todos los cuales me habían seleccionado como americano concienciado obsequiándome con una carta escrita por computadora. Facturas de la New York Telephone, American Express y Manhattan Cable. ¿Qué sentido tenía pagarlas? ¿Acaso habría alguna diferencia? Ahora me encontraba fuera del sistema económico. Fuera de la raza humana. No. Era absolutamente preciso que las pagase. Esa era mi única esperanza. Tendría que seguir pagando mis cuentas, cumpliendo mis obligaciones y tratando con el mundo exterior como si yo todavía estuviese allí ocupando mi posición habitual. Todo debía continuar como de costumbre. Así podría seguir indefinidamente y vivir aquí, como todo el mundo. Abrí las facturas y las puse encima de los catálogos. Pagarlas más tarde. No. Pagarlas ahora. Necesitaba seguir adelante. Resolver cada problema a medida que se presentase. De otra forma me quedaría allí sentado, mirando mis intestinos hasta que viniesen por mí.

Me llevé las facturas a la mesa del dormitorio, hice los talones y los metí en los sobres de devolución. ¿Cómo podría echarlos al correo? ¿Esperar hasta la noche y tratar de introducirlos subrepticiamente en el buzón de la esquina? Qué estupidez. No podría salir bien muchas veces. Maldición. Tendría que pensar en ese problema más tarde. Dejé apilados los sobres en la mesa. Iba a tener un montón de problemas. Un montón de cosas cotidianas y sin interés que demostrarían ser difícilmente solucionables.

Necesitaba que alguien me ayudase. La cuestión era si podía confiar en que Anne no diría nada a nadie. Tendría que llamarla de todas formas. Pero ¿qué podría decirle? ¿Cuánto podía contarle? Podía saber ya lo que Jenkins y su gente estaban haciendo. Debía reflexionar antes de llamarla. Pero sin haber reflexionado nada llamé al Times, donde me dijeron que Anne estaba fuera. Dejé un recado y probé en su casa. No contestó. Descubrí que necesitaba imperiosamente hablar con ella. Empecé a imaginármela viniendo a toda velocidad para ocuparse de mí.

Me bebí otro vaso de agua y vi cómo, primero el esófago y luego el estómago, cobraban forma de pronto para luego desvanecerse. Todo ocurría muy rápido con el agua. Tendría que averiguar cómo digiere el cuerpo la comida. Quizá si pudiese seguirlo analíticamente, el proceso me resultase menos repulsivo. Recordé el repugnante espectáculo ofrecido anoche por mi cuerpo y opté por retrasar la comida hasta que estuviera a punto de irme a dormir otra vez. El coronel Jenkins estaría siguiendo sistemáticamente la pista de todos cuantos estaban en MicroMagnetics y supe por encima de todo que no soportaría estar atiborrado de comida cuando algún investigador del gobierno viniese a entrevistarse conmigo. Naturalmente, si alguien venía no debía abrirle la puerta bajo ningún concepto: haría como que no estaba en casa. Pero ¿y qué pasaría si ellos sabían que estaba dentro? Seguramente llamarían antes de venir. ¿Debería responder al teléfono? Anne no tardaría en llamar y yo deseaba hablar con ella. Probablemente ellos tratarían de encontrarme primero en la oficina. ¿Qué les dirían allí? Ésa era la cuestión más urgente. Esa, o cómo me alimentaría cuando las escasas reservas de comida se acabasen. La cuestión más urgente era: ¿qué debía hacer primero? Hasta ahora había deambulado por el apartamento sin objeto, en un estado de trance muy parecido al pánico, incapaz de ponerme a pensar coherentemente. Era como uno de esos sueños en los que es absolutamente necesario correr pero que te es imposible mover las piernas. Tenía que hablar con alguien. Entrar en contacto con el universo humano. Instalarme.

Marqué el número de mi oficina.

—Despacho del señor Halloway —dijo mi secretaria. Me sentí reconfortado entre el sonido de su voz y por un momento creí que iba a echarme a llorar.

—Buenos días, Cathy.

—¡Hola! ¿Dónde está? Temía que no diese señales de vida en todo el día.

—¿Qué quieres decir? —me intrigaba tanto la cuestión como la urgencia en su tono de voz. Normalmente llegaba después de las diez y a veces ni siquiera llegaba: no había nada de inusual en que yo no estuviese allí ahora. Y respecto a ayer, ya le había dicho que estaría fuera de la ciudad.

—Tiene al señor MacDougal esperándole en la recepción.

—¿MacDougal?

—Gordon MacDougal, de Hartford Oil. Su cita de las diez.

—¡Maldición! —me había olvidado por completo de él. ¿Quién era exactamente? Sólo podía recordar que era alguien a quien no tenía muchas ganas de ver, pero al que tampoco deseaba ofender, y con el que había concertado una cita semanas atrás, retrasándola tanto como fue decentemente posible. Es probable que yo tuviera la intención de seguir empujando el encuentro hacia el horizonte con la esperanza de que el asunto cayese finalmente por el reborde final del mundo.

—Me había olvidado completamente de ese… En realidad, no me encuentro muy bien. Estoy en casa, en la cama… Veamos, casi será mejor que me pongas con él… No, espera. ¿Tengo alguna otra cita para hoy? No tengo mi agenda.

—No, hoy no tiene nada. Pero Roger Whitman quería concertar una cita para esta tarde. Dijo que quería solucionar algo relativo al gas natural, o al transporte, o algo así. El lunes…

—Mira, ponme con MacDougal para excusarme. Dile que tengo gripe. Excúsate tú también. Y mira a ver si puedes averiguar quién es o, en primer lugar, por qué concerté una cita con él. Dile que nunca me habías visto saltarme una cita y luego conciértame otra tan lejos en el futuro como puedas sin ofenderle aún más. Puedes citarme en su oficina. Cuando hayas acabado con él llámame inmediatamente. Estaré en casa.

Se oyó un clic y me dieron línea. Una voz masculina con un tono de agravio a duras penas contenido dio los buenos días.

—¿Cómo está usted, Gordon? —empezó a decir algo, pero yo proseguí—: Soy Nick Halloway. Lamento profundamente haberle tenido esperando —trató de interrumpir asegurando que no tenía importancia, pero yo seguí hablando—: Me he despertado esta mañana con 38° de temperatura. Para ser franco, me he quedado dormido. Debo de tener algo de gripe. Iría encantado ahora mismo, pero odio tenerle esperando aún más. Y a juzgar por cómo me siento dudo que pueda serle de gran utilidad a nadie —dijo que en su opinión debería quedarme en la cama—. Lamento profundamente haberle hecho venir para nada —dijo que no tenía importancia porque pensaba venir a Nueva York, de todas formas. Maldición. ¿De dónde vendría? Me pregunté si habría una compañía petrolífera con base en Hartford. Quizá hubiera un Hartford en Texas—. Bien, lamento de veras no haber podido verle. Estoy muy interesado en lo que están haciendo ustedes… es muy intrigante su situación —no sabía lo que andaban haciendo ni cuál era su situación, pero cualquier situación le parece interesante a quien la está viviendo. Mi propia situación, recordé, era horriblemente interesante. Tenía que acabar esa conversación y seguir haciendo mis cosas.

—Escuche, Gordon, le he dicho a mi secretaria que concierte otra cita para cuando a usted le vaya bien. Estaré fuera de la ciudad la mayor parte de la semana próxima, suponiendo que me haya levantado de la cama, pero puede ser cualquier día a partir de entonces —esperaba que sólo hubiese venido a Nueva York a pasar el día. Seguramente desearía volver a donde quiera que viviese. ¿Hartford, Oklahoma?—. De hecho me encantaría tener la oportunidad de acercarme y echarle una ojeada directamente a sus instalaciones —¿acercarme? ¿A dónde? ¿Hartford, Oklahoma?—. Será mejor que hable con Cathy: no tengo mi agenda aquí… Bien, lo lamento profundamente… Sí, cuento con ello… Adiós.

Era cierto: no tenía mi agenda. La pequeña agenda negra que llevaba siempre encima y que contenía todas mis citas, profesionales y sociales, y, al final, cincuenta páginas de nombres, direcciones y números de teléfono. Y, repartido a lo largo de todo el calendario, cumpleaños, recordatorios anuales, gastos deducibles de impuestos, listas de obligaciones y cosas que debía hacer. Totalmente invisible, ilegible, inútil. No es que importase. Ahora tendría que hacer cosas distintas por completo y resultaba difícil imaginar que hubiese en el futuro muchas ocasiones de hacer uso de esos números.

Descolgué el receptor antes de que acabase de sonar el primer timbrazo.

—¿Diga?

—Hola, Nick. Soy Cathy.

—¿Cómo te ha ido con MacDougal? ¿Has tenido algún problema?

—No, todo ha ido bien. Tiene una cita aquí con él el día veintitrés a las dos de la tarde.

—Está bien. Lamento haberte creado esta situación. ¿Podrías darme los mensajes que ha habido para mí durante los dos últimos días?

—Claro, espere un segundo. El señor Peters, de Badlans Energy, respondiendo a su llamada. Un tal señor Riverton, que no quiso dejar su número ni el de su despacho porque dijo que era personal.

—Billy Riverton. Está bien. Sólo quiere jugar a squash.

—Lester Thurson, de Spintex. Y Roger Whitman que desea reunirse con usted esta…

—Está bien. Ahora le llamo. ¿No llamó nadie más? ¿No llamó nadie y no dejó su nombre?

—Esto es todo lo que tengo. Les dije que estaba usted fuera. Eso es lo que quería, ¿no es así?

—Exactamente. Escucha, no me encuentro muy bien. Y no creo que vaya por ahí a menos que haya mejorado mucho esta tarde.

—Lo lamento. ¿Es algo serio?

—No, no. No es nada. Sólo que no me encuentro bien. Escucha…

—¿Ha ido al médico? —Cathy era una de esas personas para las cuales visitar a varios doctores era un hecho muy importante de la vida cotidiana. Yo no había ido a ninguno en los últimos cinco o diez años.

—No, no he ido. No creo que un médico… Pero no es mala idea. Debería ir a que me viera un médico.

—¿Puedo decir que está usted enfermo?

—No, no. Quiero que digas que he estado ahí esta mañana pero que he tenido que salir otra vez. Di que estaré entrando y saliendo de la oficina todo el día. Que será difícil localizarme. Coge los recados y ya llamaré yo a quien sea.

—O.K.

—Escucha, Cathy, ¿podrías hacerme un inmenso favor? Odio pedírtelo, de verdad, pero no me apetece levantarme. ¿Podrías traerme unas cosas a mi apartamento para que yo pueda trabajar?

—Naturalmente. ¿Qué quiere?

—Mete todo mi correo y los mensajes en un sobre. Espera, otra cosa: mira en mi mesa, en el último cajón de la izquierda. Tiene que haber una agenda de bolsillo del año pasado. Tráemela también. Me parece que he perdido la mía, con todas las citas y números de teléfono. Y podrías fotocopiarme las páginas de tu agenda de citas correspondientes a las próximas semanas. ¿Tengo algo importante estos días?

—Un segundo. No. Se supone que estará usted en Houston el lunes. Y no olvide que el jueves tiene la revisión mensual.

Ése iba a ser el primer problema importante. Era la única cita a la que debía acudir.

—Para entonces estaré bien. Probablemente me levantaré mañana. La cuestión es si quiero irme de viaje otra vez. Podrías cancelar lo de Houston. Quizá vaya, en cambio, a la oficina. Otra cosa más, ¿tienes dinero suelto o doscientos dólares en tu cuenta personal? Estoy sin blanca y no me apetece salir al banco. No tengo comida en casa. Te daré un talón cuando vengas.

—No hay ningún problema. De camino haré efectivo un talón. ¿Cuánto dinero quiere?

—Doscientos, o doscientos cincuenta, si te va bien.

—¿Necesita algo más? ¿Quiere que le lleve algo de comida o lo que sea?

—No, no. Estoy bien. Bueno, si pudieras traerme el Journal y el Times sería fantástico. Te lo agradezco. Creo que tengo uno de esos resfriados de veinticuatro horas. Te veo dentro de un rato. Tienes mi dirección, ¿verdad?

—89 Este, 24. ¿Seguro que no quiere que le lleve algo de la farmacia?

—No, gracias. ¡Ah!, y cuando salgas no te olvides de decirle a quien coja los recados que acabo de salir y que volveré tarde. Que no digan nada de mi enfermedad.

—De acuerdo. Estaré ahí dentro de una hora.

—Hasta entonces. Y muchas gracias, Cathy.

Colgué el teléfono y me quedé pensando un rato. Lo mejor sería arreglar cada asunto lo antes posible. Marqué el número de la oficina y pregunté por Whitman.

—Hola, Roger.

—Hola, Nick. Gracias por llamar. Me preguntaba si podríamos vernos hoy para hablar de… serán veinte minutos.

—Naturalmente. Lo único es que hoy lo tengo un poco difícil. En realidad ahora mismo no estoy en el despacho y no sé a qué hora llegaré esta tarde. ¿No podríamos dejarlo para la semana que viene?

—Prometí dar una respuesta el lunes por la mañana… ¿Tienes tiempo ahora? A lo mejor podíamos arreglarlo por teléfono.

—Seguro. Yo lo preferiría.

—Se trata de un asunto en Louisiana. Deltaland Industries se llama.

—¿Productos químicos y fertilizantes?

—Exactamente. Abonos. Es una empresa pequeña pero interesante. Los beneficios se han mantenido estacionarios durante los últimos años pero venden seis veces más y además tienen esas reservas, un montón en realidad…

—Exacto —dije—. He oído o leído algo acerca de ellos no hace mucho. Una especie de activo.

—Eso es. Esas reservas aparecen en sus libros a precio de compra, y aparte han comprado unas reservas de gas natural…

Mientras escuchaba fui consciente una vez más de lo extraño que resultaba ver flotar mágicamente el teléfono en el aire. Esa visión, a la que ya debería estar acostumbrado, me provocaba una insospechada oleada de náuseas. Debería estar prestando atención a Roger, que estaba lanzando un chorro de precios y fechas de expiración de contratos. Sabía por qué me llamaba. Odia los números y las matemáticas. Odia asimismo leer cualquier cosa que lleve letra pequeña y vaya sin ilustraciones. Me gusta Roger, pero a veces me pregunto qué hace en este negocio. Está en este negocio porque sus tías se mostraron inexplicablemente inclinadas a permitirle manejar vastas sumas de dinero, y con los beneficios paga a personas como yo, que pueden hacer largas diversiones y leer 10 Ks. Me estaba haciendo una pregunta acerca de la desregulación en el gas natural.

—Ese asunto de la desregulación, tal y como incide en los precios, resulta extraordinariamente complejo —aventuré, no muy seguro de cuál había sido la pregunta. Comprendí que la respuesta no fue la adecuada, pues se produjo un silencio al otro lado de la línea.

—¿Y qué clase de valor asignarías tú a las reservas en ese punto? —pregunté tentativamente, y con la esperanza de volver a entrar en la discusión.

—Eso es lo que te estoy preguntando yo —respondió. Había un inequívoco tono de extrañeza y desmayo en su voz—. ¿Es un momento inoportuno para ti? —añadió.

—No, no, en absoluto. Lo que pasa es que hoy tengo un montón de cosas en la cabeza. Lamento parecer un poco distraído. Me preguntaba si no le habrías echado ya una ojeada a los números. En realidad hoy estoy un poco tocado. Griposo.

—¿Pero estás bien?

—Absolutamente. Escucha, Roger, no me gustaría darte ahora una respuesta apresurada. Con la regulación todavía por fijar y todos esos cambios en el contexto político, lo relativo el gas natural puede ser muy complicado. Extremadamente complicado. Verás lo que podemos hacer. Voy a quedarme a trabajar en casa hasta que se me pase esta gripe, pero Cathy va a traerme unas cuantas cosas. Dale todo lo que tengas y yo te vuelvo a llamar cuando haya tenido oportunidad de mirármelo.

—Está bien, Nick, te lo agradezco. Pero si no te encuentras bien, no…

—Estoy bien. Exceso de vino, mujeres y canciones, probablemente —a Whitman le gustaría eso. Sólo había que darle un poco de marcha.

—Ésa es la cuestión. Si tienes que quitarte de algo, te recomendaría que empezases por la canción. Por cierto, ahora que me acuerdo. Aquella chica con la que estabas comiendo el otro día en Palm…

Anne.

—Anne Epstein —dije—. Pero no es una chica, lo cual hace que tus posibilidades sean casi nulas. Ella es una persona. De hecho es periodista del Times sección finanzas.

—Vaya, pues a mí el otro día me pareció una chica, Nick. De hecho era mucho más parecida a una chica que cualquiera de las que se me ocurren ahora. Si en algún momento descubres que no te llevas bien con ella, me gustaría que le hicieras saber que estoy dispuesto a dejar esposa y familia para seguirla allí donde quiera ir.

—Trataré de recordarlo, pero no creo que le interese mucho. No le conmueven los cerdos fascistas capitalistas. Tú incluso debes votar a los republicanos.

—¿Y tú, qué? ¿Acaso votas a los laboristas últimamente? Sin embargo, si he de ser sincero, parecía aburrirse un poco contigo el otro día. Lo que ella probablemente necesita…

—Nunca he votado por nadie. Reservo mi voto para un candidato realmente bueno. Ahora tengo que irme, pero a lo mejor te veo esta tarde. Y te llamo de inmediato respecto a eso —¿cómo se llamaba esa empresa?—, ese asunto del gas natural.

—O.K. Gracias, Nick. Te lo agradezco. Hasta luego.

Tendría que probar otra vez con Anne. Y también debería comer. Me estaba muriendo de hambre. Volvía a preguntarme si se podría vivir con una sola comida diaria. Con la ayuda de Anne me las arreglaría. Lo que pasa es que era capaz de querer ayudarme escribiendo un artículo acerca de mí. Trágica víctima de la tecnología nuclear.

Lo primero es lo primero. Cathy no tardaría en llegar. Tenía que pensar en cómo manejar ese asunto, cuidando de no cometer ningún error y teniéndolo todo previsto. Cogí papel y una pluma del cajón de mi mesa y me puse a escribir, mirando asombrado cómo danzaba la pluma sobre el papel.

Cathy, he ido al médico. Te incluyo la llave de la calle y la del apartamento. Lamento hacerte subir todas estas escaleras. Hay un talón de doscientos cincuenta dólares en la mesita de café. Deja el correo y el dinero en cualquier sitio. Te llamaré esta tarde. Muchas gracias. Nick. P. S. Por favor, deja ambas llaves en el apartamento.

Doblé la nota con las llaves de repuesto y lo metí todo en un sobre en el que puse: «Cathy Addonizio». Al salir al rellano volví a ser consciente de lo estúpido que era todo el asunto: el sobre flotaba y planeaba en el aire. Era una mañana entre semana: los demás inquilinos debían estar en sus oficinas y no era muy probable que mis caseros estuvieran espiando a través de la mirilla, pero no tenía sentido correr riesgos. El secreto de la supervivencia, y no digamos nada del éxito, es correr los riesgos necesarios, pero ni uno más. Saqué el sobre por encima del pasamanos y lo dejé caer: ayudado por el peso de las llaves bajó a plomo los tres pisos y cayó con un plop sobre la moqueta en medio del vestíbulo de la planta baja. Incluso aunque alguien lo hubiese oído no haría falta dar una explicación extraordinaria, al menos nada similar a la visión de un sobre bajando por sí solo las escaleras.

Tras echarle una última ojeada a mi aparato digestivo para asegurarme de que había desaparecido todo rastro del trago de agua, bajé los tres tramos de escalera hasta la entrada, deteniéndome ante la puerta del casero para asegurarme de que no se oía ruido alguno. Nada. Aguardé a que terminase de pasar por la calle una señora con su perro y entonces, abriendo la puerta de entrada, recogí el sobre del suelo y lo metí a medias en mi buzón dejando bien visible el nombre.

Me sorprendió el inmenso alivio que experimenté al encontrarme de nuevo a salvo en mi apartamento, y me sorprendió igualmente que mi corazón latiese a toda velocidad: después de todo lo que pasó ayer, esta pequeña acción desprovista de peligro real debiera parecerme insignificante. Pero la continua ansiedad, el miedo persistente a cometer algún pequeño error que pudiera descubrirme estaba acabando conmigo. Un solo error me delataría, y una vez delatado estaría acabado.

Puse sobre la mesita de café del cuarto de estar un talón para Cathy Addonizio por valor de doscientos cincuenta dólares y también los pagos para Bloomingdale’s y American Express. Ahora ya no podía hacer nada salvo esperar. Pero mejor sería hacer algo. Me incliné sobre la bañera y me puse a enjuagar la ropa invisible. Mejor no hacerlo pues me impediría oír llegar a Cathy. Pero ¿qué pasaría si por alguna razón necesitaba usar el cuarto de baño y metía la mano en la bañera? Fui a buscar un viejo cubrecama y lo eché por encima de la ropa. Había demasiadas cosas en qué pensar al mismo tiempo; demasiadas contingencias contra las cuales estar preparado. ¿Cuánto tiempo podría estar sin aparecer por mi oficina? Tendría que llegar a algún tipo de acuerdo con Whitman para trabajar en casa. En el peor de los casos, tendría que dimitir. ¿Cuánto tardarían en llegar las autoridades? Ésa era la cuestión principal. No estaba seguro aquí. Pero no tenía sentido pensar en eso ahora. Debía encontrar la manera de eludirlos. De momento estaba seguro; y me llegaría algún tipo de advertencia.

Me hubiera gustado beber otro vaso de agua. Pero era mejor esperar a que Cathy se fuera. De repente se me ocurrió que debía dejar abiertas todas las puertas de las habitaciones por si acaso ella se dirigía hacia mí y me dejaba acorralado en una de ellas. Por otra parte, ¿qué ocurriría si me oía moverme? O respirar. Ayer me había movido entre la gente en el exterior y en ruidosos lugares públicos —calles, estaciones de ferrocarril y metro—, pero en un apartamento vacío se oye todo. Sería como sentir la presencia de otra persona en la oscuridad. De pronto tuve la sensación de que al haber hecho venir aquí a Cathy estaba provocando mi propia destrucción. Entraría en el apartamento y advertiría de inmediato que yo estaba aquí, o al menos que algo no iba bien. Me sentía como alguien que ha contratado a su propio asesino y aguarda sentado el sonido de sus pasos en la escalera.

Pero finalmente fue un alivio oír los pasos de Cathy en la escalera, seguidos del ruido de la llave introduciéndose en la cerradura. La puerta se abrió y ella entró en mi apartamento. Yo estaba junto a la puerta de la cocina, de manera que podía observarla y al mismo tiempo escapar de la habitación si algo iba mal. Me llamó la atención la mirada decididamente apreciativa que lanzó en torno al cuarto de estar. No era la forma en que uno miraría si el propietario estuviera haciendo los honores. Se acercó a la mesita de café y dejó el gran sobre y los dos periódicos que traía bajo el brazo. Entonces abrió el bolso, sacó un sobre de tamaño normal —que debía ser el dinero— y lo puso encima del montón. Recogió mi talón y los sobres que había debajo, inspeccionando cada uno, y luego los metió en un compartimiento exterior de su bolso. Perfecto. Todo había salido a la perfección. Ahora se iría dejando la puerta cerrada a su espalda.

Pero por alguna razón dejó el bolso antes de dirigirse a la puerta. Y cuando llegó a ésta la cerró con llave y echó la cadena. Durante todo el tiempo que llevaba viviendo allí nunca había echado yo esa cadena. ¿Qué iba a hacer? ¿De qué tenía miedo de repente? Dio media vuelta y se dirigió derecha hacia mí. Me quedé boquiabierto. Se diría que sabía exactamente dónde estaba yo. El juego se acabó, como suele decirse. Me veía tan acabado que estuve a punto de hablarle en voz alta.

Pero nunca te rindas hasta que no sea necesario hacerlo.

Retrocedí hasta la cocina y la vi pasar a mi lado. Echó otra larga y apreciativa mirada en derredor y luego se encaminó hacia el dormitorio. La seguí y me quedé en la puerta para poder quitarme de su camino cuando decidiese salir.

Lo primero que hizo fue abrir la puerta del cuarto de baño y mirar determinadamente. Estaba claro: las autoridades me habían localizado y estaban utilizando a mi secretaria para espiarme. Pero ¿qué buscaba exactamente? Regresó del cuarto de baño y se acercó a la cómoda. Abrió uno de los cajones superiores y miró dentro.

En el siguiente cajón estaban mis pertenencias invisibles. ¿Qué iba a hacer yo cuando lo abriera? Con aire ausente cerró el cajón superior y se alejó de la cómoda. No era un registro sistemático. Si era una espía de la policía, su entrenamiento había sido chapucero. Se dio de nuevo la vuelta y estudió una fotografía mía en compañía de unos amigos, cinco años atrás, en Cape Cod.

De pronto comprendí lo que pasaba. Era simple curiosidad. Una fisgona. Me sentí aliviado y al mismo tiempo ultrajado. Carecía por completo del menor escrúpulo o respeto por las normas mediante las cuales la gente civilizada trata de proteger su propia vida privada y la de los demás. Estaba muy sorprendido porque la conocía desde hacía años y tenía de ella una opinión muy diferente. Pero ahora la veía en una situación en la cual parecía creer que no había el menor riesgo de verse sorprendida.

Se aproximó a la mesa y utilizando expertamente los dedos de una mano para sujetar una pequeña pila de correspondencia, con la otra mano fue ojeando los sobres. No había nada interesante allí. Abrió mi talonario y empezó a pasar las hojas de mis gastos e ingresos de los dos últimos años. Eso me puso furioso y consideré la posibilidad de hacer algún ruido en la habitación contigua para asustarla, pero me lo pensé mejor. Dejemos que esta incursión siga su curso. ¿Qué diferencia habría? De todas formas, toda mi vida hasta el día de ayer era ya irrelevante: ¿para qué protegerla de los intrusos? Y probablemente empezaba a reconocer la poca intimidad que tenemos todos. Uno cree tener secretos, pero lo que la gente protege y respeta no es su vida privada sino la apariencia. Todo el mundo sabe más de lo que uno cree, lo suficiente como para cubrirte de vergüenza, pero si son civilizados no lo hacen y tú les devuelves el favor.

Cathy llegó hasta la última página de mis ingresos para conocer el estado actual de mi cuenta. Luego abrió del todo el cajón principal y empezó a rebuscar cuidadosamente. Le llamó la atención una carta escrita a mano, la cogió y la sacó con todo cuidado del sobre. Era de una tía-abuela mía con instrucciones acerca de un legado del que iba a ser el ejecutor pero no el beneficiario. Cathy perdió rápidamente todo interés en la carta y volvió a doblarla para guardarla.

Al fondo y a la izquierda del cajón encontró unas fotografías de una chica a la que yo había conocido, hechas con una Polaroid. Todas eran muy parecidas: una mujer tendida desnuda en el sofá de la otra habitación, sonriendo salazmente. Cathy estudió con detenimiento cada foto. Verla hacer eso me resultó en cierto modo irresistible y di un cauteloso paso en dirección a ella para poder mirarla más de cerca. Estaba absorta. Miraba una fotografía que siempre me había atraído más que las otras: Pam con una pierna levantada y apoyada en el respaldo del sofá echando provocativamente la cabeza hacia atrás con los labios separados. Cathy se detuvo en la siguiente, que estaba bordeada a un lado por un borroso trozo de mi pierna. La vi mojarse los labios con la punta de la lengua. Mientras cargaba todo su peso de una pierna a la otra podía oír el roce de su ropa. Nunca había sentido el menor interés sexual —no, nunca, o casi nunca—, la verdad es que nunca te has sentido sexualmente interesado por una persona con la que mantienes una continua proximidad: ciertos días, en determinados estados de ánimo, esos pensamientos y deseos se ciernen sobre la relación con tanta naturalidad como una sombra azarosa. Pero a duras penas había sido consciente de tener tales sentimientos respecto a Cathy, y en cualquier caso, es más fácil encontrar una gratificación sexual que una buena secretaria. Hay que tener cuidado: lo que uno imagina que no pasará de ser un placer inocente de la carne puede crecer incontroladamente hasta convertirse en emociones y obligaciones capaces de envenenar una buena relación laboral.

Pero ahora, mientras veía a Cathy regresar a la fotografía que incluía mi pierna, pensé con placer qué ocurriría si la tomase por los hombros y la obligase a tumbarse en la cama. Sería una buena sorpresa para ella. Volvió a dejar las fotografías al fondo del cajón y se inclinó para poder ver más de cerca el resto de su contenido. Esperaba encontrar más fotografías, presumiblemente. Cerró suavemente el cajón y echó otra ojeada por la habitación. Entonces alzó el brazo, consultó el reloj y pasó bruscamente por mi lado. No tuve tiempo de apartarme. Sentí que sus ropas me rozaban y percibí su perfume. Pero no se apercibió de mi presencia mientras salía del dormitorio y entraba en el cuarto de baño, donde sin más ceremonias se bajó las bragas hasta las rodillas, se levantó la falda hasta la cintura y tomó asiento en el retrete.

La vi allí sentada y oí el sonido de su orina cayendo sobre el agua.

La visión de alguien meando no tiene por lo general demasiado atractivo para mí. Naturalmente estaba la visión de sus piernas desnudas, pero más que eso, lo que encontré fascinante fue poder observar a una persona que ignoraba por completo estar siendo observada, sobre todo en tan estrecha proximidad. Los movimientos descuidados, el arreglo de la ropa, la expresión facial no compuesta en beneficio de los demás, la traición del propio carácter. En definitiva, resultaba más fascinante que indignante ver a Cathy revelar su fisgonería, su incalificable falta de cuidado respecto a mi intimidad.

La vi con desagrado pero con interés levantarse la falda, mirar hacia abajo y secarse los restos de orina con un pedazo de papel higiénico. Se medio incorporó, se subió las bragas y tiró de la cadena. Entonces se situó frente al espejo y con las manos todavía bajo la falda se estiró de la blusa sobre los grandes senos. Dando media vuelta para verse desde otro ángulo, se ajustó la blusa sobre los senos y salió del cuarto de baño. Me eché a un lado y la seguí, a dos pasos de distancia, hasta el sofá, donde recogió su bolso, y luego hasta la puerta principal. Se dio media vuelta y comprobó de nuevo el conjunto, deteniendo la mirada sobre la mesita de café: con su habitual eficacia debía de estar repasando lo que allí había —periódicos, correo y recados en el sobre, los doscientos cincuenta dólares, las llaves— para asegurarse de que había cumplido su cometido a la perfección. Abrió la puerta, salió al descansillo y cerró la puerta para luego girar el picaporte en ambos sentidos y empujar, asegurándose de que se había cerrado correctamente. Desde una de las ventanas delanteras la vi salir por el portal y dirigirse a Madison.

Cuando desapareció por la esquina, corrí a la cocina. El hambre y la sed iban a ser mi principal problema. Si me capturaban, al menos empezaría a comer otra vez auténtica comida. Tal vez. Probablemente desearían darme dosis medidas de diversas cosas para seguirle la pista al contenido calórico, las grasas saturadas y no saturadas, la cantidad de zinc y cosas así. ¿Qué es exactamente una grasa no saturada? Esa era una de las muchas cosas que sin duda aprendería.

Bebí otro vaso de agua y lo vi galopar con desagrado camino de mi estómago. Ahora pasarían otros diez o quince minutos hasta que volviera a ser invisible de nuevo. El problema con el agua es que no quitaba el hambre, independientemente de la cantidad que tomase. Dios. Estaba hambriento.

Volví a la mesa y busqué el número del supermercado de la esquina de Madison Avenue. Una voz con el acento plano y de indiferente rudeza de Nueva York respondió:

—FoodRite.

—Hola. Quisiera hacer un encargo y que me lo enviaran. —¿Nombre?

—Halloway. Yo…

—¿Dirección?

—89 Este, 24.

—¿Número de apartamento?

—Cuarto piso.

—Necesito el número del apartamento.

Pensé explicarle que sólo había un apartamento en el cuarto piso, pero no puedes dejarte atrapar en este tipo de diálogos.

—Cuatro —dije.

—Cuatro, ¿qué?

Por un momento pensé en llamar a otro supermercado.

—Cuatro A —dije.

—¿Qué quiere encargar?

—Por cierto, me pregunto si podría pagar con un talón.

—¿Tiene autorización para pagar con talón en esta cadena?

—No, no tengo, pero yo siempre compro en su local —sólo en su cadena— y me gustaría…

—Pásese por la tienda cualquier día antes de las cinco y firme una solicitud.

—Hoy no me encuentro muy bien. No lo bastante bien como para salir. Le pagaré en efectivo. Pero podría mandarme una solicitud con el envío…

—Qué quiere usted.

—Veamos… Creo que unos cubitos de sopa.

—¿Buey, pollo o vegetal?

—¿Cuáles son los más claros?

—¿Los más claros?

—Sí, claros. ¿Cuáles son los más transparentes?

—No sé nada de transparencias. Quizá los de pollo. Son todos iguales.

—Envíeme un… ¿Cómo están presentados?

—En cajas de cartón. Veinticinco raciones.

—Mándeme una caja de cada. Además, una caja de soda Cañada Dry. Mejor, envíeme unos paquetes de seis, cuatro paquetes de seis. Y unas limas. Y limones. Una bolsa pequeña de cada. ¿Tiene gelatina? —recordé que siempre había un paquete de gelatina en la cocina de mi madre, aunque su utilidad resultaba oscura.

—¿Quiere gelatina? Si la quiere, se la envío.

—Es bastante clara, ¿no es cierto?

—¿Qué es eso de la claridad? Si la quiere, se la mando. Además, ¿qué va a hacer con ella? —añadió suspicazmente.

—Busco comida clara. Sin color y fácil de digerir. Son cosas de mi médico: me ha dicho que coma únicamente alimentos claros.

—Oiga, ¿por qué no se pasa por la tienda? Tenemos toda una sección de alimentos naturales. Sin insecticidas artificiales ni conservantes. No quiero decir que no pague por ello, pero al menos sabe lo que compra. Y además está la paz mental. Ya sea fundamentalmente una cuestión religiosa o de salud, todo es natural.

—En realidad, es únicamente el color de la comida lo que…

—Ya se lo he dicho: no hay colorantes artificiales ni antioxidantes. ¿Quiere un poco de granóla? Tenemos también leche no pasteurizada. Decídase.

—Envíeme un paquete de gelatina. ¿Y tiene esos fideos chinos transparentes?

—Naturalmente. Un paquete de fideos relucientes. Por cierto, ¿qué clase de médico le visita? Un quiropráctico, ¿no es cierto?

—Algo así. Si se le ocurre algún otro tipo de comida clara… o incluso alimentos que sean especialmente fáciles de digerir… preferiblemente blancos, imagino, si no pueden ser claros.

—Oiga, yo no digiero la comida: me limito a venderla. Será mejor que se pase por la tienda. Entiendo que tiene problemas, pero en cambio puede tomarse todo el tiempo que quiera y decidir lo que desea. Sólo tenemos tres líneas de teléfono y hay un montón de gente deseando hacer encargos.

—Naturalmente. Tiene usted toda la razón —en el último año fiscal, FoodRite perdió doce millones de dólares. Con un poco de suerte, no tardarían en cerrar ese local y este hombre perdería su empleo—. Lamento hacerle perder tiempo. ¿Por qué no me envía algo de pescado, una libra de alguna clase de pescado muy claro y una bolsa pequeña de patatas…?

—¿Es todo?

—Sí. De momento probaré esto y luego…

—¿Habrá alguien en casa por la tarde?

—Sí, ¿cuánto…?

—Encontrará la cuenta con el envío —clic.

Llamé a la tienda de licores donde una persona mucho más amable y cooperadora aceptó enviarme cuatro cajas de vino blanco y tres cuartos de gin. El de la farmacia se quedó asombrado cuando le pregunté acerca de la transparencia de diferentes pastillas de vitaminas, pero prometió hacer lo que pudiera.

El primero en llegar fue el repartidor de la tienda de licores, y cuando llamó por el interfono le hice entrar y luego dejé ligeramente entreabierta la puerta de mi apartamento. Me fui hacia el fondo, abrí la ducha y me quedé esperando en el umbral de la puerta que daba al dormitorio. Cuando sonó el timbre de la puerta, grité:

—¡Entre! —vi girar el picaporte y el chico de los recados apareció de costado, con dos cajas y una bolsa de papel en los brazos, y empujando la puerta con el hombro. Recorrió la habitación con mirada expectante.

Me puse la mano en la boca para provocar un sonido ahogado y grité:

—Estoy en la ducha. Déjalo todo en la puerta. Hay un talón sobre la mesa. Los dos dólares son para ti.

Dejó las dos cajas y la bolsa y se acercó a la mesa. Se metió los dos dólares en el bolsillo y, tras comparar cuidadosamente el talón y la factura, dobló el primero y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.

—Gracias —gritó. Al mismo tiempo cogió de la mesa una cajita de plata antigua y la inspeccionó con interés. La dejó de nuevo y lanzó una mirada apreciativa por la habitación.

—De nada —contesté—. Adiós —era curioso comprobar de nuevo qué distinto es el comportamiento de una persona cuando cree no ser observada.

Se dirigió hacia la entrada y se detuvo a examinar unas fotografías en la pared.

—Adiós —gritó. Prosiguió estudiando las fotografías unos cuantos segundos más y después se fue.

El siguiente repartidor fue el de la farmacia; era pequeño, blanco y tímido. No tocó nada salvo el cheque que le dejé, pero estuvo espiando furtivamente la habitación durante todo el tiempo que estuvo allí, y se inclinó tratando de leer el correo que Cathy había traído y que yo había dejado a medio abrir sobre la mesa. Me pregunté si yo también me comportaba de manera furtiva y fisgona cuando me encontraba solo en un ambiente nuevo. Pero de pronto se me ocurrió que estudiar a ese crío desde la ventajosa posición de invisibilidad implicaba justamente un tipo de furtiva curiosidad muy similar. Y puesto a pensar en ello, yo era un analista de valores: mi trabajo era ser un fisgón furtivo. Llevándome de nuevo la mano a la boca, le grité que no sólo estaba en la ducha sino que me encontraba enfermo, y que si no le importaba bajar la bolsa de la basura al vestíbulo.

Finalmente, un muchacho de unos diecisiete o dieciocho años, gordito y con aspecto hispano, trajo los alimentos. Vestía unos pantalones negros que le venían estrechos y una camiseta más estrecha aún, con la palabra HARVARD cruzándole no muy verosímilmente el pecho. Llevaba una cadena de oro al cuello de la cual colgaban unas cuantas monedas y anillos coronando el nombre de nuestra alma mater. Dejó que la puerta se cerrara a su espalda y permaneció pasivamente, sosteniendo la bolsa con un brazo. Su mirada se dirigió directamente a la puerta en la que yo estaba y a través de la cual podía oír la ducha. Dio un par de pasos, siempre mirando a través de mí, hacia la puerta entreabierta del cuarto de baño.

—Puedes dejarlo todo en el cuarto de estar —grité—. El dinero está sobre la mesa. Añade dos dólares a la cuenta y quédatelos para ti.

Continuó mirando hacia la puerta del cuarto de baño y luego dijo:

—Puedo llevárselo a la cocina —su voz no había cambiado del todo todavía.

—No, déjalo ahí —grité, pero sin hacer caso de mi orden se dirigió directamente contra mí. Incapaz de pensar qué podía hacer para detenerle, me deslicé hacia el cuarto de estar para ponerme totalmente fuera de su camino. Siguió en dirección a la cocina, pero al pasar frente a la puerta del cuarto de baño redujo el paso y miró dentro. La cortina de la ducha estaba corrida y para entonces parecía una sauna debido al vapor, pero su mirada intrusa me puso nervioso. Dejó la bolsa con la compra sobre la mesa de la cocina regresó. Esta vez se detuvo frente a la puerta del cuarto de baño y miró directamente.

Quería verme en la ducha. Me sentía asqueado y furioso.

—Le he dejado la bolsa en la mesa de la cocina —dijo suavemente. Esperó mi respuesta, pero dado que ahora me encontraba directamente a su espalda cuando él creía tenerme enfrente, no pude responderle. Con las puntas de los dedos abrió suavemente la puerta unos centímetros para ver mejor el cuarto de baño.

—¿Quiere algo más? —preguntó.

No hay nada más grotesco que el despliegue de unos deseos sexuales que el otro no comparte. Lo veo continuamente. Gente que mira, espía, lanza miradas furtivas a pechos y bultos genitales, a la ropa interior, a fotografías, niños, animales y sabe Dios a cuántas cosas más. Descubren figuritas lascivas escondidas por las alfombras.

El chico siguió allí, mirando al vaporoso pero vacío cuarto de baño. Tenía que poner fin a aquello. Rodeándole con todo cuidado, cogí el picaporte y cerré de golpe la puerta. Quedó asombrado, quizá por el mudo rechazo y quizá por su carácter un poco misterioso: estaba absolutamente convencido de que yo me encontraba bajo la ducha, pero ahora debía creerme un par de metros más cerca, escondido detrás de esa puerta tan abruptamente cerrada. Se quedó mirando un rato más y se pasó una mano por los pantalones.

El chico dio media vuelta y se dirigió al cuarto de estar, donde encontró mi dinero y lo contó. Antes de marcharse estudió también las fotografías. Quizá me sentiría mejor si quitase todas las fotografías personales de las paredes.

Tan pronto como se fue y hube cerrado la puerta de nuevo, fui directamente a la cocina para desempaquetar la compra. No era precisamente un espléndido cargamento de provisiones, pero, en cualquier caso, me interesaron. Había decidido firmemente no comer nada antes de la noche porque, pese a no tener intención de salir ni de recibir a nadie más, parecía más seguro no comprometer mi invisibilidad hasta después del atardecer. Nunca se sabe lo que puede ocurrir. Puse la tónica, la soda y el pescado en el refrigerador y luego abrí los paquetes de caldo en cubitos y de gelatina y los puse sobre la mesa donde pudiera verlos bien. Creo que me dije a mí mismo que estaba planeando la comida nocturna. No podía recordar cuándo fue la última vez que había tomado una sopa, pero en algún momento debió de ser, pues la patética visión de los cubitos en sus envoltorios hizo que la boca se me llenase de agua. No había comido nada en los últimos dos días salvo el Moo shu y el helado de café de anoche. Al diablo con todo. Me moría de hambre. Puse a calentar un poco de agua para la sopa. Decidí probar la de buey porque por alguna razón me pareció más sustanciosa. Dadas las circunstancias, su sabor me pareció exquisito.

Vi con menos repulsión cómo se acumulaba en mi estómago aquella agua coloreada. Uno se acostumbra a casi todo. Advertí que, si bien tardaría en desaparecer algo más que el agua, empezaba ya a diluirse. Una vez metido en faena, decidí que podía probar también otras cosas. Volví a la cocina y me hice otro caldo. Esta vez de pollo. Estaba inimaginablemente delicioso.

Me sentía mejor ahora, aunque ansiaba comer algo sólido. Mejor no tentar la suerte. Si pudiera vivir de caldos y vitaminas, nunca permanecería visible durante más de quince o veinte minutos cada vez. Lo cual me recordó que debía tomar las medicinas; abrí el frasco y me tragué un par de cápsulas, viendo después cómo esas manchas ambarinas y translúcidas bajaban dando saltos hasta el estómago para luego empezar a disolverse. Un momento después se abrió un agujero en una de ellas y su contenido se esparció lentamente formando una nube. Era realmente fascinante. Lástima, en cierto modo, que nadie más pudiese disfrutar del espectáculo.

Examiné atentamente la gelatina que resultó ser un polvo envasado en paquetes de papel. Seguía sin estar muy seguro de qué era la gelatina y las instrucciones me fueron poco útiles: parecía contener proteínas, cosa que yo juzgué positiva, pero las investigaciones demostraban que siete de cada diez mujeres experimentaban una mejoría en sus uñas, lo cual resultaba notoriamente menos interesante. Se me invitaba a solicitar un folleto gratuito en el que se detallaban diversos aspectos acerca de la mejoría en uñas quebradizas o débiles. Otro folleto gratis sobre el condimento de la gelatina ofrecía recetas de Platos Fabulosamente Divertidos de Preparar. Estaba ya medio decidido a solicitar uno, pero las recetas de muestra para gelatina de tomate y la mousse de pollo me descorazonaron: «Tres fantásticas maneras de alegrar sus menús». Hice otra taza de caldo y vertí en él un sobre de gelatina. La única diferencia apreciable era que sabía peor, aunque quizá fuese tan sólo que me estaba cansando del caldo. No. Ahora debía obligarme a no comer más.

Regresé a la mesa y volví a llamar a la oficina. Se puso Cathy.

—Despacho del señor Halloway.

—Hola, Cathy. Gracias por lo que me has traído.

—De nada. ¿Cómo está? ¿Qué le ha dicho el médico?

—Estoy bien. Lo que pasa es que he creído conveniente que me viera… sólo por si acaso, ya sabes. Lamento no haber estado aquí. ¿Tuviste algún problema con las llaves u otra cosa?

—Ninguno. Me limité a dejarlo todo sobre la mesa. ¿Qué le ha dicho el médico?

—Que es sólo un virus. Escucha, ¿se ha recibido alguna llamada para mí?

—Simón Cantwell, de Bennington Trust…

—Puedes tirarla a la papelera —nunca más tendría que volver a dar consejos gratis: algo es algo.

—Y David Leary, de la U.S. Industrial Research Safety Commission —ya los tenía aquí. Me invadió una oleada de miedo—. Parecía como una agencia del gobierno o algo por el estilo.

—¿Cuándo ha llamado?

—Hace veinte minutos. A las dos y veinticinco.

—¿Qué quería?

—Nada. Concertar una cita, creo. Tengo aquí su número.

—¿Qué dijo exactamente? Repíteme sus palabras tan exactamente como puedas.

—No lo sé. Preguntó por usted, eso es todo. Le dije que estaba usted fuera y le pregunté su nombre. Dijo ser David Leary, de la U.S. Industrial Research Safety Commission y que deseaba concertar una cita para verle unos minutos, esta misma tarde a ser posible. Le dije que usted estaba extremadamente ocupado, que iba a pasarse la tarde entrando y saliendo y toda la semana fuera de la ciudad. Que me dejara su número para que usted pudiese llamarle tan pronto como pudiese. Dijo que era muy importante poder verle y que sólo seria cuestión de minutos, y me dio su número de teléfono. ¿Quiere que lo guarde o lo tiro?

Tíralo. Hagamos como que no existe. ¡Maldición!

—Dámelo —dije.

—594-3120.

—¿Dijo algo más? Sea lo que sea.

—No —Cathy parecía extrañada.

—¿Qué tono tenía?

—¿Qué quiere decir? Un tono… ¿Ocurre algo?

—No, no. Nada serio. Sólo una pesadez… Hubo una especie de incendio en el lugar que visité el miércoles y tan sólo trato de evitar verme envuelto en una investigación… Preguntas y más preguntas y declaraciones…

—Oiga, ¿se refiere a esa gran explosión de la que hablaban en la tele? Esa en la que unos manifestantes se volaron a sí mismos. ¿Estaba usted allí?

—En realidad, no vi gran cosa. Yo estaba…

—¿Quiere usted decir que fue ese lugar —MicroMagnetics— el que volaron? ¡Es increíble! ¡Lo vi en televisión! En el telediario de las once. No lo relacioné… porque no dieron el nombre. ¡Es asombroso! ¿Vio morir a esas personas?

—No. Es decir, sí. De lejos —podría verlos ahora, con toda nitidez, de no obligarme a mí mismo a no pensar en sus rostros que se derretían—. Yo estaba fuera del edificio, bastante lejos. En realidad no pude ver mucho.

—Increíble. MicroMagnetics. ¡Pensar que hablé con ellos, justo el día antes, para concertarle una cita! ¿Salió usted del edificio porque tuvo un presentimiento?

—No —dije algo irritado—. Salí porque estaban evacuando el edificio… En realidad, me fui un poco antes y por eso no pude ver nada —tendría que ponerme a pensar exactamente qué clase de historia iba a contar. Ya debería haberlo hecho—. Lo único que pasó es que me fui porque no me encontraba bien.

—Es increíble. Es exactamente igual que esa amiga mía que debía tomar un avión para Nantucket y en el último minuto decidió no tomarlo pero sin ninguna razón, sólo porque tuvo como un presentimiento, y el avión se cayó y no hubo…

—Sí, el destino siempre nos hace pequeñas jugarretas, al parecer —miré en dirección al receptor que flotaba en el aire y me sentí enfermo—. Si Leary vuelve a llamar, dile que ya le llamaré yo a él.

—¿Quiere que le diga algo más?

—¡No! Limítate a tomar los recados. Espera. Di a todo el mundo que volveré esta tarde. Te llamaré otra vez a última hora.

—Está bien —parecía herida.

—¿Cathy?

—¿Sí?

—Gracias de nuevo por traer todo esto. Eres muy amable.

—No tiene importancia. Espero que se encuentre mejor. Ha tenido que ser una experiencia terrible.

Dios.

—No, no merece la pena pensarlo. Hasta luego.

—Hasta luego.

Bueno, los tenía tras mi pista. Naturalmente, en ningún momento me había cabido la menor duda acerca de que andaban detrás de mí. La llamada telefónica del tal Leary, quien quiera que fuese, debería en realidad resultar tranquilizadora: significaba que todavía no sabían detrás de quién iban. Si ya lo supieran, no hubieran llamado a mi oficina: estarían en mi puerta, con el edificio rodeado. Hasta ahora Nicholas Halloway todavía era un nombre más —probablemente muy poco prometedor— en una larga lista que debía ser comprobada sistemáticamente. Pero esa llamada resultaba al mismo tiempo desmoralizadora. Era como si alguien hubiese disparado a través de las paredes de mi posible refugio. El hecho de haber sido alcanzado por el disparo desde el principio sólo empeoraba las cosas.

Ahora era sólo una cuestión de tiempo, saber hasta cuándo podría quitármelos de encima y mantener mi nombre al final de su lista. Tal vez, si los trataba con habilidad por teléfono, podría desorientarlos indefinidamente, impidiendo que llegaran nunca a descubrir que era a mí a quien buscaban. En cualquier caso, cuanto más tiempo lograse mantenerlos alejados, mejor. Tenía que seguir dando la impresión de que todo continuaba normalmente y que hacía mi vida habitual. Iba a estar muy ocupado, yéndome fuera de la ciudad súbitamente y cancelando citas. Siempre que llamase alguien yo acabaría de marcharme. ¿Durante cuánto tiempo lograría mantener esa situación? Quizá, si lo hacía bien, mis colegas, mis amigos y las autoridades empezarían a perder poco a poco interés por mí.

La primera cuestión era saber si podría retrasar la llamada a Leary hasta el lunes. No habría nada de extraordinario en ello: era viernes por la tarde. Lo mejor sería retrasar cada paso tanto como fuera posible. No. Mejor resolverlo ahora mismo. Fijar una cita cuanto antes. No podía arriesgarme a que esa gente se presentase en mi oficina inesperadamente. O en mi apartamento. Por otra parte, cuanto más cooperador me mostrase en el trato con ellos menos interesados estarían. Pero temía hacer la llamada.

Primero debía reflexionar detenidamente y elaborar un detallado recuento de lo que, se suponía, había estado haciendo durante los dos últimos días. Eso sería, como poco, prudente. No podía permitirme el no poder dar una respuesta. Tomé asiento con lápiz y papel y tracé una completa secuencia de acontecimientos detallando horas y nombres. Nada de todo ello aguantaría una investigación cuidadosa, pero tuve al menos cuidado de no ponerme a mí mismo hablando con alguien o haciendo algo que pudiera ser refutado sin lugar a dudas mediante una simple llamada telefónica.

¡Los periódicos! Cathy me había traído periódicos. Allí podría encontrar una información valiosa, algo que yo debiera saber antes de hablar con Leary. Fui a la habitación contigua y busqué en las páginas del Journal, pero en ninguna parte se hacía la menor alusión a MicroMagnetics. Extraordinario. Siempre había creído que hilaban muy fino a la hora de informar. En lo más profundo del inframundo del Times había un artículo titulado UN LABORATORIO PODRÍA HABER VIOLADO LAS LEYES DE EDIFICACIÓN, por Anne Epstein.

El Fiscal del Distrito de Mercer County, que investiga un incendio con víctimas en Lambert, Nueva Jersey, sugirió que un laboratorio de investigación podría haber violado las ordenanzas locales de edificación y contra incendios… Dos muertes… Un portavoz del cuerpo de bomberos declinó comentar si tales violaciones podrían haber provocado… Un agente local comentó que unos manifestantes podrían haber dañado la conducción eléctrica… Un portavoz de los investigadores federales rehusó confirmar informes según los cuales… Fuentes oficiales insistieron en que no se había localizado material radiactivo… Mientras tanto, y en una acción considerada inusual en un accidente de este tipo, las autoridades clausuraron… Sin embargo no hay información. Cero.

¿Por qué no contestaba Anne mis llamadas? Es posible que supiera algo útil. Llamé de nuevo al Times. No estaba. No podían localizarla. El lunes. Podía dejar un recado. Di mi nombre.

Llamar a Leary.

Levanté el receptor y marqué el número al tiempo que me aclaraba la garganta y trataba de componerme. Era esencial que no me temblase la voz. Si todo iba bien ahora, podría estar a salvo al menos durante todo el fin de semana, y quizá mucho tiempo más.

—594-3120 —respondió una voz femenina. Siempre tranquiliza que alguien responda con el propio número de teléfono. Es un toque personal.

—¿Es la U.S. Industrial Research Safety Commission?

—¿Con quién desearía usted hablar?

—Con el señor Leary, por favor.

No preguntó quién era yo. Se produjo al instante un sonido gorgojeante y de inmediato una voz masculina dijo:

—Leary.

—Hola, soy Nicholas Halloway y llamo en contestación a su llamada —me pareció que lo estaba haciendo bien. Tranquilo, civilizado, pero no solícito: de ninguna manera podía parecer que me preocupara lo más mínimo su llamada. Indiferente.

—Gracias por llamar, señor Halloway. Le llamo desde la oficina regional de la U.S. Industrial Research Safety Commission en relación con una investigación sobre el accidente del miércoles tres de abril en los laboratorios de investigación de MicroMagnetics Corporation de Lamberton, Nueva Jersey. Quisiera confirmar que estaba usted allí en esa fecha.

Hablaba en tono tan monocorde —casi como si estuviese leyendo con cierta dificultad un discurso ya preparado— que me costó unos instantes comprender que me había hecho una pregunta. No, hubiese deseado contestar, ni en esa fecha ni nunca. Estaba a muchas millas de allí. Se trataba de un error. Adiós.

—Sí —dije—. Algo terrible. Terrible. Sin embargo, temo no poder ser de mucha ayuda. En ese momento no prestaba atención, quiero decir, una vez evacuado el edificio. No me encontraba bien, y de hecho no vi la explosión o lo que quiera que ocurriese. Probablemente será una pérdida de tiempo hablar conmigo al respecto.

—Necesitamos una declaración firmada de todos cuantos se encontraban presentes en el momento del accidente, y particularmente como parece ser que nadie ha recibido una declaración firmada por usted después de…

—Ese día yo estaba bastante mal; y además, con aquella lluvia y todo eso, me marché en cuanto pude, con una gente de la universidad, o de alguna facultad. Fueron muy amables recogiéndome.

—No deseamos molestarle más de lo necesario, señor Halloway. Si está usted en su oficina yo mismo podría pasar por ahí y acabar con este asunto. Será sólo cuestión de unos minutos.

—Por mí no hay inconveniente, pero justamente en este momento estoy a punto de salir y, si he de serle sincero, llevo ya cierto retraso…

—Sólo tardaría unos minutos en llegar, señor Halloway, si…

—¿Dónde está usted? —pregunté—. Quizá podría pasar yo en algún momento por su oficina.

—No es necesario, señor Halloway. Si puede concederme…

—Déjeme consultar mi agenda. Entiendo que desea usted acabar con esto lo antes posible… Veamos, estaré fuera la mayor parte de la semana próxima… Y usted probablemente tendrá un montón de gente a la que buscar… ¿Qué le parecería la semana siguiente? Podría concederle tanto tiempo como necesitara, digamos a partir del mar…

—Puedo encontrarme con usted más tarde, o bien por la noche si está libre.

—Bueno, espere un minuto. ¿Qué le parece a finales de la semana que viene? El viernes por la mañana temprano, antes de…

—Si quiere, puedo ir a su casa durante el fin de semana.

—Es usted muy amable. Por desgracia, estaré fuera durante el fin de semana. Veo que realmente desea usted acabar con esto cuanto antes, y deseo ayudarle… Lo que pasa es que estas semanas están siendo terriblemente complicadas… Pero se me acaba de ocurrir que tal vez podríamos resolverlo por teléfono. Puedo concederle unos minutos y contestar a todas sus preguntas ahora mismo.

—Señor Halloway, no deseamos molestarle, pero necesitamos tener una charla personalmente con usted. Puedo verle esta noche antes de que se vaya, o el domingo por la noche. ¿Dónde pasará el fin de semana?

—Es muy amable de su parte, pero déjeme consultar mi agenda para ver si podemos encontrar una solución que nos convenga a los dos. Dígame, mientras consulto mi agenda, ¿cuándo tendría, según usted, que estar resuelto este asunto?

—El miércoles por la mañana todo lo más tengo que…

—Déjeme ver… Voy a cambiar una cita y hacerle un hueco… ¿Cree que con media hora bastará?

—Eso es más de lo que nosotros…

—Voy a dejar libre una hora entera para estar seguro. ¿A las dos, el martes, en mi oficina?

—El martes a las dos, entonces. Confírmeme la dirección: 325 Park Avenue, piso 23, Shipway & Whitman.

—Exacto. Cuento con verle a usted. Es muy impresionante ver lo rápidamente que parecen estar resolviendo el asunto. Espero que me diga si hay algo más que yo pueda hacer para ayudarle.

—Hay algo que podría hacer ahora mismo.

—¿Sí? —dije con aprensión.

—Quisiéramos saber los nombres de todas las personas que conocía usted en el lugar del incidente.

Más nombres para su lista. Consideré brevemente la posibilidad de darle un montón de nombres al azar para entorpecer su trabajo, pero decidí que era una táctica arriesgada.

—Sí, por supuesto. Estaba Anne Epstein, del Times: en realidad fui allí con ella. Y ahora que lo pienso, es la única persona a la que conocía.

—¿Fue usted presentado a alguien u oyó el apellido de alguien mientras permaneció allí?

No tendría sentido mentir. Ellos habrían hablado con Anne.

—Ahora que lo menciona, vi al estudiante que fue volado, Carillón. En realidad no hablé con él. Anne le entrevistó. Y conocí a Wachs, naturalmente. Me lo presenté yo mismo en el vestíbulo poco antes de la conferencia de prensa.

Fantástico. Las dos únicas personas con las que había hablado allí eran los principales lunáticos. Y lo hice justo antes de que ambos se incinerasen. Si éste fuese un buen profesional, insistiría en verme inmediatamente.

—Otra cosa, señor Halloway. ¿Advirtió usted que alguien se quedase en el edificio después de la evacuación, o que alguien desapareciese inmediatamente después?

—No, que yo sepa. Pero yo fui uno de los primeros en salir. Parece que evacuaron el edificio con gran eficacia. Naturalmente, a ustedes debe preocuparles que pudiera haber alguna víctima más.

—Gracias, señor Halloway. Le veré el martes.

No, no me verás. No me verás nunca. Nadie podrá hacerlo.

Adiós. Adiós.

En cierto modo, me sentí aliviado. Ahora tenía al menos hasta el martes por la tarde, casi cinco días. Quizá lo había conseguido. Me pregunté si Leary sabría qué era lo que andaba buscando en realidad. Seguramente habría varios Leary, cada cual con una parte de lista. ¿Sabrían todos ellos que andaban buscando un hombre invisible? Era improbable. Pero si Leary lo supiera, llamaría ahora mismo a mi oficina. Porque si yo estaba realmente allí, a la vista de recepcionistas, secretarias y colegas, en ese caso su pregunta quedaba contestada. Llamé de nuevo a mi oficina y hablé con Cathy.

—Cathy, acabo de hablar con tu amigo Leary, del Ministerio para el Sabotaje Industrial o como se llame. Un pelmazo difícil de eludir. No habrá llamado otra vez, ¿verdad?

—No.

—Bueno, si lo hace, dile que acabo de salir y que me voy de la ciudad para siempre, y que si vuelvo tendré citas a tope. En realidad, le he citado el martes a las dos en la oficina, pero no quiero recibir más llamadas suyas ni perder más tiempo con él hasta entonces. Si llama otra vez acuérdate de decirle que acabo de salir. Si él o cualquier otra persona llama, telefonéame aquí y dímelo. Que pases un buen fin de semana si ya no volvemos a hablar.

Eran las cuatro. Cuando dieron las cinco sin que hubiera sonado el teléfono, supe que estaría a salvo hasta el martes. No sé por qué me sentí aliviado. Lo único que había hecho era retrasar el problema cuatro días. Pero ya era algo. Estaría a salvo aquí hasta entonces.

Fui a la cocina y me preparé un gin tonic para celebrarlo. Casi seguro que no vendrían por mí esta tarde. Recordé que Cathy había visto el incendio en televisión y encendí el televisor de la cocina para el informativo de las seis. Me reconfortaba estar allí, sentado pasivamente, viendo los rostros amables y familiares del «Metro News Team». Incluso empezaba a gustarme ver cómo el vaso echaba el líquido en el aire y ver cómo mi esófago adquiría brevemente una forma líquida antes de desaparecer de la vista. Esperaba una información exhaustiva acompañada de una dramática filmación de los terribles acontecimientos de MicroMagnetics. Los periódicos estaban demasiado ocupados en asuntos de peso, como la política, pero sabía que el «Metro News Team» gozaba de una impecable fama cuando se trataba de incendios. Me preparé para verlo. Me iba a sentir casi orgulloso. Y podría hacer que ese asunto, sólo con oír a otras personas describir los acontecimientos, pareciese un poco más real y menos producto de una pesadilla.

Vi al alcalde visitando un barrio difícilmente compartido por judíos hasídicos y jamaicanos y le vi hablar de armonía racial a un pequeño y hosco grupo de transeúntes. Subsecretarios de Estado continuaban sus inacabables idas y venidas del Líbano. En la tradicional celebración en un asilo de Queens, estaba teniendo lugar una fiesta ucraniana. El tiempo fue vaticinado. Se habían jugado partidos de béisbol y baloncesto.

Entonces se vieron brevemente unas llamas contra un fondo de árboles y la voz de Joan: «En el plazo de unos pocos días se ha declarado un nuevo incendio en un pequeño laboratorio de investigación cercano a Princeton, New Jersey, debido a que las ascuas de la explosión original prendieron en un tanque de combustible. Un portavoz de la policía local informó que, aunque en el laboratorio se estaban llevando a cabo investigaciones relacionadas con la fusión nuclear, no había material nuclear y en el lugar y ningún riesgo de contaminación. Sin embargo, las autoridades mantienen el área acordonada como medida de precaución». Las llamas y los árboles desaparecieron de pronto dejando su lugar al «Metro News Team». Joan, volviéndose hacia John, dijo en tono de sinceridad: «John, al parecer ese fuego se originó cuando un explosivo manipulado por manifestantes antinucleares explotó accidentalmente y, tal y como informamos ayer, les ha costado la vida al menos a un manifestante y a un científico. Las autoridades dicen seguir buscando entre los escombros cualquier rastro de nuevas víctimas, pero pasará algún tiempo antes de que se conozca el número total de fallecidos. La policía trata de localizar a diversos componentes del grupo de protesta que parecen poseer información acerca de la explosión, pero hasta el momento no han sido presentadas acusaciones formales. Continuaremos informando sobre este asunto según se vayan produciendo novedades». Joan frunció el ceño solemnemente. «Gracias, Joan», dijo John.

Eso fue todo. Continué mirando las noticias nacionales: más subsecretarios confluyendo sobre el Líbano; no tardaría en haber tantos allí que podrían formar su propia facción y exigir participación en el gobierno; en algún lugar las riadas amenazaban las cosechas; algo ocurría en Bulgaria; el índice Dow Jones había subido casi doce puntos al cierre. ¿A quién le importaba ahora? No podía concentrarme. Yo era invisible. ¿Por qué no daban noticias de mi desastre? Incluso sin mí, era una noticia muy interesante: radicales, sabotajes, incendios, muertes y algún tipo de avance científico cuya naturaleza me gustaría conocer. Pero no parecía que se hubieran enterado de los aspectos más interesantes y la mayoría de los hechos interesantes que sabían estaban todos equivocados. Aunque quizá tuvieran razón después de todo: se trataba tan sólo de un incendio más.

Una vez acabadas las noticias, traté de mirar una comedia de enredo, pero caí en la cuenta de que me costaba concentrarme y apagué el televisor. Me estaba quedando frío y recordé que iba desnudo. Era desagradable andar todo el día desnudo. Recorrí el apartamento bajando persianas y corriendo cortinas, y después me puse la bata, bien apretada en torno al cuerpo y con el cinturón anudado. Era una prenda muy amplia y me hizo sentirme sustancial. Una forma humana. Metí las manos en los bolsillos para no ver las mangas colgando. Quizá debería ponerme las zapatillas también. Mientras no te mires en un espejo no verás que careces de cabeza. Me serví otro gin tonic. Era divertido ver cómo flotaban los cubitos de hielo por la habitación dentro del vaso. En realidad ya podía comerme el pescado y los fideos transparentes.

Mientras preparaba la comida volví a poner la televisión. Había una especie de discusión política en el Canal 13. Después encontré un partido de baloncesto. La comida estaba increíblemente sabrosa, incluso aunque formase una repugnante papilla en mi estómago. Pálida y brillante, como una enorme babosa. Abrí una botella de vino blanco para acompañarla y cerré más el cuello de la bata para tapar esa visión. Mañana trataría de limitarme al caldo y las vitaminas. Todo era cuestión de acostumbrarse. No era tan terrible. Estaba mucho mejor que Wachs o Carillón. ¿Por qué no llamaría Anne? Cuando se acabó la botella de vino, me serví otro gin tonic.

Llamé a Anne a su casa. Delcolgó al primer timbrazo.

—Diga.

—Hola, Anne, ¿cómo estás?

—Ah, hola, eres tú. Me alegra que llames, Nick. Quería hablar contigo.

—Tenía miedo de que hubieses llamado mientras estaba fuera —dije—. Te estuve llamando porque…

—Lamento que te haya costado encontrarme. He estado muy ocupada con el asunto de los EMJ.

—¿EMJ?

—Estudiantes por un Mundo Justo. Ya sabes, Robert Carillón. MicroMagnetics. Toda esa historia increíble.

—He visto tu artículo en el Times de hoy.

—Es muy malo. Están intentando tapar el asunto. Todo son dificultades. Lo de hoy era sólo para continuar presionándoles. Pero ¿viste lo de ayer?

—No pude leer el periódico. He estado muy ocupado…

—Primera página.

—Es fantástico, Anne…

—¿Tienes idea de hasta qué punto es increíble esta historia?

—Hombre, yo…

—Nadie sabe qué ocurrió allí con exactitud. Es absolutamente increíble. Están tratando de mantenerlo oculto, pero yo voy a hacer que salga a la luz.

—¿Qué es lo que tú…?

—¡Lo están encubriendo todo! ¿Has visto las declaraciones oficiales? Aseguran que todo se redujo a un incendio. Y por encima de todo acusan a los manifestantes. Pero no pueden tapar una historia así. Una vez que tenga una evidencia de lo que realmente ocurrió allí, voy a hacer que todo salte en pedazos. El Times me apoya al ciento por ciento. No me importa si me cuesta un año…

—¿Qué has descubierto hasta ahora?

—¿Te das cuenta —dijo Anne— que se trata del peor desastre de la historia de la energía nuclear?

—¿De veras?

—Dos personas muertas. ¡Dos víctimas! Por eso lo llevan tan en silencio. ¿Sabes que han acordonado toda el área? No puedes ni acercarte allí. Es un intento masivo de encubrimiento. Hay investigadores gubernamentales que se entrevistan con todos y cada uno de cuantos estuvimos allí, y al mismo tiempo van diciendo que tan sólo fue un incendio. Esa gente del laboratorio estaba financiada por el gobierno y carecían de cualquier clase de permisos, ni tenían tampoco sistemas de seguridad. Nada. Estaban violando las regulaciones federales, estatales y locales. Es una historia fantástica.

—Ya lo veo —dije.

—Y tiene asimismo una dimensión humana —nunca la había visto tan excitada por nada—. Piensa en esas dos personas, totalmente opuestas: una, pese a haber nacido con todos los privilegios, elige una vida altruista y en favor de la justicia política; la otra, que no procede de un medio social tan acomodado, hace la elección contraria, y se dedica al medro personal hasta el extremo de trabajar en energía nuclear. Y ambas mueren juntas en este accidente nuclear, casi luchando físicamente. ¡Dios, daría lo que fuera por una foto de aquello! Es realmente una historia increíble.

—Una especie de «vidas paralelas», por así decirlo —ya hablaba como ausente. Estaba viéndoles otra vez, luchando en el césped.

—Eso es. Incluso podría ser un buen titular. «Vidas paralelas». Todo el asunto va perfecto para el suplemento dominical. Es como un espejo del alma americana de los ochenta: altruismo contra codicia, moralidad contra ciencia, pacifismo contra energía nuclear, contrapuestos los orígenes sociales de ambos, e incluso la diferente apariencia física de cada uno de ellos. ¿No verías allí a nadie con una cámara, verdad?

—No.

—De esto puede salir un libro.

—Me alegro de haberte llevado allí. Has tenido mucha suerte.

—Es cierto, ¿no te parece? Fue idea tuya ir allí. Lo había olvidado. Pero ahora es una increíble oportunidad para mí. Me va a abrir muchas puertas. Es lo más importante que me haya ocurrido nunca.

—Fantástico. Bueno, en realidad, quería hablar contigo acerca de algo relacionado con el… accidente.

—Lo cual me recuerda que debo hablar contigo. Tú eres muy importante en todo esto.

—Es agradable oírlo. Yo…

—Tú fuiste uno de los últimos en hablar con Carillón. Quiero que me digas todo lo que recuerdes de su estado de ánimo y acerca de la declaración política que pensaba hacer. Cualquier cosa que dijera. Sería muy…

—Anne, entiendo que la noticia te interese sobremanera en estos momentos, pero… quería preguntarte algo, si tienes un momento.

—Naturalmente —dijo dubitativa.

—Tú y yo…

—¿Sí, Nick? —era difícil decir si era interés o impaciencia lo que denotaba su tono de voz.

—Es difícil saber por dónde empezar. Quiero preguntarte algo muy personal. Por muy importante que esta historia y tu carrera, o cualquier otra cosa, imagina que yo te pidiera, ahora mismo, que lo abandonases todo y te vinieses conmigo a donde sea. Para siempre. Solos tú y yo. Esta misma noche.

—¿Ocurre algo, Nick?

—No. Me limito a hacerte una propuesta. Es ahora o nunca. Ambos renunciamos a todo lo que han sido nuestras vidas y nos vamos juntos.

—Nick, ¿no podríamos hablar la semana próxima? Tengo que volver esta noche a Princeton. Estoy tan metida en esta historia que realmente no puedo pensar en ninguna otra cosa de momento. Quiero decir, tú eres extremadamente importante para mí… ¿Te ha ocurrido algo?

—No, no. Nada. Escucha, Anne, es algo que ocurrió el otro día… tal vez la muerte de esas dos personas, o lo que fuera… En cualquier caso me ha obligado a considerar qué estoy haciendo exactamente de mi vida… y es muy importante para mí conocer cuál es tu posición. Eres la única persona…

—Nick, ¿has puesto de manifiesto esos sentimientos durante una terapia?

—¿Cómo dices?

—¿Has hablado con tu psicoanalista acerca de esos sentimientos?

—No tengo ningún psicoanalista.

—Pues deberías tenerlo. Es importante tener alguien a quien poderle contar estas cosas. Hay cosas que una persona no puede resolver por sí misma. Nick, ¿podrías describirme qué viste exactamente en el momento en que se produjo el incendio? Quiero decir que, según ellos, fue un incendio normal. Pero exactamente, ¿viste lo que les pasó a Wachs y Carillón cuando estalló? Es muy importante.

—En ese momento yo no estaba mirando, Anne, pero creo que en realidad tienes razón: quizá debiéramos dar por terminada esta conversación y hablar la semana que viene. Mientras tanto puedo aclarar mis ideas y proporcionarte toda la información útil que yo posea.

—Eso estaría muy bien. Ahora tengo mucha prisa.

—Quería preguntarte algo más, Anne, ahora que te tengo al teléfono. Hoy he recibido la llamada de cierto investigador gubernamental que buscaba…

—No le digas nada.

—¿Ha hablado contigo?

—Naturalmente. Están hablando con todos cuantos estaban allí.

—¿Te preguntaron por mí?

—Por supuesto. Me preguntaron por todos. ¿Por qué?

—¿Qué les dijiste?

—No les dije nada de nadie. ¿No hablaste con ellos allí mismo después del accidente?

—Me fui inmediatamente después de decirte adiós a ti. ¿No lo recuerdas?

—Sí, por supuesto —dijo vagamente—. Pero aquello era una casa de locos. Y yo estaba muy ocupada. Es una historia increíble.

—Y tanto —dije—. Será mejor que nos despidamos.

—Buenas noches, Nick. Cuídate.

Cuando colgué el teléfono, caí en la cuenta de que la televisión seguía encendida. Era difícil concentrarse en ella. Y ridículo empezar a depositar toda tu esperanza en los demás. Una simple manera de evitar enfrentarte con unos problemas que en realidad debes resolver por ti mismo. La mía se estaba perfilando como una existencia solitaria. ¡Vete a la mierda, Anne! Pero ¿qué derecho tenía yo a exigir la lealtad de Anne? ¿Qué le había dado yo nunca a ella para que de repente debiera reorganizar su vida en torno a la mía? Sábado, domingo, lunes y martes. Cuatro días. Tres y medio. Cuando estás en una situación de gran necesidad, empiezas a creer que los demás deben ayudarte. Ésta no es en realidad la clase de circunstancia en la cual puedes confiar en los demás. (¿Charley? Soy Nick, Nick Halloway, ¿recuerdas? Te llamo porque me acaba de ocurrir algo y me preguntaba si podría pedirte un pequeño favor. Acabo de hacerme invisible y además estoy siendo buscado por las autoridades en relación con ciertos delitos, y quisiera saber si tú podrías esconderme durante unos años hasta que me muera o me cojan o algo así. ¡Ah! y te agradeceria mucho que no mencionaras a nadie esta llamada.) ¡Maldita seas, Anne!

Otro gin tonic me ayudaría a dormir. Empezaba ya a tambalearme. «Borracho» no sería una palabra demasiado fuerte. La botella mágica vertiendo el líquido en el aire sobre el vaso mágico. El vaso mágico volando hacia mi dormitorio y hasta la mesita de noche. Increíbles efectos de la levitación. Podría ser el mago más grande de todos los tiempos. Asombrar y engañar a vastas audiencias. No. Ningún interés. No habría prestidigitador, sólo trucos. Nadie que aplaudiese. Nadie a quien yo pudiese amar.

Recuerdo una película… imagen de una cabeza envuelta en vendas. Una gran venda. Podría conseguir una. Cuando se producen heridas de verdad, ¿la gente es vendada así en la vida real?, esas vendas en la cabeza son un tópico. Por lo mismo podría llevar también un cartel que dijera Hombre Invisible. Le recuerdo, creo que le recuerdo, quitándose el vendaje. De entrada tiene la apariencia de un ser humano… Empieza a desenvolverla, dando vueltas y más vueltas. Una mortaja. ¿Qué está haciendo? Desenvolver y desenvolver. Nada dentro.