Hasta que no me encontré lejos de Basking Ridge y cerca de Nueva York no empecé, por primera vez, a sentirme seguro. Me había escapado felizmente; tenía escondidas mis posesiones; y un par de horas más tarde me encontraría seguro en mi apartamento de Nueva York. Allí dispondría de todo cuanto pudiera necesitar y, una vez que hubiese disfrutado de unos cuantos días de descanso, traería mis cosas también. Tendría que pensar algo respecto a mi oficina. Y declinaría todas las invitaciones. Melancolía. Pero si era discreto, podría vivir muy confortablemente sin llamar la atención, y sin ser supervisado y examinado. El coronel Jenkins estaría muy ocupado persiguiendo estudiantes; no había razón alguna para preocuparse.
A menos que alguien denunciase mi desaparición.
Anne, por ejemplo. Porque, de hecho, ahora hacía treinta y seis horas que yo había desaparecido. ¿Por qué no había pensado en ello hasta ahora? Mi mente no funcionaba correctamente. Ella no debió de decir nada inmediatamente, pues de lo contrario Jenkins hubiese sospechado mi identidad desde el principio. Ello quería decir que Anne debió de pensar que me encontraba fuera del edificio y que me marché por mis propios medios. Probablemente se produjo una confusión. Pero ahora había pasado ya un día y medio sin que ella supiese nada de mí. En cualquier momento podría empezar a preocuparse. O, al menos, a preguntarse qué podría haberme ocurrido.
Accioné violentamente los frenos, entré en una gasolinera cerrada y aparqué frente a una cabina telefónica. Marqué el número del Times cargando la llamada a mi tarjeta de crédito, y pregunté por Anne Epstein. Debían de ser cerca de las once y estaba razonablemente seguro de no encontrarla allí.
—Steve Neller —dijo una impaciente y decididamente hostil voz masculina.
—Hola. Quisiera hablar con Anne Epstein.
—No está.
—¿Sabe dónde podría encontrarla? Llevo todo el día tratando de localizarla.
—No podemos dar números de teléfono. Pruebe por la mañana.
—Ya tengo su número personal. He estado todo el día intentando dar con ella. ¿Podría dejarle un recado? Ya entiendo que es…
—¿De qué se trata? —dijo cortante.
—Dígale: Nicholas Halloway ha estado todo el día tratando de encontrarte —lo dije lenta y enfáticamente, con la esperanza de que lo apuntara tal cual.
Consideré la posibilidad de llamarla a casa y hablar con ella, pero eso implicaba decidir qué era lo que deseaba contarle.
Pocos minutos después estaba en Newark. La brillante iluminación de las calles me puso nervioso, pero casi no se veía a nadie y traté de obligarme a no pensar más en ello. Durante veinte minutos estuve describiendo círculos tratando de localizar la estación de ferrocarril y deseando poder preguntarle a alguien la dirección. Cuando localicé las vías y las seguí hasta la estación, di media vuelta en busca de una plaza de aparcamiento adecuada para la furgoneta. Confiaba en que Newark me ofrecería la clase de parking que deseaba.
Aparqué junto a una boca de incendios, a varios centímetros de la acera y apagué el motor dejando puesta la llave. La calle estaba relativamente desierta, pero un poco más allá había un grupo de personas de unos veinte años, unos sentados en un terraplén y otros apoyados en coches aparcados frente a él. En el techo del coche tenían una radio portátil, tan grande como la mayor de las radios no portátiles que haya visto yo en mi vida. Bebían cerveza, fumaban y de vez en cuando cantaban acompañando la música en español. Cuando llegué, unos cuantos miraron en mi dirección.
Atravesé la furgoneta por el interior, abrí las dos puertas traseras y bajé. Pude oler la fragancia de la marihuana y oír sus gritos por encima de la música. Me puse a desatornillar la matrícula con la navaja, y cuando cayó al suelo la tiré a la alcantarilla a través de la reja de hierro. Los jóvenes miraban ahora la furgoneta descuidadamente aparcada. Algunos se habían incorporado para verla mejor. Dejé las puertas traseras abiertas y crucé la calle para observar. Dos de ellos se acercaban despacio por la acera. Uno miró a través de la ventanilla mientras el otro se dirigía a la parte posterior.
—¿Ocurre algo ahí dentro? —dijo el que miraba por la ventanilla. Aguardó un momento y luego golpeó dos veces el costado de la furgoneta con la palma de la mano.
—¿No hay nadie?
El otro miraba cautelosamente hacia el interior a través de las puertas abiertas. Di media vuelta y me alejé. Era dudoso que la furgoneta de Carillón fuera localizada nunca. Mi única duda era si la venderían entera o si la despiezarían allí mismo. Un coche abandonado en una calle con algo roto —un neumático pinchado, una puerta abierta o sin matrícula— es como un animal sangrante en aguas infestadas de tiburones. Los predadores atacan de inmediato y lo dejan en los huesos.
Regresé a la estación y busqué el andén de los trenes en dirección a Nueva York. Estaba resignado a pasarme una hora esquivando gente en los transportes públicos, pero era casi medianoche y no tuve dificultad en evitar colisiones con los pocos pasajeros que viajaban en el tren. Una vez seguro de que todos estaban sentados me permití el lujo de sentarme yo.
En la Pennsylvania Station aguardé a que todos los demás pasajeros hubieran abandonado el tren y entonces me lancé escaleras arriba en lugar de arriesgarme a tomar el ascensor. Cuando me encontraba en el último tramo, apareció un adolescente con zapatillas de deporte bajando las escaleras de cuatro en cuatro directamente contra mí y aullando como un loco. La aparición no tenía nada de extraño para un neoyorquino, pero mientras me aplastaba contra el pasamanos, a duras penas recordé a tiempo que me tocaba a mí dejar libre el paso.
Al emerger en el vestíbulo principal tuve la sensación de estar regresando a Nueva York tras una ausencia de diez años. Sentí un alivio rayano en el júbilo por estar de vuelta, pero al mismo tiempo me sentí absolutamente lejano y apartado de los restantes seres humanos esparcidos por la cavernosa estancia: nadie sería consciente de mi existencia. Ya no eran personas con las que yo pudiera entablar una conversación o llegar a conocer: eran tan sólo objetos cuyos imprevisibles movimientos mientras yo pasase eran un peligro cierto contra el que debía mantenerme en guardia.
Dando un rodeo a un zigzagueante borracho, me dirigí al IRT del West Side, salté por encima de un torniquete y me subí al último vagón de un tren que se dirigía al norte. Aunque estaba prácticamente vacío (y yo mortalmente cansado) permanecí de pie. En la Calle 42 cambié al transversal. En éste había más pasajeros y muchos de ellos se subían en el último vagón y avanzaban hasta el primero por el interior, así que debía esquivarlos cuando se acercaban hasta que opté por subirme a un asiento para dejarles pasar. En el IRT del East Side esperé al expreso. En el expreso no hay tantas entradas, salidas y cambios de vagón. Me bajé en la Calle 86 y aguardé hasta que todo el mundo hubo despejado el andén antes de iniciar la subida de los dos tramos de escalera que llevan a la calle. Estaba muy cansado. Sólo unas pocas manzanas.
En la Calle 86 mi aventura casi tuvo un desastroso final. Cuando se puso la luz verde empecé a cruzar la calle. En ese mismo momento un taxista que estaba parado al otro lado del paso de peatones, al ver que el cruce estaba expedito, arrancó hacia Lexington Avenue pese a tener la luz roja y me enganchó con el retrovisor arrojándome contra un coche aparcado. Lancé un grito de sorpresa y dolor. Al principio creí que el retrovisor me había arrancado el brazo, pero luego resultó que fue mi brazo el que arrancó su retrovisor. El taxista frenó en seco y saltó a tierra dejando el coche en medio del cruce. Estaba bastante gordo, así que su paseo hasta donde estaba el retrovisor en pleno cruce tuvo algo de majestuoso. Aunque lo ocurrido tenía que resultarle absolutamente inexplicable, su expresión era más beligerante que asombrada. Lo más probable era que encontrase inexplicables un montón de cosas en su vida diaria. Recogió el espejo y miró en derredor con truculencia. Para entonces una nueva oleada de tráfico bajaba por Lexington y había coches que se detenían detrás de su taxi y tocaban el claxon. Regresó, montó en el coche, cerró de un portazo y giró por Lexington.
Mi brazo parecía estar intacto. Mientras estaba allí sujetándomelo estúpidamente, descubrí que temblaba, más debido a los nervios y el cansancio que a la herida. No podía permitirme nuevas escapatorias por los pelos. Sólo unas cuantas manzanas más. Al subir a la acera se me enganchó el pie en el bordillo y salí trompicando hacia adelante. Más y más errores. Debía prestar cuidadosa atención a todo. En la siguiente esquina di un rodeo por detrás de los coches parados en el semáforo. Cuidado al cruzar la calle. Párate, mira y escucha, como me decían una y otra vez en la escuela. Absolutamente exhausto. Cuando llegué a mi casa, todavía temblaba.
Mi apartamento ocupaba todo el piso superior de una casa de piedra situada entre la Quinta y Madison. Los tres tramos de escaleras resultaban a veces desmoralizadores, pero debido a que los pisos inferiores sobresalían bastante en dirección al patio trasero, mi apartamento disponía de una gran terraza orientada al sur que permitía la agradable ilusión de vivir rodeado de luz y vegetación. Se entraba al edificio por dos puertas de cristales, en medio de las cuales había un estrecho vestíbulo con los buzones, los timbres y un interfono.
Miré en derredor para asegurarme de que no había nadie en la calle, abrí la puerta exterior lo justo para deslizarme dentro y me encontré en el vestíbulo. Saqué las llaves y por una cuestión de rutina me dispuse a abrir el buzón, una tarea que según descubrí se había puesto difícil ahora que la llave del buzón era invisible. El correo parecía irrelevante. Me metí las cartas en el bolsillo. Me costó unos minutos identificar la llave de la puerta entre las otras ocho que llevaba en el llavero y abrir la puerta del vestíbulo interior. Emprendí la fatigosa ascensión de las escaleras.
Estaba a punto de llegar al primer rellano cuando miré hacia abajo y vi el extraño espectáculo que estaba provocando. El blanco montón de cartas sería perfectamente visible para alguien que mirase desde la calle o desde cualquiera de los otros apartamentos y parecería estar subiendo inexplicablemente las escaleras. Me incliné y miré a través de las puertas de cristal del vestíbulo: no parecía haber nadie en la calle. Tenía que pensar con más atención en lo que hacía. Ahora estaba demasiado cansado. ¿Podía haberme visto cualquiera de mis vecinos a través de las mirillas? En primer lugar, tenía que subir en silencio para no animarles a mirar. Saqué el paquete de cartas y sosteniéndolo en la mano me incliné para mantenerlo cerca del pasamanos y así hacerlo menos visible, y en esta extraña posición ascendí lo que faltaba de escalera.
La escalera daba sobre un pequeño rellano que se abría frente a mi puerta. Saqué mis llaves y me encontré en las dos últimas cerraduras. Mi cuerpo deseaba ardientemente encontrarse dentro. Necesitaba comer y beber, tumbarme y dormir. Sentirme seguro. Encontrar la llave adecuada —una Medeco de dientes oblicuos—, utilizar un dedo como guía y girarla. Luego la otra llave, una de las que estaban a un lado de la anterior, pero ¿cuál? Sujetar la Medeco y probar las otras dos. La primera no entraba. La segunda penetró y giró. La puerta se abrió. Entré, encendí las luces, saqué las llaves de la cerradura y cerré la puerta.
Al fin en casa.
Casi me desvanecí de júbilo y alivio. Me encontraba a salvo y seguro entre mis propias paredes, detrás de mi puerta. Nada podría ocurrime ahora. No podrían capturarme aquí. Un temor momentáneo pasó ante mí como una sombra: ¿habrían descubierto ya mi rastro? ¿Podrían estar esperándome en el apartamento? Todavía no. Todavía no estarían buscándome. Aquí estaría seguro durante algún tiempo, quizá durante mucho tiempo. Quizás indefinidamente. ¿Por qué habrían de saber nunca quién era yo? Estaba seguro, al menos de momento, en este ambiente familiar y privado. Ahora podía sentarme, beber algo y pensar en el siguiente movimiento. Me encontré tragando saliva sólo de pensarlo. Me precipité delirante hacia la cocina, eché las cartas sobre la mesa y tiré las llaves encima, exactamente como de costumbre.
El ambiente estaba cargado y mal ventilado. Cuidado. Antes de abrir la ventana de la cocina debía apagar las luces. De lo contrario, un vecino que estuviese mirando vería levantarse misteriosamente la hoja de la ventana por sí sola. Puestos a pensarlo, iba a ver un montón de cosas curiosas: el correo navegando mágicamente a través de la habitación y posándose en la mesa. Los neoyorquinos, que viven abajo, sobre y en derredor unos de otros, se toman extraordinarias molestias para evitar cualquier tipo de intimidad con sus vecinos, evitar incluso encontrarse o hablar con ellos; pero siempre están observando, mirando, espiando.
Volví a apagar las luces y recorrí todo el apartamento echando sistemáticamente las cortinas y persianas. Entonces, una vez abiertas algunas ventanas y encendidas las luces, me encontré corriendo hacia el frigorífico con creciente ansiedad, y al abrir la puerta recordé sin plena consciencia que no había bebido nada desde por la mañana ni había comido nada desde hacía casi dos días. Cerveza. Saqué una cerveza y le quité el tapón con manos temblorosas. La sentía maravillosamente fría mientras bajaba, y el alcohol me proporcionó una sensación de bienestar tan aguda que casi me puse a sollozar. Otra vez fui consciente de que estaba a punto de desvanecerme de euforia y agotamiento. Siéntate. Estás en casa. A salvo. Ahora tienes tiempo de sobra para ordenar tus asuntos. Sentí cómo la euforia se extendía por todo mi cuerpo.
Muy pronto —imposible saber cuánto tiempo exactamente dado mi estado casi de trance— estaba de nuevo en el frigorífico abriendo otra botella de cerveza y mirando qué había de comer. Una caja medio llena de cerdo Moo shu. Debía de tener varios días, pero no necesitaría preparación alguna. Saqué unos palillos del cajón y abrí frenéticamente la caja. La visión y el olor de la comida me provocaron una explosión de hambre y sentí cómo me corría la saliva por la boca. Me atiborraba de comida sin control y la tragaba casi sin masticarla. Cuando vacié la caja, me bebí la segunda cerveza y reanudé la búsqueda en el frigorífico. Saqué los restos de un helado de café y empecé a comérmelo con ansia. Pensé vagamente que parecía haberme manchado la pechera de comida, pero continué comiendo compulsivamente un rato más. Será mejor que pares y te limpies la camisa, pensé. Es importante mantenerla invisible. Dejé el helado sobre la mesa con la intención de lavarme en la fregadera.
Pero cuando me miré comprendí que no había derramado nada en absoluto. Lo que había hecho era meter en mi invisible esófago una repulsivamente visible papilla marrón y amarilla de cerdo Moo shu, helado de café y cerveza. Esa masa fangosa se estaba acumulando en mi estómago, de cuya exacta localización nunca, hasta ese momento, había estado completamente seguro.
Me estaba convirtiendo en un saco de vómito y material fecal. Supongo, al reflexionar ahora, que eso era lo que siempre había sido, pero la naturaleza no me había impuesto antes este aspecto de la condición humana de forma tan vivida. Ese hecho repugnante había quedado discretamente envuelto en carne opaca. Ahora sería un saco de vómito y materia fecal. No sé cómo expresar hasta qué punto era desagradable.
También era descorazonador. Atemorizante. Hasta entonces había dado por supuesto —y casi estaba acostumbrado a la idea— que, si no iba a ser como todo el mundo, al menos sería totalmente invisible. Todas mis esperanzas de evitar ser capturado se basaban en ese supuesto. Ahora resultaba que después de todo no sólo no iba a ser invisible sino que me iba a manifestar en el mundo visible exclusivamente como un rastro gastrointestinal. Ridículo.
No podía dejar de mirar hacia abajo. Ello —aunque el pronombre apropiado sería «yo»— era feo y se volvía cada vez más feo. Repulsivo. Tal vez debería dedicarme a servir a la ciencia después de todo. ¡Maldita sea! Me sentí a punto de vomitar. Pero necesitaba el alimento. O quizá no. Quizá yo —mi cuerpo transformado— no pudiera de todas formas digerir la comida normal. Quizá me estaba muriendo. Como todo el mundo. La condición humana y todo eso. Era repugnante la manera en que la comida se removía en el estómago lentamente, alterándose el color y la consistencia. Qué locura.
Se me ocurrió una idea más esperanzadora. Creí recordar haber leído en alguna parte —quizá fuera en un texto escolar de biología— que el cuerpo humano se repone a sí mismo célula a célula muchas veces a lo largo de su período vital. ¿Cuántas veces? ¿A qué velocidad? A lo mejor, mientras comía, bebía y respiraba mi cuerpo se reconstruiría en partículas de materia visible y normal. En el plazo de unas semanas podría tener nuevamente la apariencia de un ser humano. Quizá debería comer tanto como pudiera tragar. Acelerar el proceso. Todo consistiría en ocultarme en mi apartamento hasta que hubiera regresado a la normalidad. Una idea estimulante.
Pero irreal, concluí, y mi estado de ánimo se derrumbó de nuevo. La vida, y especialmente sus desgracias, raras veces es tan nítida y perfilada. Lo más probable era que yo no fuera ni visible ni invisible sino más bien una translúcida mancha de mierda. Quizá los empleados del laboratorio acabarían acostumbrándose a mirarme.
No podía evitar mirarme. Pequeñas porciones de un fango lechoso color marrón caían a chorro sobre el intestino delgado. La invisibilidad, que unos minutos antes me había parecido un horrible destino, me resultaba ahora infinitamente deseable. Maldición.
Todo cuanto podía hacer era esperar a ver qué ocurría. Por la mañana estaría en condiciones de decir a qué estaba condenado a parecerme. O a no parecerme. Me serví un trago de Scotch y me fui al dormitorio. De pie en medio de la habitación, me eché un buen trago y miré cómo borboteaba esófago abajo para unirse con el resto de detritus en mi estómago. Repugnante. Mi situación era indecible y desesperadamente repugnante. Y al mismo tiempo ridicula. Era difícil, en cierto modo, tomársela en serio. Échate otro trago de Scotch para calmarte. Mañana pensarás mejor. Túmbate un momento en la cama. Imposible. Primero tendría que desvestirme. Antes descansa un poco. Cierra los ojos. No sirve de nada, veo a través de los párpados: qué grotesco. Pero me siento mejor con los párpados cerrados. No desesperar. Es grave pero no desesperado. Como los prusianos y los austríacos: la situación es grave pero no desesperada. Mierda. Tengo que desvestirme. Grave pero no desesperada… pero no grave… Mierda.