Durante cosa de media hora, me senté tembloroso junto a mis invisibles posesiones y descansé. Me encontraba al borde de una carretera que a duras penas parecía lo bastante importante como para justificar la línea blanca pintada en el centro. Había bosque a ambos lados. Hacia la derecha parecía dirigirse al camino de entrada a MicroMagnetics. Hacia la izquierda no había ninguna razón especial que indujera a pensar que llevaba a ningún sitio. En el tiempo que estuve sentado allí, el único vehículo que vi fue un coche de policía. Pasó lentamente en dirección a MicroMagnetics. Unos minutos después reapareció marchando en dirección opuesta y a la misma velocidad. Al cabo de otros diez minutos, pasó de nuevo y comprendí que estaba patrullando esa carretera.

Sentía, imagino yo, lo que cualquier prisionero evadido: exaltación por haber escalado los muros de la prisión pero terror por la carencia de refugio en el mundo que se abría más allá de ellos. Parecía más seguro por lo tanto —casi reconfortante— permanecer sentado y considerar de qué me había escapado en lugar de pensar hacia dónde.

Había provocado, desde luego, una considerable actividad. Podía oír una sirena tras otra aullando en dirección al lado opuesto de la zona vallada y luego quedar bruscamente silenciosa. Debían estar admitiendo por la puerta con grandes precauciones incluso a los bomberos. No habían perdido interés en mí. El chirrido de las sierras mecánicas persistía mientras continuaban despejando el área exterior de la cerca y de cuando en cuando oía el desagradable tableteo de armas automáticas. Quizá disparaban contra animales que saltaban la cerca huyendo del fuego.

Esperé que el fuego fuese un éxito. Confié en que consumiese por completo el edificio y todos los objetos invisibles, cualquier cosa que pudiese hacer verosímil mi existencia. Parecía haber tenido lugar algún tipo de explosión, lo cual era prometedor. ¿Quién creería ahora al coronel sin el edificio? Pensé en los fuegos que había visto y lo poco que quedaba de ellos, incluidos esos objetos que acostumbramos a tomar por incombustibles. Confié en que el fuego se extendiese varias millas de forma que tuvieran dificultades incluso para localizar la situación del edificio. Cuanto mayores fueran la confusión y la destrucción más seguro estaría yo. Cuando se detenían las sierras, podía oír gritos de gentes y el movimiento de vehículos pesados. Este fuego, ciertamente, al menos en su epicentro, iba a presentar algunos problemas peculiares a los bomberos. Me pregunté cómo lo resolvería el coronel. Sin duda alguna estaría llevando a cabo el mejor trabajo posible, con eficacia y autocontrol inigualables, y ello a pesar de que, comprensiblemente debía estar sufriendo intensos sentimientos de desagrado. Por no hablar de rabia.

Lo cual era, por supuesto, un problema. Me había estado diciendo durante todo el día que mantenía abiertas todas mis posibilidades. En cualquier momento podía cambiar de parecer y entregarme a las autoridades. («He estado pensándolo y he decidido finalmente ponerme bajo su custodia. No es que haya tenido nunca ninguna duda, simplemente necesitaba poner en orden mis pensamientos, si es que entienden lo que quiero decir, y lamento de verdad cualquier inconveniente que pueda haber causado…»). Ése era el asunto. En las últimas horas los inconvenientes habían crecido hasta alcanzar proporciones monstruosas. Mientras veía cómo las llamas inundaban el cielo que se oscurecía y pensaba en Tyler tendido en la camilla y me preguntaba si los otros habrían logrado salir del edificio, llegué a la conclusión de que mi abanico de posibilidades no era tan amplio, después de todo. Sentí un estremecimiento. Por un momento creí que iba a vomitar.

Me puse en pie y me dirigí rápidamente hacia la carretera. Era importante mantenerse en movimiento. Me pregunté qué ocurrió en el corazón de Jenkins en el mismo instante en que comprendió que el edificio estaba ardiendo. Olvida eso por ahora. Muévete. Me detuve al borde de la carretera y estudié el lugar donde había dejado mi invisible equipaje, memorizando la secuencia de árboles y arbustos y el ángulo de las ramas. Deseaba estar absolutamente seguro de poder reconocer el lugar, incluso en la oscuridad.

Lo que necesitaba urgentemente era un coche en el que poder cargar mis posesiones y huir. Las sierras continuaban trabajando, lo cual significaba que seguían intentando mantenerme dentro, pero en cualquier momento Jenkins podía encontrar los restos de mi puente sobre la cerca, o simplemente decidir que sería prudente asumir que yo me había escapado. Podría iniciar la búsqueda, o incluso cercar una zona más amplia. Y si determinaban en qué punto había cruzado la cerca, no tardarían en dar con mis pertenencias apiladas junto a la carretera. Lo más seguro hubiera sido ir lo más lejos posible en busca de un coche, pero no había tiempo. A juzgar por el aspecto de esa carretera, podía recorrer varios kilómetros sin encontrar nada, mientras que sabía que debía haber un extraordinario número de vehículos en la sede de MicroMagnetics, muchos de ellos probablemente sin vigilancia.

Me puse en camino hacia la entrada de MicroMagnetics, manteniéndome al lado izquierdo de la carretera para estar absolutamente seguro de ver cualquier vehículo que viniese hacia mí. Nadie iba a desviarse para evitarme. Una camioneta roja apareció a mi espalda y me adelantó. Me tranquilizó advertir que la carretera no había sido cerrada al tráfico civil. Los dos ocupantes miraban por encima de las copas de los árboles en dirección al lejano fuego y el vehículo redujo la velocidad hasta quedar casi parado. Cuando reapareció el coche patrulla, con las luces del techo lanzando destellos intermitentes, se colocó justo detrás de la camioneta, a unos veinte metros de mi posición.

Circulen.

La orden fue dada en voz plana y neutral pero amplificada hasta más allá de cualquier proporción humana, como si fuera un mandamiento divino atronando los cielos. Todo mi cuerpo se retorció en un instante de terror antes de caer en la cuenta de que la orden provenía de un megáfono del coche de policía. La camioneta arrancó con un salto y desapareció carretera adelante a toda velocidad. Advertí que, incluso si era capaz de conseguir un coche, no me iban a dar mucho tiempo para cargar mis cosas.

Poco después llegué a una curva y vi una carretera que, a mi izquierda, desembocaba en ángulo recto en la que yo estaba. Justo a partir de la intersección habían colocado un control a base de coches patrulla y gruesos toneles de plástico amarillo. Habían dejado un hueco lo bastante ancho como para permitir el paso de un automóvil, y justo delante estaba estacionado un coche de policía. La camioneta roja llegaba en ese momento a la intersección y vi a un agente haciéndole señas para que aparcase a un lado de la carretera. Se apartó de inmediato y frenó, yendo a unirse a una docena de coches y camiones aparcados desordenadamente a ambos lados de la carretera. Sus ocupantes charlaban en pequeños grupos cerca de los vehículos y miraban en dirección a las lejanas llamas o trataban de obtener información del policía, el cual, sin embargo, parecía mantener una actitud de distante reticencia frente al público. El coche patrulla que había venido siguiendo a la camioneta roja realizó un giro completo en la intersección y vino directo hacia mí. Me salí de la carretera para dejarlo pasar y continué hacia el punto de control.

Mientras me acercaba a la pequeña congregación de seres humanos, todos ellos ignorantes de mi presencia, tuve una súbita conciencia de mi propio aislamiento. Avancé con cautela por el centro de la carretera, observando con cuidado a cuantos me rodeaban porque temía que pudiesen tropezar conmigo inadvertidamente, o todavía peor, arrancar con el coche y atropellarme. Cada momento que paso en la proximidad de otros seres humanos transcurre en medio de una continua ansiedad. Debo vigilar constantemente cualquier signo de movimiento súbito o de un ilógico cambio de dirección que pueda resolverse en una colisión absurda o en una grotesca destrucción de mi cuerpo invisible. Y si los otros seres humanos tienen animales o máquinas bajo su caprichoso control, las cosas aún son peores. Empezaba a comprender qué clase de vida me esperaba.

Me detuve justo antes de la intersección y contemplé con anhelo los vehículos aparcados a lo largo de la carretera. Inútil pensar en apoderarse de uno. Debía dar por hecho que sus propietarios estarían por allí cerca. Vi claramente que yo no trataba de encontrar un coche sino de robarlo. En algún punto situado al otro lado del control debía haber campos repletos de vehículos, algunos de los cuales, quizá, tendrían puestas las llaves de contacto. El que no fuera a serme útil dependería de si era posible pasar con uno a través del control o bordeándolo.

Crucé la intersección y, rodeando al coche patrulla, me acerqué a la barricada para examinar la situación. Justo detrás del control, seis o siete policías más charlaban y bebían café en tazas de plástico. Más allá, unos cien metros carretera adelante, pude ver el arranque del camino que llevaba a MicroMagnetics y más allá aún, medio oculto por la hilera de árboles que lo bordeaba, estaba el campo que había visto horas antes y en el cual hormigueaba ahora un gran número de hombres y máquinas. ¿Qué podrían estar haciendo? Había oscurecido y realmente no pude ver qué hacían, pero su actividad parecía escasamente relacionada con la sede —o la antigua sede— de MicroMagnetics, la cual permanecía tapada por la cerca mortuoria. Pude ver las brillantes luces blancas y naranja surgiendo por encima de la cerca y reflejándose en las copas de los árboles, y pude oler un humo delicioso. Era muy hermoso: perfectamente recogido dentro del perímetro y rodeado por todos esos afanosos movimientos de hombres y vehículos, más parecía una gigantesca fundición que un incontrolado estallido de destrucción.

Las gentes de la localidad, situadas a este lado de la barrera, parecían compartir conmigo el entusiasmo y el interés. Sin embargo, los policías que ahora me rodeaban trataban de mirar lo menos posible hacia el fuego. Evidentemente, dejar traslucir cualquier fascinación por el drama de los acontecimientos estaba más allá de su dignidad profesional; hablaban poco y en tono práctico. Ocasionalmente uno de ellos mantenía un ininteligible diálogo a través de la radio. Me situé justo al lado de la abertura en la que los vehículos deberían detenerse y me dispuse a ver qué podía aprender acerca de los métodos de seguridad. Pero había poco que aprender desde el momento en que no parecía haber tráfico por el lado de los coches patrulla. Al cabo de un cuarto de hora, se me ocurrió que algo más lejos, una vez pasados MicroMagnetics y el campo repleto de vehículos militares y de soldados, debía de haber otro punto de control a través del cual entraban y salían todos los vehículos oficiales. Pero seguramente alguien debía atravesar por aquí pues de lo contrario hubieran cortado la carretera sin más.

Estaba a punto de rendirme y seguir caminando cuando, sin atender al policía que le hacía señas para que aparcase, un coche gris y extraordinariamente decrépito se acercó al control. Al volante iba un muchacho de diecisiete o dieciocho años con un bigote no del todo afortunado. A través de los ojos entrecerrados observó al policía y aguardó con nervioso desafío a que él hablase primero.

—Lo lamento, la carretera está cortada.

—Voy a pasar —dijo el chico provocativamente.

—Esta carretera está cortada. Tendrá que dar la vuelta.

—Vivo en esta carretera. Paso por aquí todos los días.

El policía repuso con toda tranquilidad.

—Saque de la cartera su permiso de conducción y de circulación y entregúemelos, por favor.

El muchacho repitió en tono agraviado:

—Paso por esta carretera todos los días.

Estaba extrayendo sus documentos. Se los entregó al policía. Un tipo en traje de civil, y al cual yo no había advertido, se situó detrás del policía, que le pasó los documentos sin mirarlos. El tipo examinó los carnés y luego empezó a hojear unas listas sujetas a un portapapeles. Se dirigió a la parte trasera de su automóvil y miró la matrícula. Regresó al frente y con un breve gesto de asentimiento le entregó los carnés al policía, que se los devolvió al chico.

—Gracias —dijo el policía con gesto impasible.

—He vivido aquí toda mi vida. Paso por esta carretera todos los días.

El policía hizo un gesto con la mano indicando que podía seguir y retrocedió. El coche atravesó la barrera.

Lo cual fue positivo para el coche pero no muy esperanzador para mí. ¿Cómo iban a reaccionar cuando el carné de conducir y el permiso de circulación salieran flotando por la ventanilla y quedasen suspendidos en el aire a la espera de su inspección? Sin embargo, decidí quedarme a ver qué pasaba cuando un vehículo salía en lugar de entrar.

Pasaron otros diez minutos antes de que apareciera otra vieja camioneta procedente de MicroMagnetics. Observé atentamente. Nadie pareció muy interesado. Aminoró mientras pasaba por entre los barriles y otro muchacho, bastante parecido al anterior, gritó:

—¡Reilly! ¡Kevin Reilly!

El policía, que seguía en el lado de la carretera desde el cual podía hablar con los conductores de los vehículos que viniesen, lanzó una mirada despreocupada hacia la ventanilla del pasajero al tiempo que hacía un gesto para que pasase. La camioneta, sin llegar a detenerse del todo, prosiguió camino de la intersección y aceleró carretera adelante.

Eso era más prometedor. Definitivamente, merecía la pena intentarlo. Imaginemos que me detuvieran. Quedarían desconcertados al mirar dentro del coche y no ver al conductor, pero yo podría escapar con una cierta facilidad. No me encontraría en una situación mucho peor que la de ahora.

Di media vuelta y caminé por la carretera en dirección a la febril actividad que se desarrollaba al fondo; buscaba un aparcamiento. Se veían campos a ambos lados de la carretera y a mi derecha tenía una vista perfecta de la cerca que defendía la sede de MicroMagnetics. Mientras caminaba pude ver el fuego extinguiéndose detrás de ella. Cuando alcancé el arranque del camino bordeado de árboles que conducía a MicroMagnetics, me detuve. El camino estaba ahora cortado y totalmente desierto, ya que los hombres del coronel habían construido la carretera de acceso algo más allá, pero diseminados por el campo de mi izquierda, justo enfrente del antiguo camino, habría por lo menos dos docenas de coches sin vigilancia alguna. Ninguno de ellos parecía un vehículo policial o militar. Tenían un aspecto en cierto modo familiar.

Cuando reconocí la furgoneta gris, sentí una oleada de algo muy parecido al vértigo. Era la furgoneta de Carillón. Menos de treinta y seis horas atrás yo había llegado en ella, con una apariencia como la de todo el mundo. Ahora no me parecía a nadie. Treinta y seis horas. Parecía la proverbial eternidad. O la ausencia del tiempo: tan sólo una abrupta e insignificante discontinuidad en el gráfico. La culpa era de Carillón, bien pensado. El imbécil. Maldito fuera. Supongo, sin embargo, que la culpa podría serle achacada a Wachs. O a nadie, si se prefiere. En realidad, no pensaba concederle a ninguno de los dos el mérito de haber conseguido algo tan extraordinario como mi presente condición. Y tampoco extraía satisfacción alguna al descargar mi ira contra ellos: a ambos les había ido peor que a mí.

A mi mente afluyó de nuevo la espantosa imagen de ambos convertidos en una llamarada sobre el césped.

Lo importante era seguir adelante. Salí de la carretera y me adentré en el campo para echar una ojeada a los coches. Estaban caóticamente diseminados. Parecía como si, en un momento dado durante los grotescos acontecimientos de ayer, todos los coches del aparcamiento hubiesen sido recogidos de prisa y arrojados allí. Los propietarios debían de haber sido ya evacuados del escenario y a juzgar por cómo estaban las cosas ahora, pasaría algún tiempo antes de que alguien decidiera que podían volver a reclamar sus coches. Había una amplia selección para elegir: deportivos, coches familiares, Sedans e incluso un viejo descapotable.

Lo que yo quería, sin embargo, era la furgoneta Carillón. Lo supe en seguida. Por una parte era lo suficientemente grande como para cargar todas mis posesiones. E incluso tenía una ancha y cómoda puerta corredera a un lado y otras dos puertas normales en la parte de atrás para facilitarme las cosas. Pero también me gustaba el hecho de que perteneciera a Carillón, o al menos que tuviera alguna relación con él. Tanto si la detenían ahora en la puerta como si la encontraban a varios kilómetros una vez que me hubiera servido de ella, llegarían a la conclusión de que se la había llevado uno de los amigos de Carillón. Jenkins, una vez enterado, pensaría naturalmente en mí de inmediato, pero ello confirmaría su sospecha de que yo era uno de los Estudiantes por un Mundo Justo. Me encontré deseando que los Estudiantes por un Mundo Justo fuese un movimiento de masas de inmenso éxito, con un gran número de simpatizantes, y que les costase años dar con todos ellos. Si eso les daba mucho trabajo, nunca se pondrían a investigar acerca de Nicholas Halloway.

Había otra cosa respecto a la camioneta. Tenía una nítida imagen en mi memoria de Carillón, de pie en el aparcamiento ayer por la mañana y tirando descuidadamente las llaves en el interior de las puertas traseras.

La furgoneta estaba en una esquina y de cara a la carretera. La rodeé hasta la puerta corredera, que caía al lado contrario de la carretera. Miré con atención alrededor. Ya era casi de noche y por lo que pude ver no había nadie cerca. Cogí la manija de la puerta y estiré suavemente. No se movió. Incrementé poco a poco la fuerza. De repente cedió y se abrió con un violento chirrido al tiempo que se encendía automáticamente la luz del techo, iluminando la furgoneta como si fuese una linterna de señales en medio del campo en tinieblas. Me quedé paralizado durante un terrorífico instante. Entonces me precipité a apagar la luz; luego caí sobre las manos y las rodillas en el suelo de la furgoneta y con el corazón galopando.

Bajé de la furgoneta y permanecí inmóvil durante al menos otro cuarto de hora, esperando a ver si venía alguien. En la distancia se oían toda clase de ruidos y actividades, pero en el campo a mi alrededor no se produjo sonido ni movimiento alguno. Volví a trepar a la furgoneta y exploré a gatas el desagradable suelo metálico hasta dar con las llaves. Me puse tras el volante y probé una de ellas. La llave giró sobre sí misma y en el salpicadero se encendieron unas lucecitas rojas. Volví a apagar la ignición y dejé la llave en su lugar para proseguir la inspección de la furgoneta. Abrí cuidadosamente las puertas delanteras y traseras para asegurarme de que no tenían el seguro echado. Ello significaba afrontar el terrible ruido que harían al volver a cerrarse, pero tenía que saberlo.

No había mapas en la guantera. Me hubiera gustado disponer de un mapa de Nueva Jersey. Encontré un grueso limpiacristales que llevé hasta la parte trasera de la furgoneta y lo apliqué contra el faro situado sobre la matrícula hasta que noté cómo se rompía la bombilla.

Cesó el sonido de las sierras mecánicas.

Trepé de nuevo al asiento del conductor y bajé la ventanilla de mi lado. Permanecí allí sentado unos minutos tratando de hacerme con el control de mis nervios. Mejor no pensarlo. Acciona la llave y arranca el motor. Muévete. Comprueba el freno de mano. Pon la primera y suelta suavemente el embrague. Avancé despacio hacia la carretera todavía con las luces apagadas. Deseaba que ellos estuvieran lo menos prevenidos posible de mi llegada.

Cuando el grupo de coches y policías apareció ante mi vista, encendí las luces y aceleré, pasando entre ellos a velocidad agresiva para luego frenar abruptamente tan lejos del punto de control como me pareció verosímil.

—Reilly —grité a través de la ventanilla—. Confié en que ése fuera el único dato que tendría que dar de mí mismo. Pero un policía —que no era el mismo de antes— se dirigió lentamente en dirección a mi ventanilla. Sostenía una potente linterna en la mano. Detrás de él vi al mismo civil con el portapapeles dirigirse a la parte trasera de la furgoneta para comprobar la matrícula.

Sólo un instante después el policía se quedaría seguramente desconcertado al ver vacío el asiento del conductor. ¿Cabía esperar, contra todo pronóstico, un desenlace satisfactorio? ¿O debía soltar el embrague y provocarlo yo? ¿Renunciar a la furgoneta y escapar por la puerta del otro lado? Decídelo ya.

—Gracias —grité amablemente por la ventanilla como si el permiso para seguir me hubiese sido concedido. Solté el embrague y arranqué a una confiada pero no excesiva velocidad. Tuve una fugaz visión del rostro del policía con la sorpresa y la indecisión reflejadas a la vez en él. Treinta metros más allá saqué la cabeza por la ventanilla para echar otra ojeada: continuaba indeciso en la misma postura, con la linterna trazando un círculo en la carretera a sus pies, y mirando en mi dirección.

Podía decidir no hacer nada, no hacerme caso. O podía, en cualquier momento, optar por seguirme, o mucho más posible, llamar por radio a otros coches de policía para que me persiguieran. Especialmente al coche que patrullaba esta carretera. Tenía que salirme de ella en cualquier caso. No era segura.

Observé el lugar donde tenía escondidas mis cosas. A mi izquierda, con ayuda de los faros, reconocí la serie de árboles. Seguí adelante. No me atreví a parar. Ahora observaba el lado derecho de la carretera esperando que el coche patrulla no apareciera todavía. Había bosque a ambos lados. A unos doscientos cincuenta metros se abría a la derecha un camino de tierra. Me detuve nada más pasarlo, puse las luces de posición y entré marcha atrás en el camino. Cuando vi aparecer las luces del coche patrulla por entre los árboles a mi derecha, me encontraba ya a unos veinte metros de la carretera. Apagué las luces y el motor.

El coche de policía pasó lentamente en dirección al punto de control. Caso de que sus ocupantes estuviesen buscando algo lo harían por el lado opuesto a MicroMagnetics. Las luces traseras del coche patrulla desaparecieron. Aguardé. Unos minutos después reapareció, viniendo en mi dirección. Lo dejé pasar. Cuando las luces traseras desaparecieron de nuevo, accioné la llave y puse en marcha el motor. Me obligué a contar hasta diez. No debía apresurarme. Ni correr riesgos innecesarios. Puse las luces, metí la marcha y recorrí el trozo que me faltaba hasta la carretera asfaltada. Cuando llegué al lugar donde tenía las cosas, fui hasta un poco más allá, hice un giro en U y aparqué a la izquierda. Quería estar en sentido contrario al punto de control pues no estaba dispuesto a atravesarlo otra vez. La furgoneta estaba medio salida de la carretera, ligeramente angulada, con el motor en marcha y las luces encendidas para poder ver por dónde caminaba.

Dejando abierta la puerta del conductor, corrí a la parte de atrás y abrí la doble puerta. Entonces me dirigí rápidamente hacia mi escondite, agarré el primer saco que encontraron mis manos, lo arrastré de vuelta y lo metí tan adentro de la furgoneta como pude. Disponía al menos de seis o siete minutos, quizá más. Uno cada vez, y luego de dos en dos, cargué los sacos en la furgoneta. Siete. Estaba seguro de que había siete. Luego la caja de herramientas, la mesita de café y el palo de escoba. Tuve que buscar un rato el palo de escoba. Debí malgastar medio minuto buscándolo. Volví a cerrar las puertas traseras. No había aún ninguna señal del coche patrulla. Corrí de nuevo al escondite, me puse a gatas y empecé a palpar el suelo en busca de cualquier cosa que se me hubiera podido caer. Mis manos chocaron con el borde de un objeto grande y pesado. La silla plegable. Me había olvidado de esa silla.

En ese momento aparecieron los faros del coche patrulla en la distancia como una creciente incandescencia sobre un cambio de rasante en la carretera. Corrí hacia la furgoneta con la silla en las manos y la metí dentro al tiempo que trepaba al asiento del conductor y cerraba la puerta. La incandescencia se había convertido en dos chorros de luz directamente dirigidos contra mí. Quitar el freno de mano. Embragar; meter una marcha corta; desembragar lentamente: no debía correr el riesgo de que se me calase el motor. Arranqué oblicuamente hacia el lado derecho de la carretera. Los policías estaban a más de cincuenta metros de distancia. No tenían ninguna razón para pensar que yo había estado parado: para ellos sería como si yo hubiera estado yendo en su dirección todo el rato.

Aceleré normalmente. Al recibir mis faros de cara no podrían ver el asiento del conductor vacío y para cuando nos cruzamos yo circulaba ya a sesenta por hora. No había tiempo suficiente para echar una buena ojeada. Vi, o creí ver a través del retrovisor, encenderse las luces de freno. Me quedé aterrado pero resistí la tentación de acelerar por encima del límite de velocidad permitido. Continué vigilando el retrovisor. No aparecieron los faros.

Después de conducir lo que pareció un tiempo muy largo, pero que probablemente fueron menos de cinco minutos, llegué a un cruce. No había señalizaciones. Torcí a la derecha simplemente porque me dio la sensación de que así me alejaba más. En el cruce siguiente tomé por otra carretera a la izquierda. Continué así, haciendo giros al azar, durante quince minutos más, hasta que empecé a calmarme. No había razón para creer que la policía hubiera decidido buscar la furgoneta. Y por la ley de probabilidades, yo me estaba alejando cada vez más.

Entonces me encontré de pronto entrando en una población. Cuando vi la primera farola me sentí como si alguien hubiese dirigido un foco contra mí. Accioné violentamente los frenos, di la vuelta en redondo y volví a salir de la población. Imaginé el grotesco espectáculo que podía provocar: a la puerta del «Colonial Inn» local, una pareja de ancianos se dispone a cruzar con precaución la calle principal y, al mirar, ve pasar una furgoneta sin conductor. O bien unos adolescentes haraganeando en el centro del pueblo. O quizás un policía aparcado a un lado de la carretera con el coche a oscuras ve cómo un vehículo absolutamente vacío se detiene mágicamente ante el único semáforo del pueblo. Habría gritos y señales. Habría persecución.

En el cruce siguiente hice otro giro azaroso. ¿Dónde me llevaría todo esto? ¿Hasta dónde podría llegar en cualquier dirección sin encontrar ciudades, farolas y gente? Era ridiculamente injusto el que siendo invisible provocase escándalos, cuando en mi estado natural hubiera pasado más bien inadvertido. ¿Qué sentido tenía trazar círculos por el centro de Nueva Jersey hasta que me quedase sin gasolina?

Un rato después me encontré parado en un semáforo. Al otro lado del cruce había un coche cuyos faros me enfocaban directamente. El conductor debía de estar mirándome. O mirando mi ausencia. ¿Cómo reaccionaría? ¿Qué haría? Comprendí de repente que no tenía ni idea de cómo reaccionaría porque no podía verle: su parabrisas sólo reflejaba el resplandor de mis propios faros. La luz se puso verde y cuando nos cruzamos miré hacia su ventanilla. En la superficie negra y acristalada hubo un informe movimiento de sombras reflejadas; detrás creí entrever la vaga forma de un conductor. ¿Por qué no me había fijado nunca hasta ahora en lo poco que se ve de noche a través de las ventanillas de un coche? Porque nunca había prestado atención. Por suerte, la gente casi nunca lo hace y ésta es la única razón por la cual tuve la posibilidad de seguir libre. Subí la ventanilla de mi lado.

Volví a calmarme de nuevo. Nadie se iba a fijar en que mi furgoneta carecía de conductor. Probablemente podría dirigirme hacia donde quisiera en completa seguridad. Excepto que al fin me quedase sin gasolina o que saliese el sol. El depósito de gasolina estaba lleno en sus tres cuartas partes. ¿Dónde me dirigía?

Reduje la velocidad. Tenía que reflexionar. Llevaba la furgoneta repleta de objetos irreemplazables. Lo ideal sería llevarlos a casa. El problema era que yo vivía al otro lado del río Hudson y que para cruzar el Hudson hay que pararse en un bien iluminado peaje y pagarle al encargado dos dólares. En el bolsillo llevaba ciento cincuenta dólares en billetes invisibles que debía acordarme de destruir a la primera oportunidad. Pero incluso si de alguna forma lograse conseguir algo de dinero visible, no veía cómo podría pagar el peaje. O comprar más gasolina. Tendría que encontrar un escondite temporal para guardar mis cosas a este lado del Hudson. Un lugar al que yo pudiera llegar con sólo medio depósito de gasolina.

Todo empezaba a aclararse a medida que lo iba pensando, y ahora ya sabía dónde debía ir. Sólo que todavía no sabía dónde me encontraba.

En cada cruce empecé a tomar las carreteras más importantes. Igual que alguien perdido en la naturaleza siempre seguirá el curso de una corriente aguas abajo: antes o después encontrará la civilización o el mar. Finalmente fui recompensado con una carretera numerada, aunque no una que yo reconociera. La señalización decía Sur. Reduje la velocidad, me aseguré de que no se acercaban unos faros e hice un giro en U. Seguí esa carretera hasta llegar a un cruce bien señalizado que decía Carretera 202. Estaba completamente seguro de que ésa era la mía: giré en el cruce que decía 202 Norte.

Ahora había mucho más tráfico y otros vehículos me adelantaban. Recorrí una enorme y bien iluminada circunvalación completamente rodeado de coches. Atravesé poblaciones. Nadie pareció apercibirse de mi ausencia y descubrí que mi pánico irracional había dejado paso a una simple ansiedad. Advertí que iba agarrado muy tenso al volante y me forcé a retreparme en el asiento y relajarme.

En menos de cuarenta y cinco minutos me encontraba en Basking Ridge y varios minutos después había encontrado la casa de Richard y Emily. Si no recordaba mal, no había ninguna otra casa a la vista, pero para estar más seguro apagué las luces antes de entrar y cruzar el patio, llevando luego la furgoneta hasta la parte trasera para estar seguro de que nadie pudiese verla desde el camino.

El aire nocturno era frío y pasé varios minutos tratando de localizar mi americana en los sacos. Entonces, cogiendo la linterna de la furgoneta, me agaché y recogí en su escondite bajo los escalones del porche las llaves de la casa y el granero. Me las eché al bolsillo y empecé un reconocimiento de la zona. Aparte de la casa misma, había un pequeño granero, la caseta de la bomba de agua y una vieja fábrica de hielo. Elegí la fábrica de hielo. Estaba abierta y vacía, lo cual demostraba que nadie tendría interés en ella. Tiradas por el suelo polvoriento se veían unas viejas y deterioradas maderas. Traje una escalera del granero y la utilicé para colocar varias tablas de viga a viga y formar una suerte de plataforma fuera del alcance de cualquier guarda o niños que pudieran dejarse caer por allí. Tenían el aspecto de llevar allí arriba lo menos cincuenta años. Le di la vuelta a la camioneta y la aparqué justo enfrente de la puerta de la fábrica. En veinte minutos había almacenado todas mis cosas invisibles sobre la plataforma; luego alisé el suelo polvoriento para que no quedasen huellas de mi visita. Se suponía que volvería en unos cuantos días para recoger mis posesiones. Pero salvo que sufriese un golpe de extraordinaria mala suerte, todo ello estaría a salvo indefinidamente. Cuando estaban en los Estados Unidos, Richard y Emily venían los fines de semana, pero la mayor parte del tiempo la casa permanecía vacía. Si nadie había visto la furgoneta, no había razón para que Jenkins supiera nunca de la existencia de esta casa.

Subí de nuevo a la furgoneta y la conduje otra vez por el camino, sin encender las luces hasta que me hube adentrado medio kilómetro en la carretera.