Llegué hasta el límite del cráter y penetré en el cerco visible. La superficie quemada era áspera como ceniza y creí ver que se hundía un poco bajo mis pies. Inmediatamente me resultó más fácil caminar: aunque no podía verme los pies, ahora al menos podía ver el suelo debajo. Cuando atravesé el cerco achicharrado y me adentré en el suave césped verde, descubrí que podía ver claramente cómo se hundía la hierba cada vez que apoyaba un pie y cómo se erguía en cuanto lo levantaba. Lo cual me alarmó y me disgustó; ahora empezaba a comprender que si no iba a ser completamente visible, mejor sería no ser visible en absoluto. Cualquier situación intermedia era insatisfactoria porque combinaba las desventajas de ambas condiciones. Pero me animó advertir que las hierbas no se adherían a las suelas de mis zapatos.
Al evitar el rescate no había actuado bajo ninguna decisión razonada; actuaba sencillamente por instinto, y también debido al temor y la ira, creo yo. Por culpa de la red, sobre todo. La visión de la red me había impulsado a saltar por la ventana hasta el césped, venciendo el paralizante terror a la enfermedad y la muerte. No caí totalmente en la cuenta de que me convertía en una especie de fugitivo, pero supe que durante algún tiempo iba a mantenerme lejos de esa gente y ver lo que planeaban, pero sin dejarles saber dónde me encontraba exactamente. De momento me reservaba la posibilidad de elegir.
Describí un gran círculo en torno al tipo vestido de civil y a su compañero el cowboy, y me acerqué cuidadosamente por detrás. Como había imaginado, estudiaban los planos arquitectónicos del edificio. Me uní a ellos en su consulta pero manteniéndome a casi medio metro de distancia no fuera a ser que alguno de ellos hiciese un gesto inesperado y tropezase conmigo. De pronto fui muy consciente de mi propia respiración; era extraordinario que ellos no la notasen. Sentí la imperiosa necesidad de aclararme la garganta, y cuando lo hice me sonó como una explosión. Pero ellos permanecieron sin advertirme.
Tenían el portarrollos abierto en el correspondiente a la planta del piso bajo, y me puse a memorizarlo sistemáticamente. Me hubiese gustado echarle una buena ojeada al segundo piso también, pero apenas si llegué a entreverlo.
El hombre con la camisa de vaquero, que era quien realmente sostenía los planos, mantenía una ininterrumpida conversación con los del traje de buceo.
—Está bien Tyler, ahora estás justo frente a la puerta de entrada. Recuerda, hay dos escalones y un pequeño rellano antes de llegar a la puerta. Morrissey, ¿dejas abierta la puerta para Tyler? —tenía ese acento sureño y esa actitud gregaria que uno asocia con los militares, los pilotos de líneas aéreas comerciales y las radios privadas. Su talla, mayor de lo normal, llenaba por completo la elaborada camisa y le confería a su rostro una expresión porcina, pero a pesar de su perenne jovialidad, sus ojillos parecían cansados, casi mezquinos.
El otro, pese a estar al mando, hablaba raras veces y cuando lo hacía era para emitir una orden breve en un tono de voz tranquilo y sin emoción. Aunque sus rasgos eran perfectamente regulares —mucha gente no dudaría en describirlo como bien parecido—, había algo de reptil en la piel desnuda y arrugada de su rostro y su cráneo. No me había gustado desde el primer momento. Se desentendió de su subordinado y miró hacia el horizonte, y pude ver en su mejilla izquierda una contracción casi imperceptible, como si estuviese enfadado, según me pareció. Se quitó los auriculares con deliberada precisión y se los metió en el bolsillo de la americana, para luego volverse hacia el otro y decirle en un tono de voz suave pero desagradablemente intenso:
—Clellan, tú conoces a Morrissey y a Tyler mejor que yo. Quiero que encuentres el mejor sistema de hacerles ver la crítica importancia de encontrar a ese hombre en el edificio. Es muy importante para mí; es muy importante para el gobierno de los Estados Unidos; es muy importante para la persona que está en el edificio, y es muy importante para Morrissey y Tyler. Yo dependo de ti, Clellan —dio media vuelta y se dirigió hacia la furgoneta de comunicaciones, en la que desapareció por una puerta lateral.
—¿Habéis oído eso? ¿Habéis oído lo que ha dicho el coronel? —preguntó Clellan algo incómodo—. Esta vez no lo vais a joder todo. Olvídate del gato, Morrissey. Pero no te olvides del gato, si es que entiendes lo que quiero decir. ¿Ése continúa sin responder?… Bien, sigue hablándole. Tiene que estar ahí. ¿Puedes oírle moverse o algo así?… Escucha, ese tipo puede encontrarse muy mal. Diablos, tiene que estar muy mal, pero vamos a buscarle. ¡Dios!… Quizá se haya muerto. Tyler, cuando abras la puerta te quedas del lado de acá hasta que Morrissey haya encontrado al tío. Entonces te acercas con la red. Aunque no se mueva, tú le echas la red por encima, ¿de acuerdo? Nadie sabe lo que piensa ese tipo. No es bueno para él ni para nadie que se vuelva loco y se escape. Espero no tener que deciros que tampoco será bueno para vosotros, chicos.
A estas alturas se encontraban en el vestíbulo y Tyler estaba inclinado sobre la puerta del despacho de Wachs. Tenía en la mano un gran llavero con llaves y evidentemente buscaba un agujero invisible en la puerta invisible. Una tarea difícil, y con esos guantes enormes, quizás imposible.
—Acuérdate del picaporte. A veces la cerradura está en el mismo picaporte —decía Clellan—. ¿La has encontrado?… ¿Encima del picaporte?… ¿A cuántos centímetros?… Puede que haya más puertas cerradas… Tienes que probar ambas llaves. Una abre la principal y la otra todas las demás puertas del edificio excepto la del laboratorio. La del laboratorio es la única que no tenemos. Sólo la tenía el dueño del edificio, por cuestión de seguridad —esto, por alguna razón, a Clellan le resultaba muy gracioso y soltó una carcajada. El coronel que había regresado de la furgoneta y estaba de nuevo a su lado, se volvió y le miró impasible. Clellan dejó de reír.
—¿Ya está?… Bien, abre muy despacio esa puerta. Podría estar caído en el suelo justo detrás. Tyler, asegúrate de que tienes plegada la red y fuera de la vista. Lo principal es no asustarle.
Tyler parecía mantener la puerta abierta justo lo suficiente para permitir que Morrissey se colase. No querían arriesgarse a que yo me escapase como el gato. Cuando Morrissey estuvo dentro, Tyler cerró la puerta manteniendo asido el picaporte, con lo cual su brazo permaneció tontamente extendido como si esperase estrecharle la mano a alguien. Morrissey tanteaba con el detector el suelo en torno a la puerta.
—Por Dios, Morrissey, tiene que estar en algún sitio —decía Clellan—. Sigue buscando. Y ten cuidado. No pises a ese pobre cabrón. ¿Hay contaminación?… Nada. Pero sigue probando a pesar de todo. El tipo podría estar contaminado pese a que la estancia parezca limpia. Está bien, Tyler, será mejor que entres tú también. Hazlo con cuidado y cierra la puerta a tu espalda.
Esto le costó a Tyler unos cuantos minutos. Morrissey mientras tanto avanzaba a lo largo de la pared frontera, moviendo su detector atrás y adelante y chocando frontalmente con el mobiliario. En un momento dado, el detector encontró algo blando a ras del suelo y creyó que podría ser yo.
—¡Acércate con cuidado! Venga esa red, Tyler —empezó a gritar Clellan. Pero resultó ser un cojín pequeño.
A Clellan cada vez se le veía menos feliz.
—Por Dios, dónde está ese mamón. ¿Estás seguro de haber oído algo antes, Morrissey?… Tyler, avanza hacia el norte por la pared del oeste. A unos tres metros encontrarás otra puerta. Y justo después del rincón encontrarás otra puerta en la pared norte. Quiero que examines esas puertas y me digas si están cerradas, ¿entendido?
Tyler empezó a deslizarse por la pared oeste. Morrissey se desplazaba sistemáticamente con su detector de un lado a otro de la habitación como si estuviese segando césped. Cuando llegó a la mesa, dejó el detector y recorrió toda su superficie con ambas manos; luego se puso trabajosamente de rodillas y se metió debajo. A medida que recorría el despacho, iba encontrando cantidad de cosas, algunas de las cuales le resultaban difíciles de identificar. («Quizá sea una papelera», podía decir Clellan. «Mira a ver si tiene fondo»). Pero no encontró en ninguna parte una forma humana. Cuando terminó su búsqueda en la habitación, dejó su detector y miró a Tyler, que para entonces ya había localizado las dos puertas y comprobado que ninguna estaba cerrada con llave, si bien una permanecía entreabierta. Ambos se volvieron hacia nosotros y miraron expectantes. Allí en el aire, con sus blancos trajes espaciales, parecían mendicantes extraterrestres.
—¡Maldición! —ladró Clellan.
—¡Qué contrariedad! —dijo el coronel casi al mismo tiempo y en un tono amedrentador.
Transmitido por la radio, el comentario provocó que ambos astronautas se revolvieran en el aire al unísono.
El coronel y Clellan se miraron y empezaron a tocarse los auriculares, que aparentemente habían dejado de funcionar. Clellan fue el primero en hablar:
—No tenemos seguridad de que hubiera alguien allí, señor. En realidad es muy improbable, si te paras a pensarlo. Lo único que tenemos es lo que dice Morrissey. Y lo que dice es muy extraño. Quizás a Morrissey no le funcione bien la cabeza allí dentro.
El coronel permaneció largo rato en silencio, parecía reflexionar.
—Es una posibilidad, por supuesto —dijo al fin—. Pero me inclino a aceptar el informe de Morrissey… Naturalmente tú le conoces y estás en mejor situación para conocer su credibilidad. Es uno de tus hombres.
El coronel hablaba lentamente y en tono despegado, como si tuviese su mente más en lo que pensaba que en lo que decía.
—Por cierto, me gustaría —prosiguió— ver todo lo que tenemos sobre Morrissey y Tyler. Y sobre el tipo que está en la furgoneta de comunicaciones, Gómez me parece que se llama.
Volvió a quedarse callado un momento, entrecerrando los ojos y gesticulando con su pálida faz, pero luego continuó:
—No, parece cierto que había un gato y, por más extraordinario que parezca, lógicamente no es más improbable la existencia de un ser humano que la de un gato. En cualquier caso, Clellan, no perdemos nada dando por supuesto que hay un hombre allí. Y si lo hay, los beneficios potenciales son incalculables.
Guardó silencio, como si a pesar de todo tratase de calcularlos.
—Incalculables. Sólo las aplicaciones científicas… Ahora mismo, a duras penas podemos empezar a concebir los usos médicos y científicos de un cuerpo humano completo e invisible. Incluso los experimentos más obvios aportarían una información que nunca antes se pudo obtener. Imaginar los medios de sacar ventajas de esta oportunidad casi se convertiría en sí mismo en una disciplina.
Un rato antes, y porque llevaba mirando los planos del edificio más de lo necesario, estuve a punto de abandonar a mis nuevos amigos, pero la conversación acababa de dar un giro que sorbía todo mi interés, y permanecí allí con ellos, absolutamente inmóvil y tratando de contener el aliento durante las pausas.
—Por supuesto, debemos asumir que no sobrevivirá mucho en esa condición. A pesar de lo cual, incluso aunque sea un período de tiempo muy corto, sería de incalculable valor.
—También sería un agente secreto condenadamente bueno —sugirió Clellan—. Imagine lo que sería dirigirle. ¡Podría meterse en cualquier parte! ¡Cualquier parte! Podría obtener toda la información del mundo. O al menos mucho más que cualquier otro. ¡Dios! Podrías montarte tu propio presupuesto, lo primero que se te ocurriera. Nadie se atrevería a decir ni pío. ¡Dios! Tendríamos a nuestros pies a la mitad del jodido gobierno.
Clellan parecía tener dificultades para ver con claridad las oportunidades que súbitamente representaba mi existencia. Mientras trataba de articularlas, crecían más rápido de lo que su imaginación daba de sí.
—Dios, pero si no hay límites…
—Ya basta, Clellan —dijo el coronel en voz muy baja. Estaba mirando al horizonte—. En este momento nuestra única preocupación es localizar a ese hombre lo más rápido posible.
—Pero por Dios —prosiguió Clellan sin lograr controlar su entusiasmo—, piense en lo que podría hacer ese tipo.
—La cuestión es lo que él querría hacer, o lo que nosotros podríamos persuadirle de que hiciese. Es lo mismo de siempre. Tendríamos los problemas habituales para lograr su cooperación, y también algunas dificultades inusuales… Aunque asimismo habría sus ventajas.
—¿Tendríamos realmente que entregárselo a los científicos? —preguntó Clellan.
Hubo una pausa antes de que respondiese el coronel.
—Probablemente. Pero en última instancia, podríamos ejercer algún tipo de control sobre él. La cuestión es saber si podremos mantener todo este asunto en secreto. Hasta el momento nadie sabe con seguridad que haya aquí algo más interesante que un simple agujero en el suelo.
—¿Quiere decir que podríamos recuperarlo cuando acabasen los científicos? —preguntó Clellan esperanzado—. Aunque no quedaría mucho de él cuando acabasen —añadió.
—En cualquier caso —dijo el coronel—, no tenemos ni idea de cuál será su situación física o su estado mental. Podría estar inconsciente en el suelo a pocos pasos de Morrissey y Tyler. También podría estar físicamente bien pero mentalmente incapacitado. Podría estar perturbado por completo y ser incapaz de hacer un juicio racional o de tomar una decisión responsable. Lo cual es lo más probable, dadas las circunstancias.
—Bueno, pero los científicos aún podrían sacar mucho de él, supongo —dijo Clellan sombríamente.
—O podía ser, sin más, un ser hostil —prosiguió el coronel—. Es probable que sea uno de los manifestantes. Decidió entrar o permanecer en el edificio una vez que éste fue evacuado. La gente que organiza manifestaciones gusta de llamarse marxista, al menos cuando hablan entre ellos. Valdría la pena considerar lo que implicaría tenerle en contra.
Los ojillos de Clellan se desorbitaron y se le abrió la boca para luego volver a cerrársele. Esa idea parecía perturbarle de veras. El coronel fruncía los labios de nuevo y miraba hacia el horizonte con los ojos entrecerrados. Yo aguardé inmóvil. Todos esperamos —Tyler, Morrissey, Clellan y yo— mientras él consideraba qué dirección imprimir a los acontecimientos del día.
Y mientras aguardaba a ver qué haría, traté febrilmente de decidir en qué dirección debería encaminar mis propios esfuerzos. A estas alturas, me producía un horror absoluto ponerme en manos de esa gente. La idea de la incalculable contribución que yo haría a la ciencia me sobrepasaba con mucho. Traté de imaginar los muy útiles experimentos llevados a cabo sobre «un cuerpo humano completo e invisible». Se me ocurrieron algunas cosas, como líquidos brillantemente coloreados obligados a discurrir por órganos vitales, pero ninguna de esas ocurrencias me movía a comprometerme en aquel momento.
Por otra parte, estaba aterrorizado por mi grotesca condición física. Deseaba desesperadamente recibir un tratamiento. Por gente especializada y cuyo principal interés fuera yo. Y tenía la certeza de que, en definitiva, cuanto más tardase en entregarme peor estarían las cosas. El coronel probablemente tenía razón, pensé: yo no estaba capacitado para tomar una decisión responsable. Necesitaba un poco más de tiempo para pensar las cosas. Pero parecía que mis posibilidades iban a quedar drásticamente delimitadas. Si esa gente me capturaba ahora, era más que posible que no fuese a tomar decisión alguna. Personas más cualificadas, mejor capacitadas para valorar mi valor respecto a la humanidad, me ayudarían a tomar una decisión. No tenía duda alguna de que pondrían en todo momento por delante mis intereses y los de toda la humanidad. Ellas sabrían qué era importante y qué no.
Lo importante para mí era escapar.
—Haz que ésos registren el resto del edificio tan rápido como puedan —dijo el coronel de repente.
—Ganaríamos tiempo con más gente —sugirió Clellan.
—Trabajaremos con la gente que tenemos. No quiero que nadie más sepa lo que está ocurriendo aquí. Necesitamos mantener la situación bajo control. Nuestro primer objetivo es dar con ese hombre y, en segundo lugar, hacer un inventario completo de lo que encontremos aquí.
Clellan volvió a ponerse los auriculares y empezó a transmitir órdenes a Morrissey y Tyler. El coronel se volvió bruscamente sobre sí mismo y se dirigió derecho hacia mí. Salté precipitadamente para apartarme de su camino, tropecé y caí al suelo chafando y tronchando el césped. El corazón me pegó un brinco debido al terror, pero si advirtió algo, debió de parecerle una sombra finísima en el rabillo del ojo. Su mirada siguió clavada en el horizonte cuando pasó a mi lado camino de la furgoneta grande. Pensé en dirigirme directamente a la puerta de la cerca para ver si podía pasar, pero antes quise saber qué planeaba.
Pocos minutos después reapareció con un teléfono provisto de un largo cordón. Mientras hablaba, miró apreciativamente la cerca.
—Exacto. Quiero los centinelas a intervalos de tres metros a lo largo de todo el perímetro… Inmediatamente. Puedes empezar con las armas y todo eso una vez estén apostados… Trae tantos hombres como vayas a necesitar. Exacto. Diles que nadie, ni siquiera una ardilla, puede traspasar esa valla en cualquiera de las dos direcciones. Sí, eso es. Diles que podría haber aquí animales contaminados. Ante cualquier movimiento que noten en la cerca deben disparar, incluso aunque no puedan ver qué lo provoca. No, no quiero que quites los paneles para ofrecerles mejor perspectiva. Recuérdales que nosotros estamos dentro: que disparen en ángulo pero que lo hagan ante cualquier movimiento… Sí, soy consciente del riesgo… La puerta no debe ser abierta bajo ninguna circunstancia, salvo que yo lo ordene. Seguiré dando órdenes…
Mientras hablaba, a nuestra espalda se produjo una terrible explosión de interferencias parasitarias amplificadas. Me volví y vi una torreta compuesta de altavoces dirigidos en todas direcciones y que había aparecido mágicamente por el techo de la camioneta. Emitió tres ruidos consecutivos, como si alguien golpease contra el micrófono para probar el sistema.
—A la atención de todo el personal —las palabras surgían atronadoras en tono monocorde y ligeramente hispánico, pero a extraordinario volumen—. A la atención de todo el personal. No se aproximen al perímetro de la cerca. El perímetro está bajo vigilancia continua por centinelas que han recibido órdenes de disparar contra todo lo que se mueva o trate de atravesar el perímetro. Es para su propia protección. Cualquier persona no autorizada que se encuentre en esa área debe hacernos conocer su posición inmediatamente para que podamos acudir en su ayuda. Repito. Cualquier persona no autorizada que se encuentre en esa área debe hacernos conocer su posición inmediatamente para que podamos acudir en su ayuda.
El mensaje fue repetido. El coronel siguió haciendo uso del teléfono para dar nuevas órdenes, aunque no pude entender nada de lo que dijo debido al estruendo. Cuando los altavoces hubieron acabado su mensaje por tercera vez y cortaron la transmisión con un nuevo estampido de interferencias, el coronel, manteniendo el receptor pegado a la oreja, miró a Clellan.
—Clellan, ¿quién tiene la copia de la lista de personas que estaban ayer en el edificio?
—Tenemos una en la furgoneta, señor.
—No, quiero una fuera del perímetro.
—Simmons tiene una.
El coronel volvió a utilizar el teléfono.
—Puedes conseguir la lista de nombres a través de Simmons. Empieza con los manifestantes. Puede que no tengamos todos sus nombres. Con los que hemos podido hablar están aterrorizados: dos personas han muerto y un edificio ha desaparecido, y no están acostumbrados a asumir la responsabilidad ante cosas como ésta. Habla con ellos antes de que se tranquilicen y averigua si falta alguno aparte del llamado Carillón. Luego empieza a trabajar con los empleados y con los amigos, colegas, estudiantes y parientes que pudieran estar lo suficientemente familiarizados con el edificio como para permanecer sin preocuparse en él cuando todo el mundo había sido ya evacuado. Luego sigue con el resto de la lista. Sabemos que alguien se quedó en el edificio y tenemos que determinar lo antes posible quién era… No, no tenemos su descripción. Probablemente era un hombre, pero carecemos de confirmación adecuada al respecto.
Clellan, mientras tanto, observaba cómo Tyler y Morrissey gateaban en el aire explorando el invisible cuarto de baño. Con el dedo en el plano le trazó un camino a Morrissey desde el retrete hasta la ducha discutiendo monótonamente con él cada paso a través de la radio.
Di media vuelta y me alejé sobre el espeso y mullido césped. Creo que en gran parte debo mi libertad al tiempo absolutamente espléndido que hacía aquel día. El sol resplandecía y el follaje primaveral era de un verde vivo contra el claro cielo azul. Debía de ser el día más hermoso del año aunque no llegué a percibirlo en ese momento pues me lo pasé sudando de la mañana a la noche, debido al miedo. Yo era como un escalador subiendo por una pared rocosa cortada a pico: mi mente estaba concentrada por completo en cada nuevo contorno del problema que se me presentaba a cada instante, en cada trampa potencial, o en cada posible error, de forma que nunca se me hubiera ocurrido volver la cabeza para complacerme en la belleza de la vista, por mucho que la vista era en gran parte lo que me impulsaba a escalar y seguir adelante. Un cielo nuboso y opresivo a lo mejor hubiese inclinado la balanza hacia el lado contrario: podría haber esperado pasivamente a que me rescatasen. Pero tal y como estaban las cosas, por debajo del silencioso terror sentí algo próximo a la exaltación mientras atravesaba el césped. Podría ser, después de todo, un juego divertido. Siempre era desagradable considerar el riesgo. Por otra parte, si era cuidadoso y sobrevivía, no sólo lograría la libertad sino el placer adicional de haber sido más listo que esa gente. Incluso entonces esa idea infantil formaba parte del cálculo. Y aunque las condiciones podían empeorar cuanto más durase el juego, siempre podría rendirme bajo ciertas condiciones. Lo importante era permanecer vivo y libre, y mantener la capacidad de decisión. Lo importante era escapar.
Me dirigí por el césped hacia la puerta, esperando encontrar la forma de escabullirme. Cuando eso se demostró imposible, y mi corazón me dijo que lo era, traté de recorrer la cerca en busca de alguna abertura o algún punto no vigilado. Tampoco pareció que fuese a salir nada de ahí; además, las cosas se pondrían peor cuanto más las prolongase. Pero mientras veía aparecer mis huellas mágicamente sobre el césped, como el diagrama de unos pasos de baile, empecé a considerar mi situación bajo un nuevo aspecto. Mi comprensión de ella surgió como una herida. Si alguien ha tenido de niño fantasías acerca de la invisibilidad, seguramente la habrá imaginado como un estado de extraordinaria y casi ilimitada libertad. Nunca dejas huellas. Puedes ir a cualquier sitio, tomar lo que quieras. Puedes escuchar conversaciones prohibidas, descubrir lo que sea. Nadie puede impedirlo porque nadie sabe que estás allí. Nadie puede imponerte las reglas del juego, o unos límites.
Y bien, contemplando la visible huella de mi fox trot por el césped, ya podía ver algún límite. Y me había pasado casi media hora con otros dos seres humanos, espiando en ellos cualquier indicación de un movimiento que pudiera hacernos chocar. Una parte de mi mente se pasó todo el rato pensando lo agradable que sería aclararme la garganta, y fue necesario tener continuamente cuidado de no estornudar o suspirar. La invisibilidad iba a ser difícil. Más que un mágico estado de extraordinaria libertad, iba a ser una continua serie de fastidiosos problemas prácticos. Igual que sería la vida bajo cualquier otro conjunto de condiciones, bien pensado. Además, si deseaba mantener mi libertad, nunca podría hacer un raido ni llevar nada en presencia de otras personas.
Excepto que podía, naturalmente, llevar las cosas que ya poseía, pues éstas también eran invisibles. Y cualquier otra cosa qué pudiese rescatar del edificio. Eso era. Los restos de MicroMagnetics eran el único almacén de objetos invisibles existentes, y cualquier cosa que quisiera llevar o vestir o usar sin traicionarme, tendrían que salir de ahí. Y casi con toda seguridad tendría que conseguirlas ahora mismo. Debía dar por supuesto que nunca volvería a tener otra oportunidad. Suponiendo, claro, que ahora fuese posible. Regresé por el césped hacia el edificio. Ésta era, como suele decirse, una oportunidad única, una oferta única en la vida, y sólo por un día. Tendría que aprovisionarme para el resto de mis días. Es posible que resultase ser una vida no muy larga, pero por una vez parecía prudente basar mis planes en la opción más optimista posible.
Al aproximarme a la entrada del edificio entré directamente en la línea de visión de Clellan, y los observé con atención a él y al coronel mientras caminaba, de forma que pudiera saber de inmediato si se apercibían de mis huellas. Que ello no ocurriera fue debido, me imagino, a que todavía no habían empezado a considerar la clase de signos que debían buscar. Cuando penetré en el anillo quemado, arrastré un poco los pies para asegurarme de no dejar ningún tipo de rastro reconocible. Volví a comprobar con alivio que ni las briznas de hierba ni las cenizas se adherían a las suelas de mis zapatos. Tyler y Morrissey, por el contrario, parecían arrastrar una gran cantidad de polvo y ceniza en sus zapatos: habían dejado en la entrada restos suficientes como para permitirme distinguir dónde estaban los escalones y el hueco de la puerta.
Ambos se encontraban de nuevo en el vestíbulo. Morrissey llevaba un marcador rojo con el cual trataba de hacer una línea en la pared. Tenía dificultades para sostener el rotulador con el pesado guante, y la tinta no se adhería bien. Era como si tratase de escribir sobre un panel de cristal: cada trazo del rotulador sólo dejaba una línea de rayas intermitentes que brillaban misteriosamente en el aire donde estaba la pared, y si pasaba la mano de regreso sobre las marcas, toda la tinta se le iba con el guante. Tyler estaba a cuatro patas intentando el mismo procedimiento con la moqueta y con unos resultados muy similares. Me pregunté qué diablos pretendía. Parecían niños de parvulario.
Entré directamente en la habitación con ellos. Fui muy cuidadoso al avanzar, procurando evitar cualquier colisión con las paredes o los muebles, pero confiaba en que, embutidos en sus trajes y con la continua chachara de Clellan en sus auriculares, no me oirían pasar. Encontré la puerta del despacho de Wachs, la abrí, entré y volví a cerrarla con cuidado a mi espalda. Cuando el pestillo se encajó, Tyler levantó la vista súbitamente. Ambos permanecimos inmóviles un momento y luego él volvió a su tarea de siluetear la moqueta. Aguardé un poco más y me dirigí hacia el cuarto de baño.
Ahora me movía más confiadamente. Conocía con cierta aproximación dónde se encontraban las paredes y los muebles de esa estancia y empezaba a desarrollar el sentido de cuándo mi pie no visible estaba a punto de chocar contra el suelo no visible mientras caminaba. Mantenía los brazos extendidos por delante y a cada paso esperaba a que mi pie estuviese bien asentado en el suelo antes de cargar todo mi peso sobre él.
Encontré el armarito del botiquín y me hice otra vez con las aspirinas. Ahora me encontraba mucho mejor, pero de todas formas me tragué unas cuantas sin agua antes de echarme el frasco al bolsillo. Entonces tanteé cada estante del armarito, recogiendo objetos que iba metiéndome en los bolsillos. Una cuchilla de afeitar, hilos de seda para limpiar los dientes, jabón de afeitar, dos peines de plástico, cartuchos para maquinilla de afeitar, un cepillo de pelo, una maquinilla eléctrica, un cortauñas, una brocha de afeitar, unas pinzas, una cajita de metal llena de vendas, un rollo de esparadrapo. Encontré asimismo media docena de frascos de diferentes tamaños que exhalaban una gama de perfumes. Los dejé donde estaban. En el extremo del lavabo encontré una pastilla de jabón y sobre una repisa dos cepillos de dientes y un vaso de plástico, todo lo cual me lo metí en los bolsillos de la americana junto con las otras cosas.
Necesitaba un sistema mejor de transporte. No había acabado con el primer cuarto y tenía ya los bolsillos tan repletos que temía romper lo que iba a ser mi único traje de verdad para el resto de mi vida. Atravesé la estancia en dirección a la ducha y, con ciertas dificultades, solté la cortina de sus enganches y la extendí en el suelo. Primero puse sobre ella todas las toallas que logré encontrar por allí y luego los chándals colgados de las perchas cercanas a la sauna. Luego vacié mis bolsillos sobre el montón. En una estantería situada sobre los colgadores, encontré una gorra de lana, una bufanda y una caja metálica que, debido a su peso, abrí para ver si merecía la pena cargar con ella. Gasa, algodón, esparadrapo: era un botiquín de primeros auxilios. Al montón. Proseguí a lo largo de las restantes paredes en busca de otras estanterías. Recordaba con toda certeza haber visto unas zapatillas de deporte y me puse a gatas para buscar por el suelo hasta dar con ellas: dos pares de zapatillas de deporte y unas sandalias de goma. No me paré a comprobar si me iban bien. No tenía tiempo. Debía empaquetar mis cosas y marcharme.
En el vestíbulo, Morrissey y Tyler habían dejado sus rotuladores y jugaban ahora con una cinta adhesiva de color vivo. Incluso trabajando juntos tenían muchas dificultades para cortar trozos de cinta y, una vez cortada, ésta se resistía a pegarse en la pared. En cambio parecía pegarse perfectamente a los guantes de Morrissey. Tyler intentaba, con relativo éxito, despegarle las cintas a Morrissey, aunque no tardó en encontrarse también con tiras pegadas a sus guantes. A través de la pared medio les oía hablar lastimeramente con Clellan acerca de sus dificultades. Por el momento parecían bastante inofensivos, pero sabía que no tardarían en abrirse paso por todo el edificio y que al hacer yo lo propio, saqueando, acabarían cayendo en la cuenta de mi presencia.
Al haber estudiado los planos del edificio pude localizar sin mucha dificultad el armario del vigilante anexo al cuarto de baño, y allí encontré dos camisas, un par de pantalones y un par de zapatos de tenis en muy mal estado. Encontré asimismo otra caja de metal, pero más grande. Me costó un rato encontrar la forma de abrirla. Recorriendo su perímetro con las manos di con dos pestillos que finalmente logré abrir. Estos artilugios pueden ser complicados cuando no ves lo que haces. La tapa se deslizó hacia atrás arrastrando consigo varios compartimentos interiores en los cuales pude identificar de inmediato unos alicates, varios destornilladores y un juego de llaves. ¡Una caja de herramientas! El descubrimiento me animó. Pero debido a que durante mi examen del contenido debí dejar algo fuera de sitio, la caja no se cerraba y cuando quise arreglar las herramientas a toda prisa aún fue peor. Al fin hube de variar media caja dejándolo todo fuera y luego volverlo a meter sistemáticamente antes de poder volver a cerrar y poner los pestillos. Durante todo el rato estuve arrodillado, en posición forzada, en el suelo del armario, sintiéndome progresivamente disgustado debido al tiempo perdido. Advertí que tenía la camisa empapada de sudor y me quité la americana dejándola sobre la caja de herramientas. Y también la corbata. ¿Para qué me servía ahora?
Desde aquí oía las voces de Morrissey y Tyler muy débiles y no lograba entender lo que decían. Miré en su dirección. Morrissey continuaba sosteniendo el rollo de cinta. Tyler había abierto su propia caja de herramientas, que flotaba en el aire; debía de tenerla sobre una mesa.
Retorné apresuradamente a mi búsqueda por el armario y saqué un cubo, varios trapos, un paquete de bolsas de basura. Desatornillé el asa de madera de un recogedor. No sabía qué utilidad podían tener esas cosas: me parecía estar escogiéndolas casi al azar y me preguntaba con ansiedad si estaría quedándome con las más adecuadas. Pero carecía de experiencia que pudiera ayudarme a saber lo que habría de necesitar y no tenía tiempo para detenerme a pensarlo. Sabía que debía recoger toda la ropa que pudiera encontrar y cualquier tejido que eventualmente pudiera ser utilizado como ropa de vestir. Aparte de eso, me llevaba todo lo que fuera transportable y que pudiera ser utilizable como arma o como herramienta, o al menos eso era lo que imaginaba en mi terror.
Al fondo del armario encontré una escalera de unos dos metros de alto. No bastaría para la cerca. Decidí dejarla donde estaba. Llevé todo lo que había encontrado al cuarto de baño y lo coloqué sobre la cortina de la ducha. La caja de herramientas, debido a su peso, y el mango del recogedor, debido a su longitud, los dejé en el suelo junto al resto. Precisaba tenerlo todo agrupado. Cuando no puedes ver las cosas, te puede costar una eternidad encontrarlas. La existencia puede convertirse en una búsqueda de lentillas durante todo el santo día.
Tyler y Morrissey habían abandonado ahora la cinta y trabajaban con un gran rollo de cable. Lo colocaban en el suelo justo en la juntura con las paredes. Al llegar a una puerta, lo cortaban con unos gigantescos alicates y dejaban un hueco. De esa forma delinearon el vestíbulo y dos pequeños cuartos adyacentes. Estaban suponiendo un plano visible al edificio invisible. Caí en la cuenta de que casi con toda seguridad el despacho de Wachs sería el siguiente y deseaba explorarlo antes que ellos. En realidad, yo debería haber empezado allí. Ahora tendría que darme prisa. Permanecer tranquilo y trabajar con la mayor eficacia posible.
Cogí la cortina de baño por sus cuatro esquinas y arrastré el bulto hasta el centro del despacho de Wachs. Tomé asiento a la mesa y exploré su superficie, encontrando un abrecartas, una grapadora y una regla. Sin hacer caso de los ahora inútiles montones de papeles me dediqué a los cajones, en los cuales encontré clips, gomas, tijeras, una navaja suiza, tres llaveros repletos de llaves de todas clases, un microcassette, tarjetas de crédito y papel celo.
Y, justo al fondo del último cajón de la derecha, una pistola.
Nunca he tenido mucho aprecio por las armas, pero el descubrimiento de ésa fue emocionante. Seguramente, pensé, mejoraría mi situación, quizá de forma decisiva. Me sentí más fuerte y me encontré mirando a Clellan y al coronel allá en el césped. Era una pistola; una pistola muy pequeña. Entonces, pese a las prisas, creí necesario tomarme algún tiempo examinándola: quería estar seguro de lo que tenía y de cómo se usaba. Me costó un rato conseguir sacar el cargador porque no tenía la menor idea de cómo funcionaba. Lo vacié y conté las balas, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, y luego hice prácticas apretando el gatillo y poniendo y quitando el seguro. Recargué cuidadosamente el cargador, contando de nuevo las balas para estar seguro de que las ponía todas, y me eché la pistola al bolsillo.
Tenía que haber más balas en algún sitio. No en los cajones. El problema era que una pistola invisible no tenía sentido sin balas invisibles, y sólo disponía de seis. Tenían que estar en algún lugar de la habitación; tendría que dedicar algún tiempo a la búsqueda. Unos veinte minutos más tarde —resultaba difícil juzgar el paso del tiempo—, había explorado el resto de la estancia añadiendo a mis posesiones, entre otras cosas, un rollo de cordel, dos empalmes eléctricos, un teléfono, un paraguas, un impermeable y un par de botas de goma, pero no más munición. Estaba casi obsesionado por la necesidad de encontrar más balas, y sólo con grandes dificultades logré obligarme a abandonar la búsqueda antes de echar por tierra todo lo ya conseguido.
El montón de cosas recogidas era ya enorme y resultaría difícil de transportar. Además, Tyler y Morrissey podrían entrar en cualquier momento y chocar literalmente contra él, con lo cual perdería para siempre el control de todo el lote. Tenía que sacarlo del edificio, lejos de su alcance. Caminando a lo largo de la pared que cerraba el edificio y tanteando con las manos, encontré una ventana y alcé el bastidor inferior. El ruido me pareció un cataclismo y miré por encima del hombro (o quizás a través de él) para ver si Tyler y Morrissey lo habían escuchado. Parecían totalmente absortos en su tarea. Estaban realizando un primoroso trabajo en la zona del vestíbulo. Habían colocado pedazos de cable a lo largo del alféizar de las ventanas y estaban atando hilo eléctrico en torno a las patas de los mostradores, mesas y sillas de forma que ahora se podía ver claramente la disposición de la habitación y los muebles.
Regresé a mi pila de objetos invisibles y me arrodillé para localizar las cuatro esquinas de la cortina y agarrarlas con una sola mano. Entonces, medio la cargué y medio la arrastré hasta la ventana. Mientras avanzaba, podía oír cómo caían objetos del montón. Lo había llenado demasiado; tendría que ser más cuidadoso. Ahora no podía cometer errores. Levanté el bulto hasta el alféizar con lo que me pareció un horrísono fragor, y luego lo hice descender hasta el suelo por el otro lado. Entonces busqué a gatas lo que había perdido por el camino. Todo cuanto pude encontrar fue un llavero y un calcetín de deporte. Mientras permanecía arrodillado en el suelo guardándome esas cosas en los bolsillos, Tyler y Morrissey empujaron la puerta y se reunieron conmigo en el cuarto.
Estaban haciendo notables progresos en su trabajo y se pusieron de inmediato a la tarea, cortando y colocando pedazos de cable en los extremos del cuarto y envolviendo los muebles con trocitos de hilo eléctrico. Desgraciadamente empezaron por la pared que separaba el despacho del vestíbulo y del cuarto de baño. Tal vez debiera haber esperado —o simplemente, haber saltado por la ventana abandonando el campo—, pero el mango del recogedor y la caja de herramientas seguían en el suelo del cuarto de baño y de ninguna forma deseaba que ellos se quedasen con esa caja. De todas formas, parecían absortos en su trabajo y no me habían descubierto cuando pasé por su lado en el vestíbulo.
Me puse en pie y caminé lentamente, dando un paso tras otro, justo por entre medio de ellos en dirección al cuarto de baño. Por alguna razón, la puerta no estaba lo suficientemente abierta como para permitirme pasar y cuando traté de empujarla con suavidad se produjo un feo crujido. Tyler se inmovilizó. Cuando apoyé el pie sobre el suelo embaldosado del cuarto de baño, la suela de cuero provocó un ruido. Oí a Tyler hablar a través de su micrófono en voz baja y monocorde.
—Está aquí con nosotros. Se está moviendo por aquí mismo… Sí, señor, estoy absolutamente seguro.
También Morrissey había dejado de moverse. Agachándome y tanteando el suelo con cuidado, localicé tanto la caja de herramientas como el mango y levanté despacio primero uno y luego la otra. El mango produjo un pequeño chirrido cuando lo rodeé con la mano. Los tres nos quedamos inmóviles durante algunos minutos.
Entonces empecé a moverme en dirección a ellos, poniendo cuidadosamente a cada paso el tacón antes de cargar el peso sobre la suela.
Debería haber salido por la otra puerta y tomar por el pasillo hasta el extremo opuesto del edificio. Pero no había estado antes y tenía miedo de tropezar o, todavía peor, encontrarme atrapado al encontrar cerradas las puertas. Ahora conocía muy bien el camino por el despacho y creí que una vez sobre la moqueta podría caminar silenciosamente. Pero justo cuando pasaba junto a Morrissey le oí decir:
—Tienes razón, está aquí mismo. Puedo sentir cómo se mueve el mamón. Noto como tiembla el suelo.
Arremetió directo contra mí. Puede que fuera tan sólo una intuición, pero acertó. Le hundí el mango del recogedor en el estómago con todas mis fuerzas. Ignoraba cuánto podía tardar en hacer efecto a través del traje protector, pero el golpe resultó suficiente. Se dobló en dos y cayó al suelo emitiendo una especie de gemido gorgoteante. Al principio Tyler no pareció saber si perseguirme a mí o ayudar a Morrissey, pero cuando miró en torno y no vio nada susceptible de ser perseguido se inclinó sobre Morrissey. Morrissey y yo no parecíamos destinados a ser amigos.
Me dirigí directamente al vestíbulo, salí por la puerta principal y rodeé el edificio hasta llegar a donde estaban mis cosas. Descubrí que se habían caído otros objetos por los lados. Tendría que encontrar la forma de asegurar el hato si es que quería llevármelo. Probé a anudar primero dos puntas en diagonal y luego las otras dos. Empezaba a acostumbrarme a no poder ver ni mis manos ni aquello que estuviesen manipulando, pero seguía siendo como andar a tientas por una casa a oscuras, y hacer los nudos resultó una tarea particularmente ardua. Cuando al fin lo conseguí, pasé el mango por los nudos y me eché —aunque penosamente— el fardo al hombro. Entonces, recogiendo la caja de herramientas con la otra mano, eché a andar hacia el césped.
No veía qué razón tendrían para buscar en el patio, pero decidí dejar las cosas donde no hubiera la posibilidad de que alguien tropezase con ellas, así que lo dejé todo al pie de un haya enorme cuyas ramas, bajas y desparramadas, hacían imposible que nadie pasase por allí sin chocar con ellas. Pero conservé la pistola conmigo.
Regresé para continuar el registro del edificio, empezando por el vestíbulo para luego seguir por las restantes habitaciones. Me movía lo más rápido posible, buscando por los cajones y armarios, sacando todo aquello que pudiese serme de utilidad y formando con todo ello un montón en el centro de la habitación para recogerlo cuando acabase. En el vestíbulo encontré un sofá —en realidad el sofá lo encontró Morrissey— del cual pude extraer seis fundas de cojines y almohadones que me servirían de sacos para el resto de mi botín. Mis tesoros bajo el árbol crecían. Demasiado, porque ¿cómo me las arreglaría para transportarlos? Traté de ser más selectivo y concentrarme en ropas y telas. Algunas habitaciones tenían cortinas, que descolgué. Encontré otro par de zapatillas de deporte y como el ruido de las suelas de cuero de mis zapatos en el corredor de suelo desnudo había empezado a ser una cruz para mí, probé a ponérmelas. Eran un número más pequeñas que el mío, pero con los delgados calcetines que llevaba puestos resultaron soportables, así que las anudé y arrojé mis zapatos al montón.
Encontré dos impermeables más. Afortunadamente, ayer había llovido. O quizá no. Pues quizá no me hubiese quedado dentro. No tenía sentido pensar en eso. Debía seguir moviéndome. No tardaría en encontrarme con el problema de cómo pasar con todas esas cosas a través de la cerca. O incluso sin ellas. No tenía ni idea. De momento proseguiría mi búsqueda por las habitaciones y resolvería el problema de la cerca a su debido tiempo. Aunque tal vez fuera mejor pensar en el problema de las armas. El coronel había ordenado a su gente hacer uso de las armas.
Por dos veces, Gómez entró en la furgoneta pequeña, salió por la puerta y regresó unos minutos después. Cada vez que salió o entró me detuve a mirar. La puerta se abría lo suficiente para dejar paso a la furgoneta, rozando casi ambos costados. La zona situada inmediatamente detrás de la puerta parecía estar cercada y provista de una segunda puerta. Ninguna posibilidad. Pero mejor pensar en ellos después.
La primera vez, Gómez volvió con más cable y alambre para Tyler y Morrissey. Pero la segunda vez reapareció por la parte trasera de la furgoneta con un par de correas en las manos. Sujetos al extremo de las correas llevaba dos perros. Eran del tipo de perros que salen en las películas persiguiendo fugitivos por entre los arbustos o en los pantanos. Ató los extremos de las correas al parachoques trasero y desapareció en la otra furgoneta.
No sabría decir hasta qué punto me descorazonó y me aterrorizó la visión de esos perros. ¿Qué posibilidad me cabría una vez que los pusiera tras mi pista? Me encontraba en un área relativamente pequeña y cerrada. Quizá resultase imposible atravesar la cerca de todas formas, pero perseguido por los perros sería ya absolutamente imposible. Tendría que intentar el asalto a la cerca en seguida, y con toda probabilidad debería desistir de la idea de llevar gran cosa conmigo.
Pero, un momento, quizá dispondría de más tiempo después de todo.
Clellan y el coronel se encontraban delante de la furgoneta grande con la atención centrada en Tyler y Morrissey. Gómez estaba totalmente fuera de la vista. Me acerqué a los perros y al tiempo de acercarme rebusqué en el bolsillo, saqué el revólver y le quité el seguro.
Los animales estaban acostados sobre el césped jadeando quedamente. Cuando estuve a unos pocos metros de su posición uno de ellos se estremeció y se puso en pie de un salto. Alcé el brazo apuntando el arma a la cabeza del animal. Caí en la cuenta de que mi gesto era más bien hipotético, toda vez que no podía ver ni el revólver ni mi propio brazo, y ya puestos, ni siquiera sabía exactamente dónde me encontraba. Decidí que, si quería evitar una espantosa carnicería con lo que ya de por sí era un asunto desagradable, tendría que acercarme más. Di tres silenciosos y sigilosos pasos en dirección al animal y traté de poner el cañón directamente sobre su cabeza. Pero calculé mal la distancia y le di en el morro. Emitiendo un solo ladrido de dolor, retrocedió y luego profirió un prolongado gruñido. Retrocedí. Alguien más familiarizado con las armas de fuego sin duda hubiera disparado instantáneamente. Pero yo me limité a quedarme quieto viendo cómo el otro perro se levantaba y empezaba a ladrar.
En el curso de los siguientes minutos hubo un escándalo de gruñidos, ladridos y jadeos. Sin embargo, mi terror inicial se convirtió de pronto en alivio, pues comprendí que esa gran actividad no iba directamente dirigida contra mí. Parecían oír incluso el ruido más leve, pero, desde luego, no podían olerme en absoluto. Más animado, regresé al edificio para continuar con mi trabajo.
Morrissey y Tyler se movían ahora muy aprisa. Cuando hubieron acabado de delinear con cable y alambre el despacho de Wachs y el cuarto de baño, hicieron lo propio con el pasillo que recorría todo el edificio y empezaron con las restantes oficinas, registrando el edificio por detrás de mí. Al cabo de un tiempo se quedaron sin cable y empezaron a delinear las paredes con un cordel blanco, que resaltaba hermosamente contra la superficie negra del aparente cráter situado debajo de nosotros. En las horas siguientes, el edificio cobró forma a nuestro alrededor como un enorme modelo construido con limpiapipas. Tyler entraba primero en cada nueva estancia moviendo el detector por delante, oficialmente para comprobar la existencia de radiactividad, pero en la práctica para localizar mesas, sillas y paredes. Entonces él y Morrissey se dejaban caer de rodillas —algo para lo que sus trajes evidentemente no habían sido diseñados— y colocaban el cordel. Morrissey se dedicaba al perímetro de la habitación y Tyler marcaba el mobiliario. No dejaban de hablar continuamente con Clellan: «Aquí, en el centro de la habitación, una gran mesa. Silla giratoria». O también: «He encontrado dos puertas en la pared oeste. ¿Puedes decirme si una de ellas da sobre la habitación contigua? ¿Ves un armario empotrado en el plano?». O también: «El mamón está en la otra habitación. Puedo oírle. Lo juro por Dios. Se le ha caído algo ahí… Se mueve por el edificio delante de nosotros».
Durante algún tiempo fue verdad que avanzaba por el edificio por delante de ellos, pero siempre estaban a punto de alcanzarme y decidí rodearlos y marchar por detrás dándoles una o dos habitaciones de ventaja. Ello me permitía aprovecharme del cable y el alambre que ya habían colocado, pues podía moverme por allí sin temor a chocar con los muebles o las paredes. Por otra parte, debía tener cuidado de no delatarme moviendo los muebles ya marcados, y no me atrevía a volver a sentarme en las sillas mientras rebuscaba en las mesas.
Morrissey y Tyler trabajaban duro: era obvio que lo que estaban haciendo resultaba agotador y dificultoso, especialmente debido a los trajes y guantes que llevaban. La moral era baja; todos recordaban la pérdida del gato —por no hablar de la pérdida del ser humano— y Morrissey recordaría con toda seguridad el mango hundido en su estómago. Eran conscientes de mi presencia, lo cual les ponía nerviosos e irritables; quizás incluso tuvieran miedo. A mí, ciertamente, eso de trabajar todos juntos en el mismo espacio me ponía nervioso y asustado. No podía evitar hacer ruido mientras iba por ahí abriendo cajones y llevando cosas de una habitación a otra. Una vez estiré demasiado fuerte de un cajón y hube de oírle golpear contra el suelo. Tyler y Morrissey vinieron corriendo, o lo más parecido a venir corriendo que les permitían sus trajes. Mucho antes de que ellos localizasen la mesa y el cajón caído a su lado, yo estaba muy lejos de su alcance, observando desde la estancia vecina.
—Va rebuscando en las mesas —informó Morrissey—. Parece andar buscando algo. Pero no sé qué. Es muy escurridizo. Me gustaría echarle la mano encima a ese mamón. Si pudiéramos quitarnos estos trajes… Sí, señor.
Cuando unos minutos más tarde tropecé con una silla ni siquiera se molestaron en levantarse. Alzaron la vista y escucharon un momento; y luego volvieron hoscamente a su trabajo.
Debiera haber intentado antes la escapatoria. Debiera haberme enfrentado al problema de la cerca. Pero me dije a mí mismo que estaba esperando a que Tyler y Morrissey abriesen el laboratorio. No estoy seguro de qué esperaban encontrar allí exactamente, pero supongo que el razonamiento conmigo mismo debió ser que en él habría herramientas útiles. Y creo que imaginaba que allí, en el origen del desastre, encontraría algún tipo de luz, una explicación a mi ridicula situación, el porqué había ocurrido o qué podría hacer yo al respecto.
A primera hora de la tarde, habíamos acabado con las habitaciones situadas en la mitad frontera del edificio. Yo las había registrado y Tyler y Morrissey las habían delimitado con cordel. Cuando regresaba del árbol donde acababa de depositar mis últimos hallazgos, vi que Tyler y Morrissey habían salido del edificio y se abrían camino lo mejor que podían en dirección al borde del cráter. Clellan se había acercado justo hasta el límite del anillo para recibirlos, trayendo consigo los perros. La caza del hombre iba a comenzar. Los perros ya no me asustaban, una vez comprobado que no podían olerme, pero me preocupaba el encontrarme lo suficientemente cerca de ellos como para que pudieran oírme, así que decidí asistir a la caza desde el césped en compañía de Clellan. Me dirigí hacia él y permanecí a unos tres metros de distancia mientras le hacía entrega de los perros a Tyler y Morrissey.
Los perros se mostraron desde el principio muy poco entusiasmados con Morrissey y Tyler, quizá porque encontraban que sus atuendos eran poco tranquilizadores. Me solidaricé con ellos. Luego resultó que la falta de entusiasmo era recíproca: hubo una laboriosa discusión acerca de cuál de los dos hombres manejaría los perros. Finalmente Tyler fue el elegido, quizá porque aceptaba la desgracia con más garbo, o al menos con estólido estoicismo.
Con la ayuda de Clellan, Tyler se las arregló para enrollar las dos correas en torno a su mano embutida en el enorme guante, y tras unos cuantos tirones y sacudidas los condujo hasta lo que incluso un perro debía percibir como el borde de una zanja ancha y profunda. Tyler se adentró delante de ellos en la superficie invisible, pero aparentemente no les animó gran cosa su habilidad para sostenerse en el aire. Con unos cuantos tirones y empujones más, Tyler se las arregló para que ambos perros colocasen sus patas delanteras más allá del anillo visible, pero allí se pararon decididamente. Estaban dispuestos a ser arrastrados hasta el borde y luego lanzados al vacío, pero no estaban en absoluto dispuestos a levitar. Pusieron rígidas las patas y se inmovilizaron. Ni siquiera ladraban ahora. Tyler se volvió hacia los perros y estiró con ambas manos de las correas. Morrissey se acercó por detrás y, doblándose con gran dificultad, trató de abarcarlos y empujarlos con sus manos. Uno de ellos empezó a emitir un largo y sordo gruñido que concluyó abruptamente con un salvaje mordisco en el, por desgracia, bien protegido brazo de Morrissey.
Clellan intervino con palabras de ánimo.
—Eso es. Limítate a empujarlos. Todo irá bien.
Pero nada invitaba a pensar que todo fuera a ir bien. Tyler había logrado arrastrarlos cosa de medio metro sobre la superficie invisible, pero ambos continuaban resistiéndose y gruñendo como demonios. Tyler estaba en el umbral sin poder obligarles a subir los escalones.
—Así está bien —dijo Clellan—. Aguántalos un momento. Deja que se acostumbren.
Tyler estuvo aguardando un buen rato a que se acostumbrasen. Los perros, ahora que nadie los empujaba hacia adelante, dejaron de estirar hacia atrás y las correas cayeron fláccidas. Los dos animales permanecieron encogidos de miedo sobre el vacío. Yo me encontraba en situación de simpatizar con ellos. Por otra parte, ellos al menos podían cerrar los ojos.
De repente, uno de los perros pegó un salto en dirección al anillo. Tyler, que mantenía una actitud de hosca resignación, estaba desprevenido y salió disparado desde lo alto del porche, y fue a caer sobre el otro perro. Tyler sólo dijo «¡Mierda!», pero los perros armaron un escándalo considerable, sobre todo el que estaba debajo. Clellan no paró de hablar, diciendo cosas como «Tranquilos, tranquilos. Meted dentro esos perros y dejadles que se calmen». Pese a la confianza de sus palabras, su voz denotaba un sobretono de impaciencia.
Morrissey aprovechó la ocasión para sugerir en voz quejumbrosa que sin los trajes protectores que él y Tyler se veían obligados a llevar, ambos podrían ser más eficaces y estar menos incómodos. Sugirió específicamente que «si pudiéramos quitarnos estos jodidos trajes le echaríamos mano a ese mamón de ahí dentro».
Clellan era de otra opinión.
—Morrissey, vas a llevar ese jodido traje hasta que recibas órdenes de quitártelo. Y si vuelves a decir una sola palabra acerca de ese jodido traje vas a vivir dentro de ese jodido traje hasta que no seas capaz de recordar cómo te sentías sin él. Comerás, dormirás, mearás y cagarás en él de aquí al verano. ¿Me has comprendido, Morrissey?
Pese a que su respuesta resultó inaudible, Morrissey pareció comprender. Se quedó tieso. El estado de ánimo general se resquebrajaba. Clellan se volvió hacia Tyler.
—Mete a esos perros dentro y llévalos por todo el edificio. ¿Me oyes?
Tyler respondió pegando unos cuantos tirones bestiales de las correas. Los perros, al sentir que los collares se contraían violentamente en torno a sus cuellos, soltaron gemidos desgarradores. Aunque Tyler se las arreglaba para mantener su pétrea compostura, estaba visiblemente enfadado.
—Estos perros van a dar un paseo —anunció—. Enrolló varias veces más las correas en tomo a su mano enguantada hasta que ésta quedó a pocos centímetros de las mandíbulas de los animales y luego empezó a subir las escaleras en dirección al edificio. Los reticentes y casi estrangulados animales apuntaban con los morros desesperadamente a lo alto y se apuntalaban con las patas a fin de oponerse resueltamente a todo movimiento de avance, pero Tyler les arrastraba con igual determinación.
—Está bien, chuchos, venid a dar un paseo conmigo —Tyler los acarreó hasta el vestíbulo y trazó un círculo alrededor del invisible mostrador. Había algo de maníaco en su rabia controlada mientras remolcaba a los frenéticos animales por el suelo—. ¿No oléis nada aquí? Está bien. Probaremos en la próxima habitación —entró en el despacho de Wachs arrastrando a los perros detrás y trazó otro airado círculo.
—O.K. —dijo Clellan intranquilo—. Cálmate, Tyler. Todo va bien —Tyler estiraba de los perros que se debatían a lo largo del corredor—. Muy bien, Tyler. Continúa —Tyler se detuvo y se volvió lentamente hacia nosotros—. Tyler, ata a esos perros en cualquier cosa que encuentres por ahí. Quizá dentro de un rato se hayan acostumbrado. O tal vez no. Ya veremos. Ahora vamos a abrir el laboratorio —Tyler estiró de los animales hasta una oficina y ató las correas a la pata de una mesa. Los animales se mostraban comprensiblemente desdichados. No podían ver la pata de la mesa y tratando de resolver su situación creo que uno, o los dos, debieron golpearse contra ella y hacerse daño. No parecían acostumbrarse rápidamente a su nuevo entorno, o a la falta del mismo.
De repente, sin previo aviso, se oyó un indescriptible lamento como del más allá, y en el terrible momento que transcurrió antes de caer en la cuenta de que provenía de uno de los perros, yo di por seguro que me había muerto del todo y había sido enviado al infierno, y que ese terrible sonido era una indicación del eterno tormento que lo seguiría. El otro perro lo imitó. Durante largos minutos todos permanecimos allí, paralizados por el sonido, hasta que finalmente el coronel hizo un gesto y Tyler trajo a los perros al césped.
Diez minutos después, Gómez se acercó al borde del anillo desenrollando al caminar lo que parecía ser un cable eléctrico procedente de un gran carrete metálico. Morrissey y Tyler se hicieron cargo del carrete y pasaron el cable a través de una ventana invisible y de una de las oficinas y a lo largo del corredor. Allí lo empalmaron a una taladradora y Morrissey empezó a horadar laboriosamente agujeros en el aire. Trataba de abrir la puerta del laboratorio. Me deslicé con cuidado por el corredor y me detuve justo a su lado, esperando a que me abriera.
Pude ver que Morrissey tenía dificultades. La taladradora pesaba y era difícil de manejar con aquellos gruesos guantes. Se detenía de cuando en cuando y aplicaba una pequeña sierra eléctrica contra la puerta. Yo no entendía qué estaba haciendo exactamente, pero recordaba que era una puerta metálica y que debía de ser gruesa. Trabajó durante media hora, sudando en su traje de buzo, incapaz de manejar adecuadamente las herramientas o incluso de saber con exactitud lo que iba haciendo. Había dejado de hablar y cuando Clellan le pedía informes acerca de sus progresos, las respuestas eran secas.
Estuve todo el rato detrás de Morrissey aguardando pacientemente. Me hubiera gustado ofrecerle algunas sugerencias acerca de cómo atacar la puerta, pero a pesar de nuestro común interés no creía que él y yo hubiésemos podido trabajar juntos en paz. Sacó un gran destornillador de su caja de herramientas y lo usó como palanca justo enfrente de donde estaba. Recurría a todo su peso para apalancar contra algo —presumiblemente el mecanismo de cierre—, pero como sólo él y el destornillador eran visibles, la pantomima resultaba bastante grotesca. Entonces el destornillador saltó abruptamente en su mano, él dio un empujón con el hombro y anunció:
—Lo conseguí. Está abierta.
Hizo una pausa para escuchar lo que Clellan le decía por radio y luego se inclinó para recoger el detector de radiación. Cuando volvió a incorporarse, se dio la vuelta y miró derecho a través de mí. Ello me desconcertó momentáneamente. Me volví yo también y vi que miraba a Tyler, el cual avanzaba por el corredor para unirse a nosotros ahora que el laboratorio estaba abierto.
Morrissey no le esperó. Sosteniendo el detector con la mano derecha, hizo uso de la izquierda para empujar la puerta. La larga espera había avivado mi deseo de entrar en el laboratorio y decidí hacerlo justo detrás de Morrissey y por delante de Tyler. Cuando Morrissey atravesó el umbral y apartó la mano que había usado para abrir la puerta, algo golpeó violentamente contra todo mi cuerpo. Fui consciente de haber recibido el impacto fundamentalmente en la frente, la nariz, el pómulo izquierdo y la punta del pie izquierdo, pero quedé ofuscado tanto por la sorpresa como por la fuerza misma del golpe. Aunque a lo largo del día había empezado a acostumbrarme a la invisibilidad de mi entorno, ese impacto sin previo aviso y sin una explicación racional me abrumó, y permanecí aturdido durante bastantes segundos antes de comprender que la puerta me había golpeado al ser impulsada automáticamente por un muelle. Me palpé aturdido la nariz y el pómulo, que me palpitaba dolorosamente. Hinchados pero nada roto. Ningún signo de sangre.
Aunque todo el rato estuve mirando a Morrissey y le vi estremecerse abruptamente ante el sonido de la puerta al golpearme, dejé de pensar por completo en él hasta que le oí hablar agudamente por el micrófono, casi en susurros:
—Está detrás de mí. ¡En la puerta!
Desde la corta distancia a la que se encontraba, Tyler recorrió a paso de carga el corredor y atravesó el umbral en dirección a Morrissey. Le era difícil avanzar con ese traje, pero se las arregló para faenar terreno laboriosamente; con los brazos extendidos intentando atraparme. Al mismo tiempo Morrissey giró sobre sí mismo, soltó el detector y me embistió. Ambos me pusieron las manos encima y de no ser por esos absurdos guantes hubieran podido atraparme fácilmente. Presa del pánico me desasí de ellos, empujándolos y golpeándolos a ciegas para liberarme. En algún momento recibí un golpe en la cabeza. Me alejé de ellos tambaleándome a lo largo de la pared interior del laboratorio. Noté que me retumbaba el corazón como si fuera un conejo en una trampa. Cuando traté de comprobar otra vez los daños sufridos en el rostro, advertí que me temblaban las manos. Me detuve a observar cuál iba a ser su siguiente movimiento. Una vez que perdieron contacto conmigo ambos se incorporaron. Tyler se deslizó ligeramente de costado y oí cerrarse la puerta a su lado. Dio un paso atrás y se apostó impidiendo la salida.
—Lo hemos cogido —dijo Tyler por el micrófono—. Lo tenemos cogido en el lab… No, anda suelto por aquí, pero yo estoy bloqueando la puerta. Es la única ¿verdad? No podrá salir de aquí… No me moveré. Oiga, ¿qué dicen los contadores?… ¿Nada? Morrissey tiene razón, señor. Nos las arreglaríamos mejor sin estos trajes… Sí, señor… Sí, señor.
Tyler miró hacia el centro de la estancia y habló en voz deliberadamente alta. Al principio no caí en la cuenta de que se dirigía a mí.
—Escucha, amigo, sabemos que estás ahí. Queremos ayudarte.
Hubo una pausa. Yo no dije nada.
—Oyes, debes decimos dónde estás.
Hubo otra larga pausa. Ninguno de nosotros tenía nada que decir.
Él permanecía con la espalda apoyada contra la puerta cerrada, mirando aprensivamente en busca de alguna señal por mi parte. Pero Morrissey se agachó, recogió el detector y se situó en el centro de la habitación moviéndolo hacia atrás y adelante. Observé con mucho interés: podía estar yendo directamente contra el extraordinario artilugio de Wachs, que fuera lo que fuera, había sido el causante de esta grotesca situación. El camino parecía expedito: no encontró ningún mueble o maquinaria; y había desarrollado una extraordinaria habilidad para caminar por la superficie invisible, así que, haciendo gala de una considerable autoconfianza, dio un paso adelante y se precipitó al vacío. O al menos, para Morrissey debió ser como haber saltado al vacío. En realidad había caído en una fea hondonada a unos tres metros por debajo de Tyler y de mí, para luego deslizarse suavemente un par de metros más como si estuviese en un tobogán. El detector, que perdió en la caída, se deslizó detrás de él.
Durante medio minuto largo permaneció caído e inmóvil. Luego empezó a mover sus miembros, desenredándose hasta quedar tumbado de espaldas y suspendido a poco menos de la mitad de camino entre la posición que ocupábamos Tyler y yo y el fondo del aparente cráter. Empezó diciendo:
—Sí, estoy bien. No lo sé… Hay un agujero aquí —explicó, más bien superfluamente, en mi opinión.
Trató de levantarse. Pareció tener dificultades con una pierna.
—La rodilla. ¡Maldita sea, cómo duele!
Utilizando preferentemente un solo pie, empezó a trepar con cuidado hacia nosotros. A los pocos pasos se encontró una zona escarpada. Se le fue el pie y cayó de bruces para luego deslizarse de cara al suelo y con los pies por delante.
—¡Mierda!
Se incorporó lentamente, giró para encararse al lado contrario y lo intentó de nuevo con idéntico resultado. Volvió a levantarse. Esta vez describió cojeando un círculo en tomo al fondo. Se inclinó y palpó la superficie.
—Estoy en un agujero —explicó de nuevo. En su voz se percibía un tono de ultraje cercano al sollozo—. Parece redondo. Y liso. Me resbalo. No puedo salir de aquí yo solo. Alguien va a tener que ayudarme.
Al principio deduje que había tenido lugar una explosión o un incendio en el centro del laboratorio que abrió un agujero en el suelo y que Morrissey había caído en una especie de sótano. Pero no podía recordar sótano alguno en los planos. Me puse a gatas y me acerqué al borde, tanteando cuidadosamente con las manos no fuera a ser que me encontrase en compañía de Morrissey. Cuando alcancé el borde, deslicé las manos a lo largo de la cavidad. Era perfectamente lisa. Hice lo propio con los dedos y luego rasqué con las uñas. Parecía ser un corte limpio en el suelo, con una capa de cemento debajo de la cual aparecía tierra apisonada. Por su forma parecía tan perfectamente esférica como la especie de cráter que nos rodeaba. Gateé más o menos un tercio del perímetro de esa cavidad para verificar mi hipótesis. El borde parecía ser perfectamente circular. En apariencia, la esfera invisible en la que nos encontrábamos tenía un núcleo hueco, quizá de unos nueve metros de diámetro. Cualquiera que fuese la maquinaria que lo había provocado debió explotar o deflagar o en cualquier caso desintegrarse, quedando únicamente la cavidad en la que Morrissey había caído.
Decidí ponerme en pie y marcharme. Había perdido todo interés en el laboratorio. Quería huir.
Tyler, según advertí, no se movía de la puerta. No hacía nada por ayudar a Morrissey ni por facilitarme la salida. Por alguna razón tenía los brazos levantados frente a sí, como si fuera a ser atacado. Comprendí con un pequeño ramalazo de placer que yo era el atacante contra el que se defendía: con Morrissey atrapado en el agüero no tenía a nadie que pudiera ayudarle si yo iba por él. No estaba muy claro que pudiese defender la puerta contra un adversario invisible. Sin embargo, me resistía a atacarle. Necesitaba encontrar una silla o cualquier otro tipo de arma, pero aun así sería difícil hacerle daño dentro de aquel grueso traje, y sobre todo temía un forcejeo que pudiera acabar conmigo en el agujero.
Clellan, según advertí con desmayo, estaba cruzando el césped en dirección a nosotros. No había rastros de radiactividad y podía estar viniendo al edificio en ayuda de Morrissey. Comprendí que mis posibilidades disminuían rápidamente. No había tiempo para pensar. Tenía que tomar una decisión y actuar. Me llevé la mano al bolsillo y empuñé el revolver.
—¿Tyler?
Al sonido de mi voz, Tyler se puso tieso. Aunque conocía mi presencia allí, mi voz incorpórea debió sonarle misteriosa. No contestó.
—Tyler, ¿me escucha?
—Te escucho, amigo. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Tyler, quiero que te apartes de esa puerta.
—No puedo hacerlo, amigo. Escucha, yo…
—Tyler, tengo un arma en la mano. Sé que no puedes verla, así que voy a dispararla una vez, sólo para que puedas oír cómo suena —disparé contra la pared a su espalda. Tyler se agazapó instintivamente al oír el disparo y empezó a decir:
—Oye…
—Mira, Tyler, si no te apartas ahora mismo de esa puerta, te mataré.
Al conocer la existencia de mi arma, Morrissey empezó a quitarse inmediatamente el traje y Clellan echó a correr en dirección al edificio. Clellan empuñaba una pistola con su mano derecha. Era su primer intento de moverse por la superficie invisible y no podía correr a toda velocidad, pero aun así se acercaba rápidamente; llevaba extendida la mano izquierda por delante para evitar chocar contra las puertas cerradas y observaba los pedazos de cordel y de cable que marcaban las paredes y los muebles. Atravesó la puerta principal y penetró en el vestíbulo: llegaría al corredor en cualquier momento. Yo no tenía elección.
Apunté el revólver contra las piernas de Tyler, o al menos lo intenté —pues era difícil saber contra qué apuntaba exactamente— y apreté el gatillo. Se produjo un intervalo tras el disparo y entonces empezó a manar sangre de un agujerito en el traje de Tyler a la altura del pecho. Horrible. Quise darle en el muslo. Otro aspecto horrible de la cosa era que permanecía apoyado contra la puerta, mirando obtusamente al frente.
—¡Quítate! —grité.
Tal vez estaba aturdido por el disparo. Quizá ni siquiera comprendía que había sido alcanzado. Clellan estaba ya en el corredor. Me encontré levantando el revólver y apretando el gatillo de nuevo.
Esta vez Tyler exhaló un gemido y cayó hacia adelante, quedando apoyado sobre su rodilla izquierda. Me eché el revólver al bolsillo y me dirigí rápidamente hacia él. Antes de que lograra incorporarse, me deslicé por detrás de él de forma que mi espalda quedó contra la puerta: apoyé las manos en sus hombros y empujé con todas mis fuerzas. Cayó de bruces. Agarré la parte inferior de sus piernas y las levanté empujándole de nuevo hacia adelante hasta que entró de cabeza en el cráter y cayó al fondo chocando contra Morrissey. Detrás de él quedó un arco de sangre en el aire.
Me encaré con Clellan justo en el momento en que éste alcanzaba la puerta del laboratorio. Salté hacia adelante, agarré la puerta por el agujero que Morrissey había practicado en ella y la abrí justo cuando llegó Clellan con la mano izquierda extendida para ver si estaba cerrada. Con su mano derecha seguía empuñando un revólver. Al no encontrar la puerta, dio un vacilante paso al frente, miró hacia abajo a Morrissey y Tyler y luego buscó desesperado alguna señal de mi presencia. Dio con aprensión otro paso hacia la puerta que yo mantenía abierta para él. Tyler, luchando dolorosamente allá abajo, logró ponerse un momento en pie antes de que le fallase la pierna y cayese de nuevo sobre el fondo de la cavidad. Alzó la cabeza y miró a Clellan.
—¡Márchate! —gritó Tyler roncamente.
Demasiado tarde. Yo había colocado la pierna izquierda delante de Clellan y ahora dejé caer con fuerza mi mano derecha sobre la parte de atrás de su cuello y empujé, de forma que tropezó con mi pierna y se precipitó al cráter junto con los otros. Se le disparó la pistola mientras caía. Al llegar al fondo chocó con Morrissey y cayó sobre Tyler, y los tres quedaron formando un confuso montón.
Al dar media vuelta para salir del edificio, advertí que temblaba de horror y alivio. Nunca había disparado contra nadie antes, y nunca le había hecho daño físicamente a nadie. No tenía tiempo ahora de pensar en ello. Miré hacia el césped y vi al coronel, inmóvil e inexpresivo, mirando hacia mí.
Decidí que debía hablar con él. Era el único con capacidad para conseguir que yo pudiera salir por la puerta. La única alternativa era saltar la cerca de alguna forma y tuve una instantánea visión de mis restos acribillados colgando del alambre de espino. «Visión», naturalmente, no era la palabra adecuada, y se me ocurrió que sólo percibirían mis restos por el tacto. Desagradable para todos. Mejor intentar hablar con el coronel. Disponía, razoné, de cierta ventaja y de cierta credibilidad, pues acababa de disparar contra Tyler y tenía atrapados a los tres en el agujero. Sentí una oleada de repulsión al pensar en la sangre manando del pecho de Tyler; no quise dispararle ahí. Pero no tuve elección. No conseguía pensar claramente sobre ello. Y ahora sólo me quedaban tres balas. En cualquier caso, si no lograba persuadir al coronel de que me dejara marchar, podía realizar una convincente amenaza de disparar contra él.
Cuando me acerqué a él, el coronel hablaba por radio con los hombres del edificio. Me volví y vi que los tres habían confeccionado una escalera humana. Clellan subido en los hombros de Tyler y Morrissey en los de Clellan. Morrissey se agarraba a lo alto tratando de auparse al reborde, mientras Tyler intentaba en el fondo que el peso de los otros dos no le empujase en dirección contraria. Se veía un charquito de sangre flotando entre los pies de Tyler y lo que debía ser el fondo de la cavidad; en derredor se veían manchas translúcidas en el aire; y los trajes y los rostros de los tres estaban llenos de manchas rojizas mientras trepaban por la superficie de la cavidad. Los tres, uno sobre otro, tripa arriba, formaban un dramático arco humano en el aire, como si hubieran quedado inmovilizados en pleno vuelo mientras estaban suspendidos de un trapecio.
—¿Lo habéis conseguido? —decía el coronel—, perfecto. ¿Podéis sacar a Tyler vosotros solos?… Puedo ir ahí si me necesitáis, pero prefiero que permanezcamos separados si es posible… ¿Cómo está?
Vacilé sintiéndome incómodo. Sabía que debía solucionar aquello lo antes posible porque cuanto más lo demorase menos posibilidades tendría. Pero si incluso bajo las más favorables circunstancias resulta difícil entablar una conversación con un extraño, las presentes circunstancias eran grotescamente complicadas en todos los sentidos. De todas formas, deseaba saber cómo estaba Tyler. No pude oír la respuesta. Confié en que no se estuviese muriendo. Miré hacia atrás; Morrissey había logrado salir de la sima y Tyler estaba caído en el fondo. Clellan se inclinaba sobre él.
—Está bien —prosiguió el coronel—. He dado aviso al personal sanitario. Metedle en la ambulancia y sacadle por la puerta lo más aprisa posible, y volved inmediatamente. A menos que ocurra algo seguiremos trabajando aquí. Gómez se encerrará en la furgoneta. Si algo me ocurre a mí, o a la furgoneta, manteneos separados y tratad de llegar a la puerta como podáis. Preferiríamos cogerle vivo, pero si os ataca, podéis hacer lo que creáis conveniente. ¿Morrissey?… Cuando saques a Tyler por la puerta, ten cuidado. Nuestro principal objetivo es asegurarnos de que esa persona no sale de aquí si no es bajo nuestro absoluto control.
El coronel se quitó los auriculares y se los metió en un bolsillo. Alzó el teléfono portátil como si se dispusiera a marcar un número, pero se detuvo a mirar cómo desenrollaba Morrissey un carrete de cable eléctrico negro hacia la cavidad.
Parecía un buen momento para hablar. O quizá no fuera un buen momento —no cabía la posibilidad de un buen momento ahora—, pero como no tardaría en comprobar, el momento sí era bueno.
—Hola —dije.
Pegó un respingo, o mejor dicho, un auténtico salto. Esta vez había conseguido asustarle.
—¿Cómo está usted? —hablaba despacio, todavía intentando controlar la situación. Entonces me tendió la mano.
—Muy bien, y usted —dije en respuesta. Esa mano extendida era un engorro. No era cuestión de permitirle que me atrapara con ella.
—Muy bien, gracias. Me llamo David Jenkins —al ver que yo no respondía prosiguió—, ¿necesita usted algo inmediatamente? Estamos aquí para ayudarle —su voz suave e insinuante, siempre sincera, sonaba ahora comedida. Retiró lentamente la mano. Mientras hablaba, sus ojos buscaban con atención un signo de mi situación. Donde nos encontrábamos el césped estaba machacado por completo, a pesar de lo cual permanecí absolutamente inmóvil. Estaba a cosa de metro y medio de distancia, y un poco hacia un lado.
—No, en realidad, no necesito nada, gracias. Sólo quería hablar un poco con usted, para ver si nos ponemos de acuerdo. Por cierto, lamento todas las molestias causadas.
Agitó levemente la mano como para rechazar cualquier insignificante molestia que yo hubiese causado.
—Lamento especialmente haber disparado contra Tyler —proseguí—. No quería…
—Ha sido culpa suya tanto como nuestra. Me temo que todos hemos llevado mal este asunto. Pero lo importante ahora es que usted reciba inmediatamente los cuidados que sean necesarios —levantó el teléfono como si se dispusiera a marcar un número.
—Espere un momento —dije apresuradamente—. En realidad no necesito ser atendido. Pero eso es de lo que deseo hablar con usted. Creo que sería mejor no mezclar a nadie más en el asunto.
Su dedo se detuvo en el aire sin llegar a marcar. Sus ojos continuaron rastreando el área en busca de alguna pista sobre mi situación exacta.
—Sólo pretendía traer unos médicos —dijo—. Le debemos una excusa: debiéramos haberles hecho venir mucho antes. Creo que a veces le concedemos excesiva prioridad a la seguridad. Pero ahora que le tenemos aquí a usted, lo importante es que le vean y le examinen.
—Ése es el auténtico problema, ¿no es cierto? Me refiero a lo de verme. Pero no parece que estemos llegando muy lejos. En cualquier caso me siento notoriamente bien, dadas las circunstancias, y no quiero en absoluto…
—Debemos hacer que los médicos le reconozcan inmediatamente —su voz era sedosa. Su mano continuaba posada sobre el teléfono.
—No estoy seguro de que un médico vaya a ser más útil que un científico. Probablemente nadie va a ser de gran utilidad si lo piensa bien. Pero si surge algún problema de salud, conozco a un buen médico en la ciudad…
—Queremos que le vean médicos especializados en lo suyo.
—No creo que nadie haya tenido tiempo de especializarse en lo mío, ¿no es verdad? Aunque, una vez en contacto con mi médico, él sería el especialista, ¿no cree? —sabía que la conversación estaba tomando un giro erróneo, pero no era capaz de evitarlo.
—No hay razón alguna para que su médico personal no forme parte del equipo médico. Si me da usted su nombre, lo traemos aquí inmediatamente. ¿Sabe?, creo que está usted suspicaz. Después de todo lo que ha tenido que sufrir sería sorprendente que no lo estuviera. Pero quiero que entienda que estamos aquí para ayudarle. Vamos a hacer por usted todo lo que sea humanamente posible.
Recompuso sus rasgos en lo que seguramente quería ser una sonrisa cálida y tranquilizadora. Fue una sonrisa que, al carecer de un rostro al cual poder dirigirse o del cual pudiera esperarse una respuesta, pareció desaparecer rápidamente una vez mostrada.
—Se lo agradezco mucho —dije en tono más firme—, pero quiero que entienda que he decidido rechazar cualquier ayuda. Todo lo que quiero…
—Por cierto que aún no conozco su nombre. ¿Cómo se llama? Yo soy David Jenkins.
Había algo imperioso en su voz, así que, tomado desprevenido por la pregunta, me vi obligado a responder y dije lo primero que se me pasó por la cabeza.
—Puede llamarme Harvey.
Tuve la visión de un gigantesco e invisible conejo situado junto a Jimmy Steward, y desde el mismo momento en que salió de mi boca lo lamenté. No tenía sentido competir con él y ponerme más suspicaz todavía. Pero Jenkins, por inteligente que pudiera ser, siempre era literal.
—Bien, Harvey, sé que las últimas veinticuatro horas han debido ser increíblemente dolorosas y desorientadas para usted, y nadie en el mundo podría culparle de cualquier incertidumbre o sospecha que pueda sentir, por más irracional que sea. Pero aparte de eso, Harvey, presiento que en cierta manera usted se siente particularmente suspicaz respecto a nosotros, lo cual es asimismo comprensible, y quizá fuera bueno que le contase un poco más acerca de nosotros y de nuestras responsabilidades aquí. Estamos encargados de coordinar la recogida, análisis y síntesis de la información, y aparte de eso, pero quizá más importante aún, de distribuir la información a través de los diferentes niveles de entidades gubernamentales y paragubernamentales.
—¿Quiere decir que pertenecen a la inteligencia? —le propuse en plan cooperador.
Hubo una pausa antes de que prosiguiese.
—Me cuesta utilizar la palabra «inteligencia», Harvey, porque para mucha gente implica una imagen de agentes dobles, microfilms y asesinatos, y aunque incuestionablemente hay una parte de trabajo de campo en la recompilación de información, es importante saber que el noventa y nueve por ciento de los resultados se obtiene de laboriosos análisis de periódicos y revistas.
No dije nada, pero mientras veía a Clellan anudar hábilmente el cable en tomo al cuerpo de Tyler, traté de imaginar a Clellan, Tyler y Morrissey en un despacho y rebuscando en revistas científicas soviéticas.
—Toda sociedad, incluso una sociedad libre, y especialmente una sociedad libre, debe tomar medidas para reunir y salvaguardar la información necesaria para su supervivencia, y eso es justamente lo que hacemos. Ocurre que mi propia formación es fundamentalmente científica, y quizá como resultado de ello, la mayor parte de mi carrera ha estado dedicada a la inteligencia y la seguridad científicas. Pero lo que me gustaría que comprendiese es que no hay nada político en nuestra tarea. Sabemos, naturalmente, que usted vino aquí con toda probabilidad para participar en una manifestación, y quiero que sepa que eso no nos inquieta y que no hay razón alguna para que se inquiete usted. Estamos aquí para ayudarle y no nos importa cuáles sean sus creencias políticas. Pero debo decirle, Harvey, que podría ser que usted y yo tuviéramos mucho más en común de lo que pudiera parecer a primera vista. Por una parte, la gente que entra al servicio del gobierno —ya sea en la inteligencia o donde quiera que fuere— pertenece a todos los credos políticos que pueda usted imaginar, aunque tienen algo en común: carecen de motivaciones económicas o ambiciones personales, pues de lo contrario no estarían ahí. Coincida usted o no con mi opinión personal, esa gente trabaja para su país, por el bien de la sociedad en conjunto; son gente que ha asumido el compromiso de servir a algo que está más allá de su interés personal.
—Exactamente —convine, pese a que por encima de todo mi propio interés personal consistía en atravesar la cerca—, estoy totalmente de acuerdo con usted, al menos en términos generales. Por cierto, mis opiniones políticas son mucho más moderadas de lo que usted probablemente cree —me pareció una buena idea ofrecer algún tipo de seguridad al respecto—. Extraordinariamente moderadas, de hecho…
—Pero ¿no vino usted aquí con los Estudiantes por un Mundo Justo?
—Bien, sí, por supuesto —no deseaba sacarle de esa falsa pista porque, aunque se mostraría menos inclinado a confiar en mí si me tomaba por uno de los manifestantes, al menos retrasaría mi búsqueda en caso de que lograra evadirme—. Mi lema es que todo el poder debe ostentarlo el pueblo —¿qué creería exactamente ese pueblo?—. A cada cual de acuerdo con sus posibilidades; a cada cual de acuerdo con sus necesidades —dije tentativamente. Rechacé lo de «la propiedad es un robo» por ser demasiado estridente y lo de I like ike por inadecuado—. Pero en ese contexto, creo que se puede trabajar responsablemente desde dentro del sistema con vistas a un cambio gradual… En realidad, me interesó mucho eso que decía usted acerca del trabajo para el gobierno, como una forma de compromiso más allá del interés personal.
—Exacto —replicó, evidentemente complacido de haber provocado una respuesta positiva y dispuesto a seguir por ese camino—. Debo decir que la auténtica recompensa por trabajar en el sector público es la oportunidad de ir más allá del ruin interés y del egoísmo que parecen haber calado tan hondo en nuestra sociedad. Y sospecho que eso es algo que usted respeta, Harvey, de la misma forma que yo respeto el hecho de que al venir aquí usted cumplía su compromiso de conseguir un mundo más justo y no por una cuestión de interés personal. Y usted ha pagado un terrible precio por su compromiso. Terrible.
Tuve la impresión de que, en circunstancias normales, hubiera preferido mirarme con toda sinceridad a los ojos mientras exponía tales sentimientos. Tal y como venían las cosas, ni siquiera estaba seguro de en qué dirección mirar, de cómo respondía yo y, si la respuesta no era inmediata, de si yo seguiría todavía allí. Todo lo cual debió hacerle muy difícil el diálogo.
—Estoy de acuerdo —le concedí—. Ocurra lo que ocurra conmigo, quiero estar seguro de que hago lo adecuado. Estoy tratando de reflexionar. Tengo la impresión de que inesperadamente se me ofrece una oportunidad única de prestar un servicio al mundo.
—Eso es cierto, Harvey. Por más horrible que pueda ser para usted, ello le pone en situación de poder llevar a cabo una extraordinaria contribución científica a la humanidad y, francamente, admiro…
—Bien, por supuesto, está la ciencia y todo eso. Pero quiero estar seguro de que no me disperso demasiado, por así decirlo. En realidad, me interesó más eso que decía acerca de la importancia de la inteligencia para la preservación de una sociedad libre. Usted y yo debemos asegurarnos de que sacamos el máximo partido a las circunstancias, y de que sacamos partido de las cualificaciones y capacidades de cada cual. Me parece que usted y yo debiéramos encontrar la forma más útil de trabajar juntos. Yo debería trabajar para usted como una especie de agente secreto, ¿no le parece?
Frunció la frente y se mordió los labios, pero no dijo nada.
—Cuanto más pienso en ello, más obvio resulta —proseguí—. Ustedes han logrado mantener esto en extraordinario secreto, dada la espectacular naturaleza de lo ocurrido aquí. Nadie sabe que existo a excepción de sus hombres, y ni siquiera ellos podrían saber nada acerca de nuestra futura colaboración. Naturalmente, yo dependería por completo de usted como guía. Sin usted yo no sabría qué hacer, o para quién. Probablemente ni siquiera podría sobrevivir. Pero bajo su dirección podríamos tener acceso a virtualmente cualquier información, en cualquier parte. No sé nada de espionaje, pero las posibilidades parecen casi ilimitadas. Eso que dijo acerca de servir más allá de nuestros intereses personales me ha calado muy hondo. Puedo ver que ésta es mi oportunidad de ser útil, y no debería desaprovecharla.
—Ésta es —dijo muy despacio— una posibilidad que podríamos considerar.
—Realmente, tengo mucha suerte de que alguien como usted esté al mando aquí, David, alguien con quien yo puedo trabajar, porque la clave de todo el asunto es que usted será la única persona que conozca mi existencia. En caso contrario, podrían prevenirse contra mí eficazmente. Pero puestas las cosas así, usted será sólo un hombre con extraordinario acceso a la información. Imagino que en su trabajo no es inusual negarse a revelar sus fuentes. Naturalmente que la situación implicaría una gran responsabilidad para usted. Se encontraría en una posición única —y formidable— dentro de la comunidad del servicio de inteligencia… —(Creí recordar que en los artículos periodísticos se hablaba de la «comunidad del servicio de inteligencia», aunque dudaba que poseyera muchos de los atributos normales en una comunidad.)— Con usted controlándome —¿no utilizan ustedes el término «control»?— seríamos omniscientes. Cuanto más pienso en ello, más apasionante me parece. Y, como usted dice, gratificante.
Sus labios se separaron como si fuera a hablar, pero luego volvieron a cerrarse. Sus ojos se entrecerraron y miraron reflexivamente en dirección a sus hombres. Morrissey estaba sacando a Tyler de la fosa, mientras Clellan empujaba desde abajo. Lograron colocarle en el reborde. Rodó sobre sí mismo y alzó las piernas. Me hubiera gustado saber cómo se encontraba.
Cuando Jenkins habló de nuevo, lo hizo suavemente pero con una intensidad nueva, me pareció. Sin embargo, siempre me resultó difícil saber qué sentía —si acaso sentía— en el corazón.
—Harvey, creo que tiene razón. Estoy de acuerdo con usted. Y quiero que sepa que si alguien debía quedar atrapado en ese edificio, me alegro de que haya sido alguien como usted. Le admiro, Harvey, y creo que vamos a trabajar bien los dos juntos. Ahora, el primer paso —dijo animadamente, como si mencionase de forma casual un detalle insignificante— es que le examinen a usted adecuadamente para que podamos saber la mejor forma de…
—David, creo que eso sería un terrible error. Si hemos de trabajar juntos, todo mi valor reside en que nadie sepa nada acerca de mí. De otra forma ellos podrían defenderse contra mí, o al menos sabrían cuál era su propia situación. Lo principal es asegurarnos de que nadie sabe nada, ni siquiera la gente con la que usted trabaja. Si empieza a llamar a médicos y científicos perdemos toda posibilidad. Todos se enterarán de mi existencia. Y por encima de todo, usted y yo perderemos el control de la situación. Alguien decidirá dónde debo ir y lo que debo hacer. Me parece que lo que debemos hacer es arreglarlo para que yo pueda cruzar la cerca sin que nadie lo sepa.
—Harvey, creo que le sorprendería saber hasta qué punto podemos mantener en secreto esta situación, y también hasta qué punto podemos mantenerla bajo control…
—David, quizá no lograríamos mantener suficientemente seguros nuestros propósitos. Y en cuanto a mantener el control de la situación, me preocupa el que yo lo perdiera por completo y, pese a que no me cabe duda de que puedo confiar en usted David, creo que nos ayudaría a establecer una relación de mutua confianza el que yo pudiera salir de aquí totalmente libre y por mí mismo. Estoy dispuesto a ponerme en sus manos: disponga las medidas necesarias para que yo pueda salir inadvertido. Quizá podría hacer que retirasen una sección de la cerca para su reparación. Pero si hace posible mi escapatoria, eso será una suerte de garantía en nuestro trato, una prueba de buena voluntad. Cosa que ambos necesitamos si hemos de trabajar juntos.
—Harvey, quiero que lo entienda. Usted necesita atención médica muy, muy urgentemente, e incluso si, por el momento, usted no entiende que necesita dicha atención, mi obligación es asegurarme de que la obtiene. Usted ha pasado momentos muy difíciles, Harvey, y debe entender que a lo mejor no está en condiciones para juzgar por sí mismo, de manera que yo tengo la responsabilidad de decir qué es lo mejor para usted, incluso aunque usted no comprenda que es en su propio interés. Por otra parte, Harvey, debe comprender que no tengo derecho a dejarle marchar libremente. Si algo fuese mal, si algo le ocurriese a usted o si cambiase de opinión, yo sería el responsable. Usted se ha hecho de repente muy importante, no sólo para usted mismo sino para todos sus conciudadanos y para la humanidad entera. Hay que tomar algunas decisiones muy importantes acerca de lo que sería mejor para usted, de quién debe tener acceso a usted y a lo que usted haga, y esas decisiones deben ser tomadas por gentes cualificadas que tengan en mente su interés y el de todos en general. Debemos mantener el control de la situación, por su propio bien, y por el de todos, y creo que eso puede comprenderlo.
—Bien, debo decirle —contesté tratando de no mostrar cautela en mi voz— que voy a tener que tomar esas decisiones por mí mismo, al menos durante algún tiempo. Es la fuerza de la costumbre, de hecho estoy habituado a hacerlo. Y una cosa que he decidido de forma definitiva es que no tengo la menor intención de convertirme en un animal de laboratorio. He pensado mucho al respecto y he llegado a la conclusión de que no lleva a ningún lado. No hay futuro en ello. A algunas personas les gustaría, pero yo ya me he cansado. Tampoco tengo el menor interés en convertirme en un monstruo de feria. No soy buen exhibicionista.
—Harvey, simpatizo con su punto de vista —sacudió la cabeza con sinceridad—. Pero debe comprender que nuestro interés principal es ayudarle a usted.
—Si realmente quisiera ayudarme, debería empezar echándome una mano con lo de la puerta. La seguridad parece realmente excesiva, quiero decir el alambre espinoso, las armas automáticas y todo lo demás. Poco amistoso, si quiere saberlo.
—Harvey, no está dirigido contra usted, ni contra nadie. Es un procedimiento normal.
—¿Quiere decir que ustedes tienen ya un procedimiento normal para esta situación?
—Es realmente para su protección —insistió.
—Si le preocupa mi protección —insistí yo—, no tiene más que darles una orden restrictiva a los guardas, y yo haré el resto. Es verdad que quiero colaborar con usted en el futuro, y tal como yo lo veo, usted, mis conciudadanos, mi vecino y todo el mundo se beneficiarán enormemente. Todo lo que pido es ayuda con el alambre de espino, los guardas y todas las demás disposiciones que ha tomado para protegerme.
—Todo esto ha sido una terrible pesadilla para usted, Harvey, pero creo que entiende que no puede salir de aquí por las buenas, sin vigilancia.
—La verdad es que no veo por qué no. A mí me parece del todo razonable y natural. Por otra parte, es algo que legalmente tengo derecho a hacer. ¿No le parece?
—No necesariamente, Harvey —su tono se hacía incluso más paciente y razonable a medida que sus palabras se volvían más amenazadoras—. Debe comprender que, aparte de la importante cuestión de la seguridad nacional, aquí se han producido graves daños a la propiedad privada y probablemente a la pública. Y lo que es mucho más serio, al menos dos personas han perdido la vida aquí. Esos accidentes tuvieron lugar aparentemente debido a la posesión ilegal y el uso de sustancias explosivas, y en conexión con una manifestación violenta de un grupo radical. Otro hombre ha sido herido hoy, y seguimos sin saber la gravedad de su situación.
»En última instancia, tanto las autoridades federales como las locales tendrían la incuestionable obligación de detenerle a usted para interrogarle. Creo que puede entender esto, Harvey. Hasta qué punto podría haber después cargos criminales no puedo decirlo. Creo que yo podría serle de gran ayuda al respecto. Sea lo que sea lo que haya ocurrido aquí entre ayer y hoy —y puede que nunca lleguemos a establecer con toda certeza lo que ocurrió— considerando lo que usted ha tenido que pasar y la positiva actitud demostrada durante su conversación conmigo, aunque surgiesen algunos problemas por sus actos, como que las cosas podrían arreglarse razonablemente con una cierta comprensión por ambas partes. Pero es crucial que manejemos bien el asunto desde el principio, para que todo aparezca desde el ángulo adecuado. Creo estar en situación de poder asegurarle que…
Al mencionar mis disparos contra Tyler, me volví para ver qué ocurría con él. Los tres habían salido de la cavidad. Clellan y Morrissey habían extendido a Tyler sobre una camilla y lo transportaban por el césped hacia una ambulancia.
—¿Sabe cómo se encuentra Tyler? —le pregunté.
El coronel sacó sin vacilación los auriculares del bolsillo y se los puso.
—Clellan, ¿puedes informarme del estado de Tyler? Estoy hablando ahora con la persona que le disparó… Exacto. Está conmigo ahora… No. Está muy preocupado por el estado de Tyler.
Los dos hombres se detuvieron a mitad de camino y se volvieron hacia nosotros. Y Tyler, tendido en la camilla entre ambos, alzó la cabeza también. Los tres nos miraron inmóviles. Entonces Clellan dijo algo a través del micrófono y el coronel se quitó los auriculares para dirigirse a mí.
—No sabrían decirlo exactamente. Por lo que ellos saben, usted le alcanzó una vez en el muslo justo encima de la rodilla y otra en el abdomen. La bala salió sin tocarle la columna, pero no pueden saber si el intestino u otro órgano vital ha sido perforado. ¿Le gustaría hablar con el propio Tyler? —extendió el juego de auriculares y micrófono hacia mí.
No contesté. Al cabo de un momento el coronel se llevó el micro a los labios y dijo:
—Morrissey, lleva a Tyler hasta la puerta. Luego vuelve y ayuda a Clellan en el edificio —volvió a meterse los auriculares en el bolsillo.
—¿Sigue usted ahí?
—Estoy aquí. Pero me marcho, con o sin su ayuda. Lo dejo a su elección. Pero le estoy apuntando con un arma, directamente a la cabeza, hasta donde yo puedo saber. Si no ordena que abran la puerta, voy a disparar contra usted. Igual que disparé contra Tyler.
Jenkins no retrocedió ni mostró ninguna clase de miedo o emoción.
—Puede hacerlo —dijo tranquilamente—. No creo que lo haga, pero puede hacerlo. Debe comprender, sin embargo, que eso no le ayudará a pasar por la puerta. De hecho lo haría aún más difícil. Y en consecuencia le pondría las cosas más difíciles a usted, ocurra lo que ocurra.
No tenía sentido. Ningún sentido.
—David, naturalmente no voy a dispararle. Sólo esperaba poder obligarle a hacer lo que usted debería hacer realmente. Pero si de verdad no quiere trabajar conmigo en las condiciones que le propongo, entonces debo marcharme por mí mismo. Lo antes posible, creo yo, antes de que haga usted algo más con esa cerca.
—Está bien, Harvey, no puedo impedirle que lo haga si eso es lo que desea —dijo con mucha paciencia—. Pero me horroriza pensar que intente usted atravesar la cerca. Es imposible que lo consiga. Sería trágico. Espero que no lo intente.
—Es un riesgo que aparentemente ambos debemos correr. Pero creo que sería un punto negro en su historial que me destruyera inútilmente. Soy un espécimen único.
—Seguro que no me lo consignan como un éxito. Pero por otra parte ello no sería tan malo como haberle dejado marchar por su propia cuenta. Y aunque no me gusta pensar en estos términos, supongo que su cuerpo sería de alguna utilidad para la humanidad. En cambio, si usted se fuera por su cuenta, podría morir a cincuenta metros de aquí y no ser nunca encontrado.
—Lo cual sería una lástima.
—Bueno, si quiere que le diga la verdad, sería una pena. Pero, en cualquier caso, ¿qué haría usted si lograse atravesar la cerca? ¿Dónde iría? ¿Cómo espera sobrevivir en esas condiciones? ¿Dónde viviría? ¿Qué comería? Ni siquiera sabe usted lo que necesita para sobrevivir. Y aunque lo supiera, ¿qué podría hacer al respecto? ¿Puede tomar un tren o un autobús? No creo ni que pudiera caminar por una acera sin peligro. Antes de intentar alguna locura, quisiera que pensase seriamente todas esas cosas.
—Si encuentro algún problema insoluble, volveré a ponerme en contacto con usted.
—Harvey, sólo quiero que entienda que no le estoy amenazando. Y explicarle que tenemos una tarea que hacer aquí. Al final del día habremos terminado una exploración inicial del edificio y su contenido, y luego lo vaciaremos. A continuación soltaremos un gas que le dejará a usted, y a cualquiera que no lleve una máscara, inconsciente. Registraremos toda el área dentro del perímetro vallado centímetro a centímetro. Y quiero resaltar que lo hacemos, antes que nada, por su propio bien, Harvey. Después de todo ello, me temo que usted se habrá entregado o habrá sido capturado. Pero si consiguiera usted, por el medio que fuese, traspasar la cerca, naturalmente le perseguiremos.
—¿Cómo espera localizarme una vez que yo esté fuera de aquí? Estoy hablando con usted justo enfrente y ni siquiera ahora sería capaz de atraparme.
—Bien, Harvey, supongo que, en el peor de los casos, haríamos un llamamiento público. Entonces tendríamos a todos los hombres, mujeres y niños de este país —del mundo entero— vigilándole. Pero no creo que eso sea necesario. Pienso que tiene razón al decir que finalmente estaremos mejor si nadie sabe nada de su existencia. Tenemos alguna experiencia en eso de encontrar gente. Y en este caso estamos en situación de dedicar importantes recursos a la tarea.
—Nada de lo cual bastaría. Y en cualquier caso, ¿quién creería en mi existencia? Usted y yo nos manejamos en la invisibilidad casi con desenvoltura, pero las personas corrientes, sensibles y bien informadas no querrán facilitar dinero o tiempo para buscar a un hombre invisible.
—Harvey, quiero que mire ese edificio —dijo suavemente—. Es notable, ¿no le parece?
Miré el edificio. Clellan había encontrado las escaleras que conducían al segundo piso y las estaba subiendo, como si subiera mágicamente al cielo. Era notable, desde luego.
—Quien quiera que administre este edificio administra un presupuesto ilimitado. Si mañana hiciese pasear por aquí a las tres personas de Washington adecuadas, me proporcionarían fondos suficientes para localizar a cien como usted. Y eso sería sólo el principio de cuanto conseguiríamos.
Lo que decía parecía verosímil. El edificio resultaba milagroso. Vi a Clellan sentarse a una mesa del segundo piso. Miró hacia nosotros como un ángel gordo y truculento. Sabía que yo estaba aquí. Su mirada malévola me recordó que yo estaba en creciente peligro. Tenía mucho que hacer y estaba perdiendo el tiempo. Nuestra conversación se encontraba en un impasse sin esperanza: no había posibilidad alguna de que ninguno de los dos persuadiera al otro de nada.
—Mire, David, todo lo que usted dice resulta verosímil, y creo que básicamente estamos de acuerdo. Probablemente sería una locura tratar de pasar yo solo la cerca, y supongo que debería hacer lo que usted dice. Pero necesitaría tomarme una hora o dos para pensar. Ha sido un día difícil para mí. Imagino que usted seguirá por aquí, ¿no es eso?
—Estaré aquí para cuando me necesite, Harvey. Tómese su tiempo y tome libremente una decisión. Pero… ¿Harvey?
—¿Sí?
—Antes de que se vaya, quisiera saber cómo fue.
—¿Cómo fue qué?
—Lo de volverse invisible. Debió ser horrible para usted. ¿Estuvo consciente todo el tiempo?
—Más bien insconsciente. Hasta poco antes de que llegaran ustedes.
—¿Qué pensó cuando recuperó la consciencia? —parecía realmente interesado.
—Un montón de cosas, la mayoría bastante tontas. Pero no más tontas, supongo, de lo que está resultando el actual estado de cosas. Creí estar muerto y listo para recibir mi recompensa o lo que sea.
Era la primera persona a la que había podido contar lo que me ocurrió. Quizá resultase ser la única.
—¿Y qué hacía mientras pensaba eso?
—¿Qué qué hacía? —repetí absurdamente.
—Sí, ¿rezaba usted? ¿O aguardaba algún signo, alguna revelación?… Por fuerza, al menos en ese momento, debió verlo todo muy diferente.
—Supongo que sí. Mire, David, creo que todos deberíamos pensar más acerca de esas cuestiones, pero teológicamente soy un patoso. Un zafio. Sin embargo, justo en este momento lo que más me interesa es tener un rato para mí mismo. Pronto volveré y entonces podremos charlar.
—Por supuesto —dijo razonablemente.
Mientras él hablaba, di con cuidado un paso atrás. Sus ojos rastreaban de nuevo el suelo, y me pareció que miraba directamente al punto donde yo había colocado el pie. Retiré el otro. Pude ver cómo se erguían lentamente unas briznas de hierba donde yo había tenido el pie y cómo se chafaban otras donde lo había colocado ahora. Los ojos de Jenkins estaban fijos en el punto exacto.
Dio un paso casual hacia adelante. Me agaché tanto como pude. Sus dos manos se dirigieron de pronto hacia mí, la derecha abierta como si quisiera estrechar la mía y la izquierda a la altura donde había estado mi torso, como si pretendiese darme un golpecito amistoso en el hombro. Al no encontrar nada pareció quedarse un poco confuso, pero mantuvo los brazos extendidos un rato más en lo que parecía un gesto de súplica. Agachado como estaba, alargué una pierna hacia atrás y hacia un lado tanto como pude. Descargué cuidadosamente todo mi peso sobre ella y luego di otro paso gigante. Tras su inicial descontento y confusión, Jenkins había vuelto a rastrear el suelo buscando algún signo de mi posición.
—Recuerde que estamos aquí para ayudarle —dijo con tono de sinceridad.
Yo seguí dando cuidadosos pasos hacia atrás para alejarme de él. Cuando me di la vuelta para irme, él continuaba estudiando el suelo.
Ahora tendría que enfrentarme al problema de la cerca. De alguna manera tendría que pasar por encima, por debajo o a través de ella. Descubrí que, pese a haber tenido todo el día en el fondo de mi mente esa cerca, continuaba sin tener un verdadero plan, ni una buena idea acerca de cómo lograrlo, nada salvo una vaga visión de mí mismo deslizándome sin ser visto a través de la puerta o gateando por un agujero bajo la cerca como un animal. Ahora que finalmente debía hacer algo efectivo, el asunto entero parecía del todo imposible. Toda el área había sido cercada y estaba mejor y más incansablemente vigilada que un campo de prisioneros. Mirando en tomo, no tenía idea de qué hacer y de cómo empezar. Me iban a disparar. Y si no me alcanzaban, sería capturado y enjaulado. Tenía que darme prisa.
Lo primero que hice fue examinar sistemáticamente la cerca entera para luego decidir qué se podía intentar. Y dónde. Quizá surgía una idea por sí misma. Regresé al edificio. Clellan y Morrissey estaban terminando de trazar el plano de la planta del segundo piso. Trabajando ahora sin trajes protectores, se movían extraordinariamente aprisa y parecían más milagrosos aún colocando rectilíneos pedazos de cuerda a tres metros de altura en el aire. Me dirigí directamente desde el vestíbulo al armario de la limpieza en busca de la escalera, para transportarla hasta el césped. Una vez abierta tenía cosa de metro y medio de alto, perfecta para cambiar bombillas pero no muy útil para escalar una cerca de tres metros.
Volví a plegar la escalera, me la colgué del hombro y me dirigí hacia la puerta. La situé a un lado de la puerta misma y a unos diez centímetros de la valla. Subí con cuidado los escalones, balanceándome un poco hacia atrás y adelante para que las patas se clavasen en tierra. Según mi experiencia, las escaleras nunca están perfectamente equilibradas. Para ver por encima de la cerca tuve que trepar hasta lo alto de la escalera de forma que no tenía dónde sujetarme. Sentía un balanceo mareante. Más por equilibrarme que por sujetarme, sujeté un tramo del enrollado alambre espinoso entre el pulgar y el índice de la mano derecha, teniendo cuidado de no moverlo para no atraer la atención de los hombres apostados abajo.
Justo a partir de la puerta, una superficie de tres metros de ancho y nueve de largo había sido vallada y el suelo cubierto de arena. La arena estaba húmeda y había unos hombres regándola. Cada vez que pasaban los rastrillos quedaba una línea muy nítida. Y cada paso dejaba una huella perfecta. A cada lado había unas plataformas en las cuales estaban situados hombres uniformados y provistos de lo que supuse armas automáticos de algún tipo. Muy poco prometedor. Deprimente.
No alcancé a ver muy lejos debido a la curva que trazaba la cerca, pero en ambos sentidos el suelo había sido desbrozado en una banda de tres metros y estaban esparciendo arena. Me pregunté cuánto llevarían hecho ya y cuánto tiempo les costaría completar el círculo. No muy lejos se oían sierras mecánicas. El cerco se completaba. Las oportunidades disminuían. A todo lo largo de la cerca, encaramados en pequeñas plataformas, se veían vigías armados. Mi sentido del equilibrio pareció evaporarse y sentí que me bamboleaba. Me vi a mí mismo cayendo sobre el césped y empujando con los pies la escalera contra la cerca, y atrayendo sobre mí los disparos.
Mantuve sujeto el alambre de espino y lenta y precariamente doblé las rodillas hasta que pude deslizar un pie del escalón y bajarlo hasta el siguiente. Ahora estaba mejor. Otro paso hacia abajo y pude alcanzar el extremo superior de la escalera con ambas manos. Descendí hasta el suelo. Sentí una maravillosa sensación de alivio. Hubiera podido romper a reír a carcajadas. Pero seguía sin encontrar la forma de salir.
Plegué la escalera y caminé a lo largo de la valla buscando algún fallo que justificara el riesgo. Busqué fundamentalmente alguna depresión en el suelo donde poder practicar una abertura por la cual abrirme paso bajo la cerca. Busqué en vano un arroyo que pasase bajo la cerca. Ésta parecía firmemente asentada en el suelo en todo el perímetro. Habían colocado con cuidado los paneles y ni siquiera pude encontrar una grieta a través de la cual mirar. A unos cincuenta metros de la puerta, pude oír que estaba justo a la altura de las sierras y segadoras. Me arriesgué a trepar de nuevo por la escalera para vigilar sus progresos. En lo alto me alcé un instante sobre un pie e inmediatamente bajé el otro hasta el penúltimo escalón. Una simple ojeada bastó. No tardarían en acabar. La cerca corría en su mayor parte a lo largo de campos, por lo que apenas encontrarían nada que cortar. Sin embargo, se verían retrasados por el lado este, donde la valla bordeaba un bosque. Era allí donde tendría mi mejor oportunidad y di un rodeo para dirigirme hacia allí, pero sin dejar de inspeccionar la cerca durante todo el camino.
Veinte minutos después había encontrado lo que buscaba. Subí breve y precariamente a la escalera otra vez para tener una visión completa de ese sector. Las perspectivas no me gustaron demasiado, pero decidí que merecía la pena arriesgarse. El caso era hacer algo.
Coloqué la escalera justo enfrente del poste de la cerca más próximo a fin de poder encontrarla de nuevo. Es extraordinario —enloquecedor— hasta qué punto los objetos más grandes pueden ser imposibles de encontrar cuando no se dejan ver. Que se lo pregunten a Jenkins.
Regresé al edificio, donde Clellan, Morrissey y el coronel parecían muy atareados. Cada uno estaba en una habitación diferente, escribiendo diligentemente en mesas invisibles, Morrissey y Clellan en el piso alto y el coronel en la planta baja: una troupe de mimos levitantes imitando a unos oficinistas en un edificio imaginario. Estaban haciendo listas y catalogando todos los objetos de las diferentes habitaciones. Me pregunté por qué, de todas las tareas que podrían haber emprendido en tan extraordinaria situación, habían elegido ésa en particular. Pero todos estaban, como el coronel resaltó, al servicio del gobierno: debía ser un impulso burocrático primario.
Entré en el edificio en busca de mesas. Ellos me habían facilitado la tarea lo máximo posible, dadas las circunstancias. Cada silla, mesa y mostrador había sido marcado con un perfecto lazo de cuerda al final de cada pata, y con la ayuda de esas marcas podía localizar de inmediato todo lo que merecía la pena inspeccionar en cada habitación y podía llevarme lo que quisiera sin chocar contra las paredes o muebles. Me movía confiado, haciendo muy poco ruido y no entrando nunca en una habitación ocupada.
La mayor parte de lo que encontré era inútil. Los mostradores eran demasiado pesados para moverlos yo solo y los soportes de las máquinas de escribir demasiado inestables. Me hubiera ido mejor en el laboratorio, pero no deseaba arriesgarme a quedar atrapado allí, o en el segundo piso. En las oficinas de la planta baja sabía que siempre podría escapar por una ventana si me oían y bloqueaban la puerta. En tres de las oficinas encontré mesas pequeñas, pero al menos las tres parecían igual de altas. En el vestíbulo, trente al sofá, encontré una espléndida mesita de café, baja y de un metro y medio de longitud. Tuve que quitar de las mesas unas revistas, terminales de ordenador, tazas de café, papeles y teléfonos, todo lo cual dejé cuidadosamente en el suelo, debajo de ellos. Entonces quité los lazos de cordel colocados al borde de las patas y los dejé en el suelo tan rectos y bien puestos como pude. Saqué cada mesa por la ventana más cercana y la llevé hasta el lugar de la cerca donde había dejado la escalera.
Al no encontrar más mesas que me sirvieran, entré en la sala de conferencias y me llevé dos sillas de madera plegables. Finalmente regresé a la oficina de Wachs, me puse a gatas y con la ayuda de mi navaja corté el extremo de la moqueta para inspeccionar el acolchado. Era de goma y de unos cinco milímetros de espesor. Exactamente lo que buscaba. Recorté con la navaja unas cuantas tiras largas y volví a poner la moqueta en su sitio lo mejor que pude, si bien no me importaba mucho que descubrieran mi obra. No imaginaba qué conclusión sacarían de ello. De regreso con el acolchado me detuve en mi escondite y busqué por los sacos hasta localizar el rollo de cordel. Hubiera preferido una cuerda de verdad.
En la cerca, empecé a experimentar con las diferentes disposiciones del mobiliario que había reunido, pero cuando coloqué juntas las dos primeras mesas provocaron un ruido que a mí me pareció tan vivido y profundo como el martillazo de una subasta. Aguardé unos minutos para ver si había alertado a los centinelas. Descorazonado, transporté las cuatro mesas a varios metros de la cerca para poder experimentar con relativa seguridad.
Quince minutos después ya pude transportarlas otra vez. Puse dos mesas una a continuación de otra, paralelamente a la cerca y a unos veinte centímetros de ella, de manera que formasen una plataforma de casi dos metros de largo. Corté unos pedazos de cordel y até los dos pares de patas adyacentes, dando media docena de vueltas a cada uno. Entonces desplegué una de las sillas y la utilicé para trepar a las mesas. Al principio me coloqué de pie sobre la juntura y salté suavemente para hundir las patas en el suelo. Luego deslicé los pies, primero sobre una y luego sobre la otra esquina exterior e hice lo mismo. Podía ver claramente los agujeros que hacía cada una de las patas de mesa. Eran el único signo visible de mi trabajo. Extendí la pieza de goma más amplia sobre la plataforma a modo de mantel para que el siguiente escalón de mi estructura resultase menos propenso a resbalar. Entonces levanté la mesa más grande y la coloqué a un lado de la plataforma. En el extremo libre de la superficie puse una de las sillas a fin de tener un escalón intermedio entre los dos niveles de mesas. Y finalmente coloqué la otra silla en el suelo y en el arranque de la estructura, de manera que dispuse de una suerte de escalinata compuesta de una silla, una mesa, una silla-sobre-mesa y una mesa-sobre-mesa.
Cogí el cordel y empecé a atar todo lo mejor que pude, sin poder ver el cordel, los muebles o incluso las puntas de mis dedos. No tenía ni idea de si estaba haciendo algo útil, o si la estructura aguantaría, pero ahora que trabajaba febrilmente en una tarea concreta me sentí mejor. Pese a que tenía una imagen somera de la estructura en conjunto, naturalmente no se veía nada y no podía determinar qué sería más útil atar con qué, pero uní sillas y mesas allí donde pude con la esperanza de que ello impediría que la estructura se desintegrase desastrosamente. Cuando comprobé lo hecho, observé que gran parte del cordel ya quedaba suelto. Ominoso. Volví a atarlo todo.
Tomé otro pedazo de goma, trepé hasta el primer nivel de mesas y lo coloqué sobre la mesa superior. Decidí trepar por el resto, tanto para comprobar la seguridad de la estructura entera como para echar una ojeada al otro lado de la cerca. La superficie de la mesa superior estaba a menos de dos metros sobre el suelo, pero desde arriba parecían veinte. Di por supuesto que la estructura era razonablemente estable, pero podía percibir cómo el suelo blando cedía debajo.
Y no podía ver nada, ni a mí mismo ni a lo que me sostenía. Desapareció mi sentido del equilibrio y no estaba seguro de si permanecía en pie o si estaba cayendo. Me puse a cuatro patas. No debía perder el control de mí mismo. Tenía que seguir trabajando. Levantarme. Mirar hacia los centinelas. Las sierras seguían sin estar a la vista. Bajar. No pensar en una caída ni en la sensación de náusea en el estómago. Seguir adelante.
Bajé de la estructura y traje la escalera. Visto en conjunto, todo parecía inverosímil, pero no estaba dispuesto a pensar en ello. Subí al primer nivel de mesas, levanté la escalera y la centré sobre la superficie de la mesa superior. Cogí el cordel y até las patas de la escalera a las patas de la mesa. Corté un pedazo pequeño de goma y lo até al último peldaño de la escalera. Mi escalinata había alcanzado su máxima altura. Cuando subí a la mesa superior para comprobar, descubrí aliviado que el extremo de la escalera quedaba varios centímetros por encima del alambre de espino enrollado en el reborde de la cerca.
Descendí una vez más y arrastré la mesita de café. Teniéndola sujeta subí hasta encontrarme acuclillado otra vez sobre la mesa superior. Levanté cuidadosamente la mesita de café y la dejé en equilibrio cerca de la escalera. La estructura entera se encontraba en su punto más inestable, y los minutos siguientes fueron odiosos. Tuve que trepar hasta el segundo peldaño de la escalera y alzar lentamente la mesita de café hasta la altura del pecho, girarla por encima de la cerca y tratar de colgarla sobre la rama del arce situado al otro lado. Al tender la mesa sobre la valla sólo podía adivinar dónde caían las patas y me aterraba que se enganchasen en el reborde. Sin saber siquiera si la mesa sería lo bastante larga como para alcanzar la rama, la bajé lentamente. En ese ángulo, el peso de la mesa se hizo casi insoportable y temí que, si no alcanzaba la rama, no podría levantarla de nuevo y tendría que dejarla caer sobre la cerca.
Noté que el extremo opuesto se apoyaba en la rama. Me detuve un instante para saborear el maravilloso sentimiento de alivio y luego empecé a bajar el extremo más cercano para colocarlo despacio sobre lo alto de la escalera. La rama parecía estar más alta que la escalera: parecía haber espacio suficiente, no obstante lo cual observé atentamente el alambre de espino. La mesa quedó aguantada en la escalera. Trepé un poco más y comprobé que quedaban varios centímetros entre la mesa y la cerca. Volví a hacer una pausa. Probé a apoyarme en la mesa hasta estar seguro de que ambas patas quedaban colgando por detrás de la rama y luego, inclinando la mesa por un extremo, la saqué un poco más hacia fuera hasta lograr que una de las patas quedase enganchada en una horquilla de la rama. Volví a inclinarme para comprobar el espacio otra vez. Al menos diez centímetros.
La mesa a duras penas llegaba. El extremo más cercano sobrepasaba la escalera apenas ocho centímetros, y temí que al recibir la rama todo el peso la mesa pudiera deslizarse de la escalera. Pasé diez minutos atando con cordel la mesa a la escalera. Deseaba que eso en particular quedase bien. Me imaginé cayendo sobre el alambre espinoso enrollado en el reborde de la cerca y provocando una súbita y dramática deformación. Los centinelas encontrarían curioso el efecto, pero ello no les impediría entrar en acción. Presumiblemente se pondrían a disparar hasta que los alambres recobrasen su forma original.
Opté por hacer una última comprobación de la estructura. Subí hasta el penúltimo peldaño de la escalera, me giré y me agarré al borde de la mesa. Con grarrcuidado me encaramé sobre la superficie inestable y avancé a gatas hasta el centro. No era un punto de observación agradable. Me encontraba acuclillado en el aire, justo por encima de una cerca provista de alambre espinoso y a unos diez o quince metros por ambos lados había vigías armados cuyas órdenes eran disparar contra mí si cometía algún error. La estructura, ahora que estaba sujeta al árbol, era más estable, pero todavía oscilaba y cabeceaba a cada movimiento de la rama. Estaba sobre algo que era absolutamente incapaz de ver y que por lo tanto poseía para mí una especie de hipotética cualidad.
En ocasiones es mejor actuar que pensar. Deslicé mis manos por debajo de la mesa justo por encima de la cerca y me balanceé para asegurarme de que seguía habiendo espacio incluso con todo mi peso encima. Unos cuantos centímetros. El vigía de la derecha debió oír moverse las hojas. Miró hacia arriba, pero no directamente en mi dirección. Aguardé un momento y gateé el trecho restante hasta la rama, y trepé a ella. Era libre.
Sentí la tentación de marcharme. Podía ver el camino que seguiría de rama en rama hasta el suelo. No llevando nada encima, no haría ruido. Podría huir. Podía ver a los hombres con las sierras a tan sólo cincuenta metros de distancia. No tardarían en llegar. Y cortarían con toda certeza este árbol. Pero me había costado mucho trabajo reunir todo mi equipo y posesiones. Las necesitaba. Sin ellas, de todas formas estaba acabado.
Para regresar sobre el puente, hube de gatear de espaldas y con los pies por delante a fin de encontrar la escalera. Cuando estuve de nuevo en el suelo, comprobé el estado de cada tramo de la pirámide para asegurarme de que nada se fuera a salir de su lugar. Entonces, ridiculamente, retrocedí un paso como para admirar mi obra, respecto a la cual sentía una ansiosa satisfacción. Para entonces la tarde estaba muy avanzada. Había terminado una difícil tarea y construido algo que, de haber sido visible, me hubiese llenado de satisfecho orgullo. Tal y como estaba, era más un concepto íntimo que un monumento público a mi determinación e ingenuidad. Y en cualquier caso, no tenía tiempo. Había invertido dos horas en mi estructura. Estaba cansado, sudoroso, ansioso y asustado. Las sierras se acercaban. El coronel podía sospechar en cualquier momento lo que yo tramaba. Tenía que seguir adelante.
Hice tres o cuatro viajes desde el haya cargando con los siete sacos de objetos heterogéneos, la caja de herramientas y el mango de escoba, y lo apilé todo bajo la pirámide. Mientras tanto, no había dejado de observar a los hombres en el edificio de manera que si uno de ellos se decidía a investigar súbitamente a lo largo de la cerca yo pudiera estar preparado para dejar todo y huir rápidamente.
Una vez reunidas mis pertenencias, trepé por la escalera con el saco más pequeño y lo dejé sobre la mesita de café. Luego subí yo, lo empujé cuidadosamente por delante hasta el otro lado y me deslicé por el tronco del árbol hasta una rama desde la que podía bajar el saco hasta el suelo y después bajar yo. Cargué con el saco durante unos veinte metros hasta el bosque y lo dejé junto a un pino lo bastante deformado como para poder reconocerlo después. No tenía tiempo de buscar un escondite más lejano o más seguro. Estudiaba el suelo por delante de mí al caminar tratando de no hacer ningún ruido que pudiera alertar al centinela, pero a estas alturas el estruendo de las sierras ya era lo bastante fuerte como para que tal cosa ocurriera.
Repetí el viaje completo siete veces, hasta tener todas mis pertenencias a salvo y amontonadas en el bosque. Me había costado media hora y la sierra más cercana se encontraba ahora a unos veinte metros de distancia. Estaba sudando y temblaba debido a la tensión, pero entusiasmado. Ya casi había terminado aquí.
Volví a pasar por encima de la cerca y corrí hacia el edificio. No tenía mucho tiempo y me quedaba algo importante por hacer. El coronel y sus hombres seguían donde yo les dejé, milagrosamente sentados en el aire, trabajando sobre mesas invisibles, paseando en el vacío y recogiendo o dejando objetos que uno sólo podía intentar adivinar. Cada uno de ellos llevaba un portapapeles repleto de información acerca de su pequeño y mágico recinto. El coronel tenía razón, pensé. Era una suerte de imperio. El espectáculo que tenía lugar ante mis ojos era irresistible. Cualquiera quedaría convencido de que debían invertirse grandes sumas de dinero y grandes cantidades de personal al estudio de ese extraordinario fenómeno. E incluso a la captura del hombre invisible.
Fui primero a la oficina de Wachs y cerré las puertas. Hacía ruido, pero ya no me importaba. Recogí todas las hojas sueltas de papel que pude encontrar, las arrugué en grupos de dos o tres y las arrojé debajo de la mesa. Luego saqué todos los libros de las estanterías y los eché encima del montón de papel. Me acuclillé al tiempo que sacaba el mechero del bolsillo y lo encendí contra el borde de la pila hasta que sentí el calor de las llamas extendiéndose por los papeles. Di la vuelta y prendí la pila por el lado contrario. Podía oler el fuego ahora. Aguardé hasta que sentí expandirse el calor; y vi que el aire se ponía turbulento y distorsionaba la visión.
Salí apresuradamente de la oficina de Wachs y cerré la puerta a mi espalda, recorriendo luego el pasillo, más allá del despacho donde trabajaba el coronel y más allá del laboratorio, hasta llegar a una oficina situada en el extremo opuesto del edificio. Esta vez arrastré la mesa hasta la pared antes de prender el fuego porque quería asegurarme de que el incendio se extendería por todo el edificio. Hacía mucho ruido y los tres hombres miraban ahora en mi dirección. Camino de la salida, prendí otro fuego en el vestíbulo. Me fui del edificio llevándome tanto papel como podía cargar.
Cuando volví a la cerca, pude oír que las sierras mecánicas estaban justo al otro lado. Empleé otros cinco o diez minutos en arrugar papel y rellenar mi estructura con él, y mientras ascendía la escalinata por última vez le prendí fuego. Llevando una de las sillas plegables conmigo, trepé a lo alto y pasé al árbol. Había hombres cortando malezas justo debajo de mí. Dejé caer la silla y anduve a gatas sobre la mesa, corté el cordel que la ataba a la escalera y la atraje hacia el árbol. Podía notar el calor procedente de mi ardiente torre de escaleras y mesas.
Le eché una última mirada al edificio. Los tres hombres corrían ahora por su interior, y por la forma de moverse podía verse que se encontraban en un estado de agitación rayano en el pánico, aunque, flotando en el aire, sus gestos parecían exagerados, casi ridículos. Morrissey seguía en el piso alto y me pregunté si habría quedado atrapado. El aire encima del edificio era visiblemente turbulento. Cuando bajé del árbol, allí había dos hombres provistos de sierras mecánicas y mirándolo apreciativamente. Fui a mi escondite y me puse a esconder mis cosas más hacia el interior del bosque, donde hubiera menos posibilidades de descubrirlas. Cuando hube terminado el traslado hasta un punto situado a unos quince metros más allá, me detuve a descansar unos minutos. Ahora estaba seguro de haber escapado. La suerte se había puesto de mi lado, al menos por el momento.
Se oyeron sirenas. Parecían estar entrando en la zona cercada. De repente se produjo una profunda y resonante explosión al otro lado de la cerca, como si algo hubiese estallado, y el cielo por encima de MicroMagnetics pareció estremecerse. Vi subir llamas allí donde el fuego se extendía hacia los árboles situados al otro lado del edificio. Confié en que el fuego continuara extendiéndose y borrara todo signo de mi huida. Me puse de nuevo al trabajo acarreando mis cosas hasta que las tuve todas perfectamente apiladas a tres o cuatro metros de una carretera al otro lado del bosque.
Detrás de mí el cielo se llenó de ruidos de sierras y de sirenas y se puso de color naranja brillante debido al incendio y a la puesta de sol. Allí, solo en el bosque, con el corazón batiente y mi cuerpo temblando de miedo y agotamiento, MicroMagnetics y todo el resto de cosas extraordinarias que había visto —y no visto— me parecían ya remotas e irreales como un sueño que se aleja. Pero sin embargo persistía el absurdo, terrorífico e ineludible hecho de que yo era invisible.