La mañana llegaba como siempre. Desagradable. Dios, cómo brilla el sol. Es como recibir un puñetazo en un ojo. En ambos ojos. He debido dejar descorridas las dichosas cortinas. Me doy la vuelta tratando de encontrar la almohada para cubrirme la cabeza. Sonido de sirenas en el exterior. Me duele todo el cuerpo. La cabeza y los ojos lo que más. No hay almohada. Ni siquiera estoy en mi cama. Estaba tumbado en el suelo y advertí con disgusto que había dormido vestido. Parecía haber pasado la noche en el suelo. Voy a tener que dejar de beber tanto. No merece la pena. Qué mañanas. Qué hice anoche. Mi mente no trabaja. Un espantoso dolor de cabeza. Un sol brutal. No es una sirena: es un gato maullando en algún lugar. Traté de reconstruir mentalmente un plano de la planta de mi apartamento para localizar mi posición. Parecía estar en el suelo del cuarto de estar. Salvo que el sol sale por el este. ¿Con quién estuve yo anoche?
De pronto mi mente se llenó de la última y vibrante visión de Wachs, Carillón y la roja bandera de los Estudiantes por un Mundo Justo transfigurándose horriblemente en una llamarada.
Dios.
Ahora estaba despierto del todo. Es posible que no logre transmitir el horror inaprensible de ese momento. No podía encontrar el sentido de lo que veía. Yacía sobre mi estómago frente a una gran zanja de unos siete metros de fondo. Era como despertar y encontrarse colgando del alféizar de una ventana a tres pisos de altura. Pero no podía ver qué clase de parapeto era el que me sostenía impidiendo que me precipitase hacia mi propia muerte. Evidentemente no era nada sólido, pues cuando volví la cabeza —con todo cuidado— no vi nada que me sostuviera. Lo cual transformó mi terror en pánico. Mi corazón latía como el de un conejo atrapado. Tenía que recuperar de alguna manera el control de mí mismo, superar el terror. Tenía que averiguar cuál era exactamente mi situación y lo que debía hacer.
Lo primero de todo, debía mantenerme tan inmóvil como me fuera posible para evitar un deslizamiento que me precipitaría al vacío. Debía investigar sistemáticamente las cercanías, evitando que el miedo me sobrepasara. Girando despacio la cabeza, sólo unos pocos grados, examiné la cavidad sobre la que, de alguna manera, me encontraba suspendido. Parecía haber sido excavada con increíble cuidado para crear una hondonada perfectamente redonda, de casi treinta metros de diámetro y unos doce metros de profundidad en el centro. Las paredes y el fondo de la hondonada parecían tapizadas de polvo y piedras chamuscadas, pero resultaba difícil decirlo debido a su extraordinaria lisura. En un anillo de unos tres metros de ancho en tomo al perímetro de la hondonada, la tierra parecía quemada y toda vegetación incinerada. Pero inmediatamente detrás de dicho anillo, el césped crecía verde y los árboles florecían, incólumes pese a lo que fuera que hubiese ocurrido. Estaba suspendido —todavía no conseguía determinar cómo— a un nivel un poco más alto que el suelo circundante y más o menos a mitad de camino entre el anillo y el centro de la zanja.
Conteniendo a duras penas las náuseas y el terror, traté de hacerme una idea del conjunto. Sabía a grandes rasgos dónde me encontraba. Reconocí el césped, los árboles y el camino. Era la sede de MicroMagnetics Inc. Donde estuvo el edificio, ahora no había nada salvo el gran agujero en el suelo. Llegué a la conclusión de que se había producido una explosión que dejó un enorme —si bien perfectamente delimitado— cráter. El calor generado por la explosión lo había arrasado todo en un radio de tres metros a partir del perímetro del cráter, formando una banda perfectamente circular alrededor. En cuanto a mí, había sido expelido por la explosión yendo a aterrizar sobre algo. ¿Sobre qué? Quizás un árbol. Parecía una de esas malas películas en las que alguien cae irremisiblemente desde lo alto de un acantilado y aterriza por casualidad sobre un solitario arbusto situado varios metros más abajo, y queda balanceándose en el vacío.
Pero carecía del menor sentido. Todo cuanto caía dentro del límite esférico de la explosión parecía haber sido absolutamente arrasado: no quedaba ni el más mínimo rastro del edificio o su contenido. Pero ¿no estaba yo en el interior? Y en la vida real, ¿las explosiones crean cráteres perfectamente redondos y tan pulidos como el cristal? Y por encima de todo, ¿dónde había ido yo a parar y cómo podía bajar? ¿No había nadie que pudiera ayudarme?
Todo parecía estar fantasmagóricamente inmóvil y desierto. Lo único que se oía era el irreal, aunque incesante, maullar de un gato en algún lugar. Pero Anne y los otros se encontraban a salvo más allá del alcance de la explosión. Había docenas de personas. Bomberos y policías. Camiones de bomberos. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Por qué me habían dejado aquí?
Traté de gritar «¡Socorro!». Pero incluso en mi estado tan cercano al pánico, sabía que sería un esfuerzo inútil. ¿De qué serviría? Si hubiera alguien por allí, podría verme suspendido sobre esta vasta cavidad.
Tendría que averiguar cómo había quedado suspendido y sobre qué estaba colgado. Traté, sin mover el resto del cuerpo, de agachar la cabeza para ver qué era lo que me sostenía. Pero, por más que bajase la cabeza, no alcanzaba a verme a mí mismo, ni tampoco ninguna otra cosa. Lo cual era extraño, porque podía sentir contra mi rostro algo que podría ser un suelo enmoquetado. Deslicé con cuidado las manos hasta ponerlas a la altura del pecho, como si me dispusiera a dar un empujón. Con precaución levanté la parte superior de mi cuerpo y deslicé las rodillas hacia adelante hasta ponerme a cuatro patas. Hice una pausa para asegurarme de que mi posición era estable y entonces agaché la cabeza para ver sobre qué estaba arrodillado. No vi nada excepto el extremo opuesto del cráter, y tan incomprensible resultado visual me provocó una instantánea y vertiginosa náusea: tuve la sensación de estar dando un salto mortal en el vacío. Pienso que debí gritar o echar los brazos hacia adelante instintivamente para agarrarme a algo. Me quedé grotescamente despatarrado, pero vi al instante que tenía la misma perspectiva y que me encontraba en idéntica situación con respecto al cráter que antes. Y continuaba teniendo la sensación táctil de encontrarme estirado sobre un suelo enmoquetado. Esos segundos espantosos me habían dejado mareado por completo. Creía que aquello sobre lo que estaba apoyado se balanceaba inestablemente hacia atrás y adelante, pero no podía estar seguro, y fijé la vista en el borde del cráter al tiempo que trataba de ponerme en pie. Con menos cuidado ahora, pero más aterrado aún, volví a ponerme a cuatro patas y luego de rodillas. Seguí apoyándome con las manos en el suelo —que parecía inequívocamente enmoquetado— buscando otro punto de apoyo.
Repetí el experimento con tanta calma como pude: llevé la mirada desde el borde del cráter, trazando un arco gradual, en dirección a mis piernas y a aquello que las sostuviera. De nuevo, no encontré nada a la vista salvo, allá abajo, el fondo del cráter. Sólo que esta vez permanecí quieto hasta asegurarme de estar mirando directamente a mis piernas. ¡No tenía! Dios Todopoderoso. Volví a gritar. Comprendí de inmediato que mis piernas habían sido cercenadas. Dios. Debía de estar muriéndome. «¡Ayudadme, por Dios!»
Por otra parte, también comprendí que estaba de rodillas, o al menos creía estarlo. Recordé haber leído en alguna parte que la gente que pierde un miembro continúa teniendo, o imaginando, sensaciones en el miembro perdido. Pero eso carecía de sentido. Tenía la mente anegada por el pánico: mis pensamientos entrechocaban en pleno caos. Tenía que controlarme a mí mismo para reflexionar sobre la situación. Cerré los ojos para recuperar el control. Lo cual no trajo cambio alguno. Seguía viéndolo todo con perfecta claridad, por más fuertemente que cerrase los párpados. Era espantoso, pero ya no podía incrementar mi sentido del horror, y me provocó una suerte de grotesca diversión. La gente siempre ha sufrido la amputación de piernas y brazos en accidentes impresionantes, pero no lograba recordar un solo caso de amputación de los párpados. Manteniendo la mano izquierda en el suelo en busca de apoyo, levanté dubitativo la derecha hasta el rostro. Exploré con la punta de los dedos el área en torno a los ojos. Los párpados estaban perfectamente, ni siquiera parecían quemados. Me toqué suavemente el ojo derecho con el dedo índice. Pude sentir que se movía. Y pude sentir las pestañas.
Había asimismo otra cosa extraña: no podía verme el dedo. Ni la mano. Me cubrí los ojos con la mano. No hubo cambio alguno en mi campo de visión. El sol brillaba ahora más y pude ver todo cuanto me rodeaba —árboles, césped, el cielo azul brillante— tan claramente como nunca antes en mi vida. Incluso más claramente, quizá. Temblando, seguí hacia abajo y palpé mis piernas amputadas. Parecían estar intactas y en su lugar. Me incorporé de forma que todo el peso recayese sobre las rodillas y deslicé las manos a lo largo del cuerpo entero. Todo estaba en su sitio, y además seguía vestido con el clásico traje de trabajo. Aun así, en cualquier dirección que volviese la cabeza o enfocase los ojos, no podía ver nada de mí mismo. De hecho no había nada que ver en todo el área esférica del cráter. Podía sentir que estaba materialmente intacto, que permanecía despierto y que, en cierto modo, pensaba. Y tenía la vaga consciencia de escucharme gemir inarticuladamente. Pero al mismo tiempo podía ver con claridad que ya no era en absoluto material. Sencillamente, no podía conseguir que mi mente lo aprehendiese; la situación era demasiado terrible e ilógica. Tratar de pensar diáfanamente era como querer correr con agua hasta el pecho. Pero al fin, con un flash de temible clarividencia, di con una explicación que daba cuenta de todos los hechos. Evidentemente, estaba muerto.
Por una razón u otra, en los últimos años no había concedido gran atención al más allá. Probablemente desde la niñez. Imágenes fortuitas de ángeles alados entre nubes y demonios jugando con fuego me atestaron la mente. ¡Abandonad toda esperanza! ¡De acuerdo! Porque todas esas imágenes vulgares de santos con aureola y puertas de pedrería eran como estrellas fugaces fulgiendo momentáneamente contra un universo de desesperanza infinitamente negro. Desesperanza por una vida no muy bien vivida, incluyendo el haber hecho todas esas cosas que no debiera haber hecho. Y no todas aquellas que sí tendría que haber hecho. Una vida superficial, repleta de tardes y noches desperdiciadas. Y días, semanas y años. Había una especie de juez celestial, recordé, que asignaba a las almas su destino final. Si ésa era la alternativa, razoné confusamente, el panorama era bastante pobre. El dolor de cabeza, la náusea y el simple terror que sentía resultaban inconsistentes frente a la idea básica del paraíso. No puedes tener dolor de cabeza en el cielo. Los católicos, o al menos así me lo parecía, tienen alguna alternativa más, como el purgatorio o el limbo. Pero por alguna razón yo me imaginaba ambos como una versión a lo grande de una de esas habitaciones repletas de bebés dormidos en una sala de maternidad.
Pero yo no podía haber alcanzado ningún tipo de destino final.
Seguía en MicroMagnetics. La antigua sede de MicroMagnetics. Se me pasó por la cabeza que MicroMagnetics Inc., ya no tenía perspectivas financieras que mereciera la pena calcular. Me encontraba exactamente en el lugar donde acabó mi vida. Razoné que por fuerza yo debía ser eso que la gente llama un fantasma. Sabía de los fantasmas menos incluso que del cielo y el infierno. La imagen del Holandés Errante a la deriva frente a la costa de Jersey se formó y se disolvió en mi mente. Ruddigore. Que yo recuerde, nunca en mi vida, ni siquiera en la infancia, he creído en fantasmas. Nunca he podido soportar a la gente que cree, o hace como que cree, en fantasmas. Nunca le he visto la gracia a las historias de fantasmas. En realidad nunca he entendido qué son. Por lo general, parecen haber sido condenados a vagar sin descanso por la tierra durante años, lo cual, si te paras a pensarlo, es exactamente el tipo de existencia que mucha gente elige para sí misma en la medida que se lo permite la salud y la longevidad. También pueden ser condenados a permanecer durante siglos en el lugar donde ocurrió algún terrible acontecimiento en sus vidas. En realidad, este último destino parecía acomodarse bastante bien a mi propia situación actual. Aunque frecuentar las costas de Jersey durante generaciones parecía un destino algo absurdo, de hecho significaba una mejora frente a las posibilidades que me habían estado pasando por la mente poco antes. Una extraordinaria mejora. Un mundo de diferencia.
Mi ánimo mejoró algo. El corazón me zumbaba como un juguete de cuerda y seguía tiritando, pero me sentía como si hubiera logrado subir a la superficie del terror que me ahogaba incontrolablemente. La hipótesis fantasmal me proporcionaba un marco de referencia, por más desagradable que fuera. Puestos a ser una entidad en la que antes no creyera, «ángel» hubiese sido más satisfactorio. «Fantasma» carecía de dignidad teológica. Pero la situación de ángel estaba por el momento fuera de toda esperanza. Y en cualquier caso, la cuestión en conjunto era seguramente demasiado compleja para ser descrita mediante palabras como «ángel» o «fantasma», que sólo representaban las crudas nociones de seres mortales e ignorantes. Aparentemente iba a disponer de tiempo abundante para considerar tan sublimes cuestiones. En mi incesante condición había incluso la posibilidad —que a duras penas me atrevía a formular con claridad— de alguna suerte de inmortalidad. O al menos de una existencia cuya duración sería incomparablemente mayor de cuanto yo hubiera esperado en mi condición anterior.
Bien pensado, ¿cómo iba a buscar respuestas a estas cuestiones? Mirando a mi alrededor el mundo parecía tan opaco como siempre, con su razón última, si la había, oscurecida por los árboles y el cielo y los demás objetos heterogéneos que interceptaban mi vista, por no hablar de mis cambiantes estados de ánimo o mis fragmentarios razonamientos. ¿Cómo iba a conocer las condiciones y responsabilidades de mi nueva existencia? ¿Entraría en contacto con otros seres inmateriales? Asimismo, ¿cómo podría saciar mi terrible sed? Se me ocurrió para mi horror que la sed podría ser el principio de un castigo eterno, quizá por sobreindulgencia. Tendría que buscar agua y averiguar si podía bebería. ¿Lograría moverme? ¿Cómo? Y si podía flotar a doce metros de altura por encima del fondo del cráter, ¿por qué no a treinta metros o a tres?
Mi estado de ánimo decayó otra vez. Estaba arrodillado en un suelo enmoquetado y las reglas para moverse por él eran exactamente las mismas de siempre. Dispuesto a comprobar tal hipótesis me incliné hacia adelante y exploré con las manos el suelo que me rodeaba. Sin propósito definido empecé a caminar hacia adelante a cuatro patas. Nada había que mirar, salvo la vertiginosa visión del cráter allá abajo. Me detuve y, ayudándome de las manos, me puse en pie lenta y cuidadosamente. Permanecí en el mismo lugar unos segundos con la vista fija en la superficie del cráter, ya que no había cerca ninguna otra cosa que mirar, y traté de conservar el equilibrio aunque todo el rato tuve la sensación de ir a caer en una u otra dirección. Mareante. Entonces, y puesto que no podía hacer otra cosa, adelanté uno tras otro los pies sobre la moqueta probando a dar uno, dos, tres, cuatro cortos y cautelosos pasos a ras de tierra al tiempo que tanteaba por delante con los brazos extendidos. La sensación era indescriptiblemente irreal. Estaba moviendo mi cuerpo igual que siempre: sentía como me deslizaba sobre el suelo. Pero no veía que sucediese nada. No veía nada aparte del borde del cráter varios metros más allá. Mi mano izquierda tropezó con una mesa. Deslicé ambas manos por los bordes para saber con exactitud dónde estaba. Recorrí con los dedos su superficie: estaba cubierta de libros y papeles, todos intactos pero absolutamente invisibles. Estaba en el despacho de Wachs. Todo había quedado intacto; todo estaba exactamente como antes: la moqueta, la mesa, yo. La única diferencia era que todo permanecía por completo invisible.
O sea que las personas pueden convertirse en fantasmas o ángeles. Pueden recibir una recompensa eterna. Y pueden, por lo que yo sé, tocar el harpa y flotar sobre las nubes adornadas con fulgentes vestiduras. Aquella mañana, en tan incomprensible y terrorífica situación, me entretuve con toda suerte de ideas extravagantes e inverosímiles. Pero incluso entonces sabía que no podía haber un más allá para las mesas ni los despachos. No cumplirían, por misterioso que fuese, ningún fin teológico. Una extraordinaria y al mismo tiempo fastidiosa catástrofe lógica nos había transformado a mí y a mi entorno inmediato, haciéndonos absolutamente invisibles pero no mejores.
Por fantástica que tal conclusión pueda parecer en abstracto, comprendí de inmediato que era la explicación menos fantástica para dar cuenta de las circunstancias de mi situación. Después de la gran cantidad de cosas ridiculas y terroríficas que había estado imaginando, era un alivio haber resuelto el problema y haber alcanzado lo que en comparación parecía una simple y sensata explicación de lo sucedido. A partir de ahí, ya no estaba seguro de si debía sentirme alegre o desesperado, o de qué debía hacer después. No estaba seguro de casi nada. Temblaba. Tendría que pararme a pensar.
Con la mano izquierda sobre la mesa, fui dando la vuelta con todo cuidado, localicé el sillón con la derecha y tomé asiento. Era un sillón de cuero desde el cual podía observar los alrededores, en la medida que éstos eran visibles. Hube de forzarme a dominar el pánico para echar una larga, cuidadosa y racional mirada en derredor. El sol estaba ahora muy alto sobre el horizonte. Era una brillante, despejada y bella mañana y podía verlo todo con extraordinaria claridad. Incluso más allá del radio de la explosión —aunque en realidad no fue una explosión— había algo diferente. Por alguna razón, mi visión parecía sutilmente alterada, más aguda que… ¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente? Probablemente desde la mañana anterior. Quizá veinticuatro horas. Miremos las cosas en su totalidad y reflexionemos.
Lo más importante era que aquello que yo había estado considerando un cráter no era un cráter en absoluto: era evidentemente un área esférica en la cual todo se había vuelto invisible pese a que permanecía perfectamente sólido. La esfera abarcaba todo el edificio de MicroMagnetics junto con una buena porción de terreno en torno. De hecho, tal y como yo, y varios más, habríamos de saber unas horas más tarde, eso no era del todo cierto. La esfera tenía el corazón hueco: en el centro, allí donde estuvieron los aparatos de Wachs, y en un radio de unos cinco metros, todo había quedado desintegrado. Pero entonces, sentado tembloroso a la mesa de Wachs, todavía pensaba que todo cuanto quedaba dentro de la esfera había sufrido la misma suerte que yo, la mesa y el sillón, es decir, que todo estaba exactamente como antes sólo que invisible.
Invisible para mí, al menos. Consideré la posibilidad de que lo único transformado hubiera sido mi visión, de forma que yo no fuera capaz de ver los objetos situados alrededor mientras que los demás sí los verían. Pero no, ésa era la menos lógica de todas las improbables explicaciones que se me podían ocurrir. No se puede alterar la visión de alguien de tal forma que pueda ver a través de los objetos. Por si fuera poco, el conjunto de cosas invisibles que quedaron dentro de la esfera permanecía fijo aunque yo me moviera. Así que debían ser los objetos los que estaban alterados y no mi visión. O quizá los objetos y mi visión. Era difícil pensar adecuadamente sobre esas cuestiones, pero daba la sensación de ser una alternativa lógica y consistente: sólo yo, o alguna otra persona alterada dentro de la esfera, sería incapaz de ver la materia transformada.
¿Podía haber algún otro ser humano allí?
En mi mente apareció de nuevo la visión de Wachs y Carillón convirtiéndose en fuego. Supe con horrible certeza que ninguno de los dos había sobrevivido en forma alguna. Mirando desde donde estaba ahora, deduje que ellos se encontraban en lo que actualmente era el perímetro achicharrado que rodeaba el aparente cráter. En esa zona no había más que ceniza, ni siquiera la silueta de un árbol; todo se había quemado. El resto de los presentes se encontraba más lejos, donde nada parecía haber sido tocado y permanecía como antes. Pero no del todo: había algo diferente. Quizás esa valla del fondo: yo no recordaba ninguna valla. Pero alguien más podía haberse quedado en el edificio, como yo. O como ese maldito gato. Ojalá cesara de maullar. Me dejaría pensar más claramente. Habían sido muy cuidadosos al desalojarlo. ¿Por qué, me pregunté, insistí tanto en quedarme? Yo sólo. No importa. No tenía sentido volver sobre eso.
Me puse a experimentar con los objetos que tenía ante mí en la mesa. Hojeé las páginas de un libro. Golpeé fuertemente con una pluma contra la mesa y escuché el nítido resonar. Encontré una grapadora y grapé varios papeles. Todo funcionó perfectamente. No puedo describir lo extraño que resultaba tocar, agarrar o manipular esos objetos sin poder verlos, o verme a mí mismo, o no ver nada en un radio de seis metros. Los sonidos y las sensaciones táctiles flotaban frente a mí en el aire como si estuvieran en otra dimensión. No sabía hacia dónde enfocar los ojos. Volví a sentir una náusea creciente. Deseé poder cerrar los ojos.
Me dolía espantosamente la cabeza. El cuerpo entero me dolía. Con una nueva y terrible percepción comprendí que, casi con toda certeza, debía estar muriéndome. Dios, confiaba en que al venir a rescatarme pudieran verme. ¿Cómo, si no, podrían proporcionarme ayuda médica? Debía estar muriéndome. Pero confiaba en que no fuera así. Incluso en esta horrible condición, esperaba sobrevivir de alguna manera. No tenía ni idea de lo que podría haberle pasado a mi cuerpo. Me incliné hacia adelante en la silla y, empezando por los pies, pasé metódicamente las manos por todo el cuerpo tratando de detectar alguna herida tangible. Nada, gracias a Dios, aunque, ¿cómo podía detectar con las manos los efectos de la radiación? Incluso la ropa parecía estar perfectamente intacta. Me aflojé la corbata. Al pasarme las manos por el vientre advertí que la vejiga estaba dolorosamente repleta y que llevaba algún tiempo haciéndome sentir muy incómodo. Tenía que orinar de inmediato. Veinte horas. Y además húmedas. ¿No serían el dolor de cabeza, los mareos y las náuseas síntomas de envenenamiento radiactivo? Probablemente sólo me quedaban unas pocas horas. Debía de investigar los síntomas. Pero lo más urgente era orinar.
El poder de la civilización es tal que ni siquiera se me ocurrió que podía hacerlo en cualquier sitio, aparte del water. Sabía que había uno a pocos metros, pero primero debía averiguar dónde estaba exactamente y luego llegar hasta allí. Traté de reconstruir mentalmente una imagen del edificio a partir de lo que podía recordar de ayer. En las paredes de enfrente y en las de la izquierda —volví la cabeza pese a que no había nada que ver—, unas ventanas daban sobre los campos. En la pared de detrás estaban las estanterías, una pizarra y la puerta que daba sobre el pasillo que recorría todo el edificio. En la pared de la derecha, dos puertas: una daba sobre el vestíbulo y la otra, cerca ya del rincón más alejado, al cuarto de baño.
Ahora debía dirigirme hacia allí. Incluso aunque me estuviese muriendo rápidamente, debía vaciar mi vejiga por última vez. Después podría ir en busca de ayuda, sirviera o no para algo. Apoyando ambas manos sobre la mesa para no perder el equilibrio, me puse en pie y descubrí, ante mi sorpresa, que no estaba solo.
Puesto en pie y mirando hacia el lado opuesto del edificio, mi visión se ampliaba por encima del seto y más allá del aparcamiento hasta un vasto campo que había sido incongruentemente dividido con una valla de unos tres metros de alto coronada de alambre de espino a todo lo largo del borde superior. Sabía que ayer no estaba allí. Pude ver el techo de dos camionetas y un sedan estacionados en el aparcamiento, que sobresalían por encima del seto de arbustos, pero aparentemente el resto había sido despejado y a este lado de la valla todo parecía desierto e inmóvil. Sin embargo, a partir de la valla hacia allá, se agolpaba un montón de gente. A esa distancia, y con mi campo de visión reducido por los árboles, el seto y la valla, era difícil saber qué estaba pasando, pero pude ver que esa gente vestía uniformes militares y policiales, y que no todos los uniformes eran iguales. Había toda clase de vehículos imaginables: jeeps, camiones, tractores, camionetas y turismos, todos pintados en colores sólidos y uniformes —gris, blanco o caqui—, lo cual los delataba como pertenecientes al gobierno. Pude ver gente que construía refugios provisionales, hacía cola para usar retretes portátiles, montaba lo que parecían equipos de radio, deambulaba con portapapeles, pero no acababa de comprender qué finalidad podría tener tanta actividad.
Por alguna razón habían abierto una nueva carretera que iba directamente desde el campo al aparcamiento. Donde la carretera quedaba interceptada por la valla, había una gran puerta metálica. Mientras miraba, empezaron a colocar piezas de tela opaca por la cara interna de la valla, de manera que mi visión de la gente y sus equipos empezó a quedar rápidamente cortada. Giré despacio sobre mí mismo y pude ver con aprensión que toda el área a mi alrededor —que abarcaba varias hectáreas e incluía el césped, el aparcamiento y una parte de los campos adyacentes— estaba siendo rodeada con las mismas piezas de tela opaca.
Comprendí que estaba siendo cercado y que alguien se estaba tomando grandes molestias para que nadie pudiese entrar ni ver por encima de la cerca los restos de MicroMagnetics. Por alguna razón, todo iba a ser mantenido en secreto. Pero no intenté entenderlo. Sólo advertí que me estaban encerrando. La visión de toda esa gente, que se afanaba al otro lado de la cerca, me hizo sentir la necesidad de relacionarme con otros seres humanos. Necesitaba ayuda. Estaba mortalmente enfermo, quizá sin posibilidad de ayuda —apenas me atrevía a esperar que hubiese alguna posibilidad de supervivencia—, pero deseaba desesperadamente que me rescatasen. Necesitaba consuelo. Me estaba muriendo.
—¡Socorro! —grité. Mi voz sonó débil a causa del miedo y extrañamente cercana—. ¡Aquí, aquí! ¡Socorro!
Nada. Nadie se volvió. Nadie había oído nada. Nadie vendría. La última sección de cerca no tardaría en quedar cerrada y ya no sería posible ni siquiera verlos. Y además, ¿qué hacían allí abriendo carreteras y levantando cercas? ¿Por qué no estaban aquí, donde había un auténtico desastre, una tragedia, una necesidad, en lugar de andar tonteando con su maldito campamento de boy scout?
Naturalmente, no podían oírme. Tenía que ser racional. Me encontraba a treinta metros de distancia; mi grito fue débil; caso de oír algo, sería el maullido del jodido gato. ¿Dónde estaba el gato? Probablemente en la habitación contigua. Con terrible sobresalto, caí en la cuenta de que me encontraba en un edificio clausurado. Nadie llegaría a oírme nunca. Ni a verme. Nunca sabrían que yo estaba allí. Radiación. Debían de estar acordonando el lugar debido a la radiación. Durante meses. Años.
Tendría que acercarme a ellos para recibir ayuda. Si lo conseguía. Temblaba y me sentía irremediablemente debilitado. La presión en mi vejiga era insoportable. Una vez que hubiese orinado, podría salir del edificio y acercarme en busca de ayuda humana.
Deslicé mis manos por el borde de la mesa para determinar el eje del edificio y entonces, manteniendo una mano sobre la mesa como punto de apoyo, crucé el vacío con pasos vacilantes camino del baño. Una vez hube dado unos pocos pasos, tuve que soltarme de la mesa. Horrible. Resistir el impulso para no caer a cuatro patas otra vez. Nada se veía en un radio de unos diez metros. Mantuve los brazos extendidos frente a mí, como alguien que camina por una casa a oscuras, y me obligué a mí mismo a mirar el reborde del anillo, que quedaba a mi izquierda. Ello pareció ayudarme un poco a guardar el equilibrio. Me sentía como en la cuerda floja: cuanto más pensaba acerca de lo que estaba haciendo, más dificultoso resultaba el proceso de caminar. Sentí un sobresaltado alivio cuando, tras unos cuantos pasos más, mis manos invisibles encontraron la pared invisible. El gato —ahora estaba seguro de que se encontraba en la estancia vecina— intensificó sus maullidos. Más seguro, recorrí la pared hasta dar con la puerta del cuarto de baño.
Buscando con la mano derecha localicé el pomo, lo accioné y abrí la puerta. Me mantuve agarrado al pomo y me adentré varios pasos en el cuarto de baño, tanteando con la mano izquierda extendida hasta dar con el lavabo. Entonces, me agarré al lavabo, avancé un poco más y localicé el retrete. Me resultó difícil aguantarme. Veinte horas. Me quité la americana y la dejé caer al suelo, me saqué los tirantes por los hombros, me desabroché los pantalones y los calzoncillos y los hice deslizar rápidamente piernas abajo al tiempo que giraba —no era cuestión de intentarlo estando de pie— y me agachaba hasta el retrete. Con una exquisita sensación de alivio, vacié la vejiga. Mientras oía el extraordinario sonido de la orina invisible caer en cascada contra la taza invisible, me sentí mucho, mucho mejor.
Cuando acabé, me giré, di con la cadena y la accioné. El retrete explotó con el clásico gorgoteo de agua, pero al ocurrir en el puro aire resultaba tan fantasmagóricamente ridículo que se me escapó algo a mitad de camino entre el sollozo y la risa. Todos estos ruidos provocaron en el gato un maullar enloquecido. Por horrible que fuese mi situación, comprendía que al mismo tiempo era ridicula. Realmente, empezaba a sentirme muchísimo mejor.
Me levanté —esta vez sin molestarme a agarrarme a algo— y me subí los pantalones. Recordando del día antes la existencia de un tubo de aspirinas, busqué la puerta del armarito y empecé a rebuscar por entre los estantes con la mano derecha. Encontré diversos objetos pequeños, algunos identificables (brochas de afeitar, pasta de dientes, cepillos) y otros no. Algunos caían rebotando ruidosamente contra el lavabo o el suelo. Pero encontré el tubo de aspirinas. O al menos confié en que lo fuera: tenía su forma. Pero aun suponiendo que fuesen aspirinas, ¿serían de alguna ayuda en mis extrañamente alteradas circunstancias? Merecía la pena probarlo. Tenía un intenso dolor de cabeza. Intenso dolor de varios tipos. El tapón a prueba de niños me causó algún problema, pero cuando ya me estaba invadiendo una pequeña oleada de rabia conseguí derrotarlo. Me eché a tientas varias tabletas sobre la palma de la mano izquierda, conté cuidadosamente tres con el índice de la derecha y me las llevé a la boca. Siempre me tomo tres porque en las instrucciones dice tomar una o dos.
Abrí el grifo del agua fría e, inclinándome y apretando los labios al caño tragué las píldoras. Luego seguí bebiendo con ansia. El agua sabía maravillosamente. Caí en la cuenta de que estaba terriblemente sediento. Pero al cabo de una docena de sorbos, el grifo se secó. ¿Por qué habría de ocurrir tal cosa si el edificio había quedado intacto? Porque la tubería del agua debió quedar cortada en el perímetro del incendio. Pero tendría que haber un depósito de agua caliente. Abrí el grifo del agua caliente y surgió un chorro de agua tibia. Hice uso de ella para lavarme los dientes y la cara y luego volví a beber, largo rato. Definitivamente, me sentía mejor. Incluso consideré la posibilidad de afeitarme aunque la rechacé por irreal.
Ahora podía ir en busca de ayuda. Pero deseaba recuperar mi americana y para mi disgusto hube de ponerme a cuatro patas de nuevo y buscarla por el suelo. Tendría que acordarme de no dejar caer distraídamente al suelo nada que desease volver a utilizar.
Cuando volví a ponerme en pie pude ver un sedan negro saliendo lentamente del aparcamiento en dirección a la carretera de acceso, alejándose de mí. ¡Había habido personas allí! ¡Y ahora se marchaban otra vez! La cerca estaba ya totalmente acabada y, cuando el automóvil pasó por el único hueco existente y se cerró la puerta detrás de él, todo el área quedó aislada. Excepto las dos furgonetas dejadas en el aparcamiento, nada quedaba ya dentro del perímetro de la cerca, y ésta me cortaba la visión del exterior. No había movimiento ni indicación alguna de la existencia de seres humanos. Al ver desaparecer el coche me invadió la desolación, como cuando alguien que acaba de caer por la borda ve desesperanzado que el barco navega hacia el horizonte.
Entonces, misteriosamente, primero una y luego otra, las dos furgonetas empezaron a moverse tras el seto de arbustos, saliendo del aparcamiento para dirigirse, siempre con toda lentitud, hacia el terreno cubierto de césped situado al frente del edificio. Ambas furgonetas eran de color gris oscuro y tenían inescrutables cristales ahumados, por lo que era imposible divisar a sus ocupantes. La primera tenía el tamaño de una camioneta de reparto. Pero la segunda era casi el doble de grande; por una abertura del techo surgía una complicada antena y de su parte trasera salían unos gruesos cables que se desenrollaban sobre el suelo, como si fueran el rastro dejado a su paso por algún caracol gigantesco. La furgoneta pequeña se detuvo exactamente enfrente de mí y a unos diez metros del anillo. La segunda furgoneta se detuvo detrás. Durante unos interminables minutos no se produjo ningún movimiento. El efecto resultaba en cierto modo siniestro y, más que sentir júbilo por no haber sido abandonado después de todo, permanecí inmóvil, observando con incómoda fascinación.
Se abrió la puerta delantera de la furgoneta pequeña. Un hombre musculoso, de tez negra y rostro serio e inexpresivo, bajó del asiento del conductor y retrocedió hacia la otra furgoneta caminando con inequívoco porte militar. Su camisa hawaiana, de un rojo chillón, transmitía la impresión de que por lo general sólo vestía de uniforme. Un hombre que casi parecía gordo, de lo grande que era, descendió de la otra furgoneta y se puso a hablar con él. Este segundo, aunque vestía asimismo unas botas de cuero muy elaboradas y una fantasiosa camisa de vaquero con brillante botonadura de perlas en la pechera, también parecía a su vez policía o militar. Al hablar soltaba continuamente sonoras carcajadas, pese a que sus ojillos parecían aburridos. El negro permanecía en silencio, escuchando impasible.
Al cabo de unos minutos apareció un tercer tipo por el otro lado de la furgoneta. Era mayor que los otros, en torno a los cuarenta y cinco, y vestía un traje gris oscuro que, no habiendo sido confeccionado para nadie en particular, le caía desde los hombros formando pliegues. Llevaba los cabellos muy cortos, casi afeitados, y debido a la palidez extrema de su piel la cabeza entera parecía repelentemente desnuda. Caminó con precisión casi militar hasta una puerta situada a un lado de la camioneta y se detuvo. La puerta se abrió bruscamente dejando ver a un hombrecillo de aspecto hispánico que, tras decir algo, desapareció hacia el interior dejando la puerta abierta.
El tipo vestido de civil se dirigió entonces hacia donde estaban el negro y el cowboy, dijo algunas frases que los otros escucharon con atención y se alejó de ellos. Parecía estar al mando: en cuanto dejó de hablar, los otros dos se dirigieron resueltamente hacia la parte trasera de la furgoneta. Él permaneció quieto, sin hacer caso a los otros una vez puestos en movimiento, y miró con frialdad hacia el frente, directamente a mí, según me pareció. Pero no, sus ojos recorrían cuidadosamente todo el área. Yo seguía sin saber si podía ver el edificio o bien si éste le resultaba tan invisible como a mí. Pero no tardaría en averiguarlo, cuando me salvaran. No podían saber todavía que allí había un ser humano vivo. Tendría que hacérselo saber.
—¡Socorro! —grité. Nadie se volvió.
El negro y el cowboy habían abierto la puerta trasera de la furgoneta pequeña y ayudaban a bajar a alguien embutido en un grueso traje blanco. Era la clase de trajes que utilizan los buzos de profundidad. O los astronautas. O, y la descorazonadora idea me vino de pronto, el tipo de vestimenta que ves en los telediarios de la noche cuando un reactor nuclear averiado está siendo inspeccionado. Era exactamente lo que me temía: había radiactividad. Me estaba muriendo, y a medida que ese pensamiento se fue haciendo más claro, me sentí progresivamente debilitado.
—¡Aquí, aquí! —grité. No hubo el menor signo de que me hubiesen oído. Había demasiadas paredes entre medio. No tenía sentido malgastar mis últimas energías en gritar. Dentro de un rato, el hombre del traje protector estaría en el edificio. Bajé la tapa del retrete y me senté, demasiado débil para aguardar de pie mi rescate.
Mi futuro salvador no estaba muy habituado al traje. Agitaba experimentalmente los brazos y daba cuidadosos pasitos atrás y adelante. A esa distancia no podía ver su rostro detrás de la pantalla ahumada. Llevaba en la mano una barra de metal de un par de metros de longitud que estaba conectada a la gruesa pechera de su traje. La balanceaba en torno como para probarla. Debía ser un contador Geiger o lo que se use para medir la radiactividad. El tipo de aspecto latino reapareció a la puerta de la furgoneta cuando los otros tres se colocaban esos auriculares provistos de micrófono que utilizan los cámaras de televisión y los entrenadores de fútbol americano. Todos quedaron inmóviles. Estaban, evidentemente, probando los equipos. El tipo de civil asintió con la cabeza y el astronauta se puso en marcha.
Se dirigió precavidamente por el césped en dirección a donde yo estaba, dando con todo cuidado un paso tras otro igual que si estuviese en la superficie lunar, moviendo su contador Geiger atrás y adelante al caminar como si se tratase de una aspiradora espacial.
Aguardé su llegada con una mezcla de ansiedad y desesperanza. Deseaba ser rescatado. ¿Pero cuál sería la diferencia? Seguramente me estaba muriendo. Por otra parte, mi situación era tan extraordinaria que resultaba difícil estar seguro de nada, aunque la única esperanza que me cabía llegaría de la mano de esos tipos. Deseé que se diesen prisa.
Los otros tres se habían agrupado en el césped en torno a unos grandes rollos de papel. Señalaban en el papel, señalaban en mi dirección y de nuevo en el papel. Planos del edificio. Tenían un juego de planos y se disponían a utilizarlos para guiar por radio al hombre del traje blanco. Cuando éste entrase en el edificio y pudiese oírme, volvería a gritar.
Llegó al borde achicharrado del anillo. Se detuvo y se volvió hacia los otros tres. Uno de ellos —el gordo— se dirigió a la furgoneta y desapareció dentro. Unos minutos más tarde reapareció. ¿Por qué tardaban tanto? Entonces, el astronauta asintió rígidamente, como un robot, alzó los brazos en una suerte de rudimentario saludo y se alejó de mí, resiguiendo el borde del anillo. Movía el contador Geiger sobre las cenizas mientras caminaba.
—¡Estoy aquí! —grité. ¿Por qué se alejaba?—. ¡Socorro!
Prosiguió a lo largo del anillo. Al llegar a unos cinco o seis metros del punto de la circunferencia más próximo a mí, se detuvo y se volvió de nuevo hacia los otros. Parecía estar teniendo lugar una discusión. El tipo vestido de civil tenía un lápiz en la mano con el que hacía marcas en el plano. Tomaron una decisión. El astronauta se puso de frente al cráter y después, con precaución, se adentró en la zona quemada camino del borde del cráter. Durante unos minutos examinó el fondo de la hondonada. Dirigió lentamente el detector hacia el borde.
Yo sabía ahora que también para ellos el edificio era invisible, y estaba tan apasionado presenciando el inminente y extraordinario momento del descubrimiento que casi olvidé mi propia situación.
El hombre bajó cuidadosamente el detector tanto como pudo y encontró la invisible superficie del suelo. Apretó un poco. Golpeó en derredor trazando un círculo. Volvió a apretar, cargando todo su peso. Se detuvo y medio se volvió hacia los otros. Estaba absolutamente inmóvil. Volvió a encararse con el reborde.
Entonces, como un chiquillo probando una delgada superficie helada, pasó para tantear un pie por encima del reborde y lo bajó hasta la invisible superficie. Hizo fuerza varias veces como si esperase que fuera a ceder, y después con el otro pie todavía en el aire por encima del suelo visible, descargó todo el peso sobre el primer pie. Manteniendo incongruentemente el equilibrio sobre un pie pero sin punto de apoyo, parecía un acróbata vestido de payaso realizando un truco improbable y difícil, aunque bastante estúpido. Con la cabeza tan inclinada hacia adelante como se lo permitía el traje, se miraba mientras posaba con todo cuidado el segundo pie en tierra. Se detuvo de nuevo, mirando su propio pie. Entonces, como quien prueba el hielo definitivamente, dio un rígido salto que, debido al traje, no resultó gran cosa. Sin dejar de mirar hacia abajo con toda atención, dio unos pasos más sobre el cráter y se detuvo. Se giró lentamente hasta encararse con los otros.
Nadie se movía, parecía realmente milagroso verlo en el aire. Incluso yo estaba asombrado por el espectáculo. Pues, aunque mi propia situación era mucho más extraordinaria, su impacto visual era inherentemente menor.
Caí en la cuenta de que el hombre vestido de civil hablaba a través del micrófono. Hizo un gesto breve en dirección al cráter y luego miró sus planos. El astronauta hizo un torpe movimiento afirmativo y dio media vuelta otra vez. Esbozó unos cuantos pasos más en dirección al centro del cráter agitando el detector por delante, hasta que éste golpeó abruptamente contra la pared frontera del edificio. Se aproximó y deslizó el detector por la superficie de la pared hacia arriba y hacia ambos lados tan lejos como pudo. Después se inclinó trabajosamente y dejó el detector sobre el suelo invisible. Lo miró un momento, como si esperase que después de todo caería. Se apoyó contra la pared, probándola, y luego empezó a explorarla con los grandes guantes. No tardó en localizar algo: delineó su contorno rectangular recorriéndolo varias veces con las manos. Era, obviamente, una ventana.
Hubo una larga pausa y advertí que los tres hombres sobre el césped no estaban satisfechos con lo descubierto. Iniciaron una viva discusión durante la cual recurrieron varias veces a los planos. Entonces, presumiblemente en respuesta a una orden, el astronauta se apoyó de lleno contra el edifìcio, de cara al mismo y con los brazos abiertos en ambos sentidos a lo largo de la pared, como si fuera un cartel de señalización humano. Eso pareció resolverles el problema. El tipo vestido de civil señaló con su lápiz dos puntos invisibles sobre el cráter y luego los unió con una línea imaginaria. Evidentemente habían malinterpretado la orientación del edificio. Tal vez los planos no eran correctos o bien los engañó el ángulo que trazaba el camino desde el aparcamiento. Iluminados por esta información, los tres variaron un poco su posición para quedar encarados al invisible edificio en un adecuado ángulo de noventa grados.
El astronauta recogió el detector otra vez y empezó a moverse en mi dirección a lo largo de la pared frontera. Mantenía la mano izquierda en contacto con la pared, y cuando encontró la siguiente ventana, volvió a delinearla para los otros, que esta vez sí parecieron satisfechos. Con sólo unos pocos pasos más llegaría a la entrada del edificio, pero dada la desesperante velocidad con que avanzaba era imposible decir cuánto tardaría. Entonces tendría que abrirse paso por el edificio hasta donde yo estaba. Me puse en pie y fui a su encuentro.
Tenía pensado caminar, abrirme paso con cuidado hacia la entrada, pero probablemente eché a correr. Llevaba los brazos extendidos por delante de mí para evitar puertas y paredes, pero mi pie tropezó con algo —una toalla o una prenda caída en el suelo— y me fui de cabeza contra los azulejos del cuarto de baño. Sentí un impacto asombroso por todo el cuerpo y un intenso dolor en el codo sobre el que había aterrizado. ¡Maldición! Iba a tener que tomármelo con más calma. Me puse de rodillas y me golpeé en la cabeza con el marco de la puerta. ¡Maldición! Gateé patéticamente a cuatro patas en dirección a la oficina de Wachs y a la puerta de comunicación con el vestíbulo.
Todavía de rodillas, la encontré y busqué el picaporte. Lo giré y estiré. No se movió. Manteniéndolo girado, empujé. Nada. La puerta estaba cerrada con llave. Calma. No importa. Ellos la abrirían.
El hombre del traje protector había alcanzado la puerta principal y se encontraba a menos de tres metros de distancia, por lo que, a pesar de las dos puertas que nos separaban, podía ver ahora su rostro a través del cristal ahumado de su máscara. Mitad inclinado hacia adelante y mitad acuclillado, localizó los tres escalones que daban sobre el umbral y dejó de nuevo el detector. Empezó a mover las manos por la puerta. Su mano derecha encontró lo que buscaba e hizo una especie de saludo con la otra. Debía de ser el picaporte. Tenía dificultades para accionarlo con sus pesados y casi inarticulados guantes. El gato maullaba ahora insoportablemente. De pronto se me ocurrió que el gato también debía de haber estado viendo al hombre, aunque no lograba imaginar qué pensaría él del espectáculo. La mano del hombre se hundió varios centímetros hacia adelante. ¡Había abierto la puerta!
No podía haberla abierto más que una rendija, pero descubrí que ahora podía oírle claramente.
—¡Un maldito gato! ¡Juro por Dios que es un maldito gato! No puede ser ninguna cosa más. ¡Dios! ¡Un jodido gato invisible!
Hizo una pausa, escuchando evidentemente lo que los otros tuvieran que decirle a través de los auriculares. No pude escuchar nada de ello.
—Sí, señor —dijo—. Lo siento, señor… No, señor. Ese gato no se escapará… Estoy completamente seguro de que se ha puesto junto a la puerta… No, señor. Ningún problema. Ese gato no escapará.
Yo miraba al hombre, directamente a sus ojos. No puedo decir por qué no le llamé en ese momento. Había estado gritando tontamente para pedir ayuda durante toda la mañana. Ahora la ayuda llegaba. Yo sólo tenía que hablar. Pero no lo hice. Quizá la seguridad de que tenía gente a mano si la necesitaba me dio la confianza suficiente como para prescindir de ellos durante algún rato más. Por otra parte, estaba inmerso en el drama del avance del explorador y quería saber qué pasaba con el gato. No había necesidad alguna de irrumpir justamente entonces. Y quizá —pues mirándolo con perspectiva no estoy ahora seguro—, quizás estaba experimentando mi primer y patéticamente infantil placer en la invisibilidad. Yo estaba justo allí, pero ellos no podían verme. ¿Por qué revelar el secreto tan pronto?
El hombre parecía seguir manteniendo la puerta abierta tan sólo unos centímetros. Había recogido el detector y lo estaba introduciendo a través de la rendija, moviéndolo por el interior del vestíbulo. Por alguna razón eso hizo que el gato dejase de maullar de repente. Pude oír el maligno siseo que emiten los gatos cuando están airados o desesperados.
—¿Alguna novedad?… ¿Todavía nada? Todo este lugar está tan limpio como la palma de mi mano. Debería quitarme este traje… Sí señor.
El corazón me dio un salto. ¡Parecía decir que no había radiactividad! Estuve a punto de decirle algo.
Retiró el detector y lo dejó a un lado. Tenía una mano en el picaporte y la otra en el hueco entre el marco y la puerta.
—Minino, minino —canturreó—. Ven, minino, ven —el gato emitía un agudo siseo. La mano del hombre se deslizó lentamente hacia adelante—. Minino, minino, minino —de repente la mano que sostenía el picaporte se soltó y descendió, al tiempo que el hombre daba un paso hacia adelante. Mantuvo una mano frente a otra, separadas por el grosor de un gato sujeto con fuerza. Se escuchó un feo gruñido.
—¡Lo tengo! ¡Lo he cogido! Tranquilo, minino, tranquilo, ¡estáte quieto!
El hombre estaba ahora dentro del edificio, en equilibrio precario. Apretó súbitamente ambas manos contra el pecho en un aparente intento de sujetar al gato que se retorcía. Se incorporó con una sacudida. Movió rápidamente la mano derecha en dirección al estómago y la retorció.
—¡Estate quieto ya, mamón!
Entonces su mano izquierda chocó contra el muslo. Trató de levantar el muslo derecho. Entonces retorció todo el cuerpo violentamente hacia la izquierda y saltó hacia la puerta. Era difícil decir si había chocado contra la puerta, el umbral o contra ambos, pero se derrumbó en un confuso montón.
—¡Mierda! ¡Cristo, cómo duele!… ¡El mamón se ha escapado! Mierda. Por la puerta. Lo siento. Dios… Ha debido de salir derecho hacia ustedes. Traten de cogerlo.
Los tipos de fuera, a quienes presumiblemente iban dirigidos esos comentarios, parecían saber que la situación no era muy prometedora. El hombrón vestido de vaquero dio un paso al frente y sin gran convicción empezó a canturrear lo bastante alto como para que yo pudiera oírle.
—¡Ven aquí, minino, ven aquí, minino!
Los otros dos permanecieron sombríos en su lugar, mirando hacia la figura que se retorcía gimiente en el vacío.
—Ven aquí, minino, ven.
No sabía absolutamente nada acerca del comportamiento de Minino con los extraños, o acerca de la vida anterior de Minino, pero ciertamente las últimas veinticuatro horas habían sido demasiado para él. No parecía verosímil que Minino fuese a buscar la compañía humana durante algún tiempo. El cowboy lo intentó una vez más:
—Minino, minino —y luego, sin mirar a los otros, se reintegró azarado al grupo.
El hombre del traje espacial continuaba excusándose mientras se incorporaba lentamente:
—Sí, señor… Lo comprendo, señor… No, señor. Tiene usted razón. No puedo estar en modo alguno seguro de que el gato haya salido del edificio. Sí, señor, la cierro ahora mismo. Vuelvo de inmediato, señor.
Me costó un rato comprender que el hombre estaba a punto de abandonar el edificio, pero cuando lo percibí me sentí invadido de nuevo por un pánico irracional.
—¡Espere! —grité tan alto como no lo había vuelto a hacer desde la niñez—. ¡Socorro! —golpeé con los puños en la puerta—. ¡Ayúdenme, estoy aquí!
El hombre de blanco estaba absolutamente inmóvil. A través del oscuro visor de su máscara pude ver sus ojos mirando más allá de mí —a través de mí— con absoluta incredulidad y temor. Trataba, probablemente, de hacerse consigo mismo. Volvió a abrir la puerta, entró cautelosamente y cerró con todo cuidado a su espalda, como si temiese que yo pudiese oírle. Entonces gritó en mi dirección:
—¿Dónde estás, amigo? No te puedo oír bien.
—Estoy aquí —le contesté—. Al otro lado de esa puerta —volví a golpear con los puños a modo de orientación. Naturalmente, no podía oírme dentro de aquel maldito traje espacial y con los otros gritándole todo el rato a través de los auriculares. Se había detenido de nuevo y miraba estúpidamente más o menos en mi dirección—. Por el amor de Dios, hombre, sácame de aquí. Tienes que abrir esta puerta. ¡Está cerrada!
Sin moverse, y mirando todavía desconfiadamente, empezó a hablar en voz baja, pero no conmigo. Parecía pensar que, si a duras penas lograba oírme, tampoco yo podría oírlo a él.
—¿Pueden esperar un minuto? Hay algo que deben saber. Hay un maldito ser humano ahí… ¡Dios! No, no puedo verlo. ¿Pueden verlo ustedes? —esto último lo dijo con un sarcasmo teñido de miedo—. Parece estar en otra habitación. Dice que está encerrado dentro. Dios, esto es una locura. No puedo oírlo muy bien. Dice que quiere salir —se produjo una pequeña pausa. Entonces volvió a gritarme—: ¿Puedes oírme?
—A duras penas —respondí, no tan alto esta vez, y tampoco con idéntica franqueza. Me gustaba poder oír la mitad de su conversación sin que él lo supiera. Además era perturbador que mi salvador y yo no estuviéramos estableciendo una relación basada en la confianza. Naturalmente él se encontraba en terreno desconocido e inquietante. Como yo. Y mi voz incorpórea debía sonarle sospechosa. Por si fuera poco, la escapatoria del gato estaba en la mente de todos. Pero el hecho era que ninguno de ellos estaba haciendo nada por rescatarme. En lugar de correr a ayudarme, se echaban atrás con una cautela poco caritativa. El astronauta estaba de espaldas a mí y encarado a los otros, que sostenían una agitada discusión. De pronto la interrumpieron y se volvieron hacia nosotros. Evidentemente, algo había sido decidido. El astronauta se giró hacia mí y gritó:
—¿Puedes verme?
Buena pregunta. A alguien se le había ocurrido una pregunta realmente interesante. Ellos no podían conocer las leyes de este pequeño universo invisible. Quizás el hombre invisible podía ver perfectamente todos los objetos invisibles, exactamente igual que antes. Quizá lo invisible era opaco para él, como si se tratara de una pared. O quizá no. O, ya puestos, quizá no podía ver nada: a lo mejor los hombres invisibles son ciegos.
—¿Puedes verme?
—No —contesté—. Estoy aquí.
Supongo que la fuga del gato la tenía yo tan presente como ellos. Pronto, como es lógico, tendría que explicarles exactamente mi situación. Así podrían proporcionarme la ayuda médica que necesitaba. Pero no había ninguna necesidad de darles ventaja; no necesitaban esa información por ahora. Todos íbamos a ser precavidos.
—Escucha, amigo. No puedo abrir las puertas yo solo. ¿Puedes esperar hasta que consiga ayuda? Vamos a sacarte de ahí muy pronto.
Lógicamente, no podía abrir la puerta hasta que no lo intentase. Sin pensar mucho acerca de cómo debía proceder, empecé a recorrer con mis manos la superficie de la puerta, buscando de nuevo la manera de abrirla por mí mismo. Unos centímetros más arriba del picaporte encontré el cilindro de la cerradura con un agujero vacío en el medio.
—¿Estás bien? —añadió como si acabase de ocurrírsele. La cuestión me sobrepasó: traté de pensar cuál sería la respuesta adecuada y exacta, y sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.
Al no recibir una respuesta inmediata, prosiguió:
—Dime, ¿cómo se ve todo desde ahí dentro?
No tenía ganas de discutir ese melancólico tema de conversación.
—Lo único que quiero es salir de aquí —respondí.
—Estarás fuera muy pronto —gritó.
—Sácame de aquí ahora mismo, por favor.
—Tengo que ausentarme un momento para buscar ayuda. Estarás perfectamente. No tardaré en volver. Aguanta un poco, hombre.
Por alguna razón salió despacio del edificio, como si yo fuera un animal que pudiese atacarle. Cerró la puerta a su espalda y se dirigió hacia el anillo quemado, donde se detuvo y esperó pacientemente.
Durante unos diez minutos, ninguno de nosotros se movió. Los que estaban sobre el césped miraban en mi dirección; ocasionalmente alguno le decía algo a los demás para luego guardar silencio. ¿Por qué permanecían inmóviles cuando su único pensamiento debiera ser salvarme? Parecían estar esperando algo. Yo estaba asustado y furioso. Pero aguardé pasivamente. Debía haber alguna razón para que no rompieran la puerta de golpe a fin de sacarme, una razón que yo desconocía. Algo terrible, quizá. Probablemente algo relacionado con la radiación, algo contra lo que debían preservarse o algo que debían hacer para ayudarme.
Entonces, allá lejos, vi abrirse la puerta de la cerca. Una camioneta blanca con una centelleante luz en el techo entró y se deslizó lentamente en dirección al aparcamiento. El negro fue a su encuentro y la guió hasta donde estaban las otras dos. Yo tenía dificultades para leer lo que llevaba escrito delante hasta que caí en la cuenta de que ponía AMBULANCIA pero escrito del revés para poder ser leído a través de un retrovisor. ¡Naturalmente! Sólo esperaban ayuda médica antes de rescatarme. Mi situación era horrible, pero tenía que dejar de mostrarme suspicaz y de enfurecerme o de asustarme frente a la gente que trataba de ayudarme. Tratar de no volverme loco. Quizá ya lo estaba. No se me había ocurrido pensarlo. Tal vez fuera ésa la explicación.
Cualquiera que fuera el problema, ellos no tardarían en resolverlo, gracias a Dios. Cuando la ambulancia efectuó un último giro y se detuvo, pude leer en su costado UNIDAD MÉDICA MÓVIL, seguido de una serie de números y letras. Ahora sólo era cuestión de minutos. Sería reconfortante volver a hablar con otros seres humanos después de todo lo que había pasado.
El negro se dirigió a la puerta delantera de la furgoneta y el conductor vestido de blanco bajó y se puso a hablar con él. Dos hombres más, también vestidos de blanco, descendieron por la parte trasera y se unieron a los primeros. Parecían estar discutiendo. El negro denegaba con la cabeza. Entonces uno de ellos regresó a la parte trasera de la furgoneta y volvió con una camilla vacía. El negro se la quitó de las manos y la dejó contra la furgoneta de comunicaciones. La conversación pareció hacerse errática; el personal médico miraba con nerviosismo hacia el cráter y el hombre del traje protector, que permanecía inmóvil sobre el borde del anillo quemado. La exaltación que sentí poco antes empezaba a resquebrajarse debido a la ansiedad. Los reunidos sobre el césped lanzaban vistazos ocasionales hacia la puerta de la cerca. Esperaban algo más.
Al menos transcurrieron así cinco minutos. Entonces se abrió la puerta y penetró el Sedan negro, que se dirigió hacia las furgonetas. El conductor salió del Sedan y lanzó una mirada inquieta hacia el cráter. Rodeó su coche y abrió el maletero, del que sacó dos grandes sacos de lona verde. A una señal por parte del negro, depositó ambos sacos sobre el césped y regresó al asiento del conductor. Los tres sanitarios subieron al Sedan con aparente desgana. ¿Por qué se marchaban? Yo los necesitaba. Uno de ellos se detuvo cuando estaba a punto de subir al coche, señaló hacia la ambulancia y dijo algo. El negro asintió secamente en respuesta y dio media vuelta. El Sedan trazó un giro y se dirigió hacia la puerta de la cerca. Quienes seguían sobre el césped vieron cómo se abría la puerta, engullía al Sedan y volvía a cerrarse.
En cuanto la puerta estuvo cerrada, todos se volvieron hacia el cráter. El hombre del traje protector penetró de inmediato en la zona invisible y subió las escaleras invisibles para luego atravesar las invisibles puertas del edificio. Parecían mantenerlo todo en secreto respecto al mundo exterior. Pero ¿cómo podrían seguir manteniendo el secreto una vez que me hubiesen rescatado? Detesté la visión de aquellos sanitarios que desaparecían tras la cerca.
Los tres del césped estaban vaciando los sacos. De uno de ellos sacaron otro traje espacial, que el negro empezó a enfundarse con vacilaciones. Mientras tanto, el vestido de cowboy abría el otro saco. Sacó de él y desplegó cuidadosamente lo que parecía ser una gran red.
¿Una red? ¡Maldita sea! Habían expulsado a la única gente con cierto aspecto médico que yo había visto y venían a buscarme ¡con una camilla y una red!
El astronauta original había logrado abrirse camino y estaba de nuevo en la habitación contigua. Y me decía:
—¡Eh, tío!, he vuelto. ¿Puedes oírme? Tenemos unos médicos ahí fuera. Te sacaremos de inmediato. ¿Estás bien?
—Muy bien.
Me estaba deslizando a lo largo de la pared que separaba ambas habitaciones. Alcancé el ángulo que formaba con la pared frontal del edificio y proseguí. Recordaba que había dos, o tal vez tres ventanas. Encontré la primera y la abrí. Sin dificultad. Primero pasé una pierna y luego la otra por encima del alféizar sobre el que estaba sentado. Después, volviéndome sobre mí mismo hasta quedar con el estómago sobre el alféizar, me descolgué cuidadosamente desde la ventana hasta asentar ambos pies sobre el suave césped invisible que había debajo.