Nos quedamos en el andén un poco aturdidos y vimos arrancar el tren. El cielo estaba totalmente oscuro ahora; parecía que iba a llover. El súbito contacto con el aire frío, húmedo y amenazador me hacía sentir como si acabara de ser despertado después de una noche de sueño insuficiente. El puñado de viajeros que habían bajado se dirigieron apresurados por el andén hacia el aparcamiento o hacia el pequeño tren que los llevaría a Princeton. Le anuncié a Anne que iba a buscar un taxi. Teníamos tiempo de sobra —aparte de que no me hubiera importado llegar con retraso— y pensaba acercarme hasta Princeton y alquilar un coche para poder escapar con Anne de MicroMagnetics lo antes posible.
Me contrarió saber que mi compañera ya había arreglado que nos vinieran a buscar. Al principio creí que el Times, en su magnificencia, facilitaba chóferes a sus empleados allí donde los llevara su búsqueda de la verdad. De hecho, según fui informado, íbamos a ser recogidos por un representante de Estudiantes por un Mundo Justo.
—¿Por qué los Estudiantes por un Mundo Justo? La Princeton Yellow Cabs tiene mejores conductores —protesté. A lo mejor era cierto que el Times poseía campos de entrenamiento en Etiopía—, además, ¿por qué se toman tantas molestias con nosotros los Estudiantes por el Mundo Justo? Sé que todos debemos echar una mano y ayudarnos unos a otros a conseguir un mundo mejor y todo eso, pero 110 me parece que facilitarnos conductores sea el mejor uso para sus talentos. En realidad, somos un estorbo para la revolución.
—Cállate —dijo ella afablemente—. Probablemente es aquél.
En efecto, un miembro de la vanguardia revolucionaria había aparecido por el extremo opuesto del andén. Era realmente notable: bien parecido, con los rasgos finos y delicados de un modelo, los rubios y largos cabellos peinados hacia atrás y vestido de arriba abajo con ropas superlimpias y a la última moda. Era lo suficientemente joven para ser un estudiante.
—Muy bien, hombre —dije—. Modelo de otoño de Ralph Lauren para revolucionarios.
El nos miraba indeciso. Estaba claro que no éramos lo que esperaba, pero ya no quedaba nadie en la estación.
—¿Qué tal si me dejas hacer mi trabajo? —dijo Anne al tiempo de echar a andar hacia él con una sonrisa acogedora. Mientras ella se aproximaba, él se pasó una mano por el pelo y extendió la otra amistosamente. Con el corazón repleto de presentimientos me dirigí tan despacio como pude hacia donde ellos estaban. Que hombres casi hechos y derechos decidan ponerse trajes para jugar a indios y vaqueros, o a revolucionarios de andar por casa, me parece bien; pero no me gustaba verlos irrumpir en mi vida. Cuando llegué, Anne le estaba dando las gracias por venir a buscarnos.
—De ninguna manera. Si no llega a llamarnos para advertirnos de lo que iba a pasar, nos lo hubiéramos perdido completamente. Ninguno de nosotros había oído hablar nunca de MicroMagnetics y ésta es la oportunidad que siempre habíamos esperado. La contaminación nuclear del entorno es una cuestión que tiene una respuesta realmente amplia. Y una vez despertado el interés de la gente…
Se detuvo cuando me reuní con ellos y ambos me miraron con expresión un poco sobresaltada, como si mi llegada hubiese sido en cierto modo inesperada, o inapropiada. Sentí una consternación algo infantil pero considerable, consternación debida a que las cosas estaban saliendo distintas de como las había planeado, y debida también a las ficticias ropas de trabajo de ese joven, a su buena apariencia y a su forma de mirarme, como si yo fuese una inusual o en cierto modo sospechosa forma de vida.
—Nick Halloway, Robert Carillón —dijo Anne algo apresuradamente, señalando primero a uno y luego a otro con gesto mecánico. No parecía querer extenderse mucho con las presentaciones. Se volvió hacia Carillón, ofreciéndome un primer plano de su nuca, y se dispuso a hablar con él. Pero el otro se adelantó.
—¿También trabaja usted para el Times, Nick? —me estudiaba con expresión de deliberada y escéptica valoración.
—No, por Dios —dije con el aire más ingenuamente juvenil que supe componer—. Por desgracia. Quiero decir que me gustaría. Es un gran periódico. Trabajar en él significa un gran reto y mucha emoción, sospecho. Y una tremenda responsabilidad —le eché una ojeada a Anne, que me miraba asombrada y que volvió a darme la espalda fríamente—. En realidad estoy en Shipway & Whitman. Una gran firma. Buena gente —esbocé una amplia, amistosa y estúpida mueca.
Carillón no parecía saber si yo hablaba en serio o no, pero me imagino que lo consideró ofensivo en cualquier caso. Mientras yo hablaba, examinó mi corbata como si nunca hubiese visto una y pareció encontrarla vagamente chistosa. Ladeó la cabeza y bizqueó un poco para demostrar que estaba estudiando primero las iniciales bordadas en mi camisa y luego mis tirantes. Sus ojos recorrieron de arriba abajo mi traje, que era gris con rayitas, y fueron a detenerse en mis zapatos, que parecieron resultarle particularmente perturbadores. Eran zapatos ingleses muy buenos, hechos para ajustarse a mis pies algo especiales, y tal y como irían las cosas después, fue una suerte que los llevase ese día.
—¿Para quién trabaja? —le pregunté con entusiasmo.
—Para los Estudiantes por un Mundo Justo.
—¡Ah!, por supuesto. He oído hablar mucho de ustedes. Son como una avanzadilla en primera línea de fuego, ¿no es cierto?
—No creo que pueda hablarse de primera línea de fuego —dijo algo sofocado—. Justamente lo que tratamos de evitar es que nadie dispare. Y tampoco somos una «avanzadilla». Nos organizamos según principios democráticos bajo un consenso colectivo. A usted no debe resultarle familiar esta idea.
—Pero usted es el cabecilla.
—A veces soy escogido como portavoz —dijo con modestia.
—Fantástico. Seguramente es como ser el presidente de una fraternidad, de una sociedad secreta, o como quiera que se llamasen en mis tiempos. O de un club gastronómico. Porque ustedes tienen muchos clubs gastronómicos por aquí, ¿no es cierto? Su familia debe sentirse muy orgullosa.
Enrojeció y entrecerró los ojos.
—Me parece que ellos no lo ven como usted. Y por una vez estoy de acuerdo con ellos. Usted ha venido, según entiendo, para ver si alguien puede aprovecharse de una nueva variedad de energía nuclear.
—Exactamente —dije alegremente—. Siempre buscando el máximo nivel de beneficios allí donde se produzcan. Eso es lo que mueve el mundo, como dijo el poeta. La mano invisible y todo eso. Un mercado implacablemente eficaz.
—Bueno, supongo que sólo puede ser tan implacable y eficaz como la gente que lo maneja —replicó con una sonrisa sardónica—. Quizá por eso muchas veces resulta ser más lo primero que lo segundo.
Desde luego nos estábamos entendiendo de maravilla. Anne, que generalmente sentía una gran avidez por los conflictos ideológicos, esta vez parecía, sin embargo, irritada. Probablemente se avergonzaba de mí: un pensamiento que venía a incrementar mi propia consternación. Trató de tomar el control de la situación.
—La cosa está programada para las diez y media… —empezó.
Pero de pronto se me ocurrió algo y la interrumpí:
—Oiga, ¿no tiene usted un hermano o un primo llamado Bradford Carillon? ¿Uno que trabaja en Morgan?
—Hermanastro —replicó fríamente.
—Un gran tipo —dije con total inexactitud—. Le diré que nos hemos conocido.
—Está bien.
—Debemos ponernos de acuerdo —dijo Anne con firmeza. Definitivamente, estaba harta—, ¿qué distancia hay hasta MicroMagnetics?
Carillon pareció recibir con alivio la interrupción. Había diez minutos hasta MicroMagnetics, pero ambos se enzarzaron en una discusión sobre distancias, tiempo de conducción y rutas alternativas como si se tratase de un grave y engorroso problema. Los dos evitaron con cuidado mirar en mi dirección o darse por enterados de mi presencia. Consideré la posibilidad de buscar un taxi para mí solo pero decidí que podría parecer infantilmente petulante. Carillon se despidió para ir en busca de su vehículo.
—¿Por qué no vamos juntos hasta el aparcamiento? —dijo Anne.
—No, espérenme aquí un momento y yo me encargaré de organizado todo.
El héroe de la revolución echó a correr por el andén y, apenas desapareció, Anne compartió conmigo su opinión acerca de mi conducta.
—Por el amor de Dios, ¿no puedes mostrarte civilizado?
—Creía estar siendo civilizado. Prácticamente he tenido que llevar yo solo la conversación pese a no estar seguro de por qué perder el tiempo hablando con ese chico. Deberíamos llegarnos hasta Princeton y alquilar un coche para…
—Hablar con él forma parte de mi trabajo. Y me gusta hacerlo.
—A mí también me ha gustado.
—Bien, pues ya has disfrutado bastante por hoy. Déjale en paz.
—Es exactamente lo que pensaba hacer. Pero, ya que estamos en ello, ¿cómo se te ha ocurrido llamar a esa gente y ponerla tras las huellas de MicroMagnetics?
La cuestión logró hacerla callar al instante. Estaba muy incómoda.
—Yo no he puesto a nadie tras ninguna huella. Puesto que me tomo la molestia de estar al tanto de lo que ocurre en el mundo en que me ha tocado vivir, era consciente de la activa preocupación de los Estudiantes por un Mundo Justo ante determinados asuntos, y forma parte de mi trabajo enterarme de si pensaban tomar alguna medida en respuesta a un acontecimiento masivamente anunciado y organizado por la industria nuclear. Y quisiera asimismo que no le mencionaras esto a nadie. Sobre todo en el Times.
—Anne, amor mío, éste no es un «acontecimiento masivamente anunciado». Es probable que seamos las únicas personas que se han molestado en venir, y si las previsiones meteorológicas no hubiesen sido totalmente inadecuadas, incluso la concurrencia hubiese quedado reducida al menos a la mitad. Por otra parte, y sean quienes sean, los de MicroMagnetics se quedarían asombrados y desconcertados si supieran que alguien los incluye en la «industria nuclear». Pero te adoro con toda mi alma y nada me importaría menos que organizases una revolución armada en el corazón de New Jersey estando a sueldo del Times. Yo no se lo diré a nadie. En realidad estoy haciendo toda clase de esfuerzos para mantenerme en tu lado bueno; cuento contigo para que hables bien de mí a esa gente, asegurándoles que en realidad yo siempre he sido un simpatizante secreto… quiero decir, en caso de que surja la cuestión después de la revolución.
Sonreí con mi mejor sonrisa. (Ya no tengo una buena sonrisa —ni tampoco mala— a mi disposición. Es como si sólo pudiera hablar con otros seres humanos por teléfono.)
Ella soltó una carcajada.
—¿Es verdad que tiene un hermano que trabaja en Morgan? —preguntó.
—Sí. Un tipo pedante.
Allí en el andén, con la brisa primaveral jugando con su pelo y sus ropas, Anne tenía un aspecto espléndido. Acordamos una tregua. Yo me mostraría civilizado con cualquiera que encontrásemos. Anne trataría de conseguir, en el menor tiempo posible, toda la información que considerase necesaria acerca de los Estudiantes por un Mundo Justo y MicroMagnetics Inc., y evitaría permanecer más tiempo del preciso en su compañía.
Mientras hablábamos, podíamos ver a Carillón al otro lado del andén, donde la carretera terminaba en una pequeña explanada. Allí estaba aparcada una polvorienta furgoneta gris y detrás de ella otros dos vehículos. Uno, según creo recordar, era un viejo y elegante Mercedes; el otro creo que era un Sedan americano, muy oxidado. Carillón hablaba con alguien a través de la ventanilla de la furgoneta. De repente se abrieron las puertas de ambos lados de la furgoneta y bajaron cuatro o cinco personas. Los revolucionarios viajan en bandas, nunca solos. Algunas personas más bajaron de los coches. Creo que dos o tres eran chicas, o mujeres. No les presté mucha atención, al menos no tanta como debiera. Recuerdo haber pensado que la mayoría tenía aspecto de estudiantes y que todos iban vestidos de otra cosa: trabajadores o campesinos pertenecientes a otras culturas más exóticas. Conferenciaron en el aparcamiento por espacio de varios minutos y recuerdo que, en un momento dado, todos miraron en nuestra dirección. Todos, excepto el presidente Carillón, se montaron en los coches. El permaneció junto a la furgoneta viéndoles alejarse y sólo entonces se volvió y nos hizo señas para que nos acercásemos. Todo el asunto me hizo sentirme incómodo. Mis instintos tenían razón. Debería haberles prestado mayor atención.
La furgoneta sólo tenía dos asientos y yo les aseguré graciosamente a Anne y Carillón que estaría encantado de viajar detrás en el suelo, pero estaba claro que nadie había considerado ningún otro tipo de arreglo. La parte trasera de la furgoneta estaba atestada de cajas de cartón y lo que parecían ser herramientas y accesorios para la construcción. Me abrí paso gateando hacia atrás por entre aquel batiburrillo y encontré unos cuantos cojines sueltos con los que traté de confeccionarme un asiento. Cuando me senté, descubrí que no podía ver nada excepto unos pedazos de cielo, y tan pronto como arrancamos me encontré zarandeado de lado a lado en cada curva. Al parecer, y por si fuera poco, en la camioneta se notaba un extraño olorcillo químico.
Podía oír a Anne y Carillón mantener en la parte delantera una impenetrable discusión acerca de las interrelaciones entre diversos grupos de la extrema izquierda, todos los cuales parecían identificarse por las iniciales, como si fueran instituciones gubernamentales. Nada podía interesarme menos. Me pasé el tiempo tratando de imaginar para qué servirían los equipos desparramados en el suelo a mi alrededor. Entonces descubrí, con súbito desagrado, que el olorcillo era pólvora. Evidentemente iba a tomar parte en un atentado con bombas. Lo cual me pondría en inmejorable situación respecto a la comunidad de inversores. Era justamente el golpe que Anne andaba buscando. Directa a la primera página. FIRMA DE INVERSIONES RELACIONADA CON GRUPO TERRORISTA DE EXTREMA IZQUIERDA. Me temblaban las manos mientras abría una de las cajas y miraba en el interior. Más cajas.
Carillón me oyó y volvió la cabeza para ver qué hacía.
—¿Todo va bien ahí detrás? —preguntó.
Anne también volvió la cabeza y me miró.
—Tienen ustedes aquí un buen equipo —aventuré, tan intrascendentemente como pude—. Imagino que será una especie de hobby.
—Es una forma de llamarlo. O tal vez una vocación. Pero sería mejor que no tocase nada.
Me sentí total y realmente asustado. Esas gentes parecen del todo inofensivas cuando se exhiben en público echándose discursos unas a otras acerca de imponernos al resto de nosotros un mundo mejor, pero con el equipo adecuado resultan una auténtica amenaza para sí mismos y los demás. Tuve una visión de MicroMagnetics reducida a escombros. Que fue seguida de otra mucho más probable visión de nuestra furgoneta saltando en pedazos antes de lograr llevarnos hasta MicroMagnetics. Confié en que la voz no me saldría temblorosa.
—Parece como si este año ustedes se estuviesen adelantando al Día de la Independencia.
Hubo una corta pausa. Luego replicó:
—Es una manera de decirlo. En realidad hoy vamos a tener una explosión.
Anne, que todavía tenía medio vuelta su cabeza hacia mí, pareció excitada pero en absoluto anonadada por la noticia. Tenía preparada la pluma y su cuadernito de periodista para anotar los detalles.
—Fantástico —dije—. Así es como se hacen las cosas. Hay que demostrarles que la cosa va en serio. Pruebas. Se acabó MicroMagnetics. Ello hará que esos payasos sepan lo que les esperaba la próxima vez. Además me soluciona el día. Ya no tiene sentido que vaya a MicroMagnetics. De hecho podrían dejarme bajar…
—Lo único que vamos a hacer hoy es volar un conejillo de Indias.
—Eso es —dije—. Esos payasos de MicroMagnetics son tan sólo unos conejillos de Indias. Si la cosa funciona aquí, ustedes podrán volar a cualquiera que intente salirse de la línea.
—Un conejillo de Indias —insistió él con frialdad—. Está ahí detrás en una caja. Vamos a volarlo como un simulacro en pequeño de una explosión nuclear para demostrar vividamente el inaceptable horror de una guerra nuclear.
No pude ver caja alguna, pero sentí un gran alivio al descubrir que no iba a tener lugar ninguna destrucción a gran escala y que, además, lo único peligroso que había en la furgoneta eran unos fuegos artificiales. Y de hecho me sentí un poco estúpido por haberme asustado con tanta facilidad. Anne, sin embargo, que por lo que yo había podido ver contemplaba la voladura de la planta de MicroMagnetics con algo muy parecido al entusiasmo, reaccionó de manera diametralmente opuesta. De pronto pareció horrorizarse.
—¿Pensáis matar a un animal?
—¡Exacto! —dijo el terrorista con un reprimido pero inequívoco entusiasmo en su voz—. Así es precisamente como reacciona todo el mundo. Una de las contradicciones burguesas es que a la gente le perturba más ver cómo muere sin dolor un animalillo de laboratorio que toda la humanidad siendo directamente envenenada por radioactividad. Mediante la exacerbación de esa contradicción podemos obligar a la gente a alcanzar un nivel dialéctico superior de concienciación política.
—¿Quieres decir asesinando a un animal? —volvió a preguntar Anne, esta vez más calmada. No podría decir si estaba situando el asunto en la adecuada perspectiva revolucionaria o si se limitaba a hacer lo que ella consideraba su trabajo.
—Así es, ¿no lo comprende? Ahora mismo todos nosotros ya somos conejillos de Indias para una industria nuclear capitalista que valora más los beneficios que los seres humanos. Si destruyendo este animalillo conseguimos que una sola persona más lo comprenda, sus sufrimientos habrán valido la pena.
A Carillón parecía gustarle hablar de esa forma; se estaba poniendo alegre y animado, y su voz empezaba a sonar como si estuviese dirigiéndose a una multitud. Según mi experiencia, cuando uno de esos tipos usa la palabra «dialéctica», estás perdido. Estaba seguro ile que si alguien oponía otra objeción más al sacrificio del animal, él saltaría de nuevo a la palestra y ya nadie podría parar el proceso dialéctico, así que me apresuré a darle la razón.
—Es un punto de vista muy interesante —traté de parecer sincero y reflexivo—. Sí, creo que es darles donde más les duele.
La frase no fue muy afortunada y se volvió a mirarme con suspicacia. Hubo una gran pausa en la conversación y Anne, tras una acerada mirada en mi dirección, se volvió hacia adelante y continuó como pudo su entrevista a Carillón, hablando en voz lo más baja posible con la esperanza de que yo no pudiera participar.
Localicé la caja en el extremo opuesto de la furgoneta. No era mucho mayor que el propio animal. Abrí la portezuela y coloqué al cobaya sobre el suelo de la furgoneta. Esa criatura gorda y pasiva se quedó donde la dejé. Repté de regreso a los cojines sintiéndome de pronto algo mareado debido al bamboleo del vehículo. Descubrí que prestaba mucha atención a la forma en que era zarandeado de atrás Ilacia adelante. Las curvas parecían cada vez más cerradas y frecuentes, y decidí que debíamos circular por una carretera secundaria. Me sentía decididamente enfermo. Deseé no estar en el suelo del vehículo y no haber bebido tanto la noche anterior. Deseé poder ver a través de la ventanilla algo más que un pedazo de cielo nuboso o una ocasional rama de árbol cruzando vertiginosa. Cerré los ojos. Fue peor. Volví a abrirlos. El viaje se me estaba haciendo demasiado largo.
Cuando por fin se detuvo la furgoneta, abrí apresuradamente las puertas traseras y bajé todo lo digno que pude. Ya no se veía al cobaya, pero dejé abiertas las puertas para darle una oportunidad. ¿Dónde viven los cobayas en estado natural? No en el centro de Nueva Jersey. No quise pensar mucho en sus posibilidades de supervivencia en la naturaleza, pero al menos tenía su destino en sus propias manos.
Anne y Carillón seguían hablando en la parte delantera de la furgoneta. Cuando me acerqué, Anne me miró y dijo:
—Todavía no he terminado, Nick.
—Tómate tanto tiempo como quieras, Anne. No hay prisa. Estaré frente al edificio tomando el aire. Bueno —proseguí tendiéndole la mano a Carillón—, gracias por el paseo. Ha sido estupendo charlar con usted y, en caso de que no volvamos a encontrarnos, quiero desearle el mayor de los éxitos hoy y en todas sus misiones futuras.
Asintió secamente, sin hacer caso de mi mano tendida, y se volvió hacia Anne. Al otro lado del aparcamiento pude ver a alguno de sus confederados contemplándonos en silencio y esperando, según imaginé, a que Carillón acabase con nosotros.
Di media vuelta y me adentré por un sendero que, partiendo del aparcamiento, atravesaba un seto que corría frontero al edificio. Me encontré en el extremo de un gran terreno bordeado de árboles umbrosos que debían de estar allí desde varias generaciones atrás. A un lado, un camino reseguido de robles corría desde el aparcamiento hasta la carretera, situada un centenar de metros más allá. El terreno se encontraba rodeado por sus cuatro costados de campos bordeados de árboles. Era un hermoso lugar. Lo incongruente era que en el centro mismo se alzaba un edificio con estructura de madera, recién construido, blanco y rectangular; era la clase de edificio que uno espera encontrar rodeado de asfalto en lo que por alguna razón se llama un «parque industrial». Un sendero pavimentado unía el aparcamiento con la puerta principal, donde había dos escalones que daban acceso a un porche sostenido por dos grandes y blancas columnas de madera para soportar una suerte de techado testimonial, pues apenas sobresalía cinco centímetros de la fachada. El estilo, sin duda alguna, debió ser descrito por el constructor como «colonial». Encima de esta estructura absurdamente recortada podía leerse el nombre de MicroMagnetics en letras de veinticinco centímetros de alto adosadas a la fachada. Y más arriba aún había una especie de escudo circular de un par de metros de diámetro con dos grandes y rojas M, unidas por el haz de arcos que suele utilizarse para representar los campos magnéticos. Parecía una enorme piruleta M & M. Esa extraña estructura de nueva planta debía de haber reemplazado a una vieja granja. Si fuera posible volver a poner en su lugar la vieja granja, sería un paraje realmente encantador.
Me salí del sendero y caminé por el césped en dirección a una enorme y vieja haya, inhalando profundamente el aire pesado y húmedo con la esperanza de encontrarme mejor. Una gruesa gota de lluvia cayó del negro cielo sobre mi cabeza. No tardaría en llover de verdad. Me pregunté si no sería mejor así. Tal vez debería quedarme un rato bajo la lluvia. ¿Qué se me habría perdido a mí allí?
Con torpeza, traté de repasar la situación. MicroMagnetics era una empresa más pequeña incluso de cuanto había imaginado. El edificio entero no debía de abarcar ni siquiera diez mil metros cuadrados. A uno de los lados había una estructura de cemento, mucho menor, en la cual confluían cables de conducción eléctrica que bastarían para suministrar luz a una ciudad pequeña. Algo debían hacer allí dentro que requería un montón de electricidad. Podía ser cualquier cosa. ¿Qué importaba? Hice unas cuantas inspiraciones más, tratando de decidir si me encontraba mejor. Opté por decirme que sí, pese a que en mis ojos empezaban a definirse dos minúsculos puntos dolorosos. Esos puntos no tardarían en extenderse hacia atrás para unirse en el centro de mi cabeza y formar una desgarradora migraña.
Aunque todavía era temprano, estaban llegando unas cuantas personas que se dirigían sin el menor entusiasmo hacia el edificio. Todos me parecían universitarios. No iba a haber, con toda certeza, otros análisis de valores. Me pregunté si habría siquiera algún tipo de cobertura periodística. Por supuesto que si el Times publicaba algo de Anne, el acontecimiento podría considerarse como un exitazo de relaciones públicas. Pero me pregunté de nuevo para qué deseaba MicroMagnetics tener, en primer lugar, un éxito de relaciones públicas. Su comunicado de prensa era inútil. ¿Qué andaban buscando?
Fama y dinero, supuse. Lo de siempre.
Los revolucionarios estaban sacando sus cajas de la furgoneta y montando su propia demostración científica justo enfrente de la puerta principal. No parecía preocuparles en absoluto que alguien pudiera contestar su presencia, lo cual parecía absurdo. Pero evidentemente tenían razón: nadie demostraba el más mínimo interés en ellos. Estilo universitario. Siempre encuentras jóvenes deambulando por los campus haciendo lo que les da la gana. Quizá dentro alguien tuviera una aspirina. Y un café. Unos cuantos compañeros de Carillón estaban agrupados en torno a la puerta de la caseta de cemento. No era un buen lugar para ellos.
Carillón y Anne aparecieron por el seto y se unieron al grupo que estaba sobre el césped. Vi cómo Anne se despedía de ellos deseándoles suerte para luego dar media vuelta y venir hacia mí.
—Gracias por esperar.
Parecía estar otra vez de buen humor.
—Ha sido un placer. Además, quería tomar el aire.
—¿Te encuentras bien? Pareces un poco verde.
—Pronto se me pasará —dije—. El materialismo dialéctico siempre me afecta así. Son los clásicos avances y retrocesos del proceso histórico. ¿Cómo va la revolución? ¿Tengo todavía tiempo de sacar mi dinero del banco?
—El conejillo de Indias se ha escapado. ¿Lo soltaste tú?
—¿Por qué tendría yo que obstaculizar la irresistible marea de la revolución?
—Eres el principal sospechoso. Tú y la rubia de cabellos largos, que aparentemente tiene un grave historial de sentimentalismo burgués —Anne, no había duda, estaba de mucho mejor humor—. En cualquier caso se ha escapado.
—Lástima. ¿Qué piensan hacer?
—Están buscando una solución. Probablemente aceptarían encantados la oportunidad de utilizarte a ti, si es que te interesa. ¿No deberíamos entrar? Está empezando a llover.
—Sí, claro, entremos… Pero dime, ¿tienes idea de lo que hace la gente de Carillón en ese transformador eléctrico o lo que sea?
La puerta de la caseta de cemento con todos los cables eléctricos estaba abierta y uno de los estudiantes permanecía en el umbral con lo que parecía ser una caja de herramientas.
—Creo —dijo Anne sin molestarse en mirar— que tienen intención de cortar el suministro eléctrico al edificio como parte de su manifestación o algo por el estilo. Así todo el mundo tendrá que salir fuera y mirar. ¿Has visto a alguien más de la prensa?
—No, no he visto a nadie. ¿Quieres decir que van a cortar por las buenas la electricidad a un laboratorio con Dios sabe qué clase de aparatos? ¿No crees que eso es un tanto irresponsable?
—Para ti es un irresponsable cualquiera que piensa acerca de algo que no sea ganar dinero —dijo Anne con naturalidad.
—En absoluto. Pueden pensar acerca de absolutamente cualquier cosa que…
—Y como de costumbre, te preocupa más la propiedad privada que las personas.
—Esta propiedad privada en concreto tiene personas dentro. Nosotros, para ser precisos. Y acabarán volándonos a todos. Mira, yo soy completamente nuevo en lo del terrorismo. ¿No dice una de las convenciones que debe hacerse una llamada telefónica antes de la explosión? Tal vez deberíamos hacer saber a la policía, o a la gente de MicroMagnetics, lo que…
—Somos periodistas y no informadores de la policía —dijo Anne empezando a calentarse de nuevo—. No es asunto nuestro decirle nada a nadie. Es una cuestión de derechos de la Primera Enmienda…
—Es muy amable de tu parte incluirme a mí cuando dices que «somos» periodistas, pero de hecho soy un simple ciudadano sin ningún rango especial ni privilegio. Lo único que me preocupa…
—Sabes perfectamente que ellos no van a hacer daño a nadie. Pero tienes razón respecto a la policía —dijo poniéndose de pronto pensativa—. Tendría que haber policía aquí. Nunca he visto que saliera bien una de estas manifestaciones nucleares sin policía —se estremeció, preocupada en serio.
—Mira Anne, en lugar de tener que elegir entre la ignominia de ser informadores de la policía o el inconveniente de ser víctimas inocentes de un brutal acto de terrorismo, ¿por qué no acortamos sencillamente nuestra estancia aquí? Nos acercamos, les pedimos todos los impresos que tengan y llamamos un taxi. Podemos alquilar un coche en Princeton y marcharnos a…
—Nick, tengo la firme intención de quedarme a la conferencia de prensa y a la manifestación. Y además ambos tenemos una cita para después con Wachs. Por otra parte, debo regresar a Nueva York…
—Voy a decirte lo que haremos. Vamos juntos ahora a ver a Wachs. Después ya no tenemos por qué quedarnos aquí.
—La conferencia de prensa empezará dentro de veinte minutos. No lograremos verlo antes.
—Yo lo conseguiré.
La tomé decidido por el brazo y la obligué a caminar hacia el edificio en busca de Wachs. En ese momento pensaba poder salirme con la mía y pasar el día como lo había planeado y, a pesar de que mi estómago parecía sufrir algún tipo de dificultad y que la luz, bastante escasa, me hería los ojos, me invadió una oleada de euforia. Puede que fueran los últimos efectos del alcohol que consumí la noche anterior, pero tenía la sensación de haber tomado el control de la situación.
—Nos iremos a mediodía —dije.
(Podría haberme marchado al mediodía sin novedad.)
Mientras cruzábamos el césped, el cielo se puso casi negro y mi chaqueta quedó salpicada de gotas de lluvia. Anne saludó alegremente a los revolucionarios al pasar. Habían dispuesto una mesita metálica sobre la hierba y detrás una pancarta escrita a mano en la que se leía:
LA DESTRUCCIÓN EN HOLOCAUSTO NUCLEAR DE UN
COBAYA REPRESENTA A TODAS LAS VÍCTIMAS
INOCENTES DE LA OPRESIÓN CAPITALISTA Y LA
MORTÍFERA TECNOLOGÍA NUCLEAR
¡TODOS SOMOS CONEJILLOS DE INDIAS!
—Buen eslogan —le susurré a Anne—. Pegadizo.
Llegaban otras personas y a medida que se dirigían a la entrada miraban con distanciamiento, o incluso con desinterés, a los manifestantes. Quizá hoy en día la gente siempre espera que haya alguna manifestación en cualquier lugar.
Carillon, pasándose la mano por los largos cabellos, gritó:
—Anne, ¿has visto algún otro periodista por aquí?
Esa familiaridad me consternó, y antes de que ella pudiese responder, grité:
—Creo haber visto a alguien del Washington Post. Y quizás alguien de Newsweek. Pero todavía no he visto ningún equipo de televisión.
De entrada me miró inexpresivamente, no muy seguro de cómo tomarse mi información.
—Bueno, aún quedan esperanzas —dijo con frialdad.
—Supongo que no deberíais empezar hasta que no lleguen los de la televisión.
—Anne me pegó un pellizco feroz en el brazo y me arrastró hacia la entrada. Nos encontramos en un reducido vestíbulo con un sofá y una mesita y justo enfrente de nosotros un gran mostrador con una máquina de escribir en uno de sus extremos. Detrás del mostrador se sentaba una mujer cuarentona, cuya habitual expresión de truculenta insatisfacción había sido ligeramente corregida con la cuidadosa aplicación de grandes dosis de maquillaje. Lanzó una breve y desaprobadora mirada a Anne y luego fijó su mirada en mí.
—Tomen una carpeta de prensa y a partir de la puerta a su izquierda encontrarán un corredor al fondo del cual verán la sala de conferencias. Empezaremos dentro de unos minutos.
No había calor en su voz.
Tomé una de las carpetas de prensa.
—Muchas gracias. Es muy amable de su parte. Me pregunté si podría usted hacer saber al doctor Wachs que el señor Halloway, de Shipway & Whitman, está aquí.
—El profesor Wachs no puede ser molestado ahora. Vaya usted por la puerta de la izquierda y hasta el final del corredor.
—Ella es la señorita Epstein, del Times —proseguí. Estaba seguro de que la mención al Times la haría reaccionar.
—Si van ustedes a la sala de conferencias, el profesor Wachs acudirá allí —su frente se arrugó instantáneamente, mientras miraba a Anne con suspicacia—. Creo que la tengo apuntada para una cita —comprobó un libro en su mesa— a las dos. Y también la tengo apuntada para…
—En realidad —dije—, esperaba poder hablar un momento ahora con el profesor Wachs, antes de la conferencia de prensa, como si dijéramos de forma preliminar…
Mi voz acabó apagándose. Había estado mirando la carpeta de prensa como si fuera un artefacto absolutamente desconcertante que me hubiese caído de improviso en las manos, y ahora le di la vuelta y examiné el dorso. Se trataba de una doble hoja en blanco y rojo —exactamente igual a la que tenía en mi maletín— con fotocopias de una nota informativa, que por cierto informaba poco, y un currículum del doctor Bernard Wachs. Mirándola pensativo, pero aún sin abrirla, le di la vuelta como si esperase que desde ese nuevo ángulo se me fuera a revelar su significado.
—Lo siento —dijo la mujer—, pero deben dirigirse a la sala de conferencias con todos los demás —permanecí donde estaba, estudiando la carpeta atentamente—. La puerta de la izquierda —dijo ella con severidad.
Abrí cuidadosamente la carpeta y le eché un vistazo al contenido. Mi frente se arrugó mientras estudiaba la hoja superior, que por estar al revés me resultaba indescifrable. La saqué, le di la vuelta con cuidado y volví a meterla. La mujer me miró en un estado de creciente ansiedad, que finalmente ya no pudo contener más.
—La tiene del revés.
Su voz revelaba un punto de histeria. La miré parpadeando.
—¿Qué es lo que tengo al revés?
—La carpeta.
—Ah, la carpeta —dije mirando al suelo como desorientado—. Tiene usted toda la razón —volví a ponerla del derecho y la miré—. Pienso que a lo mejor él querrá vernos…
—Ahora está muy ocupado.
—Sí, claro. A pesar de ello, a lo mejor quiere vernos. No sé, pero quizá debería vernos ahora… —abrí de nuevo la carpeta cuidadosamente y fruncí la frente desconcertado al encontrar la hoja superior, que antes había puesto del revés—. Sabe usted, no estoy seguro de que antes estuviera del derecho.
Sus ojos se abrieron debido a la ofensa. Tras pensarlo mejor, abortó un movimiento de su mano derecha, que pareció querer arrancarme la carpeta. Empecé a sacar las hojas una por una y, tras una atenta observación, volvió a meterlas en una forma que ella claramente consideraba errónea y desordenada. Todo el proceso pareció desazonarla bastante.
—¿Cree usted que todavía estará en su oficina? —pregunté.
Sus ojos se posaron brevemente en una puerta situada a mi derecha.
—Tiene que ir ahora mismo con los demás —dijo casi gritando.
—Sí, por supuesto —puse cuidadosamente la carpeta de prensa encima del montón que había sobre la mesa y ella se quedó mirándola como si fuese un explosivo—. ¿Dijo usted la puerta de la izquierda? —pregunté señalando la de la derecha.
—No… sí… ¡no!
Me dirigí distraídamente hacia la puerta de mi derecha y la abrí.
—¡No puede usted entrar ahí!
Me encontré ante una enorme oficina enmoquetada. El mobiliario era anodino, pero a través de los amplios ventanales se percibían hermosas vistas del césped, los árboles y los campos adyacentes. En el centro de la estancia había una gran mesa detrás de la cual permanecía un hombrecillo regordete y con aspecto de roedor. Evidentemente, su traje fue comprado varios kilos atrás y el cinturón se le hundía profundamente en el estómago. Pareció asustarse al vernos en el umbral, pero también es verdad que durante el breve período de tiempo en que le conocí pareció estar continuamente asustado, siempre mirando en derredor con inquisitivos movimientos de cabeza, como si fuese una enorme ardilla buscando un lugar donde esconder nueces. Su mirada saltarina nos recorrió de arriba abajo pero lógicamente pareció sentirse atraído en especial por Anne y sus ojos volvieron una y otra vez a sus pechos.
—¿Es usted el doctor Wachs? —pregunté.
—Sí, sí, yo soy. ¿Quién es usted? —hablaba con extraordinaria rapidez, desplazando sin parar su peso de un pie al otro.
—Soy Nick Halloway, de Shipway & Whitman. La firma de inversores.
—Oh, es usted la persona que justamente quería ver yo. En este preciso momento estoy muy interesado en el dinero. La capitalización…
—Profesor Wachs —dijo ominosamente la recepcionista—, estas personas…
—Y ella —proseguí— es Anne Epstein, del Times.
—Oh, es maravilloso que haya podido venir. El Times. Pasen, pasen. Creo que les interesará mucho lo que estamos haciendo aquí —contempló inquisitivamente los pechos de Anne—. ¿Hay algo que yo pueda…?
—Profesor Wachs —insistió la recepcionista— es muy tarde. Debe usted…
—Sí, sí, tiene usted razón. Sólo podremos estar un momento ahora. Pasen, pero sólo un instante. ¿Y dice usted que trabaja para un banco de inversiones? Reunir capital es nuestra prioridad principal. Ya que está usted aquí, quizá pueda recomendarme un buen libro sobre el tema.
—Tal vez fuera más útil sentarnos a discutir sobre sus necesidades de capital cuando…
—Profesor Wachs —prosiguió la recepcionista lanzando todavía miradas incandescentes a nuestra espalda—, ya es casi la hora. Debe usted…
—Tiene usted aquí un magnífico lugar —le comenté a Wachs mientras cerraba la puerta en las narices a la recepcionista—. Realmente impresionante, y mucho mayor de lo que nunca hubiera imaginado.
Pareció muy complacido.
—Sí, sabe usted, yo mismo diseñé el complejo. Aquí no había nada salvo una vieja granja. Quiero decir con el constructor, Funcini Brothers, Arquitectos. Son muy buenos, por si alguna vez se mete a hacer algo. Muy buenos. Es extraordinario lo compleja que es una estructura, incluso la del edificio más simple. Fascinante. Ellos fueron los constructores de Kirby Park —añadió a modo de aclaración.
—¿De veras? —dije. No tenía ni idea de qué era o dónde estaba el Kirby Park, pero consideré que debía mantener aunque sólo fuera un tenue control de la conversación—, ¿también diseñó usted mismo el logotipo?
—Sí. ¿Qué opinión le merece? —preguntó con sinceridad.
—Extraordinariamente llamativo. Mi enhorabuena —repliqué.
—¿No encuentra que se parece a un M & M? —en su rostro asomó una expresión de turbación.
—¿Un M & M? —pregunté impasible.
—Sí, ya sabe, esos caramelitos redondos.
—Ah, claro: M & M… ¿Qué si me recuerda a los M & M?… No. ¿Acaso debería?… —pregunté con toda sinceridad.
—No, no, no. Sólo me preguntaba si se los recordaba a usted. Es algo que dijo alguien —parecía tranquilizado por mi respuesta.
—El efecto general es absolutamente llamativo —le aseguré—. El nombre de la corporación en letras rojas, el logotipo, la columnata. Y los árboles —añadí como quien recuerda algo.
—Los árboles. Extraordinarios, los árboles. Pudimos salvar la mayoría de los árboles. No hay necesidad, a estas alturas, de acabar con los árboles. Espere. Quiero que vea… Si se pone aquí puedo enseñarle la vista que tengo desde mi mesa. ¿Ve usted aquella haya? —daba excitados saltitos en torno a la mesa. Hice lo que se me pedía y me acerqué a su mesa para ver el haya a través de la ventana, pero él parloteaba ya de otras cosas.
—He aquí algo que le interesará, Nick. Este teléfono lo diseñé yo mismo. No hay nada igual en el mercado. Registra automáticamente los cinco últimos números que marques. Hasta veinte dígitos…
—Sé que hoy está usted ocupadísimo —dije—, pero quisiera saber si podríamos obtener cierta información antes de que se vea usted atrapado en esa conferencia de prensa…
—Sí, sí. Por supuesto…
—Me pregunto —intervino Anne para mi disgusto— si podría usted decimos qué opina acerca de la conflictiva necesidad social de nuevas fuentes de energía y la protección del medio ambiente, sobre todo en lo relativo a la energía nuclear.
Se quedó parado. Pero antes de que perdiera mucho tiempo tratando de componer una respuesta, intervine yo a mi vez:
—Exacto —dije—. Concretamente, quisiéramos saber por qué en su comunicado de prensa no hay mención alguna a la contención magnética. Sobre todo teniendo en cuenta que la obra por la que es usted conocido está relacionada con la contención…
—Ah, sí, tiene usted razón. Esto no tiene nada que ver con la contención magnética… En realidad podría aplicarse a la contención si hubiese… —otra vez miraba a través de la ventana. Algo en el exterior había captado su nerviosa atención—. Ahí enfrente parece haber un grupo de personas construyendo algo —por su rostro se expandió una expresión de desconcierto.
—Eso es justamente lo que deseamos discutir… —empezó Anne.
—Son estudiantes, manifestantes —interrumpí—. Por alguna razón parecen tener una cierta objeción moral o política a lo que quiera que estén ustedes haciendo aquí. Lo cual plantea la cuestión de qué es lo que…
—Ah, estudiantes —dijo como si eso explicara satisfactoriamente cualquier cosa que ocurriese—. ¿Está usted seguro de que son estudiantes? No les gusta que solicite créditos gubernamentales. Siempre protestan. Pero el dinero es indispensable. Lo cual es una razón más para buscar capital privado. A ver si me acuerdo de apuntar el título de ese libro suyo. Necesitamos tener una estrategia para dirigirnos a los bancos…
—Creo que tienen intención de cortar el suministro de energía eléctrica al edificio —proseguí.
—¿Cortar el suministro? ¿Por qué habrían de cortarnos el suministro los bancos? Querrá usted decir la compañía eléctrica. Pensaba haber llegado a un acuerdo para el futuro. El problema es que ello supone literalmente centenares de miles de dólares al año. Ese es nuestro mayor problema: la increíble cantidad de energía que requiere este trabajo. El potencial es inimaginable. Todo es una cuestión de capital.
Yo no estaba muy seguro de si ese potencial del que hablaba era eléctrico, científico o financiero.
—Yo no sé absolutamente nada acerca de la captación de capitales —prosiguió—, y el trabajo que estamos efectuando es de suma importancia, revolucionario y por eso estoy particularmente satisfecho de poder hablar con usted.
—Bien, nosotros estamos muy interesados en lo que está usted haciendo —dije. Confié en que el «nosotros» sugiriese gigantescos intereses financieros—. Por cierto, ¿por casualidad no tendrá usted a mano una declaración de su situación financiera?
Creía, por una cuestión de principios, que debía exigírsela toda vez que estábamos teniendo aquella inane conversación. Ya que no sacaba nada en claro del interrogatorio, debía recurrir a algo que estuviera escrito.
Se abalanzó sobre su mesa y empezó a rebuscar por entre un montón de papeles.
—Es extraordinario —dijo. Sacó un sobre muy manoseado, miró en su interior y me lo pasó—. Es incomprensible que nadie lo haya visto antes. El intríngulis matemático es descorazonadoramente sencillo.
¿Se refería a la cuestión financiera?
—Se deduce por sí solo una vez que has encontrado la correcta representación matemática del magnetismo. Es hermosamente sencillo, pero cuando lo sigues hasta el final todo cuadra. Es increíble que nadie lo haya descubierto antes.
El sobre contenía un balance realizado por un contable local, pero no había sido auditado. Como muestra de cortesía lo miré con gran atención unos momentos. Lo más importante que se dilucidaba, aparte de las cantidades de dinero obtenidas del gobierno, era que ese hombre había mantenido contactos con un banco para financiar el edificio en el que nos encontrábamos.
—El potencial es ilimitado —iba diciendo, aparentemente, a los pechos de Anne.
El interfono de su mesa emitió un zumbido. Levantó el receptor.
—Sí, sí. Desde luego. Ahora mismo vamos para allá. Ya lo sé. No hay tiempo —nos miró mientras colgaba el receptor—. Tenemos que ir a la sala de conferencias. Es hora de empezar. Podríamos hablar más tarde. El dinero es la clave —dijo mirando a Anne.
Nos guió a través de su oficina y nos hizo pasar por una puerta a un corredor interior. Junto a esa puerta había otra ligeramente entreabierta y pude ver que daba a un lavabo. Necesitaba con urgencia hacer uso de él, pero decidí no interrumpir ahora mi interrogatorio. Odiaba tener que empezar desde cero con ese hombre unas horas más tarde.
Mientras caminábamos por el corredor prosiguió con excitación.
—En realidad no tenemos tiempo para visitarlo ahora, pero quiero mostrarle al menos el laboratorio. Desgraciadamente, dado el carácter de una conferencia de prensa, no puedo explicar de forma comprensible lo que estamos haciendo aquí, pero quiero que vea algo. En este tipo de cosas tienes que dirigir tus comentarios a una amplia audiencia y resulta difícil detenerse en determinados aspectos. Por suerte he dado bastantes clases a estudiantes que carecían en absoluto de una base científica, «Historia y Filosofía de la Ciencia» y cosas por el estilo, y me precio de ser capaz de transmitir al menos una noción de la sustancia conceptual que subyace…
—Lo cual me recuerda —dije— que deseaba preguntarle si tiene algo escrito acerca de sus actuales trabajos de forma que…
—Por desgracia, ése es el problema —dijo rápidamente mientras una cierta turbación asomaba en su rostro. Nos habíamos detenido a mitad del corredor, frente a una pesada puerta de metal, y estaba sacando un gran llavero—. Esperaba tenerlo a estas alturas en fase de publicación, por no decir ya publicado. No debiera, hablando en propiedad, hacer en este momento un anuncio público… quiero decir antes de su publicación. Pero —y sus ojos danzaron en derredor de nosotros— necesitamos financiación. Ésta es la llave.
Se había detenido pensativo con la mano en la puerta y ahora miraba con aparente sorpresa la llave que había insertado en la cerradura.
—Un simple borrador podría bastar —insistí—. Estamos extraordinariamente interesados en lo que está usted haciendo aquí. No creo que mucha gente sepa apreciar lo que usted está tratando de hacer.
Me pregunté si, aunque sólo fuera en términos generales, alguna vez llegaría a saber lo que en realidad trataba de hacer.
—Nadie comprende lo que estoy tratando de hacer —repitió con entusiasmo—. Ni siquiera la gente con la que trabajo. Es sorprendente.
Empujó la pesada puerta y entramos en el laboratorio. El laboratorio, ciertamente, era sorprendente. Era una vasta zona, que parecía un almacén, con una doble altura que debía abarcar más de la mitad del volumen total del edificio, y aunque evidentemente había sido ordenado con vistas a los acontecimientos de hoy, seguía transmitiendo una apariencia de caos total. Había mesas por todas partes. Mesas con computadoras, mesas con herramientas, con tableros de mandos, con instrumentos. El centro de la estancia estaba ocupado por un pesado anillo de metal de unos tres metros de diámetro. A través de él y también en torno había cables y tubos enrollados, y en torno a éstos más cables y tubos que finalmente se diseminaban por el resto de la habitación, conectados a una docena de inexplicables aparatos dispuestos sobre otras tantas mesas.
Cuando yo era niño se llamaba a las computadoras «cerebros electrónicos». Esto debían de ser los intestinos.
—¡Dios! —dije.
—Quería que lo viese —dijo Wachs, olvidadizo en su entusiasmo. Nos condujo hasta una mesa donde un hombre extraordinariamente delgado y de aire ascético que vestía americana, corbata y wambas estudiaba una pantalla de computadora atestada de números que no paraban de cambiar. No advirtió nuestra presencia.
—Ignoro si es inteligible para usted lo que aquí ocurre —dijo Wachs con júbilo—, pero justo ahora, en este preciso instante, está siendo generado un campo magnético, un campo magnético sobrealimentado o CMS, como nosotros lo llamamos. Podría decirse que un CMS es al campo magnético corriente lo que el láser es a las ondas ligeras normales. Naturalmente, es sólo una metáfora —dijo en un tono indicativo de que no tenía gran aprecio por las metáforas.
—Espera —dijo volviéndose hacia el tipo de la computadora—. Pon la matriz primaria para que vean exactamente lo que está ocurriendo —el tipo le lanzó una escéptica mirada a Wachs y apretó un botón. Todos los números cambiaron al instante—. ¿Lo ven? Poniéndolo en los más crudos términos de un hombre de la calle, la velocidad de los giros y órbitas de las partículas está constituyendo un campo que altera continuamente la estructura interna de esas mismas partículas y provoca una ganancia de energía que es suficiente para alimentar al propio campo. Por supuesto, todo esto es absolutamente falso —añadió sombrío—. En realidad, quizá sea más sencillo no pensar en ello como energía sino sólo como ecuaciones.
Wachs agitó la mano expansivamente como para indicar que se refería al enorme equipo dispuesto en medio de la habitación.
El tipo de la computadora apretó una tecla y la pantalla se llenó de signos porcentuales.
—¡Joder! —dijo el tipo.
—Aguarde un instante —dijo Anne. Le brillaban los ojos—. ¿Dice usted que está generando energía atómica en esta habitación mediante fisión, fusión como quiera que se llame?
El tipo del ordenador apretó más teclas y la pantalla quedó en blanco.
—Bueno, en realidad no podría llamarse a esto fisión o fusión, aunque tal vez podría denominarse descomposición subatómica… o incluso generación, imagino. El cambio continuo podría…
—Pero sea lo que sea, está ocurriendo aquí —insistió ella—, en ese aparato… —señaló inequívocamente a la masa intestinal de tubos y cables.
—Sí. Eso es. Extraordinario, ¿no creen? Aquí mismo. Bueno, en realidad, mucho de lo que están ustedes viendo no está directamente relacionado. Una parte del instrumental tiene que ver con el trabajo que hacíamos sobre la contención magnética. En realidad, una gran parte, podría ser retirada.
Desde un punto de vista práctico costaba imaginar cómo podía ser retirado nada de allí.
—Es fascinante —dijo Anne sonriente. En su inocencia, Wachs probablemente imaginaba que era una sonrisa amistosa, pero Anne creía haber descubierto algo—. ¿Podría decirme qué medidas de seguridad tiene dispuestas para el caso de una fuga radiactiva o un accidente nuclear?
No dejaba de tener razón, en cierto modo: no parecía haber ningún tipo de protección en torno al equipo. Los tipos como Wachs están expuestos a quedar atrapados por los placeres intelectuales del problema en el que trabajan y perder de vista cosas como la ausencia de calefacción en la estancia, o la radiación letal.
—No hay aquí más radiación de la que pueda detectarse en tomo a un transmisor corriente —la tranquilizó él.
Me pregunté qué nivel podría darse en torno a un transmisor «corriente» y si éste lograría cumplir mis normas de higiene personal, pero no me pareció que hubiera en realidad nada que temer. Me interesaba más descubrir qué estaban haciendo allí y si ello sería de algún valor.
—Lo que quisiera saber —dije— es la cantidad de calor, luz o lo que quiera que se produzca a través de este proceso relativo a…
—Electricidad —dijo él—. Genera directamente electricidad —casi bailaba de excitación—. Nadie lo creerá —por alguna razón, esa idea parecía complacerle en extremo—. Incluso con este mismo equipo podemos elevar el proceso a un nivel estable en el que se genera tanta energía como se consume. En realidad, ahora se está alimentando a sí mismo. La única energía exógena es la que alimenta el sistema de control. Fuera de eso, podría funcionar por sí mismo virtualmente siempre.
Ahí está. Tendría que haber prestado mayor atención. Sabía que alguien estaba a punto de cortar el suministro eléctrico al edificio, o al menos que lo iban a intentar. Y ese hombre me estaba diciendo que tenía en marcha un insensato proceso subatómico que se alimentaba solo pero cuyo sistema de control utilizaba energía del exterior. Es importante escuchar qué dice exactamente la gente. Sólo por una cuestión de buena voluntad o civismo debería de haber alertado a Wachs acerca de lo que estaba a punto de ocurrir. Haberlo pensado. Loco de mí. Es fácil ver las cosas a toro pasado, muy fácil señalar el fallo en retrospectiva una vez que todo ha saltado en pedazos. No podía saber cuáles serían las consecuencias. A pesar de todo, podría haber tenido un poco más de interés en hacerle un favor a Wachs. Bien, no importa. Es demasiado tarde ahora. Pero lo lamento. Por él tanto como por mí. Sin embargo, ese hombre era un lunático. Cuando, con la ayuda de sus apenas informados colegas y colaboradores, trataron de reconstruir lo que él había hecho en ese laboratorio, pareció increíble que no se hubiese electrocutado mucho antes, y con él todo el personal de MicroMagnetics. No se puede acumular máquinas así como así, una idea encima de la otra.
—Es un proceso por completo estructural —le explicaba a Anne, que había empezado a acusarle con licencias y niveles federales de seguridad—. No es tan fácil una explosión sin más. Si le mostrase los principios matemáticos, quedaría asombrada. Son absolutamente hermosos. Y tan simples como el proceso entero. Es increíble que nadie lo haya sabido ver antes, y eso que en cierto modo todo ello estaba ya en Maxwell…
—Lo que trato de entender —le interrumpí— es si este proceso, sea el que sea, puede generar más energía de la que necesita para mantenerse a sí mismo. ¿Puede generar más electricidad de la que utiliza? ¿O acaso hay algún tipo de límite teórico?
—No, no, no. No hay ningún límite teórico. Ése es justamente el asunto. Ni siquiera habría un límite en la práctica; bastaría con disponer del dinero suficiente para construir un generador a gran escala.
La gente siempre dice este tipo de cosas. Por lo general, la teoría suele revelarse equivocada, o la máquina demasiado cara de construir, o ambas cosas. Pero no se adelanta nada contradiciendo a la gente.
—Y bien, si lo que usted dice es cierto, o incluso discutible —le aseguré—, el dinero no tendría que ser un problema para usted de ahora en adelante. Al fin conseguirá créditos sin límite, aparte de unas fabulosas ganancias. Pero dígame, ¿qué clase de combustible utiliza la cosa ésta?
—¿Combustible?
—¿Qué clase de materia es ésa cuya estructura está siendo continuamente transformada o lo que quiera que…?
—¡Doctor Wachs! —la recepcionista nos había localizado. Su tono de voz era condenatorio—. Vamos a empezar con casi quince minutos de retraso —su mirada era feroz.
—Sí, sí —replicó él excitado—. Vamos ahora mismo para allá.
Salió apresuradamente del laboratorio arrastrándonos a mí, a Anne y a la recepcionista detrás de él. Entramos en una habitación larga y estrecha situada al final del edificio. Una gran mesa ovalada había sido arrastrada hasta un extremo y el espacio ganado estaba ocupado por varias filas de sillas plegables. Al fondo se veía un proyector de diapositivas. Anne insistió en sentarse en primera fila, para mi fastidio, ya que tenía la esperanza de poder echarme una siesta, pero ella, imaginé, deseaba vigilar estrechamente al supuesto criminal nuclear.
En total habría un par de docenas de personas en la habitación. Unas cuantas podrían ser periodistas. Era posible, sin embargo, que la mayoría fuesen universitarios. Probablemente, amigos o colegas del doctor Wachs. A pesar de ello Wachs empezó presentándose a sí mismo y asegurándonos que no tenía intención de someter a una audiencia no especializada a una exposición técnica de su trabajo. Tenía en preparación un escrito académico que aparecería a su debido tiempo en una revista especializada. Y aunque normalmente la publicación de tal artículo solía preceder al tipo de anuncio público que iba a hacer hoy, la significación de sus resultados y la necesidad de ayuda para las investigaciones en curso le habían impulsado a presentar informalmente los resultados preliminares.
Las luces se apagaron sin previo aviso y nos encontramos totalmente a oscuras. Pensé por un momento que los Estudiantes por un Mundo Justo habían atacado, pero en el estupefacto silencio restalló la excitada y repiqueante voz de Wachs recitando:
—Acostumbrados como estamos hoy a pensar en el magnetismo como un vector de giros y órbitas de partículas subatómicas, con frecuencia descubrimos asombrados la forma tan diferente en que hombres de otras épocas históricas han considerado el conjunto de fenómenos que nosotros tendemos a agrupar bajo el término «magnetismo». Ya en el siglo VI a. de C. el filósofo griego Tales observó la extraordinaria facilidad con que la magnetita atraía otras piezas de magnetita, así como al hierro.
Del fondo de la estancia llegó una súbita conmoción de zumbidos y chasquidos y la imagen de una gran piedra apareció inesperada e incongruente en la parte delantera de la habitación.
¿Qué diablos estaba ocurriendo? Ésta debía ser la idea que tenía Wachs de cómo se explicaban las cosas a una gente que no pertenece a su propio campo. Nos estaba largando su curso de Historia y Filosofía de la Ciencia para doctorandos.
Sospeché que iba a tener dificultades para aguantar mucho rato. Mi resaca estaba alcanzando rápidamente un nivel insoportable. El contraste entre el doloroso brillo de las imágenes en la pantalla y la oscuridad de la estancia estaba agravando un dolor de cabeza ya desgarrador, y cada vez que chirriaba el proyector de diapositivas lanzando violentamente una nueva imagen contra la pantalla, yo sentía una oleada de náuseas, como si dijéramos un mareo debido al movimiento. Empecé a encogerme con cada nueva imagen.
—En el año 1785, el francés Charles Coulomb…
Zum. Clack. Apareció un instrumento incomprensible que podría haber sido utilizado para ilustrar la historia de cualquier cosa. Artillería. Contracepción.
Diez minutos después todavía no habíamos salido del siglo XVIII. Yo estaba seguro de que en el siglo XIX habían sido llevados a cabo un montón de importantes trabajos. Si lograba escabullirme de la habitación, podría buscar un lavabo o salir afuera para despejarme. Todavía llegaría con tiempo suficiente para el siglo XX. Me levanté de mi silla y me dirigí a la puerta. Cuando la abrí, la luz del corredor me iluminó y sentí las miradas de todos clavadas en mí. Me incliné sobre la persona sentada junto a la puerta y me excusé con un susurro a media voz:
—Perdóneme. Me siento algo indispuesto. En seguida vuelvo.
Cerré la puerta a mi espalda y recorrí apresuradamente el pasillo en dirección a la salida. Pensé que con sólo dar una vuelta por ahí me sentiría mejor. Pero me equivoqué. Ahora no había nadie en el vestíbulo: todo el mundo debía de estar asistiendo a la conferencia. Quizás un poco de aire fresco, un paseíto por el césped. Abrí la puerta y salí al porche. Lloviznaba de forma persistente y escasamente invitadora. Los estudiantes, indiferentes al clima, estaban justo enfrente de mí erigiendo una parte de su mundo más justo. Uno de ellos me vio e hizo un gesto; vino hacia mí como si desease preguntarme algo. Le hice un gesto vago y retrocedí rápidamente al interior del edificio, cerrando la puerta para sentirme a salvo. No quería hablar con nadie. Me atenazaba una insoportable oleada de náuseas. Lo que necesitaba era un lavabo. Después podía regresar y recostarme en el sofá del vestíbulo. Probé la puerta del despacho de Wachs. Cerrada. Regresé al corredor y abrí la primera puerta de la derecha. Era el armario del vigilante. La puerta contigua, sin embargo, daba a un enorme y magníficamente equipado cuarto de baño, que aparte de los servicios habituales tenía ducha y sauna. Había un montón de toallas recién lavadas y a lo largo de una de las paredes una fila de colgadores en los que se veían chandals y otras prendas de vestir. Los empleados de MicroMagnetics debían de utilizarlo como vestuario.
Fui al retrete y traté de arrojar todas las convulsiones purgativas de las que mi cuerpo fuera capaz. Cuando acabé, me sentí mejor. Pero mi dolor de cabeza, si ello era posible, empeoró. Metí la cabeza en el lavabo y abrí el agua fría. Intentaba aclarar mi mente. El agua estaba demasiado fría y la postura era extremadamente incómoda. Había un armarito de medicamentos sobre el lavabo. Allí encontré un tubo de aspirinas y me tomé tres. Advertí que parecía haber, dentro de los límites audibles, una suerte de chirrido continuo y de alta frecuencia, pero no pude saber si tal sonido existía o si se trataba de una especie de sobretono incorporado a mi dolor de cabeza. Las luces parecían apagarse y encenderse al compás de los latidos en mis sienes. Mi dolor de cabeza era del todo extraordinario. Resultaba difícil pensar. Decidí que había un sonido chirriante, pero no logré averiguar si de verdad el tono subía y bajaba rítmicamente.
Me arreglé la ropa y miré como embotado mi reflejo en el espejo. Advertí que sudaba por todo el cuerpo. Me volví y miré la ducha. Una ducha rápida y vuelta a la conferencia de prensa. Tiempo de sobra. Era un tanto abusivo de mi parte ponerme a usar así su cuarto de baño. Sería embarazoso que alguien entrase. Pero todos debían de estar contemplando el pase de diapositivas. Y me sentiría mejor. Me quité la ropa y la colgué con cuidado en un colgador. Me molestó que no hubiera perchas. Gente selvática los científicos, pensé groseramente. Pronto todo el mundo sería ingeniero o programador de computadora y habría demanda cero en lo relativo al lavado de ropa. Tendría que averiguar quién se dedica a la fabricación de equipos para lavanderías y desligarme de él. Plegué los calcetines y la ropa interior y lo coloqué todo cuidadosamente sobre mis zapatos. Me metí bajo la ducha y abrí primero el agua caliente, luego la fría, a continuación la caliente, después la fría otra vez y cerré. Me sentí mucho mejor. Salí de la ducha, tomé una toalla del montón y empecé a secarme despacio.
En algún lugar del edificio empezó a sonar una campana. Era la clase de campanilleo atronador y apremiante que indica en un colegio el fin de las clases —todo el mundo recoge los cuadernos, apila los libros, tapa los bolígrafos y se precipita al corredor— y por un momento pensé totalmente que había terminado la clase de Wachs. Pero no, era una alarma. Continuó sonando, como una de esas alarmas antirrobo que se disparan en mitad de la noche y suenan a veces durante horas, hasta que llega el dueño de la tienda o la policía. Uno siente un alivio fantástico cuando dejan de sonar. Deseé que ésta se parase. En realidad, me sentía mucho mejor, me dije a mí mismo, pero seguía sin tener la cabeza del todo clara. Por encima del sonido de la campana continuaba oyendo ese doloroso gemido latente. Alguien corrió por el pasillo gritando no sé qué.
La conmoción debía de tener algo que ver con los Estudiantes por un Mundo Justo. Probablemente habían cortado el suministro eléctrico. Pero no, las luces continuaban encendidas. Quizá fuera sólo la energía del laboratorio. O quizá se habían limitado a disparar la alarma. Eso tendría sentido. Lo que ellos fundamentalmente buscaban era que todo el mundo saliese y así disponer de un público para su manifestación. Cuanto más lo pensaba, menos dispuesto estaba a darles esa satisfacción. Podía oír un considerable alboroto de gritos y portazos en todo el edificio. Había gente corriendo por los pasillos. En realidad era como un simulacro de incendio en un colegio. Si me mantenía fuera de la vista, podría permanecer tranquilamente en el interior mientras el resto de la gente era empujada hacia la fría llovizna. Fui a cerrar la puerta que había usado para entrar en el cuarto de baño. Para estar más seguro, oculté mis ropas bajo uno de los chandals. La idea de salir tan bien parado en comparación con los demás hizo que me sintiera mejor.
Abrí la puerta de la sauna y miré dentro. Estaba caliente, alguien debía de haberla usado por la mañana. Puse la temperatura al máximo y fui a buscar cuatro toallas del montón. Extendí dos a modo de colchón sobre el banco que corría a lo largo de todo el perímetro interior de la sauna y doblé las otras dos para hacer de almohada. Desenrosqué la bombilla interior y me tumbé en la oscuridad para dejar que el calor me empapase el cuerpo.
Debí de permanecer allí diez o quince minutos, flotando, entre la conciencia y el sueño. Con la puerta cerrada, el sonido de la campana llegaba agradablemente amortiguado y la conmoción en el resto del edificio parecía remota. Por lo tanto sentí un sobresalto cuando la puerta que yo había cerrado se abrió de golpe y un hombre penetró en el lavabo. Me incorporé en el banco y espié al intruso a través de la ventanita practicada en la puerta de la sauna. En la mano llevaba algo que podría ser una llave maestra y en la cabeza lucía un casco blanco con una especie de insignia. Presumiblemente se trataba del uniforme oficial para recorrer arriba y abajo los pasillos durante los simulacros de incendio, o quizá lo tenía para el caso de un ataque aéreo. Gritó oficialmente: «¿Hay alguien aquí? ¿Hay alguien?». Lo más desagradable de las emergencias no son las emergencias mismas sino que dan oportunidad a que gentes normalmente tratables se vistan de uniforme y vayan por ahí dando órdenes arbitrarias. Me quedé callado. Desde el centro de la estancia, el hombre escrutó con detenimiento en derredor y no encontró nada anormal. Evidentemente, no podía verme en la sauna a oscuras. Dio media vuelta, atravesó la estancia y por alguna razón examinó el interior de la taza del retrete. Por suerte nunca olvido tirar de la cadena. Una buena y tradicional educación siempre te deja en buen lugar. Prosiguió su camino a través de la estancia y abrió otra puerta, que parecía dar directamente al despacho de Wachs.
—¿Hay alguien aquí? ¿Hay alguien?
Aparentemente, no. Atravesó de nuevo el cuarto de baño cerrando puertas a su espalda.
Durante esta intrusión se me ocurrió por vez primera lo desagradable que sería si me descubrieran ahora. Suele ser normal que, si estás en casa de alguien, hagas uso del retrete —y utilices asimismo el lavabo de forma limitada, para asearte—, pero la gente no imagina que puedes encerrarte en el cuarto de baño y darte una larga ducha o una sauna, caso de que la haya. Podría parecer un tanto arrogante, supuse, por más vaga y tímida que fuese la explicación. Y, encima, me había saltado algún tipo de normas para casos de fuego que, seguramente, alguien se tomaría muy en serio. Y lo peor era que el tipo del casco oficial hubiera querido, por mi propia seguridad, evacuarme del edificio. Me vi a mí mismo desnudo sobre el césped, sosteniendo ridiculamente mis ropas en las manos al tiempo que niños superprivilegiados me sermoneaban sobre mis carencias políticas. Era una conferencia de prensa organizada: podría incluso haber un fotógrafo para captar el momento. Por otra parte, el hombre del casco llegó y se fue. Parecía bastante seguro que podría salir de esta situación por completo inadvertido y me sentía lleno de orgullo ante la idea de que, a diferencia del resto, no tendría que permanecer tontamente bajo la lluvia.
Lo único desagradable era el incesante sonido de la alarma y el palpitante gemido que surgía por encima de aquél.
Cuando dejé de escuchar ruidos en el pasillo, salí de la sauna y me metí de nuevo bajo la ducha, empezando con agua muy fría para luego ir calentándola progresivamente. Esperaba que al acabar hubiese concluido asimismo todo el alboroto revolucionario. Seguramente todo el mundo estaría ya fuera del edificio. Me pregunté si podría llegar a oír la simbólica explosión atómica. Cerré el agua de la ducha y empecé a secarme.
Las luces se apagaron sin previo aviso y la alarma, afortunadamente, dejó de sonar. Estaba claro que la vanguardia revolucionaria se las había arreglado por fin para cortar el suministro eléctrico. La oscuridad era un estorbo, así pues me dirigí a la puerta que comunicaba con el despacho de Wachs y la abrí. Con ello lograba la suficiente luz natural como para vestirme. Una vez acallado el resonar de la alarma, pude percibir más nítidamente el desagradable y doloroso sonido chirriante. Alguna de las máquinas debía de seguir funcionando. Acabé de vestirme y utilicé el espejo del lavabo para peinarme lo mejor que pude en la semioscuridad.
Entonces percibí con asombro esos bocinazos entrecortados y agudos que se oyen en las películas de submarinos, y probablemente en los submarinos de verdad. Mientras me recobraba de la sorpresa, creo recordar que me reí en voz alta. ¿Para qué habrían dispuesto toda esa serie de sonidos inverosímiles? ¿Y qué se suponía que debían comunicar?
Cuando lo pienso ahora, desearía que hubiesen encontrado uno capaz de transmitirme una sensación de terror ciego e irracional, algo que me hubiera impulsado a salir pitando del edificio.
Tras echar lo que luego resultaría ser la última ojeada casual a mi reflejo en el espejo, entré en la oficina de Wachs para ver a través de las ventanas qué estaba pasando. Quedándome en el centro de la estancia para evitar que nadie pudiese verme desde el exterior, eché una ojeada al paisaje campestre que se abría frente a mí. Volví a sentirme satisfecho de mí mismo. Lástima que continuase aquel chirrido desgarrador. Había un camión de bomberos justo donde el camino torcía hacia el aparcamiento, aunque, al menos que yo supiera, no parecía haber signos de incendio. Pero bueno, en caso de que hubiese un incendio me resultaría sencillo escapar: me encontraba en el piso bajo. Había dos coches de policía: Anne y los Estudiantes por un Mundo Justo debieron de sentirse aliviados al verlos. Varias personas lucían cascos blancos. Todos cuantos vestían algún tipo de uniforme parecían gesticular o gritar dando órdenes, pero nadie había logrado establecer ningún tipo de autoridad u orden. La gente obligada a salir del edificio deambulaba desamparada por el césped lanzando lúgubres miradas a los Estudiantes por un Mundo Justo y al camión de bomberos. Una pertinaz llovizna caía sobre todos ellos.
Evidentemente, todavía no había tenido lugar la explosión atómica simbólica. A varios metros de distancia del edificio, los manifestantes habían dispuesto una suerte de mesa que en apariencia iba a ser el lugar donde tendría lugar la explosión. En el centro había un artefacto de unos sesenta centímetros de alto, cubierto de plástico quizá para preservarlo de la lluvia. Por debajo del plástico surgían cables eléctricos que confluían en un lugar, situado a unos diez metros de distancia, donde la mayoría de los manifestantes se arremolinaba en tomo a unas cajas de cartón y diversas clases de instrumentos. Varios de ellos estaban agachados y parecían conectar algo —presumiblemente algún tipo de artefacto detonante— a los cables.
Dos jóvenes del grupo trataban de meter un gato en la jaula que estaba en la furgoneta. La jaula, en mi opinión, era demasiado pequeña incluso para el cobaya, por lo que el gato parecía mucho mayor. Cualquiera desearía la máxima colaboración por su parte a la hora de meterlo en la jaula; pero si los cobayas son dóciles criaturas, los gatos no lo son. Ese gato en particular parecía absolutamente desinteresado en actuar como conejillo de Indias, y mucho menos como símbolo de todas las víctimas de la opresión capitalista y la tecnología nuclear. Se retorcía, arañaba y maullaba. Poco a poco fue atrayendo la atención de la enlodada multitud, la cual parecía desolada por el tratamiento que recibía el animal, y confusa porque en la pancarta se lo describía como un cobaya.
Al fin lograron meter, más o menos, al gato en la jaula y cerrar la puerta, aunque el animal llenaba por completo el interior y las patas sobresalían airadamente en todas direcciones. Entonces quitaron el plástico del mecanismo colocado en la mesa dejando al descubierto una elaborada escultura de cañerías, latas de conserva y cables, y pusieron la jaula en lo alto.
Carillón se separó entonces del grupo de revolucionarios y se llevó un megáfono a los labios. Presumiblemente en beneficio de todos aquellos que no sabían leer, recitó las palabras escritas en grandes caracteres sobre la pancarta: «La destrucción en holocausto nuclear de un cobaya representa a todas las víctimas inocentes de la opresión capitalista y de la mortífera tecnología nuclear. ¡Todos somos cobayas!». A través de la ventana cerrada me resultaba difícil percibir su voz incluso amplificada, así que me acerqué al cristal, si bien me mantuve discretamente a un lado del marco. Para ser del todo honesto, deseaba ver la explosión. Y ésa era la misma razón que movía a todos los presentes a prestar tanta atención. Puesto a ello, los miembros de cualquier creencia política adoran una explosión. Yo, sin embargo, encontré de mal gusto la inclusión del gato.
«Vivimos en una sociedad», prosiguió Carillón, «regida por la codicia». Al parecer, el eslogan de la pancarta era tan sólo el texto: ahora, antes de ver los fuegos artificiales deberíamos soportar todo el sermón. Recé para que se diese prisa: el chirrido se estaba volviendo insoportable. Después de todo, tal vez debería salir del edificio. «Un mundo en el que se valora menos a las personas que las ganancias y la propiedad.»
En ese momento apareció Wachs, corriendo ridiculamente por el césped, tan aprisa como se lo permitían sus piernas regordetas. Parecía muy enfadado, casi frenético. Tenía, pensé, toda la razón. Se dirigía directamente contra Carillón, al que, sin duda, responsabilizaba de todas las perturbaciones y daños que se estaban produciendo. Advirtiendo a tiempo la llegada del opresor capitalista, Carillón cortó en seco su arenga y gritó: «¡Cero!».
Los presentes giraron instintivamente sus cabezas ante la explosión anticipada, alzaron los brazos o retrocedieron. Los manifestantes, arracimados en torno al detonador, aún se apiñaron más cuando la palanca fue accionada.
Tuvo lugar, bastante satisfactoriamente, la explosión de un petardazo —un orden de magnitud superior al cohete— que resonó por entre los árboles.
Pero lo desconcertante fue que el complicado artefacto coronado por el gato enjaulado, y en el que habían convergido todas las miradas, permaneció exactamente igual que estaba. Resultó ser un lugar del todo seguro para guardar un gato. En su lugar explotó dramáticamente una de las cajas de cartón cercanas al detonador. Tal vez sin darse cuenta habían conectado alguna bomba de reserva que guardaban por si acaso, pero yo nunca llegaría a saber cuál fue exactamente su error. Y éste es uno de los mayores problemas de la educación humanística. Todos ellos eran sin duda graduados en letras y nunca debiera habérseles permitido el uso de explosivos, ni tampoco hacer trabajos manuales de ningún tipo.
La mirada general se desvió hacia el lugar donde había tenido lugar la explosión real. De la caja deflagrada subía recta una espléndida columna de humo negro hasta casi tres metros de altura, antes de empezar a formar el clásico hongo. Las proporciones no parecían del todo correctas —la columna era demasiado larga y estrecha— pero en conjunto el efecto resultaba muy impresionante. Alguien se había tomado mucho trabajo en el asunto y su concepción era un éxito definitivo, si bien la ejecución resultó algo deslucida.
En torno al lugar de la explosión, ya fuera por la misma onda expansiva, o más probablemente debido a la sorpresa de haberse volado a ellos mismos, los manifestantes corrían en todas direcciones como escapados de una caja de sorpresas. Aunque no podía estar seguro, dada la confusión general y los actuales hábitos en el vestir, me pareció que uno de ellos parecía algo andrajoso por un costado. Sangraba y sus prendas, y tal vez el brazo, daban la sensación de estar retorcidos de forma bastante fea.
Wachs, que había quedado petrificado durante lo que duró la explosión, le gritó a Carillón algo que no llegué a entender y se abalanzó sobre el artefacto dispuesto bajo la pancarta. Agarró la jaula con el gato dentro y la estrelló airadamente contra el mecanismo explosivo, rompiendo algunas de sus piezas. Ultrajado a su vez por ese destructivo ataque contra su bomba sin estrenar, Carillón contraatacó y empezó a insultar a Wachs. Todos los presentes los miraban en fascinado silencio.
El horrible sonido chirriante, que yo creía menos intenso, subió de repente a un nuevo nivel de intensidad, y me pareció que del edificio surgía un fantasmagórico destello que iluminaba a todos los presentes. Wachs se volvió hacia el edificio y su rostro se llenó de terror. Puede ser que en ese instante fuese el único en entender —quizá la única persona que lo comprendería nunca— lo que iba a ocurrir. Levantó la jaula por encima del hombro y, al tiempo que gritaba con toda la potencia de sus pulmones «¡Eres un maldito imbécil!», la descargó con tanta fuerza como pudo contra la cabeza de Carillón. La jaula se le escapó a Wachs de las manos y cayó, rebotando contra el suelo hasta romperse. El gato salió de estampida y atravesó el césped como un rayo en dirección al edificio. Carillón trastabilló hacia atrás debido a la fuerza del golpe. Se llevó la mano a la cara, que sangraba abundantemente por una herida que le produjo la jaula. Miraba a Wachs con expresión de asombrado terror. Pude ver que sus labios decían: «¡Pero usted está loco!».
Ambos permanecieron un momento inmóviles, mirándose con rabia mutua. El sonido increíblemente doloroso —yo sabía que debía abandonar ahora el edificio porque se estaba poniendo imposible— disminuyó un poco para luego alcanzar de nuevo una intensidad desconocida y capaz de romperle a uno la mente. Simultáneamente cambió la calidad de la luz, iluminándolo todo con un resplandor extraterrenal.
Al tiempo que subían otra vez la luz y el sonido, los rostros de Carillón y de Wachs se contrajeron en una indecible agonía final y, como si fueran un eco, aparecieron expresiones de horror en los rostros de Anne y de todos los otros que contemplaban la escena desde una distancia prudencial. Entonces vi —y eso fue lo último que recuerdo haber visto— cómo la pancarta, la bomba y la carne de Wachs y Carillón se transformaban en una brillante burbuja de fuego eléctrico.