Si pudieran verme ahora… Pero no podrían aunque quisieran, y sin embargo estoy aquí. Pese a que la explicación sea banal, el efecto es decididamente mágico. Si alguien entrara ahora en esta habitación la encontraría vacía: una silla vacía ante una mesa vacía, con sólo un bloc de papel blanco encima. Pero sobre el papel vería la pluma, suelta, danzando sobre la superficie y deteniéndose de cuando en cuando, reflexivamente. Se quedaría usted hechizado, o aterrorizado.

Por desgracia yo sostengo la pluma, y si usted fuera más rápido que yo, me podría atrapar con fuerza y tener la prueba, por medio del tacto, de que un ser humano invisible, pero por lo demás nada excepcional, está en la habitación. O podría coger una silla y golpearme con ella hasta dejarme sin sentido. Lamento decir que tal proceder no tendría nada de extraño, dadas las circunstancias, porque mi situación, aunque anónima, es sin ninguna duda grotesca. Provoca curiosidad y la curiosidad siempre me ha parecido un instinto decididamente vicioso. Es una existencia penosa. Por lo general, lo mejor es seguir adelante.

En realidad, esto habría que definirlo como las «aventuras» y no las «memorias» de un hombre invisible. Desde luego no tengo intención de hablar de mi niñez, ni de las peculiares agonías de mi peculiar adolescencia, que sin duda no fue ni más ni menos interesante que la de usted. Tampoco hay por qué hablar de las particularidades de mi desarrollo intelectual y moral, por completo corriente. Nada de ello sería una aportación a mi genuinamente emocionante y superficial relato. Y me temo que también arrojaría mucha luz sobre la condición humana. Comprendo que usted sólo me ame debido a mi enfermedad, por llamarla de alguna forma; o sea, que todo cuanto la precede es irrelevante. Durante los primeros treinta y cuatro años de mi vida fui exactamente igual que todo el mundo, y si bien aquellos años a mí me parecieron entonces irresistibles, es de suponer que ustedes no están leyendo ahora un relato titulado «Memorias de un analista de valores». Sea como sea, justo a la mitad de mi vulgar trayectoria vital, un contratiempo científico de segundo orden pero del todo extraordinario volvió invisible un pequeño pedazo esférico de Nueva Jersey. Dio la casualidad de que en aquel momento crítico yo me encontraba en el interior del pedazo esférico. Yo, junto con mi entorno más inmediato, quedé al instante transformado: igual que en un fósil petrificado la estructura del organismo originario está exactamente reproducida en forma de un conjunto de partículas minerales, así mi cuerpo quedó reproducido como una estructura viviente de diminutas unidades de energía. Funciona casi como antes, salvo que, hasta donde yo he sido capaz de comprender, con diferencias menores. Pero usted no podría verlo.

El caso es que podría haberle ocurrido a cualquiera. Ya sé que todos somos rabiosamente únicos, como los copos de nieve, las hojas y cosas así. Sin embargo, cuando el viento esparce por el suelo las proverbiales generaciones de hojas, en ocasiones resulta difícil encontrar mucho consuelo metafísico en la propia singularidad. En cualquier caso, no había en mí peculiaridad alguna que me hiciese más propenso que usted a terminar así. Fue una improbable y desafortunada jugada de los dados cósmicos. Sin duda, el ojo de Dios debía estar en aquel momento distraído con algún gorrioncillo.

Por el contrario yo tenía los ojos puestos en Anne Epstein y en sus encantadores pechos, sobre los cuales su blusa de seda resbalaba deliciosamente cuando se movía. Podía verle los pezones a través del estampado verdiazul y, cuando se volvía a mirar por la ventanilla del vagón, veía su apetitosa carne blanca por su camisa entreabierta. Íbamos de Nueva York a Princeton en la que podríamos denominar «mañana fatídica». Ahora que lo recuerdo, aquella mañana tenía un cariz adecuadamente ominoso, con oscuras nubes de tormenta y un brillante sol de abril en continua y dramática alternancia, aunque yo entonces percibía sobre todo el brillo del sol. La noche anterior había bebido demasiado y dormido demasiado poco, de manera que todo ofrecía un aire de eufórica irrealidad, y aunque sabía por experiencia que esa sensación no tardaría en convertirse en un penetrante dolor de cabeza y en unas incontrolables ganas de dormir, en aquel momento mi mente y mi cuerpo no sentían otra cosa que un intoxicado encantamiento, acentuado por la brillante mañana de primavera y por la suave piel blanca de Anne.

Como viajábamos en sentido contrario a la marea de oficinistas que se dirigían a la ciudad, estábamos solos en el decrépito vagón. El cual tenía esos viejos asientos cuyo respaldo puede girar en ambos sentidos, cosa que hice con uno para quedar enfrentados, pero sin espacio suficiente para estirar las piernas. No había vuelto a sentarme así desde que era niño y volvía a casa en uno de aquellos maravillosos y larguísimos viajes en tren con que siempre se iniciaban las vacaciones escolares; esa asociación de ideas, junto con la reconfortante conciencia de estar haciendo novillos en el trabajo con un pretexto maravillosamente nimio, añadía a la jornada una nota más de ilícito placer infantil. Ella había doblado el brazo izquierdo por detrás de la cabeza, poniendo tirante la blusa contra los pechos y los costados. Alargué el brazo, y deslicé descaradamente los dedos de mi mano derecha, de arriba abajo, desde el borde del pecho hasta la cadera. Siguió hablando, pero dejó escapar un destello de irritación y placer.

¿De qué hablaba? Recuerdo que llevaba el Times en el regazo —trabajaba en el Times— y me explicaba algo que para ella era de gran interés e importancia. Creo que tenía que ver con un intento de reformar los distritos electorales del Medio Oeste. Los partidos eran los dos de siempre, pero en uno de ellos —o tal vez en los dos— había diversas facciones, y una ofrecía protección especial a un grupo étnico determinado si dicho grupo étnico apoyaba la reforma de los límites de los distritos, en detrimento de algún otro grupo étnico y con objeto de arrebatarle algo a otra de las facciones, aunque todo ello significara beneficiar al otro partido. Se suponía que todo era importantísimo, dado que las especiales combinaciones de grupos étnicos, partidos y facciones no eran las habituales y, por lo tanto, podían ocurrir cambios vitales en los asuntos de nuestro país.

A mí me sonaba más bien como a una banda de ladrones haciendo tratos, pero también es cierto que para mí no hay actividad humana más predeciblemente aburrida y ruin que la política. Para Anne, sin embargo, la política parecía ser la única dimensión en la que pensamientos y actos humanos adquieren su verdadero significado, así que fruncí el ceño en señal de concentración e interés. De vez en cuando asentía bajo el sonido de su voz, que pasaba flotando a mi lado con idéntica irrealidad e inabarcabilidad que las nubes oscuras que flotaban al otro lado de la ventanilla. Cuando lo creía oportuno, hacía cortas e insignificantes preguntas en tono de sinceridad. Ella se iba animando conforme hablaba. Tenía los rasgos extremadamente finos, y aunque se le ponían más afilados y hasta más duros cuando hablaba de política, eso la hacía más apetecible aún. Su media melena de color castaño y su ropa susurrante siempre parecían caerle fortuita pero impecablemente: parecía más la presentadora del telediario vespertino que la reportera de un periódico. Se inclinó hacia adelante; por debajo del periódico, que mantenía en el regazo, desplegó una pierna, larga y casi desnuda, y la extendió sobre el asiento contiguo al mío; al hablar gesticulaba con los dedos índice y medio de su mano derecha y, cuando hacía alguna afirmación particularmente significativa, sus dedos, delgados pero enérgicos, golpeaban contra el periódico al tiempo que su boca esbozaba una sonrisa irónica y conocedora, mirándome a los ojos en busca de corroboración. Pero si bien yo no lograba mantener del todo el interés en lo que ella decía, mi corazón y mi mente estaban por completo anegados de interés por la propia Anne. Era, sencillamente, maravillosa.

También tenía sentido del humor —que de cuando en cuando incluso ejercía sobre sí misma— y advertí que, si podía recurrir a él, lograba a veces dispersar sus intensos arrebatos políticos. Pero la operación resultaba complicada e implicaba no poco riesgo, así que decidí intentar desviar paulatinamente el tema. Le hice la pregunta más complicada que pude urdir acerca de cómo se asignaban los trabajos en la sección de economía. Sabía que la respuesta me resultaría más interesante que las noticias políticas del día, y sabía asimismo que a Anne también le gustaría dármela, porque para ella lo único tan importante como la política era su carrera, y acababan de destinarla a la sección de economía. Antes había trabajado en la sección de deportes, donde su principal ocupación eran las informaciones sobre baloncesto profesional, y antes aún había pasado cuatro años en Yale, donde, por lo que yo sabía, nunca asistió a un partido de baloncesto ni adquirió los más mínimos conocimientos relacionados con la economía o los negocios.

Pero, en realidad, las lagunas en su educación y la inescrutable política de personal del Times eran la causa de que ahora estuviésemos juntos. Poco menos de dos semanas atrás me había encontrado sentado a su lado durante una cena. En los dos últimos años nos habían presentado un par de veces, pero a ella aún le parecía necesario preguntarme a qué me dedicaba, y, a pesar de su llamativo aspecto, mi interés inicial por ella no debió de ser excesivo, pues recuerdo que respondí a su pregunta con sinceridad. Normalmente no le dices a la gente que eres analista de valores a menos que desees ver cómo sus ojos recorren la sala en busca de una persona u otra cosa que les permita escapar. En lo que a la vida social respecta, es muy parecido a ser ingeniero químico. Pero Anne me sorprendió con una oleada de interés. Es probable que se debiera a su nueva misión en el Times. Sentada frente a una fuente de información útil, y quizá también por molestar a su novio —los orígenes del amor son complejos y misteriosos—, me puso una mano en el brazo, me miró directamente a los ojos con sonrisa impotente y empezó a hacer preguntas, una tras otra, sobre negocios y economía. El contenido de esas preguntas podrá parecer muy poco romántico, pero recuerdo con nitidez su mirada maravillosa y atenta; poseía ese don de los reporteros de hacer las preguntas que uno está deseando contestar y transmitía la sensación de quedar fascinada por las respuestas. Era realmente maravillosa.

Como es lógico, de inmediato fui poseído por los habituales deseos y sensaciones, pero no recuerdo haber pensado muy en serio en ello durante el resto de la semana. Me dediqué a conseguir que viniese a almorzar, a tomar copas o a cenar siempre que pude. Se mostró atormentadoramente esquiva, y se las arregló para no tener nunca libres más de dos horas, ya fuera debido a su trabajo, en el que era incansable, diligente y ambiciosa, ya fuera por su vida personal, acerca de la cual yo procuraba mostrar un interés sincero pero no entrometido. Había un novio o un prometido o «sólo alguien de quien me siento terriblemente cerca» —su papel parecía variar a menudo— con el que ella mantenía algún tipo de atormentado entendimiento o desentendimiento; pero además se daba el hecho de que ella era una persona muy difícil, lo cual resaltaba los encantos de su extraordinaria belleza. Parecía estar siempre levantándose y diciendo adiós en los momentos críticos, mirándome directamente a los ojos y dejándome aplastado bajo su sonrisa abrumadora. (Ahora nadie puede mirarme a los ojos. Es un improbable momento de seguridad e intimidad, alguien podría sólo sonreír vagamente en dirección a mí). Al mismo tiempo, cuando estaba allí, siempre me dedicaba su plena y ofuscadora atención. Le encantaba sonsacarme, y cuanto más largas eran mis respuestas más parecían gustarle. Igual que antes había acabado siendo una gran experta en baloncesto, Anne se dedicaba ahora a acumular todos los hechos, teorías y opiniones sobre negocios y economía que cayesen en sus manos.

Yo disfrutaba con sus ávidas preguntas: a todo el mundo le gusta que le hagan preguntas cuya respuesta conoce. Es cierto que a veces me molestaba el que en la mente de Anne las prioridades habituales pareciesen estar invertidas: lo más solicitado era la opinión, en un distante segundo lugar venía la teoría y los hechos tenían sólo un cierto encanto decorativo; pero también es cierto que su jefe no debía querer las cosas de otra forma. Y, siendo lista e infatigablemente ambiciosa, iba adquiriendo con rapidez un impresionante cúmulo de información. Así se lo dije un montón de veces y el cumplido siempre le gustó. En cuanto a mí estaba encantado con su mente rápida y receptiva, sus largas piernas, su inaccesibilidad, su mano sobre mi brazo. Yo hacía algunas preguntas de mi propia cosecha y escuchaba sus respuestas con paciente y ansioso interés. Le preguntaba acerca de su trabajo, sus ambiciones y sus amigos. Le pedí que hiciera el amor conmigo. De vez en cuando le pasaba los dedos por el brazo desnudo y le preguntaba lo primero que me venía a la cabeza. Miraba cómo se movían sus redondeadas caderas y su boca.

Ahora, con el pulgar y los dedos de la mano derecha rodeaba su fino tobillo apoyado en la parte delantera del asiento contiguo. Paseé la mano por la larga pantorrilla y separé el pulgar de los restantes dedos. Deslicé la mano sobre la rodilla y la fui subiendo por la cara externa del muslo, pasando por debajo del periódico y la falda de hilo hasta llegar al pliegue de la cadera.

Se revolvió en el asiento para quitarse mi mano de encima y retiró la pierna, cruzándola en ángulo sobre la otra. Su boca adquirió una expresión deliciosamente remilgada.

—Y lo de anoche —dijo—, no está bien.

Lo de anoche, que a pesar de varias horas de sueño no sólo no se había terminado sino que se estaba prolongando durante la mañana, era la primera noche, aunque luego resultaría ser la última, que habíamos pasado juntos. Nuestra semana de almuerzos, copas, cenas, halagos, ruegos, caricias, sonrisas y promesas había culminado felizmente en su cama con vistas al East River. Pero ahora parecía decir que las deliciosas batallas debían reanudarse, y que el mismo terreno tendría que ser reconquistado. La contemplé con una mezcla de frustración y placer.

—¿Qué es lo que no está bien?

—No es justo para con Peter.

Peter era su prometido, su novio o lo que fuera. Yo le conocía de vista desde hacía años y siempre me había parecido bastante agradable, aunque algo aburrido. Pero es muy probable que, por entonces, la mayoría de la gente, me encontrara algo aburrido. (Creo que, tal y como se pusieron las cosas, al final se casó con Peter.)

—Para ser completamente sincero, todavía no he tenido tiempo de incluir entre mis escrúpulos morales lo que es justo para con Peter.

Esta observación pareció molestarla. Se puso rígida.

—Pues yo sí. Y si fueras capaz de tomarme a mí o a cualquier otra persona en serio…

—Tienes toda la razón —interrumpí—. No sé por qué digo estas cosas. Perturbación, quizá. Timidez. Es para ocultarme a mí mismo y a los demás los sentimientos y las pasiones que crecen incontrolables en mi viejo pecho —al llegar aquí me golpeé el pecho con el índice. Anne me miró con malos ojos—. Y escrúpulos morales también. Escrúpulos morales casi ingobernables. Todos ocultos bajo la amistosa apariencia de un payaso.

Le dediqué lo que quería ser una sonrisa cautivadora.

—La apariencia —dijo algo antipática— es enteramente la de un banquero. Que es lo que tú eres.

—No exactamente —protesté.

—Analista de valores. Lo que sea. El caso es que te pones esos anodinos trajes a rayas y esos zapatos anticuados, y siempre andas balbuceando y actuando ante los extraños de una manera tan seria y pretenciosa que ni siquiera tú sabes bien lo que pasa. Basta con echarte un vistazo y cualquiera podría decir que llevas calzoncillos largos. Por fuera estás bien, pareces simpático, agradable, de modales suaves, superficial. Pero por dentro ya no resultas tan simpático. Es más bien tu interior el que parece de un payaso.

Se volvió para mirar agresivamente uno de los paisajes más tristes que pueda ofrecer Nueva Jersey.

—En realidad llevo esta ropa con la esperanza de que me tomen por un banquero inversor. En algunos medios se considera una apariencia muy elegante. De hecho, siempre he llevado esta ropa: es cómoda, dura eternamente y hasta ahora a nadie, excepto a ti, le había parecido mal.

—Deberías ampliar tu círculo de amistades. En cualquier caso, te pareces más a la otra clase de banqueros —frunció los labios, molesta por haberse olvidado—. Esos que me decías ayer… comerciales… pareces un banquero comercial… De los de la ley Glass-Steagall.

—Eso está muy bien —dije como elogio—, ¿y el año?

—Mil novecientos treinta y tres. Sí, tienes el aire de un banquero comercial. O quizás el de un empleado de caja de ahorros que regala tostadores y mantas eléctricas a las ancianitas para que caigan en la trampa y acepten intereses bajísimos.

—Tú en cambio, para mí eres indeciblemente guapa —apartó la vista otra vez, desdeñosa, a pesar de que nunca le ha molestado a nadie un cumplido así. Proseguí con tono sincero—: En serio, tienes que ser justa contigo misma, además de con Peter.

Esta idea pareció gustarle, aunque yo no tenía ni idea de lo que pudiera significar.

—La verdadera cuestión no es sólo Peter —empezó con tono divagante—. Se trata de construir una relación basada en la confianza…

—Desde luego —concedí jugando quizá demasiado pronto mi baza—. ¿Qué ha sido Peter hasta ahora? ¿No pasa un montón de tiempo con Betsy Austin o como se llame?

—Probablemente. Eso sería muy propio de Peter —hizo una pausa hosca y prosiguió—. Hace media vida que conozco a Peter. A ti sólo te conozco desde hace dos semanas. En realidad no te conozco en absoluto.

—Nos conocemos desde hace dos años —dije.

—Nunca habíamos tenido nada parecido a una conversación hasta…

—¡Qué más da! —interrumpí—; en todo este tiempo yo no he pensado más que en ti. Estoy absolutamente obsesionado. A pesar de que tú seas irremediablemente difícil e irracional.

—Por cierto —dijo a propósito de nada, a menos que pretendiese ilustrar mi última observación—, tú no eres judío.

—Es cierto —dije despacio, cogido en un renuncio. A Anne le encantaba atacar repentinamente desde posiciones inesperadas—. Pero no ser judío ya no es un gran obstáculo. Desde luego, es difícil entrar en las mejores universidades, pero ahora casi todas las profesiones están abiertas para los no judíos bien cualificados. Y, de todos modos, siempre queda la banca comercial, esa que según tú…

—Puedes hacer chistes si quieres, pero para mí es importante.

—En absoluto estoy haciendo un chiste de eso; lo único que pretendo es saber por qué es importante. Quiero decir que tú no eres baptista.

—¿Eres baptista tú? —preguntó, al parecer, con auténtico disgusto. Presumiblemente, puesta a casarse con gentiles, debía de preferir que fuesen episcopalianos.

—No, pero si lo fuera no me importaría lo que fueras tú.

—Pues da la casualidad —dijo en un tono de fría superioridad moral— que a mí sí me importa.

De repente se me ocurrió una idea y pregunté:

—Peter no es judío, ¿no es cierto?

—Eso no es lo que importa —respondió. Estaba molesta por la pregunta—: Y no sé por qué no paras de dar vueltas con Peter. Pareces tener una especie de fijación en él.

Se revolvió en el asiento de tal forma que la blusa se le tensó sobre el pecho y me miró con desdén. La observé con admiración. Su versatilidad y su falta absoluta de principios en las discusiones siempre me ofuscaban.

—Sí tengo una obsesión, pero puedo asegurarte que es por ti…

—Y otra cosa, es una grosería mirar así los pechos de la gente.

—¿Ah, sí? ¿Tanto se nota que te estoy mirando? ¿No te parece halagador?

—Puede que a una le guste ser mirada por algo más importante que los pechos. Además, eso hace que la gente se sienta incómoda.

Mientras lo decía, bostezó y se estiró lánguidamente, levantando los brazos y arqueando los hombros hacia atrás, de forma que sus pechos se proyectaron hacia adelante quedando aplastados bajo la blusa; los pezones destacaban con relieve atormentador.

—Es difícil mirar tus cualidades espirituales por maravillosas que sean. Tus pechos, en realidad, representan para mí la exquisita manifestación visible de esas cualidades que…

—Déjalo, Nick —dijo más amablemente. Su mirada se avivó de pronto y añadió—. Háblame de lo de hoy.

—Lo de hoy, sí —dije jubiloso, malinterpretando su pregunta—. Creo que hoy podríamos alquilar un coche Princeton, hacer una breve y simbólica aparición en MicroMagnetics y luego seguir hasta Basking Ridge. Unos amigos míos se han ido a Europa por un año y me dejan utilizar su maravillosa casa. Si el tiempo aguanta así, podemos contar con un día casi primaveral, perfecto para nosotros. Y si no aguanta…

—Estoy deseando ver eso de MicroMagnetics. Parece más interesante de lo habitual.

MicroMagnetics Inc., por lo que había podido averiguar en mis superficiales indagaciones, era una pequeña empresa situada a las afueras de Princeton que estaba llevando a cabo investigaciones acerca de la contención magnética de la fusión nuclear. Su activo principal se reducía a los servicios de su fundador y presidente, un tal profesor Bernard Wachs, cuya imponente reputación en física molecular le había permitido obtener muchos millones de dólares en subvenciones gubernamentales. Hasta ahora, la única actividad aparente de MicroMagnetics, había sido gastar ese dinero en un visto y no visto y, en mi opinión, su primera contribución real a la humanidad era ofrecerme una oportunidad para engatusar a Anne y llevármela al campo. Una semana atrás MicroMagnetics había comunicado a un mundo por demás indiferente el descubrimiento o invención del «CMS», un nuevo tipo de campo magnético que era a los campos magnéticos corrientes lo que el láser a las ondas luminosas normales. Esta vaga analogía era, según el valor último y definitivo del CMS, un fallo o un mérito del comunicado de prensa, pues éste carecía de ninguna otra información más concreta, así como de cualquier indicación acerca de si el CMS sería útil para la contención de la fusión o para cualquier otra cosa. El descubrimiento era calificado de «importante acontecimiento» y de «logro decisivo». Pero sonaba como esas noticias que empiezan: «Científicos de Nueva Jersey anunciaron hoy un avance revolucionario…». Ahora bien, muchos científicos, por no decir todos, piensan en su trabajo en términos parecidos, por lo cual la noticia me dejó indiferente. Pero iba a tener lugar una conferencia de prensa y algún tipo de demostración de modo que convencí a Anne de que era un asunto del que debía informar y yo dije en mi oficina que estaría todo el día fuera de la ciudad.

Estoy pensando que debería explicar qué hago. O hacía. Un analista de valores estudia una empresa, lo que posee y lo que hace, también lo que hace la competencia y cualquier peculiaridad de las acciones o bonos que vende para conseguir dinero. Partiendo de todo esto, intenta deducir a qué precio debe comprar o vender la gente esas acciones o bonos. El argumento abstracto en favor de tal profesión es que ayuda a asignar recursos más eficazmente para producir los bienes que la gente desea. El argumento en contra, dicho de la mejor manera a mi alcance, aunque Anne sabría explicarlo de forma mucho más contundente, es que el capitalismo es aburrido y malo y que, si alguien lo hace funcionar mejor, él es el aburrido y el malo. De hecho, yo soy el primero en encontrar que mi trabajo es algo aburrido, pero nunca he descubierto un solo rastro de su maldad. No voy a abrumarles más explicando las diferentes clases de funciones que realiza un analista de valores, pero aclararé que mi situación profesional estaba un poco por encima de la media en salario y un poco por debajo de la media en brillantez, me permitía disfrutar de unos horarios bastante razonables y no exigía vender. Siempre que mis socios estuvieran satisfechos, yo podía mantenerme prácticamente independiente, e incluso durante un veinte por ciento del tiempo disfrutaba muchísimo con mi trabajo, lo cual es una buena media para cualquier tipo de trabajo de cuantos tengo noticia.

Yo tenía la responsabilidad concreta de cubrir la industria productora de energía, cosa en aquel entonces interesante, pues se habían pasado varios años de auténtico desconcierto en todo lo relacionado con la energía, con la que se podían hacer y perder grandes sumas de dinero; así que había una demanda continua de mi trabajo y de mi opinión. Como actividad secundaria y frívola seguía asimismo lo que se ha dado en llamar «energía alternativa», que era aún más veleidosa. Esto me ocupaba muy poco tiempo porque eran realmente mínimos los valores dignos de analizar. Cada pocas semanas, alguien anunciaba un proyecto para convertir el agua en hidrógeno o para transportar icebergs por medio de dirigibles hasta Kansas, o usar la luz del sol para hacer correr el agua cuesta arriba. Las raras veces que alguna de esas cosas tenía sentido científico, en general bastaba hacer unos cuantos números y, aceptando incluso las previsiones más optimistas, descubrías que económicamente carecía del menor sentido. Como entonces estaba todo esto muy de moda, se me prestaba mucha atención y recibía muchas llamadas solicitando mi opinión de experto. Por otra parte, siempre quedaba la esperanza, remota pero tentadora, de que alguna de esas cosas diera resultado, en cuyo caso me hubiese forrado.

Desde luego aquel día yo no abrigaba especiales esperanzas respecto a MicroMagnetics. Mis esperanzas radicaban en Anne y en la posibilidad de llevarla cuanto antes a almorzar con el mejor vino que mis socios pudiesen pagar y después hacer el amor con ella en una habitación de Basking Ridge con vistas a praderas y riachuelos. La primera vez que imaginé este plan ni siquiera estaba seguro de que llegaría nunca a hacer el amor con Anne, pero ahora, después de lo de anoche, pensé que era razonable esperar que éste llegara a ser el mejor día de la presente —o de cualquier otra— primavera.

—¿Qué te hace pensar que MicroMagnetics pueda ser interesante? —pregunté intrigado de verdad.

—El que tú me hayas dicho que lo sería.

—Sí, supongo que te lo dije. Y estoy seguro de que lo será. Pero lo dije fundamentalmente para animarte a venir al campo —giró impasible la cabeza y se puso a mirar por la ventanilla el paisaje de añosos edificios industriales que bordean las líneas de ferrocarril de un extremo a otro de Nueva Jersey, alegrado tan sólo por algún que otro grupo de refinerías pintadas de colores vivos—. En realidad, lo más importante era engatusarte para que vinieras conmigo a oler la tierra en primavera y a saborear las delicias bucólicas de Nueva Jersey.

—Por otra parte —siguió ella como si yo no hubiera dicho nada—, por una vez tiene dimensión política.

Me satisfacía de verdad el que para Anne el espectáculo verbenero de MicroMagnetics pudiera tener una dimensión política, pero me intrigaba cuál pudiera ser ésta.

—Quieres decir como fuente de energía alternativa —dije tentativamente—: liberación de la dependencia de los combustibles fósiles y todo eso. Bien pensado, a lo mejor sí tiene dimensiones políticas… Ventajas ecológicas y todo eso —añadí yo como vaga reflexión.

—No es alternativa en absoluto —dijo irritada—. Es nuclear. «Nuclear» como algo opuesto a «alternativa» era malo. Hasta ahí llegaba yo en política.

—En realidad, no creo que sea nuclear en el sentido que tú piensas: en todo caso no debe de tener nada que ver con la fisión. Las investigaciones que lleva a cabo esa gente están relacionadas con la contención magnética de la fusión, que no tiene ninguna de las propiedades contaminadoras ni el resto de desagradables consecuencias a las que se oponen tus amigos ecologistas. De hecho, y desde tu punto de vista, debería ser la fuente ideal de energía: por alguna razón, nadie parece capaz de hacerla funcionar… Aunque ahora que sale el tema, no creo que en el comunicado de prensa se mencionara expresamente la fusión… En cualquier caso, imagino que será otra pequeña vuelta a la tuerca magnética, y seguramente tú no tendrás nada en contra de…

—Es del todo nuclear —dijo contundente—. Es un crimen contra la tierra y contra las generaciones futuras. Si tuviéramos un gobierno que se preocupara por satisfacer las auténticas necesidades de la gente, en lugar de no hacer otra cosa que ayudar a los ricos a ser más ricos, estaríamos generando energía directamente de la luz solar en vez de envenenarnos nosotros mismos. Esa tecnología ya existe hoy en día.

Entrecerró los ojos y cerró con fuerza su boca deliciosa, expresando rectitud moral. Al parecer, yo la había decepcionado. Sería mejor mantener la discusión en un nivel técnico.

—En efecto —dije—, pero con la tecnología que ya existe hoy en día, pagarías entre cincuenta centavos y un dólar por kilowatio/ hora en lugar de los seis o doce centavos que pagas por la energía convencional. A menos que incluyas el silicio amorfo entre la «tecnología que existe hoy en día», en cuyo caso tendrías que exigir células con un índice de conversión por lo menos del siete por ciento de la producción real…

—Si estas cosas no están en «producción real» con un «índice de conversión» que te convenga —interrumpió sarcástica—, no es extraño, dado que contamos con un gobierno que no hace más que esperar sentado a que las grandes empresas tomen esas decisiones por omisión.

—Sí, desde luego veo la fuerza de lo que dices —respondí condescendiente porque, bien mirado, como no sea por algún placer inmediato que pienses sacar, siempre es una pérdida de tiempo discutir de política con alguien, o de cualquier otra cosa. Raras veces aprendes algo y jamás convences a la otra persona—. Probablemente tengas razón. Naturalmente, el problema real es saber si lograrán reducir el coste de cualquiera de esos intentos a un nivel competitivo. En el fondo, no es más que una cuestión de oferta y demanda.

—El verdadero problema es saber si decidimos quedar a merced del mercado o si queremos asumir nuestro destino con nuestras propias manos como seres racionales.

Me preocupaba que estuviera poniéndose no sólo lamentablemente retórica sino indignada de verdad. El humor, como el tiempo, parecía cambiante.

—A propósito —dije—: quería preguntarte acerca de algo que sale hoy en el Journal. Según parece, han capturado a una banda de reporteros del Times en compañía de un consejero cubano. Se dice que el Times posee campos de adiestramiento en Etiopía, y pienso que quizá tú sepas…

—Vete a la mierda —dijo en tono llano y con una sonrisa agradable. He advertido que la gente muchas veces se siente mejor después de despotricar un poco de política, aunque es importante no dejar que se emocione demasiado. Quizá sea éste el verdadero valor de la política. Prosiguió—: En realidad, lo que quiero es saber el coste de las fuentes alternativas de energía. Me sería muy útil. Las cifras que das son realmente asombrosas —hizo una breve pausa, como si de pronto se le hubiese ocurrido una idea—. No, explícame otra vez eso de las curvas de oferta y demanda. Eso es lo que quiero saber.

Me encantaba explicarle a Anne lo que fuera. Y, además, siempre es bueno saber que uno está sirviendo a la humanidad y al mismo tiempo a los propios intereses egoístas: quizá yo había sido elegido para dar a alguien del Times unas noticias rudimentarias acerca de los conceptos de oferta y demanda. Saqué un bloc de mi cartera y me pasé al asiento contiguo a Anne. Apoyando primero el bloc en mi muslo y luego en el de Anne, tracé las consabidas ordenadas.

—Bueno, este eje representa el precio de una mercancía, y éste representa la cantidad de mercancía producida. Ahora, cada…

—¿Eso que has dibujado ahí vale para todas las mercancías en general o sólo para una en concreto?

—Es un ejemplo… es decir, es una mercancía concreta. Toda mercancía determinada, en un momento determinado, tendría una curva de oferta determinada y una curva de demanda determinada, si es eso lo que preguntas.

—¿Qué clase de mercancía? ¿Qué es exactamente una mercancía? Sería mejor que concretaras, si puedes.

—Puede ser cualquier mercancía. O cualquier servicio. Puede ser cualquier cosa, cualquier cosa que desee al menos una persona. Y que alguien pueda ofrecer. Automóviles, trigo, periódicos. Clases de ballet. Pistolas. Sonetos. El caso es que a un precio determinado habrá algún nivel proporcional de oferta: la cantidad de producto o servicio que la gente esté dispuesta a proporcionar a ese precio.

—¿Y qué pasa en los extremos?

—¿En los extremos? —intenté razonar rápidamente—. Distintas cosas pero ninguna de ellas relevante.

Pasé la mano por la parte superior de sus muslos y noté cómo se movían bajo la falda de lino azul. No hizo caso de mi mano y se puso a estudiar con todo interés el dibujo que tenía sobre el regazo.

—Trata de prestar atención y no hagas preguntas difíciles —proseguí. Tracé otro par de coordenadas y otra curva por debajo de la primera—. La curva de la demanda, que dibujo aparte, en principio responde a la misma idea, sólo que se inclina en dirección opuesta.

—¿Siempre?

Me pareció recordar que se pueden dar casos en los que se inclina en una dirección indebida, pero no pude acordarme de si siempre se pueden explicar o si se desprecian sin más. Debía, pensé, repasar rápidamente algún texto elemental de economía y refrescar estas cosas.

—Para el caso, y en la práctica, siempre. No quiero hacer esta explicación innecesariamente complicada.

Deslicé la mano izquierda bajo su falda y acaricié con los dedos la cara interior de su muslo. Sus piernas se separaron unos centímetros para recibir mi mano. Luego extendió su mano y sujetó firmemente la mía para evitar que pudiera seguir extraviándose.

—De hecho —dije—, en la curva de demanda este eje representa la cantidad que será comprada a un determinado precio.

Todavía sosteniendo el lápiz, alargué mi mano derecha y le aparté el pelo del cuello. Me incliné y la besé detrás de la oreja. Ella continuó examinando el papel en su regazo, pero se estremeció.

—Lo que quisiera entender —dijo un poco ausente, según me pareció— es cómo combinas las curvas. Y por qué.

Alargué la mano y tracé otra vez la segunda curva, superponiéndola a la primera. Volví a besarla en la nuca. Encogió el hombro y echó la cabeza hacia atrás con gesto levemente defensivo. La presión que ejercía sobre mi mano cedió. Me incliné y la besé en la boca. Abrió los labios y nuestras lenguas se enroscaron. Ella tomó mi cabeza entre sus manos y la atrajo hacia sí. Nos pusimos de lado en los asientos, de manera que quedamos enfrentados y con las rodillas chocando. Con los dedos muy separados pasé mis manos por sus costados, arriba y abajo. Con los pulgares presioné sus pechos. Agarré su torso y lo sentí hincharse y contraerse pesadamente al compás de la respiración, al tiempo que su corazón batía con fuerza. Pasé la mano izquierda por su pecho. Mientras la besaba en la boca, en el cuello y los ojos, desabroché un botón y deslicé la mano por dentro de la blusa. Primero sentí el hinchado pezón entre mis dedos y luego contra la palma. Solté el resto de los botones de su blusa y pasé ambas manos por su espalda. Me incliné y besé sus duros pezones. Ella arqueó la espalda, empujando sus pechos hacia mí.

El espacio en el que intentábamos maniobrar era increíblemente incómodo, los asientos demasiado cortos y el hueco intermedio demasiado estrecho. Seguí contorsionándome hasta quedar medio incorporado, con una pierna en el suelo y la otra doblada en el asiento contiguo al de Anne. Volví a besarla en la boca mientras deslizaba mis manos por su espalda suave. Recuerdo a la perfección lo maravilloso que eran sus pechos en aquel vagón de tren. Ella empezó a tirar del nudo de la corbata y luego, cambiando impacientemente de idea, lo dejó y se puso a desabrochar los restantes botones de la camisa, excepto el superior y sacó los faldones de dentro de los pantalones. Sus dedos me recorrían el pecho, el torso y la cintura. Se inclinó a besarme en el pecho y en un costado. Pasé la mano por la suave carne de su estómago y luego la introduje por debajo de la cintura de su falda. Ella retuvo el aliento para facilitar el paso. Las puntas de mis dedos acariciaron su delicado vello púbico. Deslicé suavemente los dedos hacia abajo y sentí proyectarse hacia adelante sus caderas. Se deslizó en el asiento de manera que su cabeza quedó apoyada contra la ventanilla, y me retorció la mano bajo su cintura. No nos resultaba fácil encontrar acomodo. Saqué la mano con cierta dificultad e incorporé a Anne hasta que ambos quedamos más o menos de pie en el estrecho espacio entre los asientos encarados. Cuando la atraje hacia mí, me abrió la camisa para dejar mi pecho al descubierto y me abrazó; sentí sus pechos desnudos contra mi piel. Nos besamos. Empujé con fuerza mi muslo entre sus piernas y froté mi pelvis contra la suya.

Medio soltándola, bajé la mano hasta el borde de su falda y la fui deslizando despacio por la cara interna de sus muslos. Ahora se apoyaba en la ventanilla. Moví hacia atrás y adelante mi mano abierta entre sus piernas y pude sentirla perfectamente a través del fino y húmedo tejido de sus bragas. Abrió las piernas y su pelvis se retorció lentamente bajo mi mano. Bajé la otra y con los pulgares enganché la cintura de sus bragas y se las bajé hasta las rodillas. Sacó una pierna desnuda de las bragas y empujándolas con la punta del pie las dejó enrolladas en el otro. Deslicé con lentitud los dedos por el suave vello púbico. Me bajó bruscamente los pantalones y, cuando se encontró con los esperados calzoncillos largos, me los bajó con igual brusquedad; cogiéndome con ambas manos, me hizo salir erecto a lo abierto.

Al escribir esto ahora, veo, lector, que te debo una disculpa, o mejor una advertencia, pues sabiendo que toda novela pornográfica tiene una escena en un vagón de ferrocarril, puede que mis aventuras en ese vagón te desorienten respecto a lo que después seguirá. Lo que no seguirá —y lo confieso no sin cierto pesar— es una sucesión de encuentros sexuales de creciente frecuencia y complejidad acrobática, con un número de participantes cada vez más numeroso. De hecho, uno de los aspectos más melancólicos de mi presente situación —y bastante más melancólico para mí como protagonista que para ti como lector— es la relativa dificultad de todo encuentro, sea del tipo que sea. Tampoco quiero desorientarte sobre la calidad de mi vida antes de ese día. No fue ésta una escena típica de mi rutina diaria. Nunca antes me había visto en un frenesí sexual, medio desnudo, con una mujer maravillosa, medio desnuda, en un lugar público. Aun suponiendo que aquel día no hubiese ocurrido nada más, seguiría siendo uno de los más extraordinarios de mi vida.

También pudiera ser, por otra parte, que pienses que te debo una explicación o incluso una excusa —aunque no sé muy bien a quién debería dársela— por relatar este incidente. O por el incidente mismo. Y, si he de ser sincero, no me siento en absoluto a gusto mientras escribo esto, pues aunque la mayor parte de los días y en la mayoría de mis estados de ánimo no tengo sentimientos morales especialmente rígidos acerca del comportamiento de adultos que consienten con avidez, como Anne y yo, entiendo que sobre el tema hay muchos otros puntos de vista y, en general, procuro no ofender innecesariamente a ninguno de ellos con exhibiciones públicas de sexualidad o de emoción. No soy en absoluto un exhibicionista, aunque ello pueda parecer un alarde sin sentido, dada mi actual situación. No tengo ni idea de qué se apoderó de nosotros aquel día. Mejor dicho, sé exactamente lo que se apoderó de nosotros, pero no lo que sucedió con las inhibiciones normales y los escrúpulos morales. No sé muy bien por qué estábamos medio desnudos aquel día, en pleno delirio sexual, agarrando las respectivas partes privadas y cada uno con la lengua en la boca del otro. Pero estábamos solos en el vagón. Excepto al revisor, y a éste sólo una vez, no habíamos visto a nadie desde Nueva York. Y los sentimientos diversos que teníamos el uno por el otro eran bastante fuertes. Además, habíamos estado despiertos la mayor parte de la noche y todavía estábamos muy borrachos.

Empujé a Anne otra vez contra el asiento. No era lo suficientemente ancho como para que ella se estirara, y quedó medio sentada, desgarbada, con la cabeza y el hombro apoyados contra la ventanilla. Tenía la falda levantada hasta la cintura y las piernas abiertas, una de ellas extendida sobre el borde del asiento hasta el suelo y la otra levantada, apoyando el pie en el brazo del asiento del pasillo. Yo estaba inclinado sobre ella, que tenía las manos en mis caderas. Pensé fugazmente en la posibilidad de llevármela al lavabo, donde hubiéramos disfrutado de un poco más de intimidad, aunque a costa de mayor incomodidad. Anne debió hacer también este mismo cálculo tan poco entusiasta. El caso era que no había nadie en el vagón y que era probable que nadie fuera a entrar. Y si alguien lo hacía, ¿qué importancia tendría dentro de un esquema más amplio de las cosas? Lo importante, lo único importante en aquel instante atormentadoramente delicioso era perseguir el éxtasis. Carpe Diem.

Pero cuando estaba empezando a penetrar en Anne, el tren inició un brusco frenazo, y me detuve desconcertado a mirar por la ventanilla. Mi primera idea fue que habíamos llegado a Princeton Junction. Maldición. No era Princeton Junction. En realidad no era ningún sitio, o al menos ningún sitio donde el tren tuviera que parar. Eso no era en sí mismo especialmente perturbador: si alguien ha viajado en esos trenes sabe que, si bien circulan por la ruta ferroviaria más importante y concurrida del país, sus movimientos son tan aleatorios como lo permiten las limitaciones físicas de los raíles de acero. Es decir que siempre están acelerando misteriosamente, frenando o parando del todo a intervalos imprevisibles sin relación alguna con los horarios anunciados o la situación de las estaciones. Y cuando llegan a pararse del todo, permanecen inmóviles durante períodos de tiempo absolutamente caprichosos, a veces de unos segundos, a veces de varias horas. Los empleados del ferrocarril, si tienen alguna idea de lo que está pasando, o por qué, jamás lo comunican a los viajeros. Luego, misteriosamente, la marcha se reanuda.

Dadas las circunstancias, podía haberme alegrado de que hubiera una parada imprevista. El problema era que estábamos frenando bruscamente hasta detenernos del todo y justo en medio de una estación desconocida. Estábamos en la vía exterior, junto al andén, y había gente —por suerte no mucha— esperando el próximo tren de cercanías. Quizá les permitieran subir a nuestro tren en lugar de al suyo. Yo, desde luego, confiaba en que no. Pero quedaron muy bien situados para poder espiar a través de las ventanillas; y sucedió que la de nuestro vagón se paró violenta y definitivamente frente a tres señoras bien, ya cincuentonas. Ello les ofreció una panorámica de Anne tumbada con los pechos al aire y las piernas extendidas sobre los asientos y de mí, erecto y tembloroso, y haciendo equilibrios encima de ella. De no ser por la hoja de vidrio que nos separaba, hubieran podido alargar la mano y tocarnos. No, supongo yo que no hubieran querido.

Naturalmente, también yo tenía una excelente visión de ellas, aunque ello no iba a ser un gran consuelo. Eran corpulentas y usaban ropas propias de su edad y de la estación. Su porte era disuasorio.

Del hecho de encontrarse en el andén en dirección sur, cabría deducir que, viviendo a mitad de camino entre las dos ciudades, habían optado por pasar el día en Filadelfia en lugar de en Nueva York. Estaban una junto a otra de cara a nosotros. La del medio sostenía en las manos una labor de ganchillo, y por su postura se diría que las tres habían estado inclinadas sobre el trabajo, comentándolo muy en serio. Sin embargo, cuando nuestro pequeño tableau vivant fue llevado inesperadamente ante ellas y dejado allí, sus ojos se dirigieron hacia nosotros y se desorbitaron; cada una de sus bocas formó al instante una pequeña O de mudo asombro y censura. Yo me sentí muy incómodo. Supongo que ellas también, aunque seguramente su incomodidad era de signo muy distinto. Creo que mi boca formó la correspondiente O de asombro, o esbozó cualquier otra expresión igual de ridicula, pues Anne levantó la vista hacia mí y luego, soltando mis caderas, se incorporó hasta quedar sentada y girar la cabeza para mirar por la ventanilla a ver qué pasaba. Estuvo unos instantes contemplando aquellos rostros severos y luego ladeó la cabeza con una sacudida, de modo que el pelo le cayó sobre la cara tapándosela en parte. A continuación se volvió de nuevo hacia mí.

Yo estaba paralizado por la confusión y el sufrimiento. Pensé subirme los pantalones y abrochármelos allí mismo delante de ellas, pero eso hubiera sido más estúpido y humillante que la situación ya existente. Me estaba preguntando si iba a sentirme aún más tonto y avergonzado en los momentos siguientes, cuando mi lujuria se desvaneció en un azorado decaimiento. Quizá debería coger a Anne de la mano y llevarla a otro asiento en el extremo opuesto del vagón, donde pudiéramos poner orden en nuestros ánimos y nuestras ropas. Pero Anne reaccionó de forma muy distinta. Con una sonrisa tan amplia y maliciosamente inofensiva como sólo una niña podría haber ofrecido, se lamió los labios despacio, se inclinó hacia adelante y me besó con suavidad. Las pequeñas Oes formadas por las bocas de las señoras se iban haciendo mayores cuanto más miraban. Anne se retiró unos centímetros y volvió a relamerse. Y luego me besó de nuevo. A continuación, ella puso deliberadamente su boca en forma de O y la aplicó contra mí.

Por suerte se produjo un clack metálico y una sacudida violenta, y el tren empezó a quitarnos de la vista de aquellas tres ceñudas señoras. Cuando nuestras vidas se iban separando, la del centro me dirigió una mirada furiosa. Sus rasgos adquirieron un aspecto ominoso; con gesto experto, dio una vuelta de hilo en torno al dedo y tiró con ferocidad. Sentí como si mi destino hubiera quedado marcado por hados severos y suburbanos. No tengo ni idea de qué castigo hubieran decretado contra mí, pero caso de haber podido prever lo que pasaría durante el resto del día, habrían quedado satisfechas. Recuerdo haberme preguntado si sería posible que alguna de ellas fuera conocida mía. O que quizá varias semanas más tarde, o meses, fuera a encontrarme con una de ellas sentada a mi lado durante una cena. Me sentí molesto. Sin saberlo ni desearlo, me había visto convertido en partícipe de un acto sexual real y representado frente a un público hostil y desaprobador. Me sentí exhibido, ansioso y avergonzado.

Pero también sentí la boca y las manos de Anne por todo mi cuerpo, las caricias de su lengua y de sus labios, y una nueva oleada de bienestar se mezcló sin dificultad con la ansiedad y la vergüenza. Volví a inclinarme sobre ella, para reclinarla otra vez sobre el asiento. Deslicé otra vez mis manos por su cuerpo, desde las caderas hasta sus pechos. La besé.

Esta vez la interrupción vino causada por la puerta del otro extremo del vagón al abrirse de repente e inundarnos con el ruido metálico de ruedas y raíles. Me incorporé a escudriñar por encima del respaldo del asiento. El revisor, un hombre corpulento que cubría sus cien kilos de peso bajo un holgado uniforme negro, se abría camino por el pasillo con andares dignos y parsimoniosos. Esto era aún más perturbador que la interrupción de antes; por una parte, no había hoja de vidrio que nos hiciera parecer parte de una exposición en un terrario; por otra, se nos dio un aviso y dispusimos de cierto tiempo para ocultarnos. Nos recompusimos frenéticamente lo mejor que pudimos. No había tiempo para abrocharse la ropa, pero la estiramos todo lo posible sobre los desnudos brazos y piernas, y las diversas partes de carne. Después recogí el New York Times y lo extendí sobre nuestros cuerpos, desde las rodillas a los hombros, como un gigantesco babero de niño. Alargué una mano, recogí el bloc del suelo y lo puse sobre mi regazo. Cuando llegó el revisor, había reanudado mi conferencia sobre la oferta y la demanda.

—Cuando superpones las dos curvas, la intersección define el punto en que actúa el mercado.

El revisor bajó la vista hacia nosotros. Luego levantó el brazo y sacó los dos billetes del adminículo situado bajo la rejilla de equipajes.

—Es decir —proseguí con dificultad—, la oferta y la demanda están equilibradas.

El revisor bajó la vista otra vez y nos miró. Parecía intuir que algo no acababa de ir como debiera.

—La tendencia de los precios será desplazarse hacia aquí… —Anne me pellizcó por debajo del periódico. Yo debí emitir un quejido inarticulado pues el revisor me dedicó una mirada suspicaz—. Aunque si es un movimiento poco duradero, puede que no…

El revisor, inclinándose hacia nosotros, dijo en un tono de voz similar al que emplearía si se dirigiese a un vagón repleto de viajeros: «Princeton Junction».

Anne y yo dimos un respingo. El revisor continuó mirándonos. Silenciosa y deliberadamente estudiamos el bloc con sus curvas y sus intersecciones.

Incapaz ya de pensar en nada más que decir o hacer, el revisor dio al fin media vuelta y regresó despacio hacia el otro extremo del vagón.

El periódico resbaló. El tren ya estaba empezando a frenar de nuevo. Anne se reía. Le hice una última y más bien violenta caricia. Los dos recogimos la ropa alocadamente, nos la abrochamos, metimos los papeles en la cartera. Atormentadora, penetrante frustración. Aún seguíamos recomponiéndonos la ropa y alisándonos los cabellos con las manos cuando bajamos a trompicones al andén por la escalerilla del vagón.

—¡Maldición! —dijo Anne riendo.