El pueblo de Ambroy, tan prudente, tan diligente, tan frugal, se quedó anonadado durante varias horas una vez la noticia fue difundida por el sistema de comunicación pública del Spay. El trabajo se interrumpió y los beneficiarios se repartieron por las calles para dirigir miradas inexpresivas hacia Damar, a las torres de Vashmon y, en la ciudad, al Servicio de Protección Social.
La gente hablaba. A veces alguien dejaba escapar una amarga risotada y luego volvía a quedar silencioso. La gente empezó a dirigirse al Servicio de Protección Social y, a eso del mediodía, una importante multitud se hallaba en la plaza que rodeaba el antiguo y siniestro edificio. Todos lo miraban fijamente.
En el interior, el clan de los Cobol se hallaba reunido en consejo extraordinario.
La multitud empezó a agitarse. Hubo susurros que, amplificándose, se convirtieron en un inmenso murmullo. Alguien, quizá un Caótico, tiró una piedra que rompió un cristal. Un rostro apareció por la abertura y un brazo hizo amenazantes gestos que encresparon a la multitud. Antes de aquello, hubo dudas en cuanto al papel desempeñado por el servicio, pero los gestos de cólera desde la ventana, parecían colocar a la Protección Social en el campo de los que habían explotado a los beneficiarios; y, después de todo, ¿no eran sus agentes, los que hacían respetar los reglamentos, los que habían hecho posible todo aquello?
La multitud se agitó, y el murmullo se volvió un horrible gruñido. Se tiraron nuevas piedras y nuevas ventanas fueron destrozadas.
Un altavoz, en el techo, emitió súbitamente un estridente sonido.
—¡Beneficiarios! ¡Volved al trabajo! El Servicio de Protección Social estudia la situación y hará su propia declaración en muy poco tiempo. ¡Dispersaos! ¡Volved inmediatamente a casa o al trabajo! ¡Son órdenes oficiales!
La multitud no prestó ninguna atención; lanzaron más piedras y ladrillos, y el Servicio fue puesto en estado de sitio.
Un grupo de jóvenes acudió hacia la cerrada puerta de entrada, intentado forzarla. Sonaron unos disparos, y varios beneficiarios fueron abatidos. La multitud avanzó y entró en el Servicio por las ventanas rotas. Hubo más disparos, pero la multitud estaba ya dentro y pasaron muchas cosas horribles. Los Cobol fueron destrozados, y el inmueble incendiado.
La histeria duró toda la noche. Las torres no fueron dañadas, principalmente porque la multitud no sabía como llegar hasta arriba. Al día siguiente, el Consejo de las Hermandades intentó restablecer el orden, con algún éxito, y el Alcalde se dedicó a organizar una milicia.
Seis semanas más tarde, un centenar de naves espaciales de todas las categorías —transportes de pasajeros, cargos, yates— salieron de Ambroy en dirección a Damar. Murieron algunos damarianos, otros fueron capturados y los demás se refugiaron en sus residencias.
A la delegación damariana le fue enviado el siguiente ultimátum:
Durante dos mil años nos habéis explotado sin piedad ni remordimientos. Pedimos una compensación total. Dadnos todos vuestros bienes: cada trozo de tela, cada objeto precioso, todos vuestros tesoros, dinero, valores extranjeros y depósitos, y cualquier otro bien de valor. Esos artículos y las riquezas serán nuestros; destruiremos vuestras viviendas con explosivos. Sin embargo, viviréis en la superficie en condiciones tan tristes como las que nos impusisteis a nosotros. Además, tendréis que pagar al Estado de Fortinone una indemnización de diez millones de créditos cada año durante doscientos años de Halma.
Si no aceptáis inmediatamente este acuerdo, seréis destruidos, y ningún damariano sobrevivirá.
Cuatro horas más tarde, los primeros objetos de valor empezaron a salir de sus residencias.
En la Plaza de Undle, se erigió un mausoleo para abrigar una caja de cristal con el esqueleto de Emphyrio. En la puerta de una casa cercana, de estrecha fachada, con ventanas de cristales color de ámbar, se colgó una placa de obsidiana negra y pulida en la que se podía leer con letras de plata:
En esta casa vivió y trabajo el hijo de Amianto Tarvoke, Ghyl, que, tomando el nombre de Emphyrio, honró mucho ese nombre, el de su padre y el suyo propio.