23

Ghyl llegó al viejo puerto espacial de Godero que le era tan familiar, casi por la tarde, según la hora de Ambroy. Esperó a que los turistas se precipitaran fuera del navío y, luego, bajó la rampa con aire de condescendería, esperando enmascarar su agitación interior.

El oficial de control era un hombre de carácter agrio. Se irritó al ver la ropa terrestre de Ghyl, y estudió sus papeles con un escepticismo desconsolador.

—La Tierra, ¿verdad? ¿Qué viene a hacer a Ambroy?

—Viajo.

—Vaya. Sir Hartwig Thorn. Un Grande de la Tierra. También aquí tenemos los nuestros. Es lo mismo. Los Grandes viajan, el pueblo trabaja. ¿Duración de la estancia?

—Quizá una semana.

—Aquí no hay nada que ver. Con un día basta. Ghyl se encogió de hombros.

—Da igual.

—Aquí todo es monotonía, trabajo duro. No encontrará nada espléndido, salvo en las torres. ¿Sabe que acaban de aumentar el porcentaje? Ahora es un 1,46 por ciento, mientras que antes siempre había sido del 1,18. ¿También en la Tierra reciben un porcentaje?

—Allí el sistema es diferente.

—Supongo que no introducirá ningún artículo de serie, ni máquinas, ni objetos reproducidos para distribuirlos gratuitamente o comerciar con ellos.

—Ninguno.

—Muy bien, Sir Hartwig. Pase, si le apetece.

Ghyl salió al vestíbulo del que se acordaba perfectamente. Desde una cabina de Spay, llamó al Gran Señor Dugald el Boimarc a su torre en el Solar de Vashmont.

Un disco blanco sobre fondo azul apareció en la pantalla. Una voz cortés, anunció:

—El Gran Señor Dugald está ausente de su morada. Le agradecería que explicase el motivo de su llamada.

—Soy un Grande la Tierra, y acabo de llegar. ¿Dónde puedo encontrar al Señor Dugald?

—Asiste a una fiesta en la torre del Señor Parnaso el Línea Subterránea.

—Le llamaré allí.

Un joven Señor, de rostro estrecho, de negros caballos lacios, con una elegante diadema en la frente, respondió a la segunda llamada. Escuchó con altivez y, luego, sin decir palabra, se apartó. Un instante más tarde, el Señor Parnaso apareció.

Ghyl simuló un estilo de divertida condescendencia.

—Soy Sir Hartwig Thorn, de la Tierra, en viaje de placer. He llamado para presentar mis respetos al Gran Señor Dugald, y me han dicho que se encontraba en su casa.

Parnaso, delgado y ardiente como el joven señor, examinó a Ghyl de arriba abajo.

—Me siento muy honrado al conocerle. El Señor Dugald está efectivamente en mi morada; se está divirtiendo.

Dudó un instante imperceptible.

—Me gustaría que se reuniera con nosotros, sobre todo si los asuntos que tiene que tratar con el Señor Dugald son urgentes.

Ghyl rió.

—He esperado muchos años, y podré esperar un día o dos más; pero me gustaría arreglar el asunto lo antes posible.

—Muy bien; ¿dónde se encuentra?

—En el puerto espacial de Godero.

—Si se dirige al mostrador C y cita mi nombre, pondrán a su disposición un medio de transporte.

—Voy ahora mismo.

Se suponía generalmente entre los beneficiarios corrientes que los señores vivían en la opulencia, rodeados de objetos exquisitos, respirando deliciosas fragancias, servidos por bellas jovencitas y vírgenes. Sus camas, se decía, eran cojines de aire en un lecho de flores salvajes; cada una de sus comidas era un banquete de deliciosas especialidades y los mejores vinos de Gade. Incluso bajo el peso de sus preocupaciones, Ghyl sintió el viejo temblor de la maravilla mientras el aparato se elevaba hacia la torre. Fue dejado en una terraza cerrada por una balaustrada blanca, con todo Ambroy a sus pies. Dos largas escaleras llevaban a una terraza más elevada, más allá de la cual se encontraba el palacio del Señor Parnaso.

Ghyl le dio al vehículo aéreo la orden de esperar. Subió los peldaños, se acercó a la entrada, a cuyos lados se encontraban dos garriones ataviados con una librea roja mate. A través de los altos ventanales se veía el balanceo de unas cortinas de satén dorado, y se podía ver igualmente un espléndida asamblea de señores y damas.

Ghyl entró en el palacio sin ser molestado por los garriones, y se detuvo para observar a la concurrencia. Había muy poco ruido. Todos hablaban con un murmullo malicioso, agudo, y reían, cuando lo hacían, casi silenciosamente, como si todos ellos rivalizaran para producir la mayor animación, el más encantador de los espectáculos visuales, con el mínimo ruido.

Ghyl recorrió la sala con la mirada: elegancia, cierto, y una sutil efusión de luz que disfrazaba y disimulaba más que iluminaba. El suelo era un tablero de ajedrez de casillas de color vino y amarillo mostea, con una alfombra negra de las Islas de Mang. El mobiliario estaba formado por divanes cubiertos de peluche verde botella: a los ojos le Ghyl una línea excéntrica y muy refinada, ciertamente no fruto de los ebanistas de Ambroy. Los muros estaban cargados de tapicé, aparentemente importados de Damar. Esplendor y lujo, no cabe luda, pensó Ghyl, pero también una curiosa impresión de pobreza: las instalaciones de fortuna, sin sustancia, de un decorado teatral. La atmósfera, a pesar de las luces tamizadas y las suntuosas colgaduras, estaba falta de simplicidad y riqueza; totalmente carente de espontaneidad. Es, pensó Ghyl, como mirar a las marionetas interpretar la escena de una recepción más que asistir a la propia fiesta. No es sorprendente, pensó, que los señores y las damas asistan a veladas como las del Baile del Condado donde pueden compartir las pasiones del pueblo… Al tiempo que pensaba en el Baile del Condado vio a Shanne, con un maravilloso traje color amarillo limón, discreto, con cintas y volantes de color marfil. Ghyl la miró, fascinado, al tiempo que la joven hablaba en apagados murmullos con un joven señor. Con qué encantador ardor interpretaba la comedia de la seducción: sonrisas, muecas, desordenados movimientos de la cabeza, provocaciones, gestos de placer, de miedo, de confusión, de pena.

Un señor alto y delgado se acercó a él: el Señor Parnaso. Se detuvo ante él e hizo una reverencia.

—¿Sir Hartwig Thorn?

Ghyl se inclinó igualmente.

—El mismo.

—Supongo que encontrará mi morada de su gusto. —La voz del Señor Parnaso era ligera, seca, con un ínfimo rasgo de condescendencia.

—Es encantadora.

—Si sus asuntos con el Señor Dugald son urgentes, le llevaré con él. Cuando haya terminado, puede divertirse cuanto quiera.

—No quería abusar de su hospitalidad. Como puede ver, he dado orden al vehículo aéreo de que me esperase. Mis asuntos no me llevarán mucho tiempo.

—Como quiera. Tenga la amabilidad de seguirme.

Shanne había reparado en Ghyl, y le miraba fijamente, fascinada. Le dirigió una sonrisa y un breve gesto con la cabeza; ¿le habría reconocido? Poco importaba. Turbada y pensativa, se volvió para mirar a Ghyl mientras seguía al Señor Parnaso a una pequeña alcoba entelada con satén azul. Sentado detrás de una pequeña mesa de marquetería se encontraba el Gran Señor Dugald el Boimarc.

—Éste es Sir Haríwig Thorn, de la Tierra, que desea discutir cierto problema con usted —anunció Parnaso, que se inclinó con rigidez y les dejó solos.

El Gran Señor Dugald, majestuoso, de incierta edad, con la tez color ciruela, miró fijamente a Ghyl.

—¿Nos conocemos? Me parece familiar. ¿Cuál es su nombre?

—Mi nombre no tiene mayor importancia. Puede pensar en mí como en el Príncipe Emphyrio, de Ambroy.

Dugald le miró fríamente.

—Es una broma de muy mal gusto.

—Dugald, Gran Señor, como se hace llamar, su vida es lo que es una broma de pésimo gusto.

—¿Eh? ¿Qué significa esto? —Dugald se levantó a duras penas—. ¿Dónde quiere ir a parar? ¡No es un terrestre! ¡Tiene el acento de Ambroy! ¿Qué broma es ésta? —Dugald se volvió para llamar al garrión que había al otro lado de la sala.

—Espere —dijo Ghyl—. Escúcheme y luego decida lo que quiere hacer. Si llama al garrión ahora no tendrá elección.

Dugald le miró con fijeza, la cara de un rojo total, abriendo y cerrando la boca.

—Te conozco, te he visto antes. Recuerdo tu forma de hablar… ¿Es posible? ¡Eres Ghyl Tarvoke, el que fue desterrado! ¡Ghyl Tarvoke, el pirata! ¡El gran ladrón!

—Soy Ghyl Tarvoke.

—Debí suponérmelo cuando dijiste lo de «Emphyrio». ¡Qué ultraje encontrarte aquí! ¿Qué quieres de mí? ¿Vengarte? ¡Te merecías el castigo! —El Señor Dugald miró a Ghyl con renovado odio—. ¿Cómo has podido sobrevivir? ¡Fuiste expulsado!

—Cierto —dijo Ghyl—. Y he vuelto. Destruisteis a mi padre, y estuvisteis a punto de destruirme a mí. No siento piedad por vosotros.

El Señor Dugald se volvió de nuevo hacia el garrión; Ghyl alzó la mano.

—Tengo un arma; puedo matar al garrión y a usted. Mejor acabe de escucharme; me llevará poco tiempo; luego, podrá decidir lo que quiere hacer.

—¡Pues, habla! —clamó el Señor Dugald—. ¡Di lo que tengas que decir y vete!

—Hablo en nombre de Emphyrio. Vivió hace dos mil años, y desbarató los proyectos de los marionetistas de Damar. Despertó a los wirwans a su propia conciencia; les persuadió para que se consagraran a la paz. Luego, fue a Damar, y habló en el Catademnon. ¿Conoce el Catademnon?

—No —respondió con desprecio el Señor Dugald—. Sigue.

Los marionetistas clavaron un clavo en el cráneo de Emphyrio; después, concibieron una nueva campaña. Lo que no habían obtenido por la fuerza, lo obtendrían por la astucia. Tras las Guerras del Imperio, volvieron a dejar la ciudad en estado de funcionamiento; instalaron las Líneas Elevada y Subterránea; establecieron el Boimarc. Organizaron la Cooperativa de Thurible, y luego Boimarc vendía a Thurible. ¡Amos de títeres, qué gran verdad! ¿Para qué necesitaban títeres los damarianos? En su lugar, podían emplear al pueblo de Fortinone, y robarnos de paso todas nuestras riquezas. Dugald se frotó la nariz con los dos dedos índices.

—¿Cómo sabes todo eso?

—¿Podría ser de otro modo? Me ha llamado usted ladrón, pirata. ¡Pero eso es lo que sois vosotros, ladrones y piratas! Más concretamente, sois marionetas cuyos hilos mueven los verdaderos ladrones.

El Señor Dugald pareció inflarse en el asiento que ocupaba.

—¿Ahora me insultas?

—No son insultos; es la pura verdad. Es usted un títere de un modelo que fue creado hace ya mucho tiempo en las glándulas damarianas.

El señor Dugald miró duramente a Ghyl.

—¿Estás seguro?

—Naturalmente. ¿Señores? ¿Damas? —Ghyl soltó una brutal carcajada—. ¡Menuda broma! Sois excelentes réplicas del hombre, pero no sois más que marionetas.

—¿Quién te ha contaminado con ideas tan fantásticas? —preguntó el Señor Dugald secamente.

—Nadie. En Garwan observé la forma de andar de los damarianos; avanzan con pasos cortos, como si les dolieran los pies. Recuerdo que los señores y las damas andaban del mismo modo en Maastricht. Recuerdo hasta qué punto temían la luz, el cielo abierto; tanto que querían correr hasta las colinas, a las montañas, para ocultarse en ellas: como los wirwans, como los damarianos. Me acuerdo del color de vuestra piel: esa tonalidad rosa que a veces llega al púrpura en los damarianos. En Maastricht me pregunté como gente de aspecto humano podía actuar tan extrañamente. ¿Cómo fui tan tonto? Y lo mismo que yo generaciones de hombres y mujeres. ¿Cómo fuimos tan estúpidos, tan poco perceptivos? Es bastante simple. Un fraude tan enorme no puede ser comprendido; la idea es rechazada por la mente.

Mientras Ghyl hablaba, la cara de Dugald empezó a temblar y a contorsionarse de un modo singular; su boca parecía retorcerse en todos los sentidos, sus sienes se estremecían y palpitaban. Los ojos parecían ir a salírsele de las órbitas… Ghyl se preguntó si no estaría a punto de sufrir un ataque de apoplejía. Finalmente, Dugald pudo articular:

—Locura… estupideces… absurdas abominaciones…

Ghyl sacudió la cabeza.

—No. Una vez que se entiende la idea, todo está claro. ¡Mire! —Señaló las cortinas—. Os rodeáis de tapices semejantes a los de los damarianos; no tenéis música; no podéis engendrar hijos con los humanos; incluso tenéis un olor raro.

Dugald se hundió lentamente en su asiento y se quedó silencioso un instante. Miró a Ghyl de soslayo, correosamente.

—¿Hasta qué punto has difundido tus suposiciones?

—Bastante ampliamente. Si no fuera el caso, no me habría atrevido a venir.

—¡Ah! ¿Y a quién has puesto al corriente?

—En primer lugar, envié un memorial al Instituto Histórico.

Dugald dejó escapar un lamento. Luego, en una triste tentativa de bravata, declaró:

—No darán el menor crédito a tamaña tontería. ¿A quién más?

—No le serviría de nada matarme —respondió Ghyl cortésmente—. Me doy cuenta de que le gustaría hacerlo. Pero le aseguro que sería inútil. Más que inútil. Mis amigos difundirán la noticia, no sólo en Fortinone, sino en todo el universo humano; anunciarán que los señores no son más que marionetas, que su orgullo no es más que una comedia, que han confundido a la gente que confiaba en ellos.

Dugald se derrumbó.

—El orgullo no es ficticio, es verdadero. ¿Quieres que te diga algo? Sólo yo, el Gran Señor Dugald el Boimarc, Señor de todos los Señores, carezco de orgullo. Soy humilde, me roe la inquietud… pues soy el único que sabe la verdad. Todos los demás son inocentes. Son conscientes de su diferencia; suponen que es la medida de su superioridad. Sólo yo no estoy orgulloso; sólo yo sé lo que soy. —Emitió un doliente gemido—. Bien; debo acceder a tus demandas. ¿Qué quieres? ¿Riquezas? ¿Un yate espacial? ¿Una morada? ¿Todo ello?

—No quiero más que la verdad. La verdad debe ser conocida.

—Dugald lanzó un gruñido en señal de protesta.

—¿Qué puedo hacer? ¿Quieres que destruya a mi pueblo? El honor es lo único que poseemos; soy el único que no lo tiene; ¡y mírame! ¡Mira mi suerte! ¡Soy diferente a los demás, sé que soy una marioneta!

—¿Sólo usted lo sabe?

—El único. Antes de morir, transmitiré el secreto a otro, y le condenaré a ser lo que yo he sido desde hace tanto tiempo.

El Señor Parnaso entró en la alcoba. Miró con ojo inquisidor a Ghyl y al Señor Dugald.

—¿Todavía hablan de negocios? Casi estamos listos para la cena. —Se dirigió a Ghyl—. ¿Se quedará con nosotros?

Ghyl rió de un modo forzado.

—Naturalmente —contestó—. Estaré encantado.

El Señor Dugald se esforzó por mantener una postura de fingida alegría.

—Bien, estudiemos el problema. No eres un Caótico, estoy seguro de que no quieres destruir una sociedad que ha pasado tantas pruebas, después de todo…

Ghyl alzó una mano.

—Señor Dugald, sea como sea, la mentira debe acabar, y tenéis que devolverle al pueblo todo lo que le habéis quitado. Si usted y su «sociedad» pueden sobrevivir a esta medida, mejor. Sólo odio a los damarianos, no a los Señores de Ambroy.

—Lo que pides es imposible —declaró Dugald—. Has venido presumiendo y amenazando; ¡mi paciencia ha terminado! ¡Te lo advierto: no difundas mentiras! ¡Ni incitaciones a la rebelión!

Ghyl se volvió hacia la puerta.

—Los primeros en saberlo serán el Señor Parnaso y sus invitados.

—¡No! —gritó Dugald angustiado—. ¿Quieres destruirnos?

—La mentira debe terminar; tenéis que devolverlo todo. Dugald extendió los brazos, desesperado y patético.

—¿Estás decidido?

—¿Decidido? ¡Seré inexorable! Matasteis a mi padre. Habéis robado y expoliado durante dos mil años. ¿Esperaba algo distinto?

—Arreglaré las cosas. La tasa volverá al 1,18 por ciento. El pueblo tendrá mejores retribuciones si lo pido. No te puedes imaginar lo testarudos que son los damarianos.

—Debe conocerse la verdad.

—Pero ¿y nuestro honor?

—Marchaos de Halma. Llevaos vuestro pueblo a un planeta lejano donde nadie conozca el secreto.

Dugald lanzó un grito de angustia.

—¿Cómo iba a explicar un acto tan drástico?

—Mediante la verdad.

Dugald miró a Ghyl a los ojos, y la mirada de este último, durante un breve y raro instante, se sumergió en un impenetrable abismo damariano.

Dugald también debió encontrar algo capaz de intimidarle en los ojos de Ghyl. Se volvió, salió de la alcoba y entró en el salón, donde se subió en una silla. Su voz seca cubrió los murmullos y susurros apenas audibles.

—¡Escuchadme! ¡Escuchad todos! ¡Debo decir la verdad!

—La asamblea, sorprendida, se volvió.

—¡La verdad! —gritó Dugald—. Hay que decir la verdad. ¡Todos debéis saberla finalmente!

Hubo un silencio en la sala. Dugald miró con ojos desconcertados a derecha e izquierda, luchando para que le salieran las palabras.

—Hace mil años de esto —declaró—. Emphyrio liberó a Fortinone de los monstruos de Damar: los wirwans. Ahora otro Emphyrio ha venido para expulsar a otra raza de monstruos damarianos. Nosotros somos marionetas. Hemos servido a nuestros amos damarianos, y les hemos dado el dinero obtenido con el trabajo del pueblo. Ésa es la verdad; ahora que ha sido revelada, los damarianos no pueden presionarnos. No somos señores, ni de espíritu, ni de identidad. Somos sintéticos. No somos hombres, ni siquiera damarianos. Lo más importante, no somos señores. Somos superficiales, caprichosos, artificiales. ¿El honor? Nuestro honor es tan real como una humareda. ¿Dignidad? ¿Orgullo? Es ridículo emplear esas palabras.

Dugald señaló a Ghyl.

—Él ha venido esta noche, haciéndose llamar Emphyrio, y me ha obligado a revelar la verdad. Lo que acabáis de oír es la verdad. Cuando la verdad ha sido dicha, no hay nada que añadir.

Dugald bajó de la silla. La sala estaba silenciosa. Un carrillón tintineó. El Señor Parnaso se agitó, miró a sus invitados.

—El festín nos espera.

Lentamente, los invitados salieron uno por uno de la sala. Ghyl se mantenía apartado. Shanne pasó cerca de él. Se detuvo.

—Eres Ghyl. Ghyl Tarvoke.

—Sí.

—Hace mucho tiempo, mucho tiempo, me amaste.

—Pero tú nunca me amaste a mí.

—Quizá lo hice. Quizá te amé tanto como era capaz.

—Fue hace tanto tiempo.

—Sí. Ahora las cosas son diferentes. —Shanne sonrió cortésmente y, levantándose ligeramente la falda, prosiguió su camino. Ghyl le habló al Señor Dugald.

—Mañana, habrá que decírselo al pueblo. Dígales la verdad, como ha hecho con los suyos. Por si se irritan hasta más allá de lo tolerable, mejor será que estéis preparados para partir.

—¿A dónde? ¿A los Montes de Meagher para unirnos a los wirwans?

Ghyl se encogió de hombros. El Señor Dugald se apartó; el Señor Parnaso esperaba. Pasaron al comedor, dejando solo a Ghyl.

Se dio media vuelta y salió a la terraza, donde se quedó un momento observando la ciudad que se extendía a sus pies, con débiles luces brillando, hasta el Insse y más allá. Nunca había visto nada tan hermoso.

Fue hasta el vehículo aéreo.

—Vamos al Albergue de la Estrella Marrón.