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Los días y las noches de Damar eran muy cortos. Tras haber cenado y dejado vagar la imaginación por encima de un mapa del planeta, Ghyl se retiró bastante tarde a su cuarto, pero antes de que el cielo empezara a clarear.

Se levantó con una impresión de fatalidad. Mucho tiempo antes, Holkerwoyd le había dicho que estaba predestinado: atormentado por el peso del destino. Se vistió lentamente, consciente de aquel peso. Le parecía que toda su vida no había sido más que un preludio para aquel día.

El aparato esperaba en una plataforma, detrás del hotel. Ghyl examinó los mandos y consideró que eran normales. Se metió en el interior, cerró la cúpula, colocó el volante en una posición que le resultase cómoda y lo bloqueó. Verificó el nivel de energía: los depósitos estaban cargados; pulsó el contacto, tiró del volante y el aparato se elevó por el aire. Ghyl empujó el volante hacia adelante, le echó un poco hacia atrás y el aparato subió girando oblicuamente.

Hasta allí todo iba bien. Hizo subir un poco más el aparato, por encima de las montañas. Lejos, al sur, se perfilaba la selva tropical: una mancha informe de color gris ocre. Ghyl se dirigió al norte.

El suelo se deslizaba rápidamente bajo él, y la alta atmósfera tenue silbaba al chocar con la cúpula. Justo frente a él se alzaba un pico solitario, lleno de escarcha: un punto de referencia. Ghyl giró hacia el norte y vio ante él la Antigua Ciudad de Damar, un amasijo desastroso de largos hangares y depósitos. Prefiriendo instintivamente que su presencia no se notase, Ghyl hizo descender el aparato hasta una treintena de metros de la superficie y torció hacia el sudeste de la Antigua Ciudad.

Buscó durante una hora antes de encontrar las ruinas: una masa confusa de piedras, perdida entre los peñascos caídos de la ladera de la montaña.

Posó el aparato en una pequeña llanura de grava amontonada, a cincuenta metros de una baja muralla, y Ghyl se preguntó entonces por qué había buscado tanto tiempo, pues la estructura era de dimensiones colosales y sus muros aún estaban en pie. Salió de la cabina y se quedó al lado del aparato, escuchando, oyendo solamente el suspiro del viento. La Antigua Ciudad, a quince kilómetros de allí, era un informe amasijo de tablillas grises y negras. No podía ver ningún movimiento, ningún signo de vida.

Tomó la linterna y una pistola y se acercó al muro roto, medio enterrado en la arena. Más allá había una depresión, luego un muro más grande de cemento, tachonado de liquen, inclinado, pero todavía en pie. Ghyl se acercó, intentando dominar el miedo. Era una sala destinada a gigantes, y Ghyl se sintió minúsculo e insignificante.

Sin embargo… Emphyrio era un hombre, como él, con el valor y el miedo de un ser humano. Había ido a Catademnon… ¿Y luego?

Ghyl atravesó la fosa que separaba las dos murallas, y llegó ante una puerta gigantesca obstruida por morrillos. Los escaló y hundió la mirada en el interior, pero los rayos del sol atravesaban el cielo oblicuamente, evitando la brecha, y no vio más que negras sombras.

Ghyl encendió la linterna, se deslizó sobre los cascotes, llegando a un corredor húmedo atestado por el depósito de los siglos. Sobre el muro colgaban los restos de un tapiz, quizá tejido con fibras de obsidiana fundida, y tachonado de óxidos metálicos. Las colgaduras estaban incrustadas de polvo, pero, a pesar de ello, eran majestuosas. Le recordaban a Ghyl algo que había visto en otra parte, en circunstancias que era incapaz de recordar… El corredor desembocaba en una sala oval a cielo abierto, pues el techo se había desplomado.

Ghyl se detuvo. Estaba en el Catademnon. Allí era donde Emphyrio se había enfrentado a los tiranos de Sigil. No escuchaba sonido alguno, ni siquiera el soplar del viento, pero el peso del pasado era casi tangible.

Al otro extremo de la sala oval se abría una brecha, a cuyos lados colgaban jirones de suntuosas cortinas. Allí era donde Emphyrio fue sometido y clavado a una viga… si tal había sido su destino.

Ghyl atravesó la estancia. Se detuvo, levantó la vista hacia la viga de piedra que se encontraba por encima de la brecha. No cabía duda alguna, era una marca clara, un agujero, una cavidad. Si Emphyrio había sido colgado en aquel lugar, sus pies tendrían que haberse balanceado a la altura de los hombros de Ghyl, su sangre, junto a Ghyl, habría manchado la piedra. El suelo de losas tenía incrustaciones de una florescencia gris.

Ghyl se situó bajo la viga e hizo correr el rayo luminoso de la linterna por la abertura. Polvo, cascotes y restos de vegetación seca se apilaban a los pies de una larga escalera.

Ghyl se abrió camino entre los residuos, iluminando a todos lados. Bajo la viga en la que le habían clavado, en la cripta, le emparedaron para siempre. Los escalones llevaban hasta otra habitación oval, de la que salían tres pasadizos que se sumergían en la oscuridad. El suelo estaba enlosado con piedras mates, sobre las que reposaba una capa inalterada de polvo. ¿La cripta? Ghyl pasó el rayo luminoso por la habitación, y avanzó en la dirección en que debía encontrarse la cripta. Miró en una sala larga, fría y silenciosa. Sobre el suelo, por doquier, había media docena de cofres de cristal tallado, cubiertos por una gruesa capa de polvo. Cada uno de ellos contenía restos orgánicos: placas quitinosas, tiras de seco cuero negro… En uno de los cofres había un esqueleto humano, con las articulaciones rotas, los huesos separados. Las órbitas vacías miraban a Ghyl. En el centro de la frente… un agujero redondo.

Ghyl volvió con el vehículo aéreo a Garwan, lo aparcó en la plataforma de detrás del hotel y recuperó su fianza. Luego se dirigió a su habitación, donde tomó un baño y se cambió de ropa. Fue a sentarse en la terraza que dominaba la plaza. Se sentía estúpido y disminuido. No había esperado descubrir lo que encontró. El esqueleto resultó anticlimático.

Había esperado mucho más. ¿Y aquella sensación de mal presagio que experimentó al empezar el día? Su instinto se había confundido. Todo se desarrolló con sorprendente facilidad, con tan pocas dificultades e incidentes que todo el asunto parecía casi inmoral. Ghyl se sentía ligeramente disgustado, insatisfecho. Encontró los restos de Emphyrio, era indudable. Pero ¿y el lado dramático? No lo hubo. Ghyl no sabía más que antes. Emphyrio murió inútilmente, su vida gloriosa terminaba con el fracaso y la inutilidad. Pero aquello no era tan sorprendente: se dijeron tantas cosas en la leyenda.

El sol desapareció tras las colinas del oeste. La silueta de Garwan —cúpulas que se sobrepasaban unas a otras, amontonándose —se recortaba en negro contra el cielo marrón ceniza. De una calle que bordeaba el hotel salió una forma oscura: un damaríano. Fue a lo largo el seto que bordeaba la terraza; se detuvo para mirar a la plaza. Luego, se volvió para examinar la terraza, como si quisiera evaluar la cifra de la caja nocturna. Bestias avaras, dominadas por el lujo, pensó Ghyl, que se gastan cada sequin, cada crédito, cada bice en sus extravagantes residencias. Se preguntó si, durante los tiempos heroicos, en la época de Emphyrio, los damarianos habrían sido igual de sibaritas. El Catademnon no sugería mucho refinamiento. Quizá les faltasen en aquella época los medios financieros para satisfacer sus gustos… Percibiendo la atención que Ghyl le dispensaba, el damariano volvió su rara cabeza, moñuda, y le miró fijamente unos segundos, con las estrellas amarillo verdosas de sus ojos mates dilatándose y contrayéndose. Ghyl le devolvió la mirada, buscando un súbito pensamiento que le impresionase.

El damariano se dio la vuelta bruscamente, y desapareció detrás del seto. Ghyl se dejó caer en una butaca. Se quedó sentado un largo momento, en un estado de relajación casi hipnótica, mientras los turistas entraban, cenaban y volvían a irse. La luz del crepúsculo se fue difuminando en tonos terrosos de siena quemado y desapareció.

La situación tenía una extraña ambivalencia. Ghyl iba de la diversión nerviosa ante sus propios caprichos a una terrible tristeza.

Como un ejercicio de lógica abstracta, el problema se resolvía con una solución extremadamente simple.

Cuando los argumentos eran transformados en términos terrestres, la fuerza de la lógica subsistía, pero la solución implicaba un drama tan profundo, que se situaba más allá de lo creíble.

Sin embargo, los hechos eran los hechos. Pequeños y nada curiosos, como había comprobado con sorpresa, se convertían en las partes de un todo muy complicado. Ghyl se rió con una risa absurda e insensata que le atrajo las desaprobadoras miradas de un cercano grupo de turistas procedentes de Ambroy. Ghyl reprimió su hilaridad. Ciertamente, le tomaron por un loco furioso. Si iba a su mesa y les contaba lo que estaba pensando, ¡se quedarían más impresionados que nunca! Su viaje, para el que había ahorrado toda la vida, sería un fracaso. ¿Sería bien recibido su saber?

Había que resolver un nuevo problema: ¿qué debía hacer? ¿Qué camino debía tomar?

No había nadie que pudiera aconsejarle; estaba solo.

¿Cómo habría actuado Emphyrio en parecidas circunstancias?

La verdad.

Muy bien, pensó Ghyl, será la verdad, y veremos qué consecuencias sacamos de todo esto.

Otro pensamiento fortuito le asaltó, provocando casi una nueva explosión de risa. ¿Y sus presentimientos sobre el destino? Habían sido cumplidos cien veces.

Ghyl pidió un menú y encargó la cena. Por la mañana, iría a Ambroy.