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Damar era un pequeño mundo siniestro. Su gravedad correspondía a dos tercios la de Halma, su diámetro era menos de la mitad y su masa seis veces menor. Había grandes extensiones pantanosas en las regiones polares, montañas y peñas de sorprendentes dimensiones en las latitudes templadas y, en el ecuador, en una zona árida, la única jungla de Damar: un amasijo de espinas y zarzas de quince kilómetros de ancho y a veces ochocientos metros de alto. Entre los pantanos, las peñas abruptas, las gargantas y la jungla impenetrable, se encontraban algunas zonas habitables. Garwan, el centro turístico, y la Antigua Ciudad de Damar, se encontraban en los extremos opuestos de la Gran Llanura central, siendo esta última aparentemente la cicatriz dejada por el centelleante impacto de un meteorito.

Era en Garwan donde se encontraban los hoteles, los restaurantes, los baños públicos, los terrenos deportivos: lujo en un entorno extraño. Los teatros de marionetas daban espectáculos y distracciones: farsas, reconstrucciones históricas, dramas macabros y representaciones eróticas. Los títeres actores eran de una raza especial, hermosas criaturas de un metro veinte o un metro cincuenta, muy diferentes de los casi simiescos que se vendían a gente como Holkerwoyd.

Los propios damarianos muy raramente se aventuraban fuera de sus casas de debajo de las colinas, en las que se gastaban prodigiosas fortunas. La residencia típica era un conjunto complejo de habitaciones revestidas de un material ligero y de iluminación estudiada con todo cuidado. Luces plateadas brillaban sobre cortinas grises y nacaradas; el rojo, el carmín y el magenta eran utilizados para contrastar con velos azules y rosa pálido. Unos globos que difundían una luz púrpura oscura o verde marino eran suspendidos detrás de veladuras y cortinas de tul. Las residencias nunca se acababan y siempre estaban modificándose o ampliándose. En raras ocasiones, un hombre a quien los damarianos deseaban complacer, o que pagaba un derecho de admisión lo bastante importante, era invitado a aquellas casas: una visita precedida de un ritual extraordinario. Alegres títeres bañaban al visitante, vaporizándole, envolviéndole de la cabeza a los pies en una bata blanca antes de ponerle unas sandalias de fieltro del mismo color. Así desinfectado, desodorizado y vestido, el invitado era conducido a lo largo de interminables perspectivas de tapices, a través de grutas en las que colgaban velos y gasas movedizas, pasando de las luces azules a las grises verdosas, y saliendo, finalmente, impresionado y confundido después de admirar tan vasta acumulación de riqueza. El excursionista medio, sin embargo, no veía a los damarianos más que como formas silenciosas detrás de una mesa o en las tiendas.

Al llegar a Garwan, Ghyl se instaló en uno de los hoteles del «Viejo Damar», un edificio piramidal de cúpulas blancas y semiesféricas, con algunas ventanitas situadas, aparentemente, al azar. Ghyl fue alojado en dos piezas a diferentes niveles, sobrevoladas por domos, enteladas en verde pálido y con el suelo cubierto por una gruesa alfombra negra.

Al salir del hotel, Ghyl entró en una agencia de viajes y excursiones. En una especie de balcón en la sombra había un damariano cuyos ojos bulbosos, cada uno de ellos, reflejaba una estrella luminosa: una criatura más pequeña, más suave, más complaciente que un garrión, pero, por otra parte, muy parecida. En el mostrador, una pantalla sensible a la proyección de determinada longitud de onda mostraba en caracteres luminosos las siguientes palabras:

—¿Qué desea?

—Quisiera alquilar un vehículo aéreo. —Sus palabras se convirtieron en formas temblorosas en la pantalla que el damariano leyó con un vistazo.

La respuesta llegó.

—Parece posible, pero caro. La excursión en metro panorámico es menos cara y es preferible, pues cuenta con más lujo y seguridad.

—No lo dudo —respondió Ghyl—. Pero soy un investigador de la universidad de la Tierra. Quiero encontrar fósiles, visitar las fábricas de marionetas y echar un vistazo a las antiguas ruinas.

—Es posible. Pero hay una tasa de rareza por la exportación de fósiles. Además, no es aconsejable visitar las fábricas de títeres por la delicadeza del proceso, y un visitante no se divertiría. No hay ruinas interesantes. El metro panorámico le llevaría a los lugares más atractivos y le saldría menos caro.

—Prefiero alquilar un vehículo aéreo.

—Hay que depositar una fianza correspondiente al valor del vehículo. ¿Para cuándo lo quiere?

—Mañana por la mañana.

—¿Su nombre?

—Sir Hartwig Thorn.

—Mañana al amanecer el coche estará en la parte trasera de su hotel. Ahora tiene que pagar tres mil cien valores. Tres mil son la fianza, que le será devuelta.

Ghyl paseó por la ciudad durante una hora o dos. Al caer la noche, se sentó en la terraza de un café para beber cerveza importada de Fortinone. Halma subía en el cielo: medio disco ambarino, enorme, vagamente marcado por familiares contornos.

Un hombre entró en el café, seguido de una mujer. Sus siluetas se recortaron, una tras otra, sobre Halma. Ghyl miró a la pareja que se sentaba en una mesa cercana. El hombre era Schute Cobol y la mujer, sin duda, era su esposa. Habrían ido a Damar a gastar los créditos pacientemente amasados, como cualesquiera otros beneficiarios. Schute Cobol echó un vistazo a Ghyl, examinó su ropa terrestre, murmuró algo a su esposa, que también miró a Ghyl. Estudiaron el menú. Ghyl con una sonrisa burlona, miró al cielo, en dirección a Halma.