19

Durante toda su vida, Ghyl había oído especular sobre el origen de los hombres. Algunos decían que la Tierra era la fuente de la migración humana, mientras que otros se inclinaban por Triptole mus, y otros incluso señalaban Amenaro, el solitario planeta de Deneb Kaitos; había hasta quienes hablaban de la generación espontánea de una masa flotante y universal de esporas.

Jodel Heurisx disipó las dudas de Ghyl.

—Puede estar seguro, la Tierra es la cuna de toda la Humanidad. ¡Somos terrestres, sin que importe dónde hayamos nacido!

Bajo números aspectos, la realidad de la Tierra estaba en desacuerdo con las ideas preconcebidas por Ghyl. Siempre había pensado encontrar un mundo triste, en un horizonte erizado por miles de ruinas petrificadas, bajo un sol semejante a un ojo rojo y ardiente, y de mares oleosos y emponzoñados por el paso de los años.

Pero el sol era cálido y amarillo, muy parecido al de Maastricht, y los mares parecían más frescos que el Océano Profundo al oeste de Fortinone.

La gente de la Tierra provocó en él otra sorpresa. Ghyl había esperado un cinismo cansino, un aburrimiento otoñal, inversiones, excentricidades, sutiles sofisticaciones, y en aquello no se había equivocado. Algunas de las personas que encontró tenían aquellas cualidades, pero otras se comportaban naturalmente y eran tan sencillas como niños. Otras más hicieron que Ghyl se quedara perplejo ante su fervor, por la intensidad de sus conductas, como si sus días fueran tan cortos que no pudieran hacer todo lo que querían. Sentado con Jodel Heurisx en un antiguo bar de la vieja Colonia, Ghyl hizo unas observaciones sobre las diferencias que había entre las personas que pasaban delante de ellos.

—Es cierto —respondió Jodel Heurisx—. Otras ciudades y planetas son iguales de cosmopolitas, ¡pero la Tierra es un universo en sí misma!

—Esperaba que los terrestres fueran más sabios, más tranquilos, más maduros. Algunos lo son, evidentemente, pero otros… Bueno, mire aquél que va vestido con ante verde, por ejemplo. Le brillan los ojos, mira a todos lados como si viera las cosas por primera vez. Naturalmente, puede tratarse de un extraterrestre, lo mismo que nosotros.

—No, es un terrestre —respondió Jodel Heurisx—. No me pregunte cómo lo sé, no podría decírselo. Es una cuestión de estilo, de pequeños signos que traicionan el origen de un hombre. Tomemos por ejemplo la nerviosa impresión que desprende: los sociólogos declaran que el bienestar material y la estabilidad psíquica son inversamente proporcionales. Los bárbaros no tienen tiempo para el idealismo, ni para su opuesto, la psicosis. La gente de la Tierra, además, está preocupada por su «justificación» y «realización», y algunos terrestres, como quizá el hombre de verde, caen en la exageración. Pero las diferencias son enormes. Algunos malgastan sus energías en proyectos utópicos. Otros se encierran en sí mismos y se convierten en sibaritas, epicúreos, estudiantes esclarecidos, coleccionistas, estetas; o se concentran en el estudio de algún tema esotérico… Ciertamente, hay mucha gente normal y corriente, pero no se fija uno en ellos, y sirven para aumentar los contrastes. Si se queda en la Tierra cierto tiempo, los irá descubriendo sin ayuda.

El flete del Grada fue vendido y con beneficio. En Trípoli, Ghyl se despidió de Jodel y de Bonar Heorisx. Prometió volver a Daillie algún día.

—Ese día, mi casa será suya —le respondió Jodel Heorisx—. ¡Y no se olvide que le guardo el biombo: el Ser Alado!

—No lo olvidaré. Adiós.

—Adiós, Ghyl Tarvoke.

Sintiéndose un poco melancólico, Ghyl miró cómo se alzaba el Grada en el cielo azul y ventoso de África. Pero, cuando el navío se hizo muy pequeño y, al fin, desapareció, el coraje volvió a él: ¡había destinos peores que encontrarse en la Tierra por primera vez, con el equivalente a un millón de créditos en el bolsillo! Ghyl pensó en su infancia: una época irreal detrás de un velo dorado. Cuántas veces, él y Floriel, se habían quedado tumbados en la hierba amarillenta de las Colinas de Donkom, hablando de viajes e independencia financiera. Los dos, aunque por diferentes razones, habían logrado sus objetivos. Y Ghyl se preguntó por qué parte del espacio erraría Floriel, si estaría vivo o muerto… ¡Pobre Floriel!, pensó, dejarse arrastrar hasta donde le arrastraron.

Durante un mes, Ghyl se paseó por la Tierra, explorando los rascacielos de América, las ciudades submarinas de la Gran Barrera de Arrecifes, las inmensas reservas naturales que los aparatos aéreos no podían sobrevolar. Visitó las ciudades restauradas cuyo origen se remontaba al alba de los tiempos: Atenas, Babilonia, Mentís; las medievales de Brujas, Venecia y Regensburg. Por todas partes, a veces ligero y a veces demoledor, el peso de la historia estaba presente. Cada parcela de suelo exhalaba un fluido: el recuerdo de un millón de tragedias, de un millón de triunfos; de nacimientos y muertes, de besos robados; de sangre vertida, de carbonización y energía; de melodías y canciones alegres, encantamientos, canciones de guerra, frenesíes. El suelo exudaba acontecimientos, la historia se acumulaba en las masas de estratos amontados durante eras, en continuidades y discontinuidades. Por la noche, los espectros eran cosa corriente, le dijeron a Ghyl: en los emplazamientos de los antiguos palacios, en las montañas del Cáucaso, en las landas y marismas del norte.

Ghyl empezó a creer que los habitantes de la Tierra se obsesionaban por el pasado, una teoría reforzada por las numerosas reconstrucciones históricas, la supervivencia de anacrónicas tradiciones, cuya existencia el Instituto Histórico registraba, digería, clasificaba y analizaba, lo mismo que los menores hechos que tuvieran relación con el origen y desarrollo de la humanidad… ¡El Instituto Histórico! Muy pronto se dirigiría al cuartel general del Instituto, en Londres, aunque —por una razón que no podía analizar— no se veía presionado a hacerlo.

En San Petersburgo, encontró a una noruega rubia y esbelta, llamada Flora Eilander, que le recordó a Shanne. Durante un tiempo, viajaron juntos, y ella le hizo reparar en aspectos de la Tierra en los que antes no se había fijado. Se burló de su teoría según la cual los terrestres estaban especialmente preocupados por el pasado.

—¡No, no, no! —exclamó la mujer con un énfasis deliciosamente escandalizado—. ¡Olvidas lo esencial! Nos interesamos por el alma de los acontecimiento, por su esencia intrínseca.

Ghyl no podía estar seguro de haber entendido su afirmación, pero aquello no era una novedad. Encontraba turbadora a la gente de la Tierra. En cada conversación, notaba un millar de sutilezas y sobreentendidos, una forma de expresión que daba mayor importancia a lo que no se decía que a las propias palabras. Era, juzgó Ghyl finalmente, un refinamiento en el terreno de la comunicación que nunca alcanzaría: alusiones por diversos manierismos, distinciones de una centésima de segundo entre dos significados contradictorios, actitudes sin número que se convertían instantáneamente en contrasentidos o cuyo significado se alteraba.

Ghyl se irritó consigo mismo y discutió con Flora, que intentó arreglar las cosas condescendientemente.

—No debes olvidar que hemos conocido todas las cosas, que hemos sentido todos los dolores y alegrías. En consecuencia, es natural que…

Ghyl se rió agriamente.

—¡Es absurdo! ¿Has conocido las torturas o el miedo? ¿Has robado un yate espacial y matado garriones? ¿Has asistido al Baile del Condado, en Grigglesby, con los señores y las damas entrando como magos con sus trajes maravillosos; o saltado maquinalmente en el Templo de Finuka? ¿Has mirado en sueños Fortinone desde los Montes de Meagher?

—No, claro que no. —Flora le examinó lentamente y no dijo más.

Durante otro mes, vagaron de un sitio a otro. Abisinia, donde la luminosidad del sol evocaba el asfalto, el viejo polvo; Cerdeña, con sus asfódelos y olivos; la bruma y las tinieblas del norte gótico. Un día, en Dublín, Ghyl se quedó petrificado al ver un anuncio:

LOS VERDADEROS DIVERTIDOS PERIPATÉTICOS DE FRAMTREE

El Maravilloso y Loco Espectáculo Transgaláctico

¡Escuchad los gritos que hielan la sangre de los bacchanidas de Maupte! ¡Alucinad ante las bufonadas de los títeres de Holkerwoyd!

¡Oled los aromas auténticos de dos docenas de lejanos planetas!

Y decenas de otras atracciones. En Casteyn Park, siete días solamente.

Flora no estaba interesada en el espectáculo, pero Ghyl insistió para que fueran finalmente a Casteyn Park, y por una vez, Flora se quedó perpleja. Ghyl le dijo que ya había visto el espectáculo de niño… y no añadió nada más.

Junto a un grupo de robles gigantes, Ghyl encontró los mismos paneles, los mismos carteles, los mismos sonidos y clamores que conociera en su infancia. Buscó y encontró el Teatro de Marionetas de Holkerwoyd. Entró y esperó pacientemente a que acabase una revista moderadamente divertida. Los títeres lanzaban gritos agudos, haciendo cabriolas y falseando canciones de moda, imitando a personalidades locales; luego, un grupo vestido de polichinelas interpretó una serie de farsas.

Tras el espectáculo, y dejando a Flora, que se aburría pero daba pruebas de indulgencia, Ghyl se acercó al telón que había detrás del escenario. Era quizá el mismo que levantase otra vez, y combatió el impulso de mirar por encima del hombro hacia el sitio en que debería hallarse su padre. Lentamente, tiró de la tela y, allí, como si no se hubiera movido en todos aquellos años, estaba sentado Holkerwoyd, ajustando un accesorio del teatro.

Holkerwoyd había envejecido, tenía la piel cerúlea, le colgaban los labios, sus dientes eran amarillos y prominentes, pero sus ojos eran tan penetrantes como siempre. Al ver a Ghyl, hizo una pausa en el trabajo, y alzó la cabeza.

—¿Sí?

—Ya nos hemos visto otra vez.

—Lo sé. —Holkerwoyd apartó los ojos, frotándose la nariz con dedos nudosos—. He visto tanta gente, visitado tantos sitios, que es un trabajo de locos poner todo eso en orden. Veamos. Nos encontramos hace mucho tiempo, en un planeta lejano, en la fosa del límite del universo. Halma, el mundo que flota sobre Damar, donde compro las marionetas.

—¿Cómo puede acordarse? Yo no era más que un niño.

Holkerwoyd sonrió y agachó la cabeza.

—Eras un chico muy serio, turbado por el modo en que funciona el mundo. Estabas con tu padre. ¿Qué ha sido de él?

—Ha muerto.

Holkerwoyd, sin sorprenderse, agachó la cabeza.

—¿Y cómo te va? Estás muy lejos de Halma.

—No puedo quejarme. Pero hay algo que me turba desde aquel día. Representasteis la leyenda de Emphyrio, y el títere fue ejecutado.

Holkerwoyd se encogió de hombros y se arrellanó.

—Los títeres no pueden utilizarse indefinidamente. Poco a poco toman conciencia del mundo que les rodea, empiezan a sentirse reales. Cuando se corrompen deben ser destruidos antes de que contaminen al resto del grupo.

Ghyl hizo una mueca.

—Los títeres son muy baratos.

Bastante baratos. Pero el precio es justo. Los damarianos son vendedores muy taimados, fríos como el acero. ¡Ah, les gusta el tintineo de las monedas! ¡Y con buenos resultados! Viven en palacios, mientras que yo duermo en paja, sobresaltándome con el más ligero ruido. —Holkerwoyd empezó a agitarse y alzó su trabajo por los aires—. Que bajen los precios y que se den menos lujos. Son sordos a mis protestas. ¿Te gustaría volver a ver Emphyrio? Tengo un títere que se ha vuelto perverso. Le he advertido y reprendido varias veces, pero siempre lo encuentro mirando a los espectadores a través de los focos del escenario.

—No, gracias —respondió Ghyl, que retrocedió hacia el telón—. Bueno, adiós por segunda vez.

Holkerwoyd hizo un gesto distraído.

—Quizá nos encontremos de nuevo, aunque supongo lo contrario. Los años pasan deprisa. Una mañana me encontrarán tieso y muerto, con las marionetas trepándome por todas partes, hurgándome en la boca, tirándome de las orejas…

De vuelta al hotel El Cisne Negro, Ghyl y Flora se sentaron en el bar. Ghyl, de un humor extraño, tenía los ojos clavados en el vaso de vino. Flora hizo varias tentativas para iniciar una conversación, pero la mente de Ghyl se encontraba más allá de Mirabilis, y respondía sólo con monosílabos. Mirando el vino, veía la casa de la Plaza de Undle, de estrecha fachada. Oía la tranquila voz de Amianto, el ligero roce de los buriles en la madera. Notaba la puesta de sol, pálida, de Ambroy, la bruma que derivaba sobre los pantanos, en la desembocadura del Insse. Recordaba los olores de los muelles de Nobile y Foelgher, las descarnadas torres de Vashmont, las ruinas que había más allá.

Ghyl sentía nostalgia de Ambroy, aunque no pudiera considerar a Fortinone como su verdadera patria. Meditando sobre la humillación e inútil muerte de Amianto, Ghyl se amargó y se bebió el vino de un trago. La botella estaba vacía, y un camarero de blanco delantal, adivinando el estado anímico de Ghyl, se apresuró a llevar otra.

Flora se levantó, miró a Ghyl uno o dos segundos y salió del bar.

Ghyl pensaba en su destierro, en el pistón que avanzaba tras él, en los ladrillos comprimidos, en las horas que había pasado encaramado en el muro mientras el triste crepúsculo le iba envolviendo. Quizá se merecía el castigo: era innegable que hubiera robado un yate espacial. Sin embargo, su crimen, ¿no era justificable? ¿No utilizaban los señores al Boimarc y a la Cooperativa de Thurible para expoliar, engañar y abusar de los beneficiarios? Ghyl tenía negras ideas, y seguía bebiendo vino, preguntándose cómo extender su conocimiento de un modo útil, ¿cómo informar a los beneficiarios?

Era inútil intentar pasar por mediación de las Hermandades, o el Servicio de Protección Social, pues los dos organismos eran conservadores hasta la médula.

El problema requería reflexión. Ghyl bebió lo que quedaba de vino y se subió al cuarto. Flora no estaba por ninguna parte. Ghyl se encogió de hombros. No la volvería a ver, lo sabía, y quizá fuera lo mejor.

Al día siguiente atravesó el mar de Irlanda, hacia Londres. Se dirigía, finalmente, al Instituto Histórico.

Pero no se podía entrar fácilmente en el Instituto. Las preguntas de Ghyl, por la Telepantalla de Información, no obtuvieron más que respuestas evasivas, y luego le aconsejaron una visita organizada de las universidades de Oxford y Cambridge. Como insistió, fue enviado al Departamento de Pesos y Medidas, que pasó la comunicación a la Dundee House. Estaba claro que era el cuartel general de alguna especie de Banco de Datos, un organismo cuyas funciones nunca había entendido Ghyl completamente. Un funcionario le preguntó cortésmente las razones de su interés por el Instituto Histórico, y Ghyl, controlando la impaciencia, habló de la leyenda de Emphyrio.

El empleado, un hombre joven de cabello dorado, de crespo bigote, se alejó y habló suavemente, aparentemente consigo mismo, y luego escuchó la nada. Se volvió hacia Ghyl.

—Si quiere esperar en el hotel, un empleado del Instituto contactará con usted.

Irritado y divertido, Ghyl se dispuso a esperar. Una hora más tarde, recibió la visita de un hombre muy feo, con un traje negro y un abrigo gris: Arwin Rolus, subdirector de Estudios Mitológicos del Instituto.

—Me han dicho que estaba interesado en la leyenda de Emphyrio.

—Sí. Pero, en primer lugar, querría que me explicase la razón de todas estas precauciones y secretos.

Rolus carraspeó, y Ghyl pudo ver que, después de todo, no era tan feo.

—La situación puede parecer extravagante, pero el Instituto Histórico, por su propia naturaleza, acumula datos muy numerosos y secretos. No es ésa la función del Instituto; somos humanistas. Sin embargo, a veces tenemos que resolver problemas de personas más activas que nosotros. —Miró a Ghyl de hito en hito, como si pretendiera juzgarle—. Cuando un extraterrestre viene a informarse al Instituto, las autoridades deben asegurarse de que no tiene intenciones de aprovecharse de la información.

—No hay peligro; no quiero más que datos, eso es todo.

—Concretamente, ¿qué datos?

Ghyl le pasó el fragmento de texto que había cogido de la carpeta de Amianto. Sin dificultad aparente, Rolus leyó el viejo manuscrito casi ilegible.

—Bien, bien… interesante. ¿Y quiere saber lo que pasó después? Por decirlo de algún modo, el final de la historia.

—Sí.

—¿Puedo saber por qué?

¡Que recelosos son los terrestres!, pensó Ghyl. Con voz controlada, declaró:

—Conozco la mitad de la leyenda desde la más tierna infancia. Me prometí a mí mismo que si algún día podía conocer el resto, lo haría.

—¿Es ésa la única razón?

—No del todo.

Rolus cambió de tema.

—Su planeta natal es… —levantó unas cejas grises y enmarañadas.

—Halma. Es un mundo que hay más allá del Cúmulo de Mirabilis.

—Halma. Un planeta lejano… Bien, quizá pueda satisfacer su curiosidad. —Se volvió hacia la pantalla mural. Hizo correr los dedos sobre el teclado y proyectó una señal codificada. La pantalla respondió con una serie de referencia, de las que Rolus escogió una—. Ésta es la crónica completa redactada por un escritor desconocido del mundo de Halma, u Hogar, hace unos dos mil años.

En la pantalla apareció un mensaje escrito en Arcaico. Primero aparecieron los párrafos que había en el fragmento de Ghyl, y luego:

En el Catademnon, los que no tenían oídos se sentaron para escuchar a los que no tenían alma, y no conocían ni la amistad ni la tranquilidad. Emphyrio adelantó la tablilla y exigió la paz. Dieron la alarma y agitaron las oriflamas verdes. Emphyrio les exhortó a la amistad; sin oídos para oír, con los ojos en blanco, no podían entender, y agitaron las oriflamas azules. Emphyrio rogó por la bondad, por lo que diferencia a los hombres de los monstruos, y de lo que les faltaba, la piedad. Ellos rompieron la tablilla de la verdad a patadas y agitaron las oriflamas rojas. Luego alzaron a Emphyrio y le sujetaron en lo alto, en un muro, y le plantaron un clavo en el cráneo para que se quedara sujeto en los muros del Catademnon. Cuando todos hubieron contemplado la suerte del hombre que había hablado con la voz de la verdad, le descendieron y, bajo la viga en la que le habían clavado, en la cripta, le emparedaron para siempre.

¿Cuál fue su beneficio? ¿Quién era la víctima?

En el mundo de Aume, u Hogar, las brutales criaturas de Sigil no devastaron la región. Se miraron unos a otros y se preguntaron: «¿Es verdad, como afirma Emphyrio, que somos criaturas para las que existe un alba y un crepúsculo, dolor y gozo? ¿Por qué, entonces, devastamos este país? Vivamos nuestras vidas, porque no tenemos otras». Y tiraron las armas, y se retiraron a los lugares que hallaron más agradables para sus ojos, y se convirtieron en seres apacibles, hasta tal punto que los hombres se sorprendían de su anterior fiereza.

Emphyrio murió implorando a los seres negros que adoptaran los usos de los hombres, y que contuvieran a los monstruos que habían engendrado. Ellos se negaron; le clavaron al muro. Pero los monstruos, primero tan insensatos, fueron impregnados por la verdad y, de todos los seres, se convirtieron en los más tranquilos. Si existe una lección en todo esto, una moral, ésta se encuentra por encima de la comprensión de quien esto cuenta.