18

¡Era muy raro volver a Ambroy! ¡Qué familiar y querida, y a la vez lejana, indistinta y hostil, era la deslabazada ciudad!

No encontraron ningún problema en Luschein, aunque los aparatos fueron vendidos por una cifra sensiblemente inferior a la que Bonar Heurisx hubiese esperado, lo que le desanimó profundamente. Luego, se elevaron y rodearon el planeta, sobrevolando el Océano Profundo, yendo hacia el norte a las Penínsulas de Salula y Baro, atravesando la Bahía, con la costa baja de Fortinone ante ellos. Por última vez, Ghyl revisó los diversos aspectos de su nueva identidad. Ambroy se extendía bajo ellos. El Grada adoptó un programa de aterrizaje facilitado por la torre de control y descendió hacia el conocido puerto espacial.

Las formalidades de desembarco en Ambroy eran célebres por su lentitud, y pasaron dos horas antes de que Ghyl y Bonar Herusich pudieran andar bajo la mortecina luz del sol matinal, en dirección al depósito. Spayfoneando a las oficinas del Boimarc, Ghyl supo que el Gran Señor Dugald estaba extremadamente ocupado y no podía recibirles sin cita previa.

—Dígale al Señor Dugald que venimos del planeta Maastricht para hablar de la organización de ventas de la Cooperativa de Thurible. Le interesará recibirnos lo antes posible.

Hubo una espera de tres minutos, tras la cual el empleado anunció, como lamentándolo, que el Señor Dugald podría concederles unos minutos si iban inmediatamente a las oficinas del Boimarc.

—Vamos ahora mismo —respondió Ghyl.

Por la Línea Elevada, llegaron al extremo de la Ciudad Este un barrio de calles desiertas, una zona llana plagada de cascotes y cristales rotos, con unos pocos inmuebles habitados. Era una zona desolada en la que no faltaba una cierta belleza lúgubre.

En un terreno de quince hectáreas había dos edificios: el centro administrativo del Boimarc y los almacenes de la Asociación de Hermandades. Ghyl y Bonar Heurisx, pasando por un portal abierto en la alambrada de púas, se dirigieron hacia las oficinas del Boimarc.

De una triste sala de espera, fueron llevados a una habitación grande donde veinte funcionarios trabajaban en sus mesas, y donde los cifradores cargaban los aparatos con datos. El Señor Dugald estaba sentado en una cabina de muros de cristal, ligeramente por encima del nivel de la sala y, como los demás funcionarios del Boimarc, parecía bastante atareado.

Ghyl y Bonar Heurisx fueron conducidos a un pequeño descansillo justo delante de la cabina del Señor Dugald, un poco molestos bajo su mirada. En unos bancos tapizados, esperaron un rato. El Señor Dugald, tras una breve mirada a través del cristal, no les prestó más atención. Ghyl le examinó con curiosidad. Era bajo y rechoncho, y estaba sentado como un saco a medio llenar. Sus ojos negros estaban muy juntos, y mechones de cabello gris oscuro se elevaban por encima de sus orejas; su tez tenía un brillo púrpura anormal. Era, casi cómicamente, la encarnación de una caricatura que Ghyl había visto en alguna parte… ¡Naturalmente! ¡El Señor Bodbozzle, en los títeres de Holkerwoyd! Y Ghyl tuvo que hacer grandes esfuerzos para no sonreír.

Ghyl observó al Señor Dugald mientras éste examinaba, una tras otra, hojas de pergamino amarillento —aparentemente facturas o pedidos— y las sellaba con un elegante instrumentos rematado con un grueso globo de cornalina roja pulida. Los pedidos, observó Ghyl, eran preparados por un empleado sentado ante una mesa iluminada, parecida a las que había visto en Daillie, antes de ser presentado al señor Dugald para ser validados con su sello personal.

El señor aprobó el último pedido y tomó el tampón por el globo de cornalina de encima del escritorio. Sólo entonces hizo un ligero gesto hacia Bonar Heurisx y Ghyl para que entrasen.

Los dos penetraron en la cabina de cristal, y el Señor Dugald les señaló unas sillas.

—¿Qué es toda esa historia de la Cooperativa de Thurible? ¿Quiénes son ustedes? ¿Comerciantes, dicen?

—Sí, eso es —dijo prudentemente Bonar Heurisx—. Acabamos de llegar de Daillie, en Maastricht, a bordo del Grada.

—Sí, sí. Vaya al grano.

—Nuestras investigaciones —prosiguió Bonar Herurix con ardor— nos han hecho pensar que la Cooperativa de Thurible es ineficaz. Para no extendernos, podemos hacer un mejor trabajo con beneficios más importantes para el Boimarc. O, si lo prefiere, compraremos directamente con ustedes, según una tarifa que les deje mayores beneficios.

El Señor Dugald se quedó inmóvil, a excepción de los ojos, que movía nerviosamente.

—No es factible —respondió concisamente—. Tenemos excelentes relaciones con varias organizaciones comerciales. Además, estamos ligados por contratos a largo plazo.

—¡Pero el sistema no les es todo lo ventajoso que podría ser! —protestó Bonar—. Le ofrezco nuevos contratos y una tarifa del doble.

El Señor Dugald se levantó.

—Lo siento, pero el tema no admite discusión.

Bonar Heurisx y Ghyl, descontentos, le miraron.

—¿Por qué no prueba? —tentó Ghyl.

—Está fuera de cuestión. Ahora, si quieren disculparme…

Una vez en el exterior, se marcharon hacia el oeste, a lo largo del Bulevar de Huss.

—Está bien —dijo Bonar, descorazonado—. Thurible tiene un contrato a largo plazo. —Tras reflexionar un instante, añadió—: Es evidente. Hemos perdido.

—No. Todavía no. Boimarc ha firmado un contrato con Thurible, pero no con las Hermandades. Vamos a llegar hasta la fuente de las mercancías y pasaremos por encima del Boimarc.

Bonar Heurisx gruñó.

—¿Para qué? El Señor Dugald ha hablado claramente.

—Sí, pero no tiene ninguna autoridad sobre los beneficiarios. Las Hermandades no tienen por qué vender al Boimarc, ni los artesanos tienen que producir sólo para las Hermandades. Cualquiera puede convertirse en nocop si quiere, y si acepta perder los beneficios de la Protección Social.

Bonar Heurisx se encogió de hombros.

—Supongo que no nos cuesta nada probar.

—Eso creo. Bueno, vamos en primer lugar a la Hermandad de los Escribas. Allí obtendremos datos de los libros manuscritos.

Se dirigieron al norte a través del viejo barrio de los mercaderes, llegando a la Plaza del Bardo, a cuyo alrededor se alzaban casi todas las sedes de las Hermandades. Bonar Heurisx, que acababa de echar un vistazo por encima del hombro, murmuró:

—Nos siguen. Dos hombres con capas negras vigilan todos nuestros movimientos.

—Agentes Especiales —respondió Ghyl con una sonrisa maligna—. No es sorprendente… Bueno, tampoco hacemos nada antirreglamentario, que yo sepa. Pero será mejor que no demuestre que conozco bien la ciudad.

Mientras lo decía, se detuvo, miró alrededor por la Plaza del Bardo con expresión de perplejidad, y le preguntó a un caminante dónde estaba la Casa de los Escribas, el cual se la señaló con el dedo: una estructura alta de ladrillos negros y marrones, con cuatro salientes de viejas poleas. Manifestando incertidumbre y duda ante los Agentes Especiales, Ghyl y Bonar Heurisx estudiaron el inmueble, luego eligieron una de las tres entradas y penetraron en él.

Ghyl nunca había visitado la Casa de los Escribas, y se quedó sorprendido al oír el volumen casi molesto de las conversaciones y las bromas procedentes de las clases de aprendizaje que se encontraban a cada lado del vestíbulo principal. Subiendo por una escalera decorada con motivos de escritura, los dos llegaron a la oficina del Señor de la Hermandad. En la antecámara había sentada una docena de escribas que se agitaban nerviosos, impacientes, apretando cada uno de ellos una tablilla con el trabajo que estaban realizando en el momento.

Consternado, Bonar Heurisx miró a la multitud.

—¿Tendremos que esperar?

—Quizá no —respondió Ghyl. Atravesó la habitación, llamó a una puerta, que se abrió bruscamente y dejó ver la irritada expresión de una mujer de cierta edad.

—¿Por qué han llamado?

Ghyl habló con su mejor acento de Daillie.

—Queremos que nos anuncie a su excelencia el Señor de la Hermandad. Somos comerciantes de un mundo lejano y queremos cerrar algunos tratos con los escribas de Ambroy.

La mujer se volvió, habló por encima del hombro y miró a Ghyl.

—Entren, por favor.

El Señor de la Hermandad de los Escribas, un hombre agrio de blancos cabellos despeinados, estaba sentado detrás de una inmensa mesa cubierta de libros, carteles y manuales de caligrafía. Bonar Heurisx le presentó su oferta al Señor de la Hermandad.

—¿Quieren vender nuestros manuscritos? ¡Qué idea! ¿Cómo podríamos estar seguros de que nos pagarían?

—Al contado y en especie —declaró Bonar.

—Pero… ¡eso es absurdo! Utilizamos un método que es correcto. Vivimos así desde tiempos inmemoriales.

—Razón de más para cambiar.

El Señor de la Hermandad sacudió la cabeza.

—El sistema actual funciona de maravilla, y todo el mundo está satisfecho. ¿Por qué habíamos de cambiar?

—Porque pagaremos el doble de la tarifa del Boimarc, y hasta el triple. Todo el mundo quedaría contento.

—¡No! ¿Cómo calcularíamos la deducción destinada al Servicio de Protección Social, los impuestos especiales? ¡Actualmente, todo eso se hace sin que tengamos que ocuparnos de ello!

—Una vez pagadas todas las cargas, recibirían dos veces lo que cobran ahora.

—¿Y luego? Los artesanos se harían descuidados. Trabajarían dos veces menos cuidadosamente que ahora y dos veces más deprisa con la esperanza de conseguir la esperanza financiera, o alguna estupidez de ese estilo. Saben que por ahora tienen que dar pruebas de un meticuloso cuidado si quieren asegurarse un Perfecto o un Primero. Si les excitase la prosperidad, ¿qué sería de las normas? ¿De nuestra calidad? ¿Nuestras marcas? ¿Hemos de renunciar a la seguridad a cambio de algunos miserables créditos?

—En ese caso, véndanos los Segundos. Los exportaremos al otro lado de la Galaxia y allí los venderemos. Los artesanos doblarán sus ingresos y sus mercados quedarán a salvo.

—Y luego sólo produciremos segundos, puesto que se venderán tan bien como los Primeros. ¡El problema sigue siendo el mismo! Nuestra característica de base es una calidad muy alta; si abandonamos ese principio fundamental, despreciaremos nuestros productos y nos convertiremos en simples mercaderes.

—¡Entonces, deje que nos convirtamos en agentes comerciales! —exclamó Ghyl, desesperado—. Pagaremos el precio en vigor actual mente, y doblaremos esa suma cubriendo la diferencia y abonándola en algún fondo benéfico de la ciudad. Arreglaremos los barrios en ruinas, financiáramos Institutos y crearemos parques de recreo.

El Señor de la Hermandad les miró ultrajado. —¿Intentan embaucarme? ¿Cómo iban a pagar tantas cosas con la producción de los escribas?

—¡No sólo con la de los escribas! ¡Contamos con la producción de todas las Hermandades!

—Es una propuesta sacada por los pelos. El antiguo método es bueno y es seguro. Nadie se vuelve financieramente independiente, nadie se hace importante y autónomo. Los beneficiarios trabajan meticulosamente y no hay discusiones, ni reclamaciones. Si se introduce la novedad, se destruirá el equilibro. ¡Es imposible!

El Señor de la Hermandad les despidió con un gesto de la mano, y ambos salieron de la Casa de la Hermandad, descorazonados. Los Agentes Especiales, cerca de allí, más discretos que furtivos, les observaban con abierta curiosidad.

—¿Y ahora? —preguntó Bonar Heurisx.

—Podemos intentarlo con las otras Hermandades, con las más importantes. Si fracasamos, lo habremos intentado todo.

Bonar Heurisx estuvo de acuerdo en aquel punto, y se dirigieron a la Hermandad de Joyeros, pero cuando, al fin, lograron que el Señor de la Hermandad les escuchase y acabaron con su oferta, la respuesta fue la misma que la de los escribas.

El Señor de la Hermandad de Sopladores de Vidrio se negó a hablar con ellos, y lo mismo en la de los Fabricantes de Instrumentos de Cuerda, donde les dijeron que volvieran para el Cónclave de los Señores de las Hermandades, ocho meses más tarde.

El Señor de la Hermandad de Esmalte, Loza y Porcelana, sacó la cabeza del despacho para oír su propuesta, responder «No» y retirarse.

—Queda la Hermandad de Tallistas —dijo Ghyl. Es probablemente, la más influyente, y si nos dan una respuesta negativa, podemos volvernos a Maastricht.

Atravesaron la Plaza del Bardo en dirección al gran inmueble de familiar fachada. Ghyl no se atrevió a entrar. El Señor de la Hermandad, aunque no era un conocimiento íntimo, era un hombre de mirada penetrante y memoria fiel. Mientras Ghyl esperaba en la calle, Bonar entró solo en las oficinas. Los Agentes Especiales del Servicio de Protección Social, que les habían seguido, se acercaron a Ghyl.

—¿Puedo preguntarle por qué están visitando a los Señores de las Hermandades? Es una ocupación bastante curiosa para gente que acaba de desembarcar en nuestro planeta.

—Nos estamos informando de las posibilidades de comercio —respondió Ghyl brevemente—. El Señor Boimarc no nos ha escuchado, y hemos decidido intentarlo directamente con las Hermandades.

—Vaya. El Servicio de Protección Social desaprobaría un acuerdo de esas características.

—Siempre puede intentarse.

—Sí, seguro que sí. ¿Cuál es su planeta natal? Su acento es casi como el de Ambroy.

—Maastricht.

—Maastricht, claro.

Era el fin de la jornada de trabajo y la multitud empezó a dirigirse hacia la Línea Elevada. Una mujer alta y delgada, de la que Ghyl se acordaba perfectamente, pasó a su lado a la carrera, pero se detuvo en seco y se volvió para mirarle fijamente. Ghyl apartó los ojos. La joven estiró el cuello, mirándole a la cara.

—¡Pero si es Ghyl Tarvoke! —graznó Gedée Anstrut—. ¿Qué diablos haces con ese disfraz?

Los Agentes Especiales del Servicio de Protección Social se echaron hacia adelante.

—¿Ghyl Tarvoke? Me suena… —dijo uno de ellos.

—Se equivoca —dijo Ghyl, dirigiéndose a Gedée.

La chica retrocedió, con la boca abierta.

—¡Me había olvidado! Ghyl Tarvoke se fue con Nion y Floriel… ¡Oh!

Se puso la mano en la boca y retrocedió aún más.

—Un instante, por favor. ¿Quién es ese Ghyl Tarvoke? ¿Es usted, señor? —preguntó el Agente Especial.

—No, no. Claro que no.

—¡Sí, es él! —aulló Gedée—. ¡Es un sucio pirata, un asesino! ¡Es el terrible Ghyl Tarvoke!

En el Servicio de Protección Social, Ghyl fue conducido ante el Consejo de Problemas Sociales. Los miembros, sentados detrás de mesas metálicas, le examinaron con rostros inexpresivos.

—Es usted Ghyl Tarvoke.

—Ya han visto mi placa de identidad.

—Ha sido reconocido por una tal Gedée Anstrut, por el agente Schute Cobol de la Protección Social, y por otras personas.

—Si lo quiere, sí que soy Ghyl Tarvoke.

La puerta se abrió y el Señor Fanton el Spay entró en la habitación. Se acercó, miró el rostro de Ghyl y dijo: —Sí, es uno de ellos.

—¿Admite que es un pirata y un asesino? —preguntó el Presidente del Consejo Social.

—Admito haber confiscado el navío del Señor Fanton.

—¿Confiscado? ¡Qué palabra más altisonante!

—Mis ambiciones no se basaban en lo que están suponiendo. Tenía la intención de saber la verdad sobre la leyenda de Emphyrio. Fue un gran héroe, y la verdad habría servido de inspiración a la gente de Ambroy, cosa de la que está muy necesitada.

—Eso no se cuestiona aquí. Está usted acusado de piratería y asesinato.

—No maté a nadie. Pregúntele al Señor Fanton.

Fanton habló con voz implacable.

—Fueron abatidos cuatro garriones, ignoro por cuál de los piratas. Este Tarvoke me robó dinero. Tuvimos que hacer una larga marcha durante la cual la Dama Jacinta fue devorada por una bestia feroz, y el Señor Ilseth fue envenenado. Tarvoke no puede eludir su responsabilidad por esas muertes. Finalmente, nos abandonó, al límite de nuestras fuerzas, en una aldea sucia, sin un solo billete, y tuvimos que cerrar desagradables compromisos antes de llegar a la civilización.

—¿Es eso verdad? —le preguntó a Ghyl el presidente del Consejo.

—En varias ocasiones, les evité a los Señores y a las Damas la esclavitud y la muerte.

—Pero, en origen, ¿contribuyó a ponerles en tan difícil situación?

—Sí.

—Es inútil añadir nada más. La rehabilitación es inútil. Queda condenado al perpetuo exilio de Ambroy, en Bauredel. La sentencia será ejecutada inmediatamente.

Ghyl fue conducido a una celda. Pasó una hora. La puerta se abrió al fin y un agente le hizo un gesto.

—Ven. Los señores quieren interrogarte.

Dos garriones se ocuparon de él, y fue metido en un deslizador aéreo, y llevado por el cielo hasta Vashmont. Más tarde, el deslizador descendió hacia una de las torres, posándose en una terraza pavimentada con baldosas azules. Ghyl fue conducido al interior.

Le quitaron las ropas, y le metieron, completamente desnudo, en una habitación en la parte más alta de la torre. Entraron tres Señores: Fanton el Spay, Fray el Línea Subterránea y el Gran Señor Dugald el Boimarc.

—Se ha portado muy activamente, joven —dijo Dugald—. ¿Cuáles eran exactamente sus intenciones?

—Romper el monopolio que agobia al pueblo de Ambroy.

—Ya veo. ¿Y qué es todo ese charloteo histérico sobre Emphyrio?

—Esa leyenda me fascina. Tiene un sentido especial para mí.

—¡Vamos, vamos! —exclamó Dugald con sorprendente brusquedad—. ¡Es imposible que ésa sea la verdad! ¡Le pedimos que sea sincero!

—¿Cómo no decir la verdad cuando se habla de eso? —preguntó Ghyl.

—¡Es pesado como el mercurio! —le replicó Dugald—. ¡Pero no escapará, se lo advierto! Díganoslo todo, o nos veremos forzados a obligarle a que nos lo diga.

—No he mentido. ¿Por qué no me creen?

—¡Lo sabe muy bien! —Dugald hizo una seña a los garriones. Agarraron a Ghyl, le llevaron, doloroso y temblando, a través de una estrecha puerta trapezoidal, a una habitación larga y estrecha. Le sentaron en un imponente asiento y le ataron para que no pudiera moverse.

—Ahora le vamos a someter al tratamiento —declaró Dugald.

El interrogatorio había terminado. Dugald estaba sentado, con las piernas separadas, mirando al suelo. Fray y Fanton estaban al otro lado de la habitación, evitando mirarse a los ojos. Dugald se volvió súbitamente para observarles.

—Lo que hayáis oído, intuido, o supuesto, tenéis que olvidarlo. Emphyrio es un mito y este joven inconsciente que se hace pasar por él será muy pronto menos que un mito. —Hizo una seña a los garriones—. Llevadle a la Protección. Y recomendad que le expulsen inmediatamente.

Un negro furgón aéreo esperaba detrás del Servicio de Protección Social. Llevando tan sólo una blusa blanca, Ghyl fue empujado dentro del vehículo. Las puertas se cerraron con estrépito, el ingenio se alzó y enfiló hacia el norte. Era el fin de la mañana y el sol se ocultaba en un banco de nubes color levadura; una luz mortecina y macilenta bañaba el paisaje.

El vehículo aéreo traqueteó y aterrizó junto a una muralla de cemento que marcaba la frontera de Bauredel. Un camino de ladrillos, entre dos muros perpendiculares en la muralla frontal, subía hacia una abertura practicada en esta última. Una banda de pintura blanca de cinco centímetros de largo marcaba el límite exacto entre Fortinone y Bauredel. Inmediatamente después de la banda, en Bauredel, la abertura estaba cerrada por un muro de cemento, manchado con salpicaduras de un horrible color marrón.

Ghyl fue arrojado al camino de ladrillos, entre las murallas que conducían a la frontera. Un Agente Especial de la Protección Social se caló bruscamente el negro sombrero tradicional de ala ancha en la cabeza, y leyó con voz siniestra el decreto de destierro.

—¡Deja nuestra querida tierra, hombre maléfico que ha sido reconocido culpable de tan grandes crímenes! ¡El glorioso Finuka a proscrito el asesinato en todo el reino cósmico, y agradece a Finuka la clemencia que te demuestra, la que tú no mostraste con tus víctimas! Vas a ser expulsado para siempre del territorio de Fortinone, al país de Bauredel. ¿Saltarás un último rito?

—No —respondió Ghyl con la voz alterada por la emoción.

—Entonces, que te vaya bien en el país de Bauredel. ¡Vete con la ayuda de Finuka!

Un inmenso pistón de cemento, que llenaba por completo el camino, empujó a Ghyl hacia los tres centímetros de territorio de Bauredel disponibles para su ocupación.

Ghyl se aplastó contra el pistón, apoyándose con los pies en los ladrillos que se desmigajaban. El pistón le empujó hacia adelante. A veinte metros de la frontera. Un velo de luz solar, pálido como la linfa, iluminaba oblicuamente la avenida, remarcando los bordes irregulares de los ladrillos, encuadrando con una sombra negra el tapón de cemento que obstruía el pórtico.

Ghyl miró los ladrillos. Corrió hacia adelante, tiró de un ladrillo, de otro, y finalmente sus uñas se rompieron y sus dedos se ensangrentaron. El pistón sólo le dejaba trece metros libres. Pero cuando el primer ladrillo saltó, los otros salieron sin dificultad. Se apresuró a llevarlos junto al muro, hizo un montón y volvió a buscar más.

Ladrillos, ladrillos, ladrillos: la cabeza de Ghyl latía pesadamente, jadeaba y respiraba haciendo mucho ruido. Diez metros, siete metros, tres metros. Ghyl escaló la pila de ladrillos y ésta se derrumbó bajo él. Frenéticamente los apiló de nuevo mientras el pistón surgía por encima de sus hombros. Subió una vez más y, mientras la pila cedía, trepó a cuatro patas hasta la cima del muro. El pistón empujó las ladrillos. Un crujido, un estallido y los ladrillos fueron comprimidos hasta que no fueron más que un pastel rojizo.

Ghyl se quedó tumbado como un molusco. El sol se ponía detrás de las nubes, y la puesta de sol era una techumbre sombría de amarillos oscuros y marrones desvaídos. Una brisa helada soplaba por la árida tierra.

Ghyl no podía escuchar ningún sonido. La maquinaria del pistón era silenciosa. Los Agentes Especiales del Servicio de Protección Social se habían ido. Ghyl se levantó con prudencia, apoyándose en las rodillas, y miró atentamente en todas direcciones. Bauredel, al norte, estaba sumido en las sombras: una extensión desierta barrida por un viento gimoteante. Al sur, podían percibirse algunas débiles luces lejanas.

Ghyl se levantó, indeciso. El vehículo se había marchado, y la caseta que protegía la maquinaria del pistón estaba a oscuras, pero Ghyl no estaba convencido del todo de estar solo. El lugar estaba impregnado de terror. El débil gemido de los infortunados que habían sido expulsado en el pasado parecía seguir flotando en la atmósfera.

Ghyl miró al sur, hacia Ambroy, a sesenta kilómetros, donde el Grada representaba la seguridad.

¿La seguridad? Ghyl rió secamente. Quería seguridad. Deseaba vengarse: el justo castigo por años y años de engaños, de trampas malintencionadas, de la tristeza de las vidas destrozadas. Saltó al suelo y partió rumbo al sur, a través de las tierras estériles, en dirección a la ciudad. Sus piernas, primero flojas, fueron recuperando las fuerzas poco a poco.

No tardó en llegar a un prado vallado, donde los pájaros biloa se desplazaban majestuosamente en todas direcciones. En la oscuridad, cuando eran molestados, los biloas tenían fama de atacar a los hombres. Ghyl rodeó el cercado y alcanzó un camino de tierra batida, el cual siguió hasta el pueblo.

Se detuvo en la entrada del pueblo. La blusa blanca le hacía demasiado visible. Si le veían, le reconocerían por lo que era, y el agente local de la Protección Social sería advertido… Ghyl se movió furtivamente a través de las sombras, en dirección a un caminito transversal que pasaba detrás del bar al aire libre del villorrio. Cuando llegó allí, hizo un prudente reconocimiento de los alrededores. Dejándose caer a cuatro patas, rodeó el bar, en dirección a un punto de la verja donde un hombre alto acababa de dejar un abrigo marrón y negro. Mientras se dedicaba a hablar con la camarera, Ghyl tomó el abrigo y, retirándose bajo los árboles, se lo echó a los hombros y se puso el capuchón en la cabeza para disimular los cabellos cortados a la moda de Daillie. Al otro lado del césped vio una estación de la Línea Elevada cuyo rail de cemento enfilaba hacia el sur.

Esperando que el hombre no notase inmediatamente la desaparición del abrigo, Ghyl se dirigió con pasos rápidos hacia la estación.

Tres minutos más tarde llegaba una cápsula y, con una última mirada por encima del hombro hacia el café al aire libre, Ghyl subió a bordo y fue llevado rápidamente hacia el sur. Un kilómetro tras otro, atravesó Walz y Batra, luego Elsen y Godero. El vehículo se detuvo y Ghyl salió al camino automático, llegando a la escalera mecánica, donde fue subido y depositado en la terminal. Echó hacia atrás el capuchón del abrigo robado y avanzó con paso decidido hacia el portillo norte. El controlador dio un paso adelante.

—La placa de identidad, señor.

—La he perdido —respondió Ghyl, luchando por adoptar el acento de Daillie—. Pertenezco al Grada, aquel navío de allí. —Se inclinó sobre el registro—. Aquí está mi firma: Tal Gans. Este hombre —señaló a un funcionario que había cerca de ellos— me dejó salir.

El guardia se volvió hacia el hombre.

—¿Es cierto?

—Cierto.

—En el futuro, cuide de sus papeles. Podrían ser utilizados con mala intención por gente sin escrúpulos.

Ghyl inclinó la cabeza condescendientemente y se dirigió a toda prisa hacia la pista. Cinco minutos más tarde estaba ya a bordo del Grada.

Bonar Heurisx le miró estupefacto.

—Estaba desquiciado. ¡Pensé que no te volvía a ver!

—He pasado un día horrible. Estoy vivo de casualidad. —Le contó sus aventuras a Heurisx, mientras este último le miraba sorprendido por las metamorfosis que se habían operado en él durante la última jornada. Las mejillas de Ghyl estaban descarnadas, sus ojos ardían: había perdido la confianza y la esperanza de su juventud para siempre.

—Bueno —concluyó Bonar Heurisx—. Nuestros aventurados planes se han ido al garete.

—No tan deprisa —respondió Ghyl—. Hemos venido a hacer negocios y los haremos.

—¿Hablas en serio?

—Todavía podemos intentar algo. —Ghyl fue a su armario, se quitó la blusa blanca, se puso unos pantalones oscuros de Daillie y una camisa negra y ceñida.

Bonar Heurisx le miró, desconcertado.

—¿Vamos a salir esta noche?

—Salgo yo solo. Espero llegar a una especie de acuerdo.

—¿Por qué no esperar a mañana? —se lamentó Bonar Heurisx.

—Mañana sería demasiado tarde. Mañana estaré tranquilo y seré de nuevo razonable, y nunca más podré aprovechar la cólera.

Bonar Heurisx no hizo ningún comentario. Ghyl terminó sus preparativos. Debido a la presencia de funcionarios en los portillos de control, no se atrevió a llevar todos los objetos que le hubiera gustado, y se contentó con un rollo de cinta adhesiva y un oscuro sombrero que se caló en el cráneo desnudo.

—Probablemente estaré fuera dos horas. Si no he vuelto mañana por la mañana, marchaos sin mí.

—De acuerdo. ¿Qué intentas?

—Hacer negocios. De un modo u otro.

Ghyl salió de la nave. Volvió al puesto de control, se sometió a un apático cacheo, en busca de objetos de contrabando, y recibió un nuevo pase.

—Tenga más cuidado con éste que con el último. Y atento a las tabernas con chicas. Le harán proposiciones, y mañana se levantará con la boca pastosa y sin ningún billete en el bolsillo.

—Estaré atento.

Ghyl tomó de nuevo la Línea Elevada hacia la Ciudad Este: el más desolado y triste de todos los barrios durante la noche. Una vez más, se acercó a las quince hectáreas de terreno que rodeaban el depósito de las Hermandades Asociadas y las oficinas del Boimarc. Furtivo como un animal, se acercó a la verja. El depósito estaba a oscuras, excepto una luz que relucía en el cuarto de guardia. En las oficinas del Boimarc había un grupo de ventanas encendidas.

Dos proyectores a cada lado iluminaban el terreno donde, durante el día, las carretillas elevadoras cargaban y descargaban furgones aéreos y fardos.

Manteniéndose en la sombra de un poste roto, Ghyl examinó todo lo que le rodeaba. La noche era negra y húmeda. Al este se alzaban las reventadas ruinas de antiguas filas de inmuebles. Lejos, al sur, las torres de Vashmont dejaban ver algunas luces amarillas a mucha altura. Más cerca de él, vio la débil luz roja y verde de una taberna. En el suelo, la bruma que procedía del océano giraba alrededor de los proyectores.

Ghyl se acercó a la verja de entrada, cerrada y barrada, que sin duda estaría provista de sistemas de alarma sensoriales. No ofrecía ninguna esperanza de poder ser franqueada. Empezó a rodear el terreno y no tardó en llegar a un punto donde la tierra húmeda se había hundido en un pozo, dejando un estrecho paso. Ghyl se arrodilló, amplió la abertura, y pronto pudo arrastrarse bajo la verja.

Acurrucándose, deslizándose en la oscuridad, se acercó a las oficinas del Boimarc por el norte. Miró a través de las ventanas a las salas vacías. Había algo de luz, pero no se oía nada, ni había signos de que hubiera alguien.

Ghyl miró a derecha e izquierda, retrocedió, dio vuelta al inmueble, intentando abrir prudentemente todas las puertas y ventanas pero, como había esperado, todas estaban cerradas. En el extremo este, un pequeño anexo estaba en construcción, y Ghyl escaló la nueva obra de mampostería, hacia un talud que llevaba al edificio principal y, desde allí, al tejado. Escuchó. Ningún ruido.

Ghyl atravesó el techo con pasos de lobo y no tardó en encontrar un ventilador que arrancó y por cuyo hueco pudo saltar a una habitación en el último piso que se empleaba como almacenillo.

Se dirigió tranquilamente a la planta baja, con los sentidos tensos y alerta, y finalmente pudo escrutar las oficinas principales. La luz se filtraba regularmente por los paneles incandescentes. Escuchó los chasquidos de un aparato automático. La habitación, como todo lo anterior, estaba desierta.

Ghyl hizo un rápido examen de la zona, reparando en las diversas puertas, por si acaso tenía que efectuar una salida precipitada. Luego, con más confianza, volvió a la oficina del Señor Dugald. Miró detrás de la mesa y allí, en su soporte, se hallaba el tampón. En la bandeja había nuevos pedidos todavía sin validar. Ghyl tomó tres, y acercándose al mecanismo del inventario, se instaló para descifrar los formularios, su código y los métodos por los que se imprimían.

Posteriormente, estudió las informaciones inscritas en la pantalla de la calculadora automática del almacén.

Pasó el tiempo. Ghyl hizo unos cuantos pedidos de prueba, relacionándolos constantemente con los formularios que le servían de modelo y en las notas explicativas destinadas a los operadores, y, al fin, hizo uno, que verificó con sumo cuidado. Por lo que podía juzgar… era perfecto.

Hizo desaparecer las pruebas de su trabajo y volvió a colocar los pedidos que le habían servido de muestra. Luego, tomando el sello del Señor Dugald, validó el documento.

Y, a partir de aquel momento, ¿qué hacer? Ghyl estudió un aviso pegado con cinta adhesiva a la consola del ordenador: un cuadro de modalidades y tiempos de entra, donde verificó sus sospechas. El pedido tenía que ser llevado al servicio de expedición del almacén.

Ghyl dejó las oficinas siguiendo el mismo camino que había empleado para llegar a ellas, sin atreverse a emplear las puertas por temor a ser descubierto.

Manteniéndose en la sombra, observó el almacén sumido en la oscuridad, excepto por las luces de la pequeña garita de los celadores.

Ghyl se acercó al almacén por detrás, subió una rampa hasta el muelle de carga, se dirigió a un ángulo del edificio, con paso rápido y furtivo. Miró a su alrededor y vio la cercana garita en la que había sentados dos guardianes. Uno tricotaba un traje, el otro se balanceaba adelante y atrás, con los pies apoyados en una estantería.

Ghyl se alejó, atravesó el muelle, intentando abrir las puertas. Todas estaban cerradas. Ghyl suspiró tristemente. Encontró un trozo de madera que podía usar como ariete, tomó posiciones y esperó. Pasaron quince minutos. El guarda que tricotaba echó un vistazo a un reloj de péndulo, se levantó, encendió una linterna y le dijo algo a su camarada. Luego se fue a hacer la ronda. Pasó delante de Ghyl silbando entre dientes una canción que no lo era. Ghyl se hundió en las sombras: el velador de noche se detuvo ante una puerta, batalló con las llaves y metió una en la cerradura.

Ghyl se deslizó tras él y abatió el trozo de madera. El guardia se derrumbó. Ghyl le quitó las armas, la linterna, le ató y amordazó con la cinta adhesiva.

Con un último vistazo a su alrededor, Ghyl abrió la puerta y entró en el oscuro depósito. Paseó la luz de un lado a otro: balas de mercancías, cajas, carpetas, se apilaban en estantes marcados Perfectos, Primeros, Segundos. El despacho de expedición se hallaba inmediatamente a su izquierda. Ghyl entró en él y acercó la linterna a los mostradores. Pudo ver en alguna parte una pila de hojas arrugadas y amarillas… allí, en un soporte lateral. Ghyl avanzó, examinó los pedidos. La hoja de encima era la más antigua, con el número más bajo. Ghyl quitó aquella hoja, escribió el número de orden en su propio pedido y lo dejó en la pila.

Volvió corriendo a la puerta. El velador gemía, todavía inconsciente. Ghyl le metió al interior del depósito y le dejó junto a una pila de cajas. Puso dos en el suelo, cerca de la cabeza del guardia y desordenó las demás. Devolvió la linterna, el arma y las llaves al hombre, le quitó la cinta adhesiva y se marchó a toda prisa.

Tres cuartos de hora más tarde, Ghyl estaba de vuelta a bordo del Grada donde encontró a Bonar tenso y ansioso.

—¡Has estado fuera mucho tiempo! ¿Qué has hecho?

—¡Un negocio excelente! ¡Casi todo! O eso espero. Estaremos listos por la mañana. —Exultante, Ghyl explicó lo que había pasado—… y todos Perfectos, ¡y Perfectos Reservados! ¡He encargado las mejores piezas del almacén! ¡El no va más! ¡Oh, qué buena broma para el Señor Dugald!

Heurisx le escuchaba anonadado.

—¿Y el riesgo? ¿Supongamos que lo descubren?

Ghyl hizo un gesto tranquilizador con la mano.

—¡Es impensable! Pero, en cualquier caso… Debemos estar listos para partir sin perder un segundo. En eso estoy de acuerdo.

—¡Nunca he robado ni un céntimo! —gritó Bonar Heurisx angustiado—. ¡No voy a empezar ahora!

—¡No robamos! Nos lo llevamos… ¡y pagamos!

—¿Pagar? ¿Cuándo? ¿A quién?

—A su debido tiempo, a los que acepten nuestro dinero. Bonar se derrumbó en un asiento frotándose la frente con cansancio.

—Algo irá mal, ya verás. Es imposible robar…

—Perdona, negociar.

—… robar, negociar, expoliar, poco importa la palabra que elijas, tan fácilmente.

—¡Ya lo veremos! Si todo va bien, la carga llegará poco después de amanecer.

—¿Y si va mal?

—Ya te lo he dicho… estaremos listos para despegar.

La noche pasó lentamente, y finalmente llegó el alba. Ghyl y Bonar esperaban, como si estuvieran sentados sobre brasas, el pesado cargamento, o los vehículos negros de cinco ruedas de los Agentes Especiales.

Una hora después de amanecer, un oficial del puerto subió la rampa de carga.

—¡Hola, Gradal!

—¿Sí? —respondió Bonar Heurisx—. ¿Qué pasa?

—¿Esperan un flete?

—En efecto.

—En ese caso, abran las escotillas y prepárense para recoger las mercancías. ¡Aquí en Ambroy nos gusta la eficacia!

—A sus órdenes.

Diez minutos más tarde, la primera carretilla se detenía al lado del Grada.

—Deben haberse gastado una fortuna —dijo el conductor—. Sólo hay Perfectos y Perfectos Reservados.

Bonar Heurisx emitió un sonido que no le comprometía a nada. En total, seis furgones desfilaron hasta el Grada.

—Habéis limpiado todos los Perfectos —dijo el conductor del sexto—. Nunca había visto un cargamento parecido. En el almacén todo el mundo se hacía preguntas.

—Descargue y no traiga nada más. La cala está llena hasta el borde —le respondió Ghyl.

—De todos modos, no queda casi nada de valor —murmuró el hombre—. Bueno, fírmeme el recibo.

Ghyl tomó el bono de entrega y, movido por un súbito impulso, firmó «Emphyrio».

—¡Cerrad las escotillas y despegad! —le gritó Bonar a la tripulación,

—Justo a tiempo —observó Ghyl—. ¡Ya llegan los Agentes Especiales! —añadió, señalándoles con el dedo.

El Grada se elevó en los aires mientras que en la pista, bajo ellos, una docena de Agentes Especiales saltaban de los vehículos negros para detenerse acto seguido y seguirles con la vista.

Ambroy se empequeñeció y Halma acabó por convertirse en una esfera. Damar, marrón purpúreo, cayó hacia un lado. Los propulsores gimieron más secamente, y el Grada pasó a conducción espacial.

Jodel Heurisx quedó estupefacto al ver la calidad y cantidad de las mercancías.

—¡Esto no es un cargamento, es un tesoro!

—Representa la acumulación de varios siglos —asintió Ghyl—. Sólo hay artículos que han alcanzado la calificación de Perfectos. Mire este biombo: el Ser Alado… es el primero que hizo mi padre, lo pulí y enceré después de su muerte.

—Apártelo —ofreció espontáneamente Jodel Heurisx—. Quédeselo.

Ghyl sacudió la cabeza tristemente.

—Véndalo con el resto. Sólo me trae pensamientos melancólicos.

Pero Jodel Heurisx no quería que el sentimentalismo le dominase.

—Algún día tendrá un hijo. ¿No sería un hermoso regalo que hacerle?

—Si no ocurre algún desgraciado accidente.

—El biombo es suyo. Lo guardaré hasta que lo necesite.

—Oh, de acuerdo. ¿Quién sabe lo que nos reserva el porvenir?

—El resto del flete será enviado a la Tierra. ¿Para qué vamos a perder tiempo con ventas en provincias? Es en la Tierra donde se encuentran las grandes fortunas, los antiguos palacios: conseguiremos el dinero de los entendidos. Una suma deberá reservarse para las Hermandades de Ambroy. Deduciremos los gastos del viaje. El resto se dividirá en tres partes. Habrá una fortuna para cada uno de nosotros. ¡Ghyl Tarvoke, al final será financieramente independiente!