17

Una semana más tarde, la gabarra llegó a un muelle de cemento, en las afueras de Daillie. Ghyl saltó a tierra firme, esperando vagamente la recepción de los Agentes de la Protección Social, o la de la policía local. Pero los muelles estaban desiertos, a excepción de dos estibadores que tiraban de las amarras de la gabarra y que no le prestaron la menor atención.

Ghyl se dirigió hasta las calles. A los dos lados se hallaban depósitos y complejos industriales hechos de cemento blanco, paneles de vidrio ondulado azul verdoso, techos lisos, convexos, de espuma blanca solidificada. Todo brillaba y se reflejaba bajo la luz de Capella. Ghyl partió hacia el noreste, en dirección al centro de la ciudad. Un viento fresco, vigoroso, soplaba por las calles, agitando la ropa de Ghyl hecha jirones y, al menos eso esperaba, llevándose el mal olor de las pieles y los reybirs.

Todo dejaba entender que aquél era un día de fiesta: las calles estaban desiertas, los limpios y ordenados edificios estaban silenciosos, y no había más sonido que el del soplo del viento.

Durante una hora, Ghyl caminó sin encontrar un alma viviente. La calle trepaba hacia la cresta de una colina rasa y, más allá, se extendía la inmensa ciudad, de la que se elevaban un centenar de prismas de cristal de diferentes dimensiones, algunos tan altos como las esqueléticas construcciones del Solar de Vashmont, todos centelleando y parpadeando bajo la luz de Capella.

Ghyl bajó por una calle bañada por el sol, entrando en un barrio de viviendas cúbicas y blancas. En aquel momento, pudo ver a las primeras personas: nativos de piel morena, de pequeña talla, de rasgos pesados, de ojos negros y cabellos oscuros, apenas diferentes de los habitantes de Attegase. Dejaron sus actividades para ver pasar a Ghyl, que fue todavía más consciente del mal olor de las pieles, de su ropa de otro mundo sucia y rota, de la barba que llevaba muy crecida y de los revueltos cabellos. A un lado de la calle, vio un mercado: una enorme construcción de nueve lados con nueve paneles translúcidos por encima, todos de distintos colores, formando un techo. Un hombre de edad avanzada, apoyado en un bastón, le aconsejó que se dirigiera a la barraca de algún cambista. Ghyl dio cinco monedas y recibió a cambio un puñado de discos metálicos. Compró ropa local y botas y se dirigió a un albergue donde se limpió lo mejor que pudo y se cambió de ropa. Un barbero le afeitó y le peinó a la moda del lugar, y así, más limpio y menos llamativo, Ghyl siguió hacia el centro de Daillie, haciendo la mayor parte del trayecto en una acera móvil pública.

Alquiló una habitación en una hostería barata que daba al río, y también se bañó en una habitación octogonal, estucada con bandas de maderas aromáticas. Tres niños, con el cráneo rapado y sexo indefinido, se ocuparon de él. Le rociaron con una pasta oleosa, le golpearon ligeramente con abanicos de plumas suaves, y le echaron encima chorros de agua efervescente, primero caliente y luego fría.

Una vez refrescado, Ghyl tomó sus nuevas ropas y se fue a pasear en el mediodía que acababa. Comió al borde del río, en un restaurante de ventanas camufladas tras pantallas semejantes a las esculpidas en Ambroy. El interés de Ghyl, momentáneamente despertado, desapareció cuando vio que el material con el que estaban hechas era una pasta sintética homogénea. Se le ocurrió que había visto muy pocos materiales naturales en Daillie. Había gruesas formas de cemento, de cristal, de materiales sintéticos de un tipo u otro, pero poca madera, piedra o arcilla cocida, y aquella carencia daba una curiosa esterilidad a Daillie, un vacío limpio barrido por el viento y el sol.

Capella se hundió detrás de las torres de cristal. La oscuridad cayó sobre la ciudad y el interior del restaurante quedó en la penumbra. Unos bulbos de cristal con una docena de insectos luminosos, tachonados de diversos colores pálidos, fueron llevados a cada una de las mesas. Ghyl se recostó en el asiento y, bebiendo té agrio a pequeños sorbos, repartió su atención entre los pequeños insectos y los parroquianos que se encontraban en las mesas vecinas. La Estepa de Rakanga, los bouns de la aldea del desierto, Ttegase y el albergue de Voma quedaban muy lejos. Lo que había pasado a bordo del yate espacial no era más que una pesadilla medio olvidada. ¿El taller de la Plaza de Undle? La boca de Ghyl marcó una sonrisilla desencantada. Pensó en Shanne. Qué agradable sería tenerla al otro lado de la mesa, con el mentón sobre los dedos cruzados de las manos juntas, con sus ojos reflejando la luz de los insectos. ¡Cuánto se habrían divertido explorando la ciudad! ¡Y luego visitando otros planetas extraños!

Ghyl sacudió la cabeza. Un sueño imposible. Podía considerarse bastante afortunado si el Señor Fanton, en razón de su impaciencia, o de la presión de las circunstancias, no le planteaba una demanda. Si se hubiera quedado con el grupo, siempre a la vista, recordándoles continuamente los ultrajes y las ofensas, nada habría podido desanimar al Señor Fanton para no acusarle de piratería. Pero, lejos de su vista, lejos del corazón, el Señor Fanton podría estimar indigno de su rango pleitear con un hombre del pueblo. Ghyl volvió al albergue, y fue a acostarse, seguro de no volver a ver ni al Señor Fanton, ni a Dama Radance ni a Shanne.

Daillie era una ciudad importante, tanto en extensión como en población, con un carácter particular, aunque singularmente fugitivo y difícil de calificar. Los componentes eran fácilmente identificables: las grandes extensiones de calles bañadas por el sol, constantemente barridas por el viento; los limpios edificios, esencialmente homogéneos en arquitectura, hábilmente construidos con sustancias sintéticas; una población de gentes vivas y despiertas que daban, sin embargo, una sensación de contención, de convencional absorción en sus propios asuntos. El puerto espacial se hallaba cerca del centro de la ciudad, y navíos procedentes de todo el universo humano recalaban en Daillie, pero parecían no levantar mucho interés. No había enclaves de gentes de otros mundos, y pocos restaurantes especializados en comida de otros planetas. Los diarios y revistas se consagraban especialmente a los asuntos locales: deportes, negocios y transacciones, actividades de las Catorce Familias y de sus parientes. El crimen era inexistente o voluntariamente ignorado. De hecho, Ghyl no vio ningún dispositivo para hacer respetar la ley, ni policía, ni milicia, ni funcionarios de uniforme.

El tercer día, Ghyl se cambió a una hostería todavía más barata, cercana al puerto espacial. El cuarto día, descubrió la existencia de la Oficina Pública de Información, y se fue a ella de inmediato.

El funcionario anotó sus peticiones, trabajó algunos instantes en una mesa de codificación y pulsó unas cuantas teclas en un pupitre inclinado. Unos testigos luminosos parpadearon y brillaron, y una cinta de papel apareció en una bandeja.

—No hay muchos datos —comentó el empleado—. Enverios, un patólogo de Gangalaya, muerto el pasado siglo. I.H. … ¿No? Aquí hay un Emphyrio, uno de los primeros déspotas de Alma, I.H. ¿Es su hombre? También hay un Enfero, músico de la Tercera Era.

—¿Qué hay sobre Emphyrio, el déspota de Alma? ¿Hay más información?

—Sólo lo que le he dicho. Y las referencias del I.H., evidentemente.

—¿Qué quiere decir I.H.?

—Instituto Histórico de la Tierra, que es quien facilita los datos.

—¿Podría darme el Instituto informes complementarios?

—Supongo que sí. Hay informes detallados de cada suceso importante de la historia de la humanidad.

—¿Cómo podría conseguir esas informaciones?

—No hay problema. Pediremos que nos las busquen. El precio es treinta y cinco bices. Hay que esperar, naturalmente, tres meses, que es el tiempo de espera de mensajería con la Tierra.

—Mucho tiempo.

El empleado asintió.

—Pues no puedo proponerle nada más rápido… a menos que vaya usted mismo a la Tierra.

Ghyl salió de la Oficina de Información se dirigió al puerto espacial tomando un vehículo de superficie. La terminal era un medio globo de cristal, gigantesco, rodeado de césped, vías exprés de cemento blanco, áreas de estacionamiento. ¡Suntuoso!, pensó Ghyl, recordando el miserable puerto espacial de Ambroy. Pese a todo, sentía que algo le faltaba. ¿Qué podía ser? ¿El misterio? ¿La aventura? Y se preguntó si los jóvenes de Daillie, al visitar el puerto espacial, sentirían el mismo temor y maravilla que él, cuando furtivamente, con Floriel, penetraba en el puerto espacial de Ambroy… El pérfido Floriel. El curso de sus pensamientos llevó a Ghyl a plantearse cuestiones sobre el Señor Fanton. Apenas puso los pies en la terminal, sus especulaciones perdieron todo valor. A menos de veinte metros de él estaba Shanne. Llevaba un traje fresco y blanco, sandalias de plata. Sus cabellos estaban lustrosos y limpios, pero parecía extraviada y agotada, y su tez tenía un tono rosáceo, enfermizo.

Haciendo lo posible por pasar inadvertido, Ghyl miró a su alrededor. En un mostrador estaban el Señor Fanton y la Dama Radance, los dos tiesos y orgullosos, como si, incluso en aquel momento, las pruebas que habían padecido pesasen sobre ellos. Shanne se unió a ellos, y los tres cruzaron la terminal, atrayendo las miradas incluso allí, donde se mezclaban con los viajeros de cincuenta mundos, en razón de su porte, de su reserva: ¡a causa de la Diferencia!

Ghyl tenía la plena certeza de que el Señor Fanton no le había denunciado a las autoridades: de hecho, probablemente debía pensar que había abandonado el planeta.

Quedándose prudentemente aparte, Ghyl se ocupó de sus propios asuntos. Supo que cualquiera de las cinco compañías de transporte le llevaría a la Tierra con el lujo y el estilo que eligiera. El precio mínimo era de mil doscientos bices: mucho más de la suma que tenía.

Ghyl salió del puerto espacial y volvió al centro de Daillie. Si quería ir a la Tierra, debía ganar una suma importante, aunque no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Quizá se limitase a llamar a la Oficina de Información para obtener los datos que deseaba… Divagando, Ghyl paseó por la Gran vía, una calle bordeada de tiendas de lujo que vendían toda clase de artículos, y donde encontró por casualidad un objeto que le sacó por completó de sus preocupaciones anteriores.

El objeto, una pantalla esculpida de hermosas dimensiones, ocupaba una posición escogida en la vitrina de Jodel Heurisx, Agente comercial. Ghyl se detuvo en seco y se acercó al escaparate. El biombo había sido esculpido para representar un frondoso enrejado, un viñedo. Un centenar de pequeños rostros le miraban gravemente. En la placa podía leerse: RECUÉRDAME.

Cerca del ángulo inferior derecho, Ghyl encontró su propia cara de niño. Justo al lado, se encontraba la de su padre, mirándole.

La vista de Ghyl se hizo brumosa, y apartó los ojos. Cuando pudo ver nuevamente, volvió a examinar la tabla. El precio era de cuatrocientos cincuenta bices. Ghyl intentó convertir la cifra en valores interplanetarios y luego en créditos de la Protección Social. Rehizo los cálculos. Un error, ciertamente: ¿sólo cuatrocientos cincuenta bices? Amianto había cobrado quinientos por su trabajo: no mucho, cierto, teniendo en cuenta el orgullo, el amor y la aplicación con la que Amianto había tallado sus obras. Era curioso. Realmente curioso. De hecho… sorprendente.

Entró en la tienda y un empleado, vestido con la bata blanca y negra de los dependientes, se acercó a él.

—¿Qué desea, señor?

—El biombo de la vitrina… ¿está bien el precio de cuatrocientos cincuenta bices?

—En efecto, señor. Un poco caro, pero es de una factura excepcional.

Ghyl gesticuló, perplejo. Fue hacia la vitrina, examinó cuidadosamente la pantalla para ver si había sido dañada o maltratada. Parecía en perfecto estado. Ghyl la observó más de cerca y la sangre estuvo a punto de helársele en las venas. Se volvió lentamente hacia el empleado.

—Esto es una reproducción.

—Naturalmente, señor. ¿Qué esperaba? El original es inestimable. Se encuentra en el Museo de Gloria.

Jodel Heurisx era un hombre enérgico, de rostro agradable, de edad indeterminada, rechoncho, fuerte y de modales decididos. Su oficina era una habitación enorme inundada por la luz del sol. Tenía muy pocos muebles: una mesa, una banqueta, dos sillas y un taburete. Heurisx se encontraba sentado en su taburete; Ghyl estaba en el borde de una silla.

—Y, bien, joven, ¿quién es usted? —preguntó Heurisx.

Ghyl se vio en dificultades para dar una respuesta coherente. Dijo sin preámbulos:

—La pantalla que tiene en la vitrina es una reproducción.

—Sí, una hermosa reproducción: en madera prensada y no en plástico, como es costumbre. No tan lujosa como el original, evidentemente. ¿Qué le ocurre?

—¿Sabe quién la esculpió?

Heurisx, mirando a Ghyl frunciendo el ceño interrogativamente, inclinó la cabeza.

—La pantalla está firmada «Amianto». Un miembro de la Cooperativa de Thurible, sin duda una persona rica y célebre. Todos los artículos de Thurible son caros, pero son de una calidad superior.

—¿Puedo preguntarle quién le consiguió el biombo?

—Puede, y le contestaré: la Cooperativa de Thurible.

—¿Es un monopolio?

—Para tales artículos, sí.

Ghyl se quedó sentado medio minuto con el mentón clavado en el pecho.

—Supongamos que alguien pudiera romper ese monopolio de alguna manera.

Heurisx se echó a reír y se encogió de hombros.

—La cuestión no es romper un monopolio, sino destruir lo que parece ser una cooperativa poderosa. ¿Por qué, por ejemplo, ese Amianto, iba a tratar con un recién llegado cuando tiene a su disposición un organismo excelente que funciona de maravilla?

—Amianto era mi padre.

—¿De verdad? ¿Dice que era?

—Sí, ha muerto.

—Lo siento. —Jodel Heurisx examinó a Ghyl con prudente curiosidad.

—Por haber esculpido ese biombo cobró quinientos bices. Jodel Heurisx se echó hacia atrás por la impresión.

—¿Qué? ¿Quinientos bices? ¿Nada más?

Ghyl habló con triste disgusto.

—Yo esculpí algunos por los que cobré setenta y cinco créditos. Unos doscientos bices.

—Sorprendente —murmuró Jodel Heurisx—. ¿Dónde vive?

—En la ciudad de Ambroy, en Halma, lejos de aquí; más allá de Mirabilis.

—Vaya. —Heurisx no conocía evidentemente nada de Halma, ni quizá del Gran Cúmulo de Mirabilis—. ¿Así que los artesanos de Ambroy venden a Thurible?

—No. Nuestra organización comercial es el Boimarc. Ellos son quienes deben tratar con Thurible.

—Quizá sean lo mismo —sugirió Heurisx—, quizá les estén expoliando sus propios compatriotas.

—Eso es imposible. Las ventas del Boimarc son verificadas por los Señores de las Hermandades, y los Señores se llevan sus porcentajes. Si hubiera especulaciones, los señores no serían menos robados que la gente del pueblo.

—Alguien saca enormes beneficios —observó Heurisx soñadoramente—. Está claro. Es alguien en la cima del monopolio.

—Supongamos, como le he dicho, que se pudiera romper ese monopolio.

Heurisx se golpeó el mentón con el dedo.

—¿Cómo podría hacerse?

—Iríamos a Ambroy, en una nave, y compraríamos directamente al Boimarc.

Heurisx alzó las manos en señal de protesta.

—¿Me toma por rico? Soy una menudencia comparado con los Catorce. No poseo navíos espaciales.

—¿Podría alquilar un cargo interestelar?

—Por un precio exorbitante. Naturalmente, supongo que los beneficios serían importantes… siempre que el grupo Boimarc aceptase vendernos sus artículos.

—¿Por qué no iba a hacerlo? Si le ofrecemos el doble o el triple del precio anterior. Todo el mundo ganaría con ello: los artesanos las Hermandades, los agentes del Servicio de Protección Social, y hasta los señores. Nadie perdería, a excepción de Thurible, que se ha beneficiado mucho tiempo del monopolio.

—Parece razonable. —Heurisx se echó hacia atrás, contra la mesa—. ¿Y cómo evalúa su posición? Actualmente, no tiene nada que aportar para contribuir a la empresa.

Ghyl le miró con incredulidad.

—No tengo más que mi vida. Si me cogen, seré rehabilitado.

—¿Es usted un criminal?

—En cierto sentido.

—Haría bien en renunciar ahora mismo.

Ghyl podía sentir el calor de la cólera en la piel de la cara, pero controló la voz cuidadosamente.

—Naturalmente, me gustaría obtener la independencia financiera, pero eso no importa. Mi padre fue explotado, le robaron la vida. Quiero destruir Thurible, y si lo consigo, no querré nada más.

Heurisx dejó escapar una corta risotada.

—Bien; no quiero engañarle, ni a usted ni a nadie. Supongamos, tras maduras reflexiones, que acepto poner el navío y correr con todos los riesgos financieros… pienso que me podrían corresponder dos tercios del beneficio neto y a usted un tercio.

—Es más que aceptable.

—Vuelva mañana, le comunicaré mi decisión.

Cuatro días más tarde, Jodel Heurisx y Ghyl se encontraron en un café al borde del río donde los Agentes de Daillie trataban la mayor parte de sus negocios. Un hombre joven acompañaba a Heurisx; tendría unos diez años más que Ghyl y casi no dijo nada.

—He conseguido un navío: el Grada —anunció Heurisx—. Es más grande de lo esperado, pero no me cuesta derechos de flete, pues pertenece a mi hermano: Bonar Heurisx.

Señaló a su acompañante

—Participaremos juntos en esta aventura; va a llevar a Luschein un cargamento de instrumentos especiales, a Halma, donde, según el Directorio de Rolver, hay un mercado de tales artículos. Los beneficios no serán importantes, pero bastarán para cubrir los gastos. Luego, usted y yo, podemos llevar el Grada a Ambroy y comprar los productos artesanales, tal y como me explicó. El riesgo financiero queda reducido al mínimo.

—Desgraciadamente, el riesgo personal subsiste.

Heurisx dejó en la mesa una placa barnizada.

—Esto, una vez haya sido impresionado con su fotografía, le identificará como Tal Gans, residente de Daillie. Le teñiremos la piel, le depilaremos el cráneo y le vestiremos según la moda local. Nadie podrá reconocerle, a excepción de sus amigos íntimos, a los que, sin duda alguna, evitará.

—No tengo amigos íntimos.

—Le confío a mi hermano para que vele por él. Es un poco más terco que yo y un poco menos prudente: en resumidas cuentas, exactamente el hombre soñado para esta aventura. —Jodel Heurisx se levantó—. Les dejo juntos y les deseo a los dos buena suerte.