El Déme negro y oro había partido. La soledad era total. El grupo se hallaba en una inmensa sabana, limitada parcialmente al este y al oeste por las pequeñas jorobas de unos pilones de basalto o caliza. El cielo era de un azul claro y luminoso, completamente distinto del malva y polvoriento de Halma. Un lecho de hierba les llegaba hasta los tobillos, hierba amarilla entre la que crecían flores escarlatas, que se extendía hasta perderse de vista, cambiando el color a un ocre mostaza en la lejanía. Aquí y allá se veían las formas de negros arbustos y algunos árboles igual de negros, macizos, frondosos y desgarrados. Resultaba evidente que era por la mañana. El sol, Capella, estaba a medio camino de su ascenso por los cielos y aparecía rodeado por un halo blanco: algo parecido a la luz que flota por encima del océano; y el paisaje, al este, estaba bañado por una bruma luminosa.
Bueno, pensó Ghyl, aquél era el mundo lejano que había soñado con visitar durante toda su vida. Rió con ironía. Nunca, ni en sus sueños más locos, había imaginado verse un día como un náufrago en un mundo lejano, en compañía de dos señores y de tres damas. Les observó, a la sombra de un árbol-esponja, todavía con sus lujosos ropajes y los sombreros de ala ancha. De nuevo, a Ghyl le resultó imposible contener una divertida carcajada. Si él estaba desconcertado, no era nada en comparación con el espectáculo incongruente, casi grotesco, que daban los señores. Hablaban entre ellos, rápidamente, haciendo gestos nerviosos, mirando a un lado, luego al otro, pero parecían dirigir la atención especialmente hacia las colinas. De pronto, fueron conscientes de la presencia de Ghyl, y empezaron a mirarle con odio.
Ghyl se acercó a ellos y éstos retrocedieron con disgusto.
—¿Sabe alguien dónde estamos? —les preguntó.
—Es la Estepa de Rakanga, en el planeta Maastricht —respondió brevemente Fanton, antes de darse la vuelta, como para excluir a Ghyl de la conversación.
—¿Hay ciudades o pueblos cerca de aquí? —preguntó Ghyl cortésmente.
—En alguna parte. Ignoramos dónde —respondió Fanton por encima del hombro.
Ilseth, un poco menos arisca que Fanton, observó:
—Tus amigos han hecho lo posible por dejarnos en un mal trance. Es la zona más salvaje de Maastricht.
—Sugiero —dijo Ghyl— que no volvamos al pasado. Es verdad, era parte del grupo que se apropió del navío, pero no quería hacerles ningún mal. Recuerden que les he salvado la vida.
—Nos impresionas —dijo Fanton fríamente.
Ghyl señaló un punto con el dedo, muy lejos, a través de la sabana.
—Veo una corriente de agua a lo lejos, o al menos una hilera de árboles. Si llegamos allí, y si hay agua, podría conducirnos a algún sitio habitado.
Fanton pareció no comprenderle y se dedicó a discutir seriamente con Ilseth, mirando ambos fijamente las colinas con expresión de deseo. Las mujeres de más edad murmuraban entre ellas. Shanne miraba a Ghyl con expresión impenetrable. Ilseth se volvió hacia las Damas.
—Lo mejor sería ir a las colinas para escapar de estas infernales llanuras. Con suerte, encontraremos una gruta o algún abrigo.
—Muy bien —asintió Fanton—. No queremos pasar la noche a la intemperie en un planeta desconocido.
—¡Oh, no! —murmuró la Dama Jacinta con tono de horror.
—Vamos, partamos. —Fanton se inclinó antes las damas e hizo un movimiento airoso con el brazo. Las damas, mirando aprensivamente a los cielos, empezaron a desfilar por la sabana, seguidas por los Señores Fanton e Ilseth.
Ghyl, embarazado, les siguió con la mirada. Les gritó:
—¡Esperad! ¡Os olvidáis la comida y el agua!
—¡Llévalas tú! —respondió Fanton por encima del hombro.
Ghyl le miró tan furioso como divertido.
—¡Qué! ¿Queréis que lleve todo esto?
Fanton se detuvo y examinó los bultos.
—Sí, todo. Dudo que sea suficiente.
Incrédulo, Ghyl se rió.
—¡Llevad vosotros las provisiones!
Fanton e Ilseth miraron a su alrededor, frunciendo el ceño de irritación.
—Otra cosa. —Ghyl señaló las colina, donde una gibosa cabeza, inmóvil, les vigilaba. Mientras la miraban, se levantó sobre los cuartos traseros para observarles más atentamente—. Es un animal salvaje —dijo—, y es muy probable que sea feroz. Y no tenéis armas. Además, si apreciáis la vida, no os vayáis sin comida ni agua.
—Es muy cierto eso que dice —refunfuñó Ilseth—. No tenemos elección.
Fanton volvió a disgusto.
—Vamos, dame el arma y lleva las provisiones.
—No —respondió Ghyl—. Llevaréis vuestros víveres. Yo me voy al norte, en dirección al río que me llevará sin duda a alguna colonia humana. Si vais a las colinas, pasaréis hambre y sed, y probablemente os maten las bestias salvajes.
Los señores levantaron la vista al cielo, miraron al norte, al otro extremo de la sabana, sin entusiasmo.
—He bajado las maletas. Si tenéis ropa más resistente, os sugiero que os cambiéis.
Los señores y las damas no le prestaron la menor atención. Ghyl dividió las provisiones en tres partes, y los señores se echaron los bultos que les tocaban a hombros y, con repugnancia, partieron.
Ya van dos veces que les salvo la vida a estos señores, pensó Ghyl mientras avanzaban penosamente por la sabana. Sin duda alguna, me denunciarán como pirata en el mismo instante en que lleguemos a la civilización. Me colgarán, o me harán sufrir la pena que esté en vigor en este mundo. Así que… ¿qué hago?
Si Ghyl hubiera estado menos preocupado por su futuro, habría podido disfrutar de aquel viaje por la sabana. Los señores eran una fuente constante de maravillas. Por turnos, animaban e insultaban a Ghyl, y luego se negaban a reconocer su existencia. Le sorprendía continuamente su superficialidad, su incapacidad casi total para adaptarse al entorno. Les asustaba el espacio libre y corrían para buscar el cobijo de los árboles. Su herencia, pensó Ghyl, es responsable de su conducta. Durante siglos, han vivido como niños mimados, sin tener que decidir nada importante. Se sentían poco inclinados a considerar nada que no fuera el momento presente. Sus emociones, aunque teatrales, nunca eran profundas. Tras las primeras horas, Ghyl aceptó sus debilidades con mucha calma. Pero ¿cómo llevarles a la seguridad de la civilización y salir, al mismo tiempo, sano y salvo? La perspectiva de convertirse en un fugitivo en un planeta extraño atormentaba a Ghyl.
Los señores dieron a entender muy pronto que preferían viajar de noche antes que de día. Con una candidez desarmante, le dijeron a Ghyl que los espacios parecían menos grandes, y que la claridad de Capella sería, consecuentemente, evitada. Pero muchos animales siniestros acechaban en la sabana. Ghyl temía especialmente a uno: una criatura sinuosa de siete metros de largo, con un cuerpo delgado y liso, y ocho largas partes, un ser en el que pensaba con el nombre de «furtivo», debido a su forma de moverse. En la oscuridad, podría deslizarse hacia ellos sin ser visto, y tomar a uno cualquiera entre sus mandíbulas. Pero había otras criaturas casi igual de horribles: bestias cortas, saltarinas, parecidas a barriles metálicos llenos de pinchos; serpientes gigantes que se deslizaban sobre un centenar de diminutas patas; hordas de lobos rojos desprovistos de pelo que ya habían obligado al grupo, en dos ocasiones, a trepar a los árboles. Así que, a pesar de las preferencias de los señores, Ghyl se negó a viajar después de la caída de la noche. Fanton le amenazó con seguir sin él, pero tras escuchar una serie de llamadas y aullidos siniestros, decidió quedarse bajo la protección del arma de Ghyl. Este último hizo un fuego bajo un gran árbol-esponja, y el grupo comió algo.
Ghyl abordó el tema que constituía su mayor preocupación.
—Estoy en una posición singular —les dijo a Fanton y a Ilseth—. Como sabéis, era uno de los que os han causado todos vuestros problemas.
—Es algo que se me va raramente de la cabeza —respondió Fanton cortante.
—También es mi problema. No quería haceros ningún mal, ni tampoco a las damas. Simplemente, quería el yate. Por eso considero que es mi deber ayudaros a llegar a la civilización.
Fanton, mirando el fuego, respondió con una inclinación de cabeza amenazante y ominosa.
—Si os quedaseis solos, me extrañaría que sobrevivierais mucho tiempo. Pero también tengo que pensar en mis propios intereses. Quiero vuestra palabra de que, si os llevo a algún lugar seguro, no me denunciaréis a las autoridades.
La Dama Jacinta farfulló de furia.
—¿Te atreves a imponer condiciones? Míranos y mira los ultrajes a que nos hemos visto sometidos, a la incomodidad que padecemos, y ahora…
—¡Dama Jacinta, no me entiende! —exclamó Ghyl.
Ilseth hizo un gesto de indiferencia.
—Muy bien, acepto. Después de todo, este hombre ha hecho todo lo que ha podido por nosotros.
—¿Qué? —se opuso Fanton con voz apasionada—. ¡Te olvidas que ha sido su afán de venganza lo que le llevó a robarme el yate! ¡Sólo le prometo que tendrá el castigo que se merece!
—En ese caso, nos separaremos y seguiré un camino distinto al vuestro —declaró Ghyl.
—¡De acuerdo, dame el arma!
—¡Ja! No haré ni intención.
—Vamos, Fanton, muéstrate razonable —intercedió Ilseth—. Estamos en una situación poco corriente. Debemos mostrarnos magnánimos. —Se volvió hacia Ghyl—. En lo que a mí concierne, el acto de piratería está olvidado.
—¿Y usted, Señor Fanton?
Fanton gruñó amargamente.
—Oh, está bien.
—¿Y las damas?
—Serán discretas; al menos, eso supongo.
Una cálida brisa llegó de la penumbra, una bofetada de olor abyecto que hizo nacer en Ghyl un picor de desagrado. Los señores y las damas parecieron no notarlo.
Ghyl se levantó y escrutó la oscuridad. Se volvió para descubrir que los señores y las damas se disponían a descansar.
—¡No, no! —gritó presuroso—. Por nuestra propia seguridad, tenemos que trepar a los árboles, lo más alto posible.
Los señores se quedaron inmóviles, mirándole con ojos glaciales.
—Como queráis —dijo Ghyl—, vuestras vidas son vuestras. —Alimentó el fuego con las ramas de un árbol muerto, levantando una irritada queja de Fanton.
—¿Tienes que hacer un fuego que parece el infierno? ¡Las llamas son detestables!
—Por aquí hay bestias —respondió Ghyl—. El fuego nos permitirá verlas. Y os ruego que subáis a los árboles.
—Es ridículo —declaró la Dama Radance—. ¿Cómo íbamos a descansar colgados de las ramas? ¿No tienes consideración con nuestra fatiga?
—En el suelo, seréis vulnerables —respondió Ghyl cortésmente—. En el árbol, dormiréis menos cómodos, pero estaréis más seguros. —Trepó a las ramas y se colocó en un cruce de los más altos.
Los señores y las damas murmuraban, a disgusto. Finalmente, Shanne se levantó de un salto y trepó al árbol. Fanton ayudó a la Dama Radance, y juntos escalaron el tronco y se pusieron en una rama cerca de la de Ghyl. La Dama Jacinta, quejándose amargamente, se negó a trepar más allá de una rama ingente que había a unos tres metros del suelo. Ilseth sacudió la cabeza, exasperado, y se puso en otra rama un poco más arriba.
Las llamas fueron bajando de intensidad y, de la penumbra, llegó un conjunto de ruidos sordos, un gemido lejano. Todos se quedaron tranquilamente tumbados.
Pasó el tiempo. Ghyl dormía intermitentemente y, en medio de la noche, fue consciente de un olor nauseabundo. El fuego casi estaba muerto.
Un ruido de pasos lentos se elevó desde el suelo. Una enorme criatura oscura se acercaba, trotando con pasos sordos, atravesando el herboso terreno. Hizo una pausa cerca del árbol, con una pata en las brasas. Luego se estiró, arrancó a Dama Jacinta de la rama baja y se la llevó mientras la mujer gritaba horriblemente. Ghyl no veía lo bastante como para disparar. Treparon aún más arriba, y ya no durmieron.
La noche era verdaderamente muy larga. Fanton e Ilseth estaban acurrucados en silencio, en la copa del árbol. La Dama Radance emitían intermitentemente un sonido aflautado, como el gorjeo de un ave irritada. Shanne dejaba escuchar de forma ocasional algún suspiro de desesperación. El aire se hizo más frío y húmedo por el rocío. La Dama Radance y Shanne se estiraron y se calmaron.
Finalmente, una banda de luz verdosa se formó en el cielo, al este, extendiéndose hacia arriba hasta convertirse en los bordes de un halo rosa; luego, hubo un centelleo de luz blanca, intenso, y un resplandor seguido de la aparición de un disco al tiempo que Capella iluminaba el horizonte.
Despavoridos, bajaron del árbol. Ghyl encendió una hoguera que sólo él encontró reconfortante.
Tras un desayuno infame, se pusieron en camino hacia el norte. Ghyl, perplejo, notó que el señor Ilseth no parecía ni traumado ni entristecido por la pérdida de la Dama Jacinta, ni tampoco los demás parecían muy preocupados por ello. ¡Gente extraña!, se sorprendió Ghyl. ¿Tienen sentimientos o la vida es sólo un juego para ellos? Escuchó cuando los señores y las damas recobraron un poco de aplomo y empezaron a hablar entre ellos, ignorando a Ghyl por completo. Fanton e Ilseth señalaron una vez las colinas, y empezaron a torcer hacia el oeste, antes de que Ghyl les devolviera a la ruta precedente.
A mitad de la mañana, unas nubes negras se alzaron al sur, como un pozo hirviente. Hubo ráfagas de viento, silbantes, y luego una granizada como Ghyl no había visto, que caló a los viajeros con trozos de hielo. Ghyl se inmovilizó, con los brazos cruzados por encima de la cabeza. Los señores y las damas corrieron en todas direcciones, dispersándose en la tormenta, como insectos, mientras Ghyl les miraba estupefacto.
La tempestad terminó tan bruscamente como había empezado. En una hora, el cielo estuvo de nuevo despejado, y Capella resplandeció sobre la sabana brillante. Pero los señores estaban sombríos, desesperados, agresivos. Sus maravillosos sombreros de ala ancha colgaban lacios, tenían desgarradas las pantuflas, sucios los trajes de filigrana. Sólo Shanne, quizá por su juventud, no estaba de mal humor, y empezó a avanzar detrás del grupo, junto a Ghyl. Por primera vez desde que los piratas se apoderaran del yate, hablaron. Para su sorpresa, Ghyl descubrió que ella no había reconocido al joven del Baile del Condado. Cuando Ghyl se lo recordó, ella le miró, sorprendida.
—¡Qué coincidencia! ¡Estuviste en el Baile del Condado… y ahora estás aquí!
—Una coincidencia muy extraña —aprobó Ghyl tristemente.
—¿Por qué eres tan malvado? ¡Un pirata, un raptor! Inspirabas tanta confianza, parecías tan inocente, me acuerdo bien.
—Sí, tus recuerdos no te confunden. Podría explicarte el cambio, pero no lo entenderías.
—De todos modos, eso no cambiaría nada. Mi padre te denunciará en cuanto hayamos llegado a la civilización, ¿te das cuenta de eso?
—¡La noche pasada, él e Ilseth se comprometieron a no hacerlo! —gritó Ghyl.
Shanne le miró vivamente, y no dijo nada.
A mediodía, alcanzaron la línea de árboles que, efectivamente, bordeaba una corriente de agua. Después, por la tarde, llegaron a un lugar en que el pequeño arroyo se vertía en un río poco profundo a lo largo del cual corría un sendero apenas marcado. Poco después, los viajeros penetraron en una ciudad abandonada, consistente en una docena de cabañas construidas con troncos de un color gris deslavado. Ghyl propuso pasar la noche en el interior de una de ellas y, por una vez, los señores aceptaron sin discutir. Los muros interiores de la cabaña habían sido impermeabilizados con una pasta de viejos periódicos, impresos con unos caracteres que Ghyl no podía leer. No pudo evitar que se le hiciera un nudo en la garganta por el temor ilógico de ver tantas duplicaciones. Había imágenes marchitas: hombres y mujeres con extraños ropajes, navíos espaciales, construcciones de una naturaleza insólita para Ghyl, y un mapa de Maastricht que estudió durante media hora sin sacar de él el menor dato útil.
Capella fue tragado por un magnífico halo dorado, amarillo, escarlata y bermejo, totalmente distinto de las puestas de sol malva deslucido y amarillo ocre de Halma. Ghyl hizo un fuego en el antiguo hogar de piedra, lo que irritó a los señores.
—¿Es necesario que haga tanto calor, tanta claridad, con todas esas horribles llamas? —se quejó Dama Radance.
—Supongo que quiere ver claro para poder comer —dijo Ilseth.
—¿Pero por qué este imbécil se asa como una salamandra? —preguntó Fanton de mal humor.
—Si hubiera apretado el fuego la noche pasada —replicó Ghyl—, y si la Dama Jacinta hubiera seguido mi consejo de trepar más arriba en el árbol, estaría viva todavía.
Al escuchar aquello, los señores y las damas se callaron, y parpadearon nerviosos. Luego, retirándose a los rincones más oscuros de la cabaña, se apretaron contra los muros. Una conducta que Ghyl consideró, cuando menos, sorprendente.
Durante la noche, algo intentó abrir la bamboleante puerta de la cabaña, que había sido atrancada por Ghyl. El joven se levantó, buscando a tientas el arma. Las brasas, en la chimenea, despedían un brillo rojizo. La puerta se sacudió nuevamente y, luego, en el exterior, Ghyl escuchó unos pasos, parecidos a los de un hombre. Ghyl siguió el sonido, detrás del muro, hasta una ventana. Recortándose contra el cielo iluminado por las estrellas, pensó ver la forma de una cabeza humana, o casi humana. Ghyl tiró hacia ella un trozo de madera. Hubo un ruido sordo y una exclamación. Después, el silencio. Un poco más tarde, Ghyl escuchó nuevos sonidos al otro lado de la puerta: una respiración pesada, un arañazo, un pequeño chirrido. Luego, otra vez, el silencio.
Al amanecer, Ghyl fue prudentemente hacia la puerta y la abrió con toda precaución. El suelo, en el exterior, no parecía pisoteado. No había lazos, ni cuerdas tensas que hicieran tropezar, ni dardos, ni ganchos. Entonces, ¿cuál había sido el significado de la actividad de la noche? Ghyl estaba en el umbral, buscando a su alrededor el rastro de una trampa.
El señor Ilseth se levantó y se puso a su espalda.
—Apártate, por favor.
—Un instante. Más vale asegurarse de que no hay peligro.
—¿Que no hay peligro? ¿Por qué iba a haberlo? —Ilseth apartó a Ghyl y salió. El suelo cedió bajo su pie. Retiró la pierna y, sujeta al tobillo, se hallaba una criatura rolliza, de mejillas encarnadas, parecida a un pez gordo, o a un sapo enorme y largo. Ilseth atravesó la aldea corriendo, gimiendo, dando patadas sin soltar la cosa que se le había clavado en el tobillo. Luego, lanzando un súbito gruñido de agonía, se alejó dando grandes saltos desordenados. Desapareció detrás de una fila de arbustos negros y frondosos y no reapareció.
Ghyl inspiró profundamente. Tanteó por el suelo con un bastón y descubrió otras cinco trampas. Fanton, mirando por encima de su hombro, no decía palabra.
Dama Radance y Shanne, gimiendo tanto de perplejidad como de terror, pudieron finalmente salir de la cabaña. El grupo dejó precavidamente la terrible aldea y se alejó siguiendo la orilla del riachuelo. Durante horas, caminaron bajo la sombra de ingentes árboles, de troncos gruesos y rojizos, de follaje abundante y verdoso. Cientos de pequeñas criaturas, parecidas a esqueletos de monos, se agarraban a las ramas, gritando y charloteando, dejando caer ramitas ocasionalmente. Serpientes voladoras se reflejaban en el sol y en la sombra. Detrás, de vez en cuando, Ghyl creía notar que algo les seguía. Otras veces, era una raíz, una turbulencia en la superficie del agua que parecía casi acompañarles. A mediodía, aquellos indicios reveladores desaparecieron y, una hora más tarde, llegaron a una región cultivada. Los campos habían sido plantados con viñas y arbustos cubiertos con cosas verdes, bulbos de pulpa negra y calabazas. No tardaron en penetrar en una pequeña aldea, compuesta por barracas y cabañas de madera diseminadas de modo desordenado a lo largo de la orilla del río. Los habitantes de la aldea eran bajos y morenos, con cabezas redondas, ojos negros y facciones duras y pesadas. Llevaban bastas capas, marrones y grises, con capuchones cónicos, y largas babuchas de cuero, puntiagudas. Cada uno de ellos tenía signos cabalísticos tatuados en las mejillas. No era un pueblo afable, y todos miraban a los viajeros con una indiferencia hostil. Fanton les habló secamente, y ellos le respondieron en una lengua que a Ghyl le sorprendió entender, aunque tenían un acento muy marcado.
—¿Qué pueblo es éste?
—Attegase.
—¿A qué distancia se encuentra la ciudad más próxima?
—Es Daillie… Un viaje de trescientos kilómetros.
—¿Cómo podemos llegar a Daillie lo antes posible?
—No hay un modo rápido. No tenemos ninguna razón para darnos prisa. Dentro de cinco días podréis tomar la barcaza que pasa por aquí. Podéis tomarla y llegar hasta Reso, y de allí, tomar un flotador aéreo hasta Daillie.
—Bueno. Debo comunicarme con las autoridades. ¿Dónde está el Spay más próximo?
—¿El Spay? ¿Qué es eso?
—Un aparato de comunicación. El teléfono, una radio a larga distancia.
—No tenemos. Esto es Attegase, no Hyagansis. Si queréis encontrar cosas de ésas, tendréis que ir allí.
—Bien, ¿y dónde está ese Hyagansis? —preguntó Fanton.
El hombre y los otros nativos se echaron a reír.
—¡No hay Hyagansis, no existe! Fanton hizo una mueca y se volvió.
—¿Dónde podemos alojarnos cinco días? —preguntó Ghyl.
—Hay una especie de taberna, a lo largo del canal. Es frecuentada por los borrachos y los escluseros. Quizá la vieja Voma pueda ocuparse de vosotros. Quizá no, si ha estado comiendo reybirs. Se atraca tanto que es incapaz luego de hacer nada.
Los viajeros fueron denostando hasta la taberna, junto al canal: un lugar extraño, hecho de madera labrada, con un enorme techo puntiagudo, grotescamente alto, en el que deformes tragaluces sobresalían en ángulos inesperados. Uno de los rincones del edificio había sido preparado para soportar una baranda y, en diagonal, en una esquina de ésta, bajo una viga desmesurada, se encontraba la entrada.
La taberna era más pintoresca desde el exterior que desde el interior. La tabernera, una mujer descuidada con un mandil negro, aceptó albergar al grupo. Estiró una mano frotándose el pulgar y el índice.
—Dadme algo de dinero. No puedo dar buena comida a gente que no puede pagar, y nunca he visto un grupo de patanes tan payasos como vosotros, si me perdonan. ¿Qué os ha pasado? ¿Os habéis caído del embarcadero aéreo?
—Algo parecido —respondió Ghyl. Mirando a Fanton de soslayo, sacó algo de dinero del que había cogido de las maletas de los señores—. ¿Cuánto quiere?
Voma examinó las piezas.
—¿Qué es esto?
—¡Valores interplanetarios! —ladró Fanton—. ¿Nunca ha tenido visitantes de otros planetas?
—Algunos se detienen a veces aquí, bajando el canal, y me piden que les dé una nota de los gastos. No me tome por tonta, señor, tengo inclinaciones a divertirme y soy bastante famosa por burlarme de la gente.
—Enséñenos las habitaciones. La pagaremos, no se preocupe.
Las habitaciones estaban razonablemente limpias, pero la comida —tubérculos negros hervidos, de olor rancio— era bastante distinta a la que estaban acostumbrados los señores.
—¿Son reybirs? —preguntó Ghyl.
—Exactamente. Sazonados, con caldo y chinches.
—Tráiganos fruta fresca —sugirió Fanton—, o un caldo solo.
—Lo siento, señor, pero le puedo traer una jarra de vino de swabow.
—Muy bien, traiga el vino y también un trozo de pan.
Pasó el día y, durante la tarde, Ghyl, sentado en el bar, explicó que habían llegado a pie desde el sur tras haber abandonado un aparato aéreo que se había estrellado. La conversación cesó.
—¿Venís del sur? ¿Atravesando la Estepa de Rakanga?
—Supongo que ése es el nombre del desierto. Algo nos atacó en una aldea abandonada. Me pregunto lo que sería.
—Un boun, claro. Algunos dicen que son hombres. Por eso está desierta la ciudad. Los bouns los cogieron a todos. Son seres crueles y astutos.
Al día siguiente, Ghyl encontró a Shanne que paseaba sola, cerca del canal. No protestó cuando se unió a ella, y se sentaron en la orilla, a la sombra de un árbol-disco de color plata y oro.
Durante un tiempo, miraron cómo pasaban los barcos por el canal. Las embarcaciones eran movidas por velas cuadradas y ondulantes, y a veces por motores de campo eléctrico. Ghyl se inclinó para pasarla el brazo, pero ella le esquivó.
—Vamos —dijo Ghyl—. La última vez que estuvimos sentados junto al agua no fuiste tan remilgada.
—Era el Baile del Condado, y las cosas eran diferentes. Y no eras, de momento, ni vagabundo, ni pirata.
—Creí que habíamos echado el telón al pasado.
—No del todo. Mi padre cuenta con denunciarte en cuanto lleguemos a Daillie.
Ghyl se incorporó apoyándose en el codo.
—¡Pero prometió y me dio su palabra…!
Shanne le miró con divertida sorpresa.
—¿No creerás que va a mantener un trato celebrado con un hombre del pueblo? Un pacto sólo sirve entre iguales. Siempre ha contado con que serías castigado, y severamente.
Ghyl inclinó la cabeza lentamente.
—Ya veo… ¿por qué me has advertido?
Shanne se encogió de hombros e hizo una ligera mueca.
—Supongo que porque soy perversa, o vulgar, o porque me aburro. Salvo contigo, no hay con quien hablar. Y sé que no eres tan vicioso como los otros.
—Gracias. —Ghyl se levantó—. Creo que voy a volver a la posada.
—Te acompaño… Me pongo muy nerviosa con tanta luz y el espacio abierto.
—Sois extraños.
—No. Es que vosotros no sois… perceptivos. No tenéis conciencia de las texturas y las sombras.
Ghyl tomó sus manos, y se quedaron un instante cara a cara, en la orilla.
—¿Por qué no olvidas que eres una dama y te vienes conmigo? Comparte la vida de un vagabundo y deja todo a lo que estás acostumbrada.
—No —le respondió sonriendo fríamente, con la cabeza vuelta a la otra orilla del canal—. No tienes que contar conmigo, cosa que, haces, evidentemente.
Ghyl se inclinó lo más ceremoniosamente que pudo.
—Lamento haberte causado tantos problemas.
Volvió al albergue y buscó a Voma.
—Me voy. Toma. —Le dio unas monedas—. Esto cubrirá lo que debo.
La mujer miró las monedas con la boca abierta.
—¿Y los otros? Ese cara de ajo del Señor Fanton me ha dicho que pagarías lo de todo el mundo.
Ghyl se rió despectivamente.
—¿Me tomas por tonto? Que se lo paguen ellos.
—Como quiera, señor. —Voma dejó caer las monedas en el bolso.
Ghyl se fue a su habitación, tomó su bulto, bajó corriendo hasta el canal, llegando justo a tiempo de saltar a borde de una gabarra que pasaba. Iba completamente cargada de pieles de reybirs en salmuera, y exhalaba un olor agresivo; pero era, pese a todo, un medio de transporte. Ghyl llegó a un arreglo con el timonel y se dirigió al puente delantero, frente al viento. Se instaló de modo que pudiera ver desfilar el campo circundante y reflexionó sobre su situación. Viajes, aventura, independencia financiera: era la vida que siempre había deseado, y a lo que había llegado… con la excepción, no obstante, de la independencia financiera. Contó el dinero: doscientas doce unidades de cambio interplanetarias, lo que se llamaban valores. Aquello bastaría para cubrir sus gastos de tres o cuatro meses, quizá más si se mostraba ahorrativo. Algo parecido a la independencia financiera. Ghyl se apoyó en una bala de pieles y, mirando las copas de los árboles que desfilaban lentamente, pensó en el pasado, en el maloliente presente y se preguntó lo que podría depararle el porvenir.