Floriel Huzsuis, Sonjaly Rathe, Nion Bohart, Ghyl Tarvoke: con trajes fantásticos, con las identidades enmascaradas por antifaces, subieron a la canoa.
Floriel empezó a remar, dirigiendo la canoa hacia la otra orilla, en dirección al pabellón, que ya estaba iluminado por fuegos de bengalas verde tiza, rosas, amarinas y millares de pequeñas luces multicolores.
Floriel sujetó la embarcación mientras los pasajeros descendían, luego ató una amarra a una argolla y subió al embarcadero. El pabellón estaba ante ellos: una tarima de madera pulida, con compartimentos privados y áreas con vistas panorámicas a cada lado. Al nivel del suelo, una doble hilera de tenderetes, decorados de un modo exquisito, ofrecían vino y otros refrescos a los presentes.
Un funcionario recibió a los cuatro recién llegados y marcó los billetes de entrada. Se aventuraron hacia la pista, en compañía, quizá, de otras cien personas. ¿Señores? ¿Damas? ¿Beneficiarios de la campiña circundante? ¿De la ciudad? ¿Nocops como Floriel, Sonjaly, Nion?
Ghyl no podía establecer diferencias entre unos y otros, y se preguntó si Nion, habitualmente tan bien informado, sería capaz de nacerlo.
Se hicieron con una provisión de vasos de cristal tallado, verdoso, con vino de Edel, en uno de los tenderetes de bebidas, y se quedaron mirando el espectáculo. Los músicos subieron a un estrado todos ellos llevaban trajes de saltimbanquis de cuadros blancos y negros. Afinaron los instrumentos: un sonido penetrante y anunciador de alegría, tan dulce como la propia música. Rascaron los violines hicieron zumbar las concertinas y empezaron a tocar una alegre canción.
Los bailes de la época eran extremadamente tranquilos, muy diferentes de las caracolas del Último Imperio, o de las vueltas y saltos orgiásticos que se podían ver en los puertos marinos del Continente Sur. Había varios tipos de pavanas, así como numerosos minuetos y, para los más jóvenes, una especie de balanceo, una danza agitada y muy atractiva. En cada caso, las parejas estaban uno al lado del otro, tomados de la mano o abrazados.
La primera canción era un adagio y la danza correspondiente consistía en un paso lento, un cupé, una reverencia hacia adelante, otra hacia atrás, levantando la rodilla tanto como era posible y manteniéndose inmóvil mientras la orquesta interpretaba un motivo para flauta, tras lo cual, la serie se repetía.
Ghyl, que no tenía ganas de bailar, ni habilidad, miraba a Nion avanzar intencionadamente hacia Sonjaly, simplemente para ver a Floriel dar un paso rápido para colocarse ante él y arrastrar a Sonjaly, entre irritada y divertida, por la pista de baile.
Nion retrocedió para llegar al lado de Ghyl, con una sonrisa dulce e indulgente.
—Pobre Floriel, ¿cuándo lo entenderá?
Los bailarines avanzaban y retrocedían, efectuando sus pasos por la pista, a veces graciosos y luego grotescos, o primero grotescos y luego graciosos. Había disfraces de todos los tipos: payasos, demonios, héroes, seres de las estrellas y de los tiempos remotos, criaturas imaginarias, de pesadilla, hadas. El pabellón estaba soberbio, con el centelleo del metal, los suaves reflejos de la seda, los velos de todos los colores, cuero, madera, terciopelo negro. Nion le tocó a Ghyl en el brazo.
—Cerca de la cúpula es donde se reúnen todos los señores. Mira cómo miran discretamente de un lado a otro. Es vergonzoso que tengan que mostrarse tan prudentes. ¿Por qué no han de mezclarse más libremente con la gente ordinaria?
Ghyl se abstuvo de observar que notaba miedo, lo mismo que orgullo y arrogancia. Con curiosidad, preguntó:
—¿Cómo sabes que son señores?
—Por sus modales. Son diferentes en varios sentidos. Mira como se agrupan cerca de los muros. Algunos dicen que le han cogido miedo a los espacios abiertos después de vivir tanto tiempo en sus moradas elevadas. Su equilibrio también se ha visto afectado; si bailas con una dama, lo notarás enseguida. Son ligeras, pero irregulares, no tienen sentido alguno de ritmo.
—¡Oh! ¿Has bailado con una dama alguna vez?
—Lo he hecho, y más de una vez… Mira, obsérvales: se pavonean, charloteando, discutiendo tópicos… ¡son sabios y muy aburridos! Los señores y las damas llegaron en pequeños grupos que se fueron fragmentando. Uno a uno, se deslizaban fuera del pabellón, como criaturas mágicas que se atrevieran a emprender viaje por un mar peligroso.
Ghyl escrutó los balcones más altos.
—¿Dónde están los garriones? ¿Están arriba, entre las sombras?
—Quizá. —Nion se encogió de hombros como señal de su ignorancia al respecto—. ¡Mira a los señores! ¡Mira cómo devoran a las chicas con la mirada! ¡Salidos como wisnets machos! ¡Si les dieras diez minutos, dejarían embarazadas a todas las mujeres del pabellón!
Ghyl siguió su gesto, pero ya todos eran muy parecidos, pues las damas y los señores se habían mezclado entre la multitud.
La música se detuvo; Sonjaly cruzó la pista con Floriel.
—Los señores están allí —les dijo Nion—. Un grupo, en todo caso, pero puede haber más.
Sonjaly quería que le enseñaran a los señores, pero, en aquel momento, el propio Nion se veía en dificultades para distinguirles de los simples beneficiarios.
La música volvió a sonar; una pavana lenta. Floriel quiso acaparar inmediatamente a Sonjaly, pero la chica sacudió la cabeza.
—No, gracias, querría descansar un poco.
Ghyl, observando a los bailarines, estimó que el paso de danza entraba dentro de sus posibilidades. Determinado a mostrarse tan desenvuelto y galante como los demás, Ghyl se presentó a una chica de formas generosas, vestida con un traje de escamas verdes con un antifaz del mismo color, y la condujo a la pista de baile.
Su tarea le salió bastante bien, o al menos se felicitó por ella.
La chica tenía muy pocas cosas que decir: vivía en los suburbios de Godlep, donde su padre ejercía la función de Jefe de la pesa pública.
—¿Un Jefe de las pesas? —preguntó Ghyl—. ¿Pertenece a la Hermandad de los Escribas o a la de Guardianes de Instrumentos? ¿O a la de los Funcionarios?
—A la de los Funcionarios. —Señaló a un joven vestido con anillos entrelazados con rayas negras y rojas—. Mi novio. Él también es funcionario, con un buen porvenir, aunque es posible que nos tengamos que marchar al sur, a Ditzim.
Sonjaly se había recuperado de la fatiga; bailaba con Nion, que la guiaba con una seguridad, precisión y brío del que Ghyl no habría sido capaz. Sonjaly le abrazaba, y se apretaba contra él sin ningún miramiento por la sensibilidad de Floriel.
La música concluyó; Ghyl devolvió la chica de escamas verdes a su novio, y bebió una copa de vino para tranquilizarse.
Nion y Sonjaly fueron a pasearse al otro extremo del pabellón. Floriel se enfado y gruñó.
Al otro lado de la pista apareció un grupo de señores y damas. Los hombres llevaban diversos disfraces: guerreros radamesianos, druidas, kalks, príncipes bárbaros, tritones. Una dama iba cubierta de cristales grises, otra con relámpagos azules, otra con plumas blancas.
Los músicos prepararon los instrumentos y, en un momento, sonó de nuevo la música. Una persona vestida con una coraza cobriza esmaltada de negro, con pantalones cortos de rayas ocre y negras, y un gorro bronce y negro, se inclinó ante Sonjaly. Con una descarada mirada hacia Nion, se alejó tomada del brazo del desconocido. Ghyl se preguntó si sería un señor. Tenía todo el aspecto. Un cierto orgullo en su conducta, su altivez, le identificaban como tal. Ghyl pensó que Nion parecía ofendido.
La velada prosiguió. Ghyl intentó trabar conocimiento con varias chicas, obteniendo éxitos relativos. Sonjaly, cuando estaba a la vista, siempre estaba en compañía del joven señor revestido de cobre, negro y marrón. En cuanto a Floriel, bebía más vino del necesario, y miraba a todas partes con aire amenazador. Nion Bohart parecía más irritado con él que con la frivolidad de Sonjaly.
La atmósfera se fue relajando en el pabellón. Los bailarines se desplazaban más libremente, ejecutando los pasos con suavidad, con la punta de los zapatos señalando el exterior, las rodillas dobladas, a veces grotescamente altas, las cabezas inclinadas oscilando de un lado a otro. Ghyl, quizá por perversidad, no quería dejarse ganar por el ambiente. Se sentía cada más molesto e irritado consigo mismo. ¿Era tan obstinado, estaba tan crispado, que no podía entregarse al placer? Le chimaron los dientes cuando decidió sobrepasar en galantería a los más galantes, por un esfuerzo de pura voluntad, ya que no le quedaba otro remedio. Dio una vuelta por el pabellón y se detuvo bruscamente ante una chica de formas deliciosas, vestida con un traje blanco y con un antifaz del mismo tono. Era muy elegante, esbelta, y sus cabellos eran negros. Ghyl la había visto ya antes. La joven había bailado una o dos veces y bebido algo de vino; le pareció tan alegre y apasionada como podía desear. Cada uno de sus movimientos le pegaba el traje al cuerpo, que, evidentemente, iba desnudo. Viendo la atención de Ghyl, inclinó la cabeza hacia un lado, de modo provocativo. El corazón de Ghyl pareció ir a explotar, que se le hizo un nudo en la garganta. Ghyl avanzó paso a paso, súbitamente tímido, aunque hubiera vivido cien veces escenas parecidas en su imaginación. La chica le parecía familiar, y el momento le transmitía una sensación de déjá-vu. La impresión se hizo tan intensa que, cuando hubo dado uno o dos pasos, Ghyl se detuvo.
Sacudiendo la cabeza, perplejo, estudió a la joven desde las sandalias blancas hasta el antifaz. Ella emitió un sonido de divertida consternación.
—¡Eres muy crítico! ¿Soy tan grotesca o temible?
—No, no —balbuceó Ghyl—. ¡Claro que no! ¡Eres absolutamente encantadora!
Las comisuras de la boca de la chica se crisparon, y tomó la decisión de seguir con su juego.
—Hay otras más guapas que yo, pero no haces nada más que mirarme a mí. ¡Estoy segura de que me encuentras extraña, o especial!
—¡Seguro que no! Pero tengo la impresión de que nos hemos visto antes, de que nos hemos conocido… en alguna parte… aunque no recuerdo en qué circunstancias. ¡Seguro que me acordaría!
—Eres muy amable. Y debo decir que también yo me acordaría. Que no es el caso —le dedicó la más encantadora de las miradas—, ¿o quizá sí? Me parece reconocer, como has dicho, algo familiar en ti, como si ya nos conociéramos.
Ghyl se adelantó, con el corazón latiéndole fuertemente, la garganta llena de un maravilloso y dulce dolor. Tomó sus manos y ella se abandonó.
—¿Crees en los sueños premonitorios?
—Pues… sí. Quizá.
—¿Y en la predestinación y en los misterios del amor?
La joven se rió, emitiendo un sonido deliciosamente velado, y apartó las manos.
—Creo en cien cosas maravillosas. Pero ¿no va a encontrar la gente extraño que nos quedemos aquí quietos declarando nuestra filosofía?
Ghyl miró hacia la multitud y, embarazado, respondió:
—Entonces… ¿quieres bailar? O, si lo prefieres, nos sentamos allí y nos bebemos una copa de vino.
—Prefiero beber un poco de vino… No me gusta bailar especialmente.
Un nuevo pensamiento dominó la mente de Ghyl, o más bien una especie de certidumbre subió desde su subconsciente. Aquella chica no era una beneficiaría: ¡era una dama! ¡La Diferencia era evidente! En su voz, en su aspecto, en la marcada fragancia que la rodeaba.
Exaltado, Ghyl se procuró unas copas de vino de Gade y llevó a la chica a un banco cubierto de cojines, en la sombra.
—¿Cómo te llamas?
—Shanne.
—Yo, Ghyl. —La miró inquisitivamente—. ¿Dónde vives?
Hizo un gesto amplio; era una chica alegre, con un centenar de actitudes animadas y una expresión irónica.
—Aquí, allí, en todas partes. Vivo donde me encuentro.
—Evidentemente. Yo también. Pero ¿vives en la ciudad o… arriba, en una torre?
Shanne alzó las manos, fingiendo desesperación.
—¿Quieres robarme mis secretos? Y si no mis secretos, ¿mis sueños? Soy Shanne, una vagabunda sin reputación, dinero o esperanzas.
Ghyl no se dejó engañar. La Diferencia era evidente; aquella indefinible particularidad que distinguía a los señores y a las damas del pueblo. ¿Un aura parapsíquica? ¿Un olor casi imperceptible, limpio y fresco como el ozono, quizá debido al contacto largo e íntimo con las capas superiores de la atmósfera? Sea como fuese, el efecto era delicioso. Ghyl se tensó ante un pensamiento desagradable. ¿Sería verdad lo recíproco? ¿Quizá la gente común les parecieran sucios, molestos y pesados, y con relentes nauseabundos? Los señores, que estaban tan ávidos por seducir a las chicas beneficiarías, no debían pensar lo mismo. Sentían la necesidad de conocer las pasiones honestas y sin afectaciones. Quizá la misma situación se daba entre las damas y los hombres del pueblo… La idea era desagradable y, de hecho, vagamente repugnante. Ghyl nunca había estado enamorado en serio. Su atracción por Sonjaly le parecía estúpida. Sonjaly, que en aquel momento bailaba de nuevo pegada a Nion. ¡Qué vulgar, comparada con Shanne!
Shanne parecía por lo menos favorablemente dispuesta —maravilla de las maravillas—, pues le pasó la mano por el brazo y se dejó caer hacia atrás lanzando un suspiro, con su hombro tocando el suyo.
—Adoro el Baile del Condado —dijo Shanne en voz baja—. Siempre hay tanta animación, tantas maravillas.
—¿Habías venido alguna vez? —preguntó Ghyl, sufriendo por todas las experiencias que no había compartido con ella.
—Sí, el año pasado. Pero tuve muy poca suerte. La persona que encontré era… grosera.
—¿Grosera? ¿Cómo? ¿Qué hizo?
Pero Shanne sonrió enigmáticamente apretando amistosamente el brazo de Ghyl.
—Si te lo preguntó —le explicó— es porque no quiero cometer los mismos errores.
Shanne se echó a reír, y Ghyl se quedó en la ignorancia, preguntándose qué groserías habría hecho aquel hombre.
Shanne se levantó de un salto.
—Ven; esta música me gusta; es una serenata de Mang. Quiero bailar.
Ghyl miró dudoso hacia la pista.
—Me parece terriblemente complicado. No conozco nada de baile.
—¿Cómo? ¿No saltas y bailas en el Templo?
La chica se burlaba de él, o eso pensó Ghyl. Bueno, era igual. Y su instinto había tenido razón. Era, ciertamente, una joven dama.
—He dado muy pocos saltos —dijo—, los menos posibles. Como pago, Finuka me ha dado unas piernas poco hábiles, y no querría que pensases de mí que soy un patán. En el embarcadero hay una canoa; ¿quieres que te lleve a dar un paseo por el río?
Shanne le lanzó una rápida y calculadora mirada y se pasó la lengua por los labios.
—No —dijo con una voz pensativa—. No sería algo que me… beneficiase.
Ghyl se encogió de hombros.
—Intentaré bailar.
—¡Magnífico! —Le sujetó para ayudarle a levantarse y, durante un segundo en que se quedó sin aliento, se pegó contra él, para que sintiera todos los contornos de su cuerpo. La piel de Ghyl se estremeció, las rodillas se le volvieron cálidas y débiles. Escrutando la cara de Shanne, la vio sonreír, una lenta sonrisa secreta, y Ghyl no supo qué pensar.
Ghyl no bailaba mejor de lo prometido, pero Shanne parecía no notarlo y, la verdad, es que ella no lo hacía mejor que él, limitándose a seguir, aparentemente, el ritmo de la música. Una vez más, Ghyl tuvo la certeza de que era una joven dama.
¡Claro! No había querido ir con él al río por temor a que la raptase; resultaba evidente que no habría podido meter al gamón en la canoa. Ghyl se rió ahogadamente. Shanne levantó la cabeza.
—¿Por qué te ríes?
—Me siento feliz de estar vivo —dijo Ghyl con gravedad—. Shanne la vagabunda es la criatura más seductora que haya conocido.
—Soy Shanne la vagabunda por esta noche —dijo, y sonó como si lo lamentase ligeramente.
—¿Y mañana?
—Chitón. —Puso la mano en los labios de Ghyl—. ¡Nunca pronuncies esa palabra! —Echando un rápido vistazo a derecha e izquierda, le condujo entre la multitud, hasta el banco.
Empezaba a haber un cierto relajo entre los presentes. Los bailarines se tambaleaban, giraban y se pavoneaban con los ojos brillantes detrás de las máscaras. Algunos ejecutaban extravagantes piruetas, otros se detenían para besarse febrilmente, como si el mundo no existiera a su alrededor.
Borracho de colores, sonidos y belleza tanto como de vino, Ghyl pasó el brazo alrededor de la cintura de Shanne que, dejando que la cabeza le reposara en su hombro, levantó la vista hacia su cara.
—¿Sabes que puedo leer los pensamientos? Me gustan los tuyos. Eres fuerte, bueno e inteligente… Pero demasiado severo. ¿De qué tienes miedo? —Mientras hablaba, su rostro se acercó al suyo. Ghyl, sintiéndose como en un sueño, se aproximó un poco más; sus caras se encontraron, y la besó. Ghyl explotó interiormente. ¡Nunca, nunca más sería el mismo! ¡Qué cobarde e insignificante había sido el antiguo Ghyl Tarvoke! No había ya nada que estuviera por encima de su capacidad; qué abyectos le parecían sus objetivos anteriores… Besó de nuevo a Shanne.
La chica suspiró.
—Soy una desvergonzada. Te conozco apenas hace una hora.
Ghyl tendió la mano hacia su antifaz, lo levantó y miró su rostro.
—Desde hace mucho más tiempo. —Levantó el suyo—. Me reconoces.
—Sí. No. No sé.
—Piensa en el pasado… ¿Hace ocho años? Quizá nueve. Tú estabas en tu yate espacial. Un Déme negro y oro. Dos golfillos subieron a escondidas a bordo. ¿Te acuerdas ahora?
—Naturalmente. Tú eras el que me desafió. Bandido, te merecías el castigo.
—Sin duda. Te juzgué sin corazón, cruel… Tan lejana. Shanne se rió brevemente.
—¿No te parezco ahora igual de lejana?
—Pareces… No puedo encontrar la palabra. Pero aquel no fue nuestro primer encuentro.
—¿No? ¿Cuándo, entonces?
—Cuando yo era pequeño, mi padre me llevó a ver los títeres de Holkerwoyd. Tú te sentabas en la segunda fila.
—Sí, me acuerdo. Es extraño que te hayas acordado.
—¿Qué podía hacer? Debí presentir… este instante.
—Ghyl… —Ella suspiró, bebió un trago de vino—. Amo tanto el suelo. ¡Aquí se encuentran las cosas sólidas, las pasiones! ¡Has tenido suerte!
Ghyl se echó a reír.
—No creo que lo digas en serio. No cambiarías tu vida por, digamos, la suya. —Señaló a Sonjaly. La música acababa de sonar, y Nion y Sonjaly se alejaron de la pista. Nion espiaba a Ghyl y contuvo el paso, volvió la cabeza, le miró fijamente y siguió.
—No —concedió Shanne—. No lo haría. ¿La conoces?
—Sí. Y también al hombre que la acompaña.
—El fanfarrón. Le he observado. No era ése el que… —No terminó la frase, y Ghyl se preguntó lo que habría querido decir.
Durante un momento se quedaron sentados tranquilamente. La música volvió a sonar, y Sonjaly pasó delante de ellos con el señor de negro y marrón. Con una especie de curiosidad soñadora, Ghyl buscó con la mirada a Nion y a Floriel, pero no los encontró.
—Ahí está tu amiga —murmuró Shanne— con alguien a quien conozco. Y pronto no les volveremos a ver. —Le apretó el brazo—. No me queda vino.
—Oh, cuánto lo siento. Un instante.
—Te acompaño.
Se acercaron a un tenderete.
—Compra una jarra —le murmuró Shanne—. La verde.
—Sí, vale. ¿Y luego?
Ella no respondió. Un silencio cargado de significados. Ghyl tomó la jarra, y la agarró del brazo. Salieron, a lo largo de la orilla. Cien metros más allá, Ghyl se detuvo y besó a Shanne. Ella respondió con ardor. Se pasearon al azar, y encontraron al poco un amplio talud herboso. Damar, entrando en un nuevo cuarto, depositó un tembloroso sendero de cobre en las aguas.
Shanne se quitó el antifaz y Ghyl hizo lo mismo; bebieron vino y Ghyl observó el río y, luego, la luna.
—¿Estás tranquilo, estás triste? —preguntó Shanne.
—En cierta manera. ¿Sabes por qué?
Puso la mano en la boca de Ghyl.
—No hables nunca de eso. Lo que deba ser, será. Lo que no ha de ser… no pasará nunca.
Ghyl se volvió para mirarla, intentando adivinar hasta la última brizna del significado de la frase.
—Pero —añadió la joven en voz baja—, lo que podría ser… será.
Ghyl bebió un trago, dejó la jarra, se volvió hacia ella y la tomó entre sus brazos. Ella le abrazó y ambos fueron uno solo. Lo que siguió sobrepasó las más fantásticas ideas y sueños de Ghyl en los que se tenía por la reaparición mágica del propio Emphyrio.
Hubo una pausa, durante la cual se quedaron sentados, apretados el uno contra el otro, bebiendo. La cabeza de Ghyl era un torbellino. Empezó a hablar, pero una vez más, Shanne le hizo callar y, arrodillándose, apretó la cabeza en su seno. Los cielos giraron de nuevo para Ghyl, y Damar pasó de la claridad a la evanescencia. Finalmente, llegó la calma. Ghyl alzó la jarra contra el claro de luna.
—Bastante para los dos.
—La cabeza me da vueltas —dijo Shanne.
—A mí también. —La tomó de la mano—. ¿Y después de esta noche?
—Mañana volveré a mi torre.
—¿Cuándo te volveré a ver?
—Lo ignoro.
—Tengo que verte. ¡Te amo!
Shanne, sentándose, se agarró las rodillas entre los brazos y sonrió mirando hacia Damar.
—Dentro de una semana, exactamente, partiré de viaje hacia mundos lejanos, ¡más allá de las estrellas!
—¡Si te vas, no te volveré a ver! —gritó Ghyl.
Shanne sacudió la cabeza, con una sonrisa de tristeza.
—Es muy probable.
Un río frío corrió por las venas de Ghyl antes de transformarse en hielo. Se sentía tenso, vagamente aterrorizado, temeroso ante la perspectiva del futuro. Recobró el control de la voz.
—Me has provocado con tu escandalosa conducta.
—No, no —le reprochó Shanne con un dulce murmullo—. ¡Nunca digas eso! Podrías ser rehabilitado, o sufrir esas horribles cosas que hacen.
Ghyl agachó lentamente la cabeza, con resignación.
—Puede. —Se volvió una vez más para mirar a Shanne, la tomó en sus brazos y la besó en la cara, los ojos, la boca. Ella suspiró, su fundió con él. El estado anímico de Ghyl era menos doloroso; se sentía tan viejo como Damar, sabio con la sabiduría de todos los mundos.
Finalmente, se levantaron.
—¿Dónde vas a ir ahora? —preguntó.
—Al pabellón. Debo encontrar a mi padre. Se estará preguntando dónde estoy.
—¿No estará enfadado?
—No creo.
Ghyl puso las manos en los hombros de la chica.
—¡Shanne! ¿No podemos irnos los dos juntos lejos de Ambroy? ¡Al Continente Sur! ¡A las Islas de Mang! Viviríamos juntos el resto de nuestras vidas.
Shanne cerró una vez más la boca de Ghyl con los dedos.
—Es imposible.
—¿Y no te volveré a ver nunca más?
—Nunca más.
Hubo un ruido a sus espaldas, un paso tranquilo. Ghyl se volvió para ver una masa negra que se mantenía pacientemente al lado del río bañado por el claro de luna.
—Sólo es mi garrión —dijo Shanne—. Vamos, volvamos al pabellón.
Volvieron caminando junto a la orilla. A sus espaldas, a una distancia discreta, el garrión les seguía.