Eran cinco los candidatos al puesto de Alcalde. El titular de la función se benefició de la mayoría de los votos y volvió a su cargo. Emphyrio fue un sorprendente tercero con un diez por ciento del total de los sufragios: lo bastante para molestar de nuevo al Servicio de Protección Social.
Schute Cobol llegó al taller y pidió todos los documentos que pertenecieran a Amianto. Éste, sentado en el banco y trabajando fijamente en el biombo, levantó la mirada con un singular brillo en los ojos. Schute Cobol se acercó a él con grandes pasos y Amianto, para sorpresa de Ghyl, se levantó de un salto y golpeó al agente con un mazo. Schute Cobol cayó al suelo, y Amianto le habría golpeado de nuevo de no ser por Ghyl, que le arrancó el mazo de la mano. Schute Cobol, lamentándose y sujetándose la cabeza, salió del taller tambaleante y partió envuelto por la dorada luz del atardecer.
Amianto le habló a Ghyl con una voz que su hijo nunca antes había escuchado.
—Toma los papeles. Son tuyos. Guárdalos en sitio seguro. —Salió al patio y se sentó en un banco.
Ghyl escondió la carpeta en el tejado, bajo las tejas. Una hora más tarde, los Agentes de la Protección Social vinieron a llevarse a Amianto.
Cuando volvió, al cabo de cuatro días, era bonachón, tranquilo, indiferente. Un mes más tarde, cayó en un estado de atontamiento y se derrumbó pesadamente en una silla mientras Ghyl le observaba ansiosamente.
Amianto se durmió. Cuando Ghyl le llevó un tazón de sémola para el desayuno, estaba muerto.
Ghyl estaba solo en el viejo taller, aún lleno de la presencia de Amianto: sus herramientas, sus modelos, su suave voz. Ghyl apenas podía ver, pues tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Y ahora? ¿Seguiría trabajando como tallista de madera? ¿Se convertiría en un nocop y viviría como vagabundo? ¿Tenía que emigrar a Luschein o Salula?
Recogió del tejado la carpeta de Amianto, y se sumió en la lectura de los documentos que su padre manipulase con tanto amor. Descifró la vieja Carta, sacudió tristemente la cabeza al ver la idealista visión de los fundadores de la ciudad. Releyó el fragmento que hablaba de Emphyrio y aquello le dio valor.
Emphyrio luchó y sufrió por la verdad. ¡Haré lo mismo! ¡Si pudiera encontrar fuerza en mí mismo! ¡Eso es lo que Amianto habría querido!
Sacó el fragmento de manuscrito y la Carta de la carpeta y las ocultó por separado antes de devolver los otros documentos a su sitio habitual.
Volvió al taller. La casa estaba silenciosa, con excepción de algunos ruiditos que nunca antes había notado: el crujido de las viejas bisagras, el temblor del viento en las tejas. Llegó la tarde; un chorro de luz suave entró a través de las ambarinas ventanas. ¡Cuántas veces se había quedado Ghyl en medio de aquella luz, con su padre ante el banco, al otro lado de la habitación!
Ghyl luchó consigo mismo para no echarse a llorar. Debía emplear su fuerza, debía desarrollar, aumentar sus conocimientos. No había nada que pudiera cristalizar el descontento que sentía. El Servicio de Protección Social trabajaba, muy bien considerado, por el bien de los beneficiarios.
Las Hermandades hacían respetar las normas de conducta gracias a las cuales Ambroy sobrevivía en una calma y tranquilidad relativas. Los señores se llevaban su 1,18 por ciento del trabajo, pero el montante difícilmente podía ser excesivo.
Entonces, ¿qué es lo que no funcionaba? ¿Dónde estaba la verdad? ¿Qué vía hubiera elegido Emphyrio? Desmoralizado y para satisfacer cierta necesidad de actividad, Ghyl tomó los cinceles y, dirigiéndose al puesto de Amianto, se colocó ante el gran biombo y siguió con él: el Ser Alado arrancando un fruto del Árbol de la Vida. Trabajaba con febril energía, la viruta y el serrín cubrían el suelo. Schute Cobol pasó ante el taller, llamó, abrió la puerta y echó un vistazo al interior. No dijo nada; Ghyl no dijo nada. Se miraron mutuamente a los ojos. Schute Cobol agachó lentamente la cabeza y se marchó.
Pasó el tiempo; un año, dos años. Ghyl no veía a ninguno de sus antiguos amigos. Para distraerse, daba largos paseos por el campo, pasando a menudo la noche durmiendo bajo un haya. Viviendo solo, se convirtió en otra persona: un hombre joven de peso medio, de hombros fuertes, de músculos tensos. Sus facciones eran duras pero firmes y bien dibujadas. Tenía los músculos muy marcados. Llevaba el cabello muy corto y vestía trajes lisos y sin adornos.
Un día, al empezar el verano, terminó un biombo y, para relajarse, se fue a pie hacia el sur, a través de Brueben y Hoge, por Cato, y, por azar, pasó ante el Albergue de Keecher. Obedeciendo a un súbito impulso, entró, y pidió una jarra de cerveza y un plato de buccinos. Todo era exactamente igual a sus recuerdos, aunque la escala le parecía más pequeña y el decorado menos espléndido. Las chicas del diván le miraron, se acercaron, pero Ghyl las rechazó y se quedó sentado, observando a la gente que entraba y salía… Un rostro que conocía.
—¡Floriel! —llamó Ghyl; Floriel se volvió y, al ver a Ghyl, manifestó su extrañeza:
—¿Qué diablos haces aquí?
—Nada extraordinario. —Ghyl señaló la cerveza y el plato—. Como, bebo.
Floriel se acercó una silla con gesto lento y no muy a gusto. —Debo reconocer que estoy sorprendido… Oí decir que después de la muerte de tu padre, tú… habías… bueno, te habías vuelto un poco distante, más tranquilo. Casi un recluso… Un verdadero acumula créditos.
Ghyl se rió… ¿por primera vez en cuánto tiempo? Parecían años.
Era bueno reírse de nuevo. Quizá la cerveza fuera la responsable. Quizá una súbita necesidad de compañía.
—He estado bastante solo. ¿Y tú? Has cambiado desde la última vez que te vi.
Floriel se había convertido no en otra persona, sino en una versión ampliada de su antigua personalidad. Estaba más elegante que nunca, igual de bonachón, pero con más control de su persona, más astuto, más vivaz.
Con un rastro de complacencia, dijo:
—Supongo que he cambiado un poco, pero en el fondo sigo siendo el mismo, eso seguro.
—¿Sigues formando parte de la Hermandad de los Herreros?
Floriel miró a Ghyl con mirada ultrajada.
—¡Claro que no! ¿No lo has oído? Me he vuelto un nocop. Estás sentado junto a uno que vive fuera de la sociedad organizada. ¿No te da vergüenza?
—No, no había oído hablar de ello. —Ghyl miró a Floriel de arriba abajo, notando los signos de la prosperidad—. ¿Cómo te va? No pareces tener muchas privaciones. ¿De dónde sacas los créditos?
—Oh, me las arreglo de un modo u otro. Tengo una pequeña villa a las orillas del río, un lugar encantador. La alquilo los fines de semana y hago buenos negocios. Para serte franco, a veces les llevo chicas a ciertos hombres y les cobro una pequeña comisión. Nada verdaderamente punible, ya me entiendes. De un modo u otro, me las apaño. ¿Y tú?
—Sigo tallando biombos.
—¿Vas a seguir con eso?
—No lo sé… ¿Te acuerdas de todas aquellas discusiones a costa de los viajes?
—Claro que me acuerdo. Nunca las he olvidado.
—Ni yo. —Ghyl se inclinó hacia adelante, hundiendo la vista en la cerveza—. La vida está hecha de impotencia. Vivimos y morimos sin comprender la verdad. Aquí en Ambroy hay algo terriblemente podrido. ¿Te has dado cuenta?
Floriel le miró con el rabillo del ojo.
—¡Siempre el mismo Ghyl! ¡No has cambiado ni un pelo!
—¿Qué quieres decir?
—Siempre fuiste un idealista. ¿Crees que me preocupo por la verdad o el conocimiento? No. Pero algún día viajaré, y en la clase más cara. De hecho… —Floriel miró a derecha e izquierda—… te acuerdas de Nion Bohart, claro.
—Evidentemente.
—Le veo a menudo; él y yo tenemos algunos grandes proyectos. El único modo de obtener una cosa es quitársela… a los que la tienen: los señores.
—¿Hablas de un rapto?
—¿Por qué no? No creo que esté mal. Nos quitan nuestros créditos; debemos equilibrar la balanza y quitárselos nosotros.
—Hay un problema: si te pillan, serás expulsado a Bauredel… ¿De qué le sirve la fortuna a un hombre de tres centímetros de alto?
—¡Ja, ja, ja! ¡No nos cogerán!
Ghyl se encogió de hombros.
—Vete con mi bendición. No me importa. Los señores pueden permitirse perder algunos créditos. Nos quitan muchos.
—¡Eso es hablar!
—¿También Nion es un nocop?
—Lo es desde hace años, y nunca ha tenido problemas.
—Siempre me he preguntado lo que andaría haciendo.
Floriel pidió otra cerveza.
—¡Por Emphyrio! ¡Aquellas elecciones fueron excelentes! ¡Aquel follón, los Agentes de la Protección Social corriendo de un lado para otro, simplemente fue maravilloso!
Ghyl dejó la jarra con una mueca. Floriel siguió charlando sin ser escuchado.
—Me lo he pasado bien como nocop, ¡de verdad! ¡Y te aconsejo que hagas lo mismo! Se vive de la propia astucia, cierto, pero no hay que hacer inclinaciones y reverencias a los agentes de la Protección Social, ni a los delegados de la Hermandad.
—Mientras no te pillen.
Floriel inclinó la cabeza con aire de sabiduría.
—Hay que ser discreto, claro. Pero no es muy difícil. ¡Te sorprenderían las posibilidades! ¡Da el paso! ¡Hazte nocop!
Ghyl sonrió.
—Lo he pensado a menudo. Pero me preguntó cómo me ganaría la vida.
Para un hombre audaz hay muchas oportunidades. Por ejemplo, Nion ha alquilado una gabarra en el río; lo ha hecho saber, ¡y se saca tres mil créditos en un fin de semana! ¡Así es como hay que funcionar!
—Me lo imagino. Pero yo no estoy muy dotado para encontrar créditos.
—Me gustaría enseñarte las mañas del oficio. ¿Por qué no te vienes a pasar unos días a mi casa de campo? En el río, no lejos del Pabellón del Condado. No haremos nada… salvo escupir, comer, beber y charlar. ¿Tienes una amiguita?
—No.
—No importa; puedo encontrarte una. Por mi parte, vivo con una chica; además, creo que la conoces: Sonjaly Rathe.
Ghyl agachó la cabeza sonriendo siniestramente.
—Sí, me acuerdo de ella.
—Bueno, ¿qué dices?
—Parece agradable. Me gustaría visitar tu villa.
—¡Muy bien! Digamos… el próximo fin de semana. ¡Es un momento ideal, justo para el Baile del Condado!
—¡Vale! ¿Necesito ropa nueva?
—¡Claro que no! ¡No somos puntillosos! El Baile del Condado es de disfraces. Cómprate algo que parezca un disfraz y un antifaz. Un simple traje de baño bastará.
—¿Cómo encuentro la casa?
—Vete en la Línea Elevada hasta Grigglesby. Baja cien escalones y sigue el pontón hasta la villa azul. —Allí estaré.
—Esto… ¿le digo a alguna chica que vaya? Ghyl reflexionó unos momentos.
—No —respondió finalmente—. Creo que no.
—Déjalo —le reprendió Floriel—. ¡No eres un puritano!
—No, pero no quiero verme en galeras. Ya me conozco: no sé detenerme a medio camino.
—¡Pues vé hasta el final! ¿Por qué portarse como un cobarde?
—Oh, bueno, haz lo que quieras.