9

Al día siguiente, Ghyl se levantó y descubrió que Amianto ya estaba en pie y bastante atareado. Se lavó, se puso la bata y bajó a desayunar.

—¿Qué? ¿Qué tal te lo pasaste anoche? —preguntó Amianto.

—Bien. ¿Has oído hablar del Sauce Torcido?

Amianto inclinó la cabeza.

—Es un sitio agradable. ¿Siguen sirviendo anguilas y espárragos?

—Sí. —Ghyl se bebió el té con tragos pequeños—. Nion Bohart estaba allí, y Floriel y otros muchos alumnos de la clase especial del Templo.

—¿Ah, sí?

—¿Sabes que el mes que viene serán las elecciones para Alcalde?

—No había pensado en ello. Supongo que será época.

—Hemos decidido reunir cien créditos y presentar el nombre de Emphyrio como candidato.

Las cejas de Amianto se alzaron. Bebió un pequeño trago de té.

—Los agentes de la Protección Social no lo van a encontrar divertido.

—¿Es asunto suyo?

—Todo lo que afecta a los beneficiarios es asunto de la Protección Social.

—¿Qué pueden hacer? ¡No es antirreglamentario proponer un nombre para alcalde!

—¡El nombre de un muerto, de una leyenda!

—¿Es antirreglamentario?

—En forma y fondo, creo que no, puesto que no parece haber ninguna intención de equívoco. Si la gente quisiera tener a una leyenda por Alcalde… Pero, claro, puede haber un problema de edad, de residencia, u otras condiciones. En ese caso, el nombre nunca sería inscrito en la lista.

Ghyl inclinó la cabeza. Después de todo, de una forma u otra, aquello tenía poca importancia… Bajó al taller, afiló las gubias y empezó a tallar en el biombo… sin dejar de mirar hacia la puerta ni un momento. Seguramente llamaría Sonjaly, miraría al interior, lloriqueando, sumisa, y le pediría perdón por la noche anterior.

No hubo llamada, ni cara dolida.

Al mediodía, con la puerta abierta ante la luz ambarina del sol, apareció Shulk Odlebush.

—¡Hola, Ghyl Tarvoke! ¿Se trabaja mucho?

—Ya lo ves. —Ghyl dejó el escoplo y dio media vuelta al banco—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Pasa algo?

—Nada de nada. Anoche hablaste de quince créditos para cierto proyecto. Nion me ha pedido que me acercase a recoger los fondos.

—Oh, naturalmente. —Pero Ghyl estaba dudoso. De día, la broma parecía un tanto sosa, aunque maliciosa o, más justamente, paradójica e irreverente. Sin embargo, como Amianto había dicho, si el pueblo deseaba votar por una leyenda, ¿por qué no aprovechar aquella oportunidad?

—¿Dónde fuisteis después de salir del Sauce Torcido? —temporizó Ghyl.

—Al río, a una casa privada. Tendrías que haber venido. Nos lo pasamos muy bien.

—Ya veo.

—Floriel tiene muy buen gusto para las chicas. —Shulk Odlebush volvió la cabeza para mirar a Ghyl de soslayo—. No puedo decir lo mismo de ti. ¿Quién era aquella momia con la que te embarcaste?

—Yo no la «embarqué». Sólo la llevé hasta su casa.

Shulk manifestó su desinterés con un encogimiento de hombros.

—Dame los quince créditos, tengo algo de prisa.

Ghyl frunció el ceño y se crispó, pero no pudo ver ninguna solución. Miró hacia su padre, esperando que le advirtiera contra aquella locura, pero Amianto parecía no preocuparse por ello.

Ghyl fue a la cómoda, contó quince créditos y se los dio a Shulk.

—Toma.

Shulk inclinó la cabeza.

—Perfecto. Mañana iremos a la Explanada Municipal y propondremos a nuestro candidato para Alcalde.

—¿Quién va a ir?

—Los que quieran. Divertido, ¿eh? Piensa en el follón que se va a armar.

—Lo dudo.

Shulk hizo un gesto de impaciencia y se marchó.

Ghyl se dirigió al banco y se sentó frente a Amianto.

—¿Crees que actúo correctamente?

Amianto dejó el cincel cuidadosamente.

—Lo que es seguro es que no haces nada malo.

—Lo sé… ¿Pero es algo insensato? ¿Imprudente? No consigo decidirme. Después de todo, el puesto de Alcalde no es tan importante.

—¡Por el contrario! —declaró Amianto con una vehemencia que Ghyl encontró sorprendente—. El puesto fue especificado en la Carta Cívica, y es de verdad muy antiguo. —Amianto hizo una pausa y luego gruñó con desprecio… a qué o a quién, Ghyl no fue capaz de adivinarlo.

—¿Qué puede hacer un Alcalde? —preguntó el chico.

—Puede o al menos puede intentar poner de nuevo en vigor las cláusulas de la Carta.

Amianto frunció el ceño mirando hacia el techo.

—Podría decirse que los Reglamentos de la Protección Social han reemplazado la Carta, aunque esta última nunca fuera abolida. La propia función del Alcalde lo testimonia.

—¿Es más antigua la Carta que los Reglamentos de la Protección Social?

—Sí, mucho más, y su alcance más general.

La voz de Amianto era de nuevo reposada y desapasionada.

—La función del Alcalde es la última manifestación funcional de la Carta, lo que es una lástima.

Dudó e hizo una mueca.

—En mi opinión, el Alcalde debería ocuparse de reafirmar los principios de la Carta… Sería difícil, supongo. Sí, realmente difícil.

—¿Por qué? —preguntó Ghyl—. ¿Es todavía válida la Carta?

Amianto se rascó la barbilla pensativamente y miró hacia la Plaza de Undle por la puerta abierta. Ghyl empezó a preguntarse si su padre habría escuchado la pregunta. Amianto respondió finalmente con un giro en hipérbole —o, por lo menos, así se lo pareció a Ghyl.

—La libertad, los privilegios, las elecciones, deben ejercerse constantemente, aunque se corra el riesgo de incomodar a algunos. De otro modo, esos principios caen en el desuso y se vuelven obsoletos, no ortodoxos… y, finalmente, antirreglamentarios. Las personas que insisten en sus prerrogativas pueden a veces parecer irritantes, incluso recalcitrantes, pero, en realidad, nos hacen un servicio a todos. La libertad no debería nunca ser una licencia, ni los reglamentos convertirse en restricciones. —La voz de Amianto se apagó, recogió el cincel y lo examinó como si no lo hubiese visto nunca antes.

—¿Crees que debería intentar hacerme Alcalde y hacer prevalecer la Carta?

Amianto sonrió y se encogió de hombros.

—En cuanto a eso, no puedo darte ningún consejo. Debes decidirlo solo… Hace mucho tiempo, tuve ocasión de hacer algo parecido. Me disuadieron de ello y, luego, no volví a encontrarme nunca conforme conmigo mismo. Quizá no sea un hombre valiente.

—¡Claro que eres valiente! —gritó Ghyl—. ¡Eres el hombre más valiente que conozco!

Amianto se limitó a sonreír y agachó la cabeza, sin añadir nada más.

A mediodía, al día siguiente, Nion, Floriel y Shulk llegaron a visitar a Ghyl. Estaban excitados, muy animados y llenos de vida. Nion, con un traje marrón y negro, parecía mayor que su edad. Floriel estaba amistoso, con desenvoltura.

—¿Qué te pasó la otra noche? —le preguntó con candor—. Esperamos y esperamos y esperamos. Luego, pensamos que te habías vuelto a casa o, quizá —le hizo un guiño— que te habías quedado a retozar un rato con Gedée.

Ghyl se volvió con cierto disgusto. Floriel se encogió de hombros.

—Sí te lo tomas así…

—Hay un problema menor —cortó Nion—. No podemos registrar el nombre de Emphyrio para las elecciones a menos que se tome como seudónimo de un beneficiario residente y de buena fama moral. Naturalmente, como acabo de salir de la Escuadra de Limpieza Moral y Material, yo no cuento. Floriel y Shulk tienen problemas con sus Hermandades. Mael ha sido expulsado del Templo. Uger,… bueno, ya conoces a Uger. Se ha echado atrás. Así que hemos dado tu nombre tras el seudónimo de Emphyrio. —Nion se adelantó y dio una amistosa palmada en el hombro de Ghyl—. ¡Muchacho, quizá seas el próximo Alcalde!

—¡Pero yo no quiero ser Alcalde!

—Para ser realistas, las oportunidades son muy pocas.

—¿No hay problemas de edad? Después de todo…

Nion sacudió la cabeza.

—Eres beneficiario con todos los derechos, tus relaciones con la Hermandad son buenas y no estás en la lista negra del Templo. Resumiendo, tienes todas las cualidades necesarias para ser candidato.

Desde el banco, Amianto rió ahogadamente, y todos se volvieron para mirarle. Pero no dijo palabra. Ghyl se irritó. No quería estar tan ligado al proyecto. Más que por la presencia de Nion, porque no tenía control alguno de los acontecimientos. A menos que se dedicara a ejercer el mando, lo que significaría un conflicto con Nion o, en el mejor de los casos, una prueba de fuerza.

Por otra parte, como Amianto había dicho, la candidatura no era antirreglamentaria, ni deshonrosa. No había razón para que, si lo deseaba, presentase su candidatura empleando el nombre de Emphyrio como seudónimo, después de identificarse claramente como Ghyl Tarvoke.

—No tengo ninguna objeción que hacer… si aceptáis una sola condición —dijo Ghyl.

—¿Cuál?

—Qué esté en el centro de todo el asunto. Debéis recibir y acatar mis órdenes.

—¿Ordenes? —La boca de Nion se crispó—. ¡Bueno, bueno! —Si quieres que las cosas sean de otro modo, emplea tu nombre.

—Sabes muy bien que no puedo.

—Entonces, tienes que aceptar mis condiciones.

Nion miró distraídamente hacia el techo.

—Oh, de acuerdo. Si quieres abusar de la situación.

—Llámalo como quieras. —Con el rabillo del ojo, Ghyl pudo ver que Amianto escuchaba atentamente. Su boca se torcía en una ligera sonrisa, mientras se inclinaba sobre el biombo.

—¿Aceptas mis condiciones?

Nion gesticuló, después sonrió y volvió a ser instantáneamente el mismo de antes.

—Oh, naturalmente. Lo importante, de todos modos, no es la autoridad, ni el prestigio, sino la gran broma absurda entera.

—Muy bien. Entonces no quiero ni nocops ni criminales mezclados con nosotros, directa o indirectamente. Este asunto debe ser totalmente reglamentario.

—Los nocops no son necesariamente inmorales —adelantó Nion Bohart.

—Exacto —salmodió Amianto desde su asiento.

—Pero los nocops a los que conoces lo son —observó Ghyl, dirigiéndose a Nion tras echar a su padre un rápido vistazo—. No quiero estar a merced de tus amistades.

Nion entreabrió los labios, mostrando por unos instantes sus dientes blancos y puntiagudos.

—Quieres hacer las cosas a tu modo.

Ghyl alzó las manos en un gesto de sincero alivio.

—¡Arréglatelas sin mi! De hecho…

—No, no —le interrumpió Nion Bohart—. ¿Pasar de ti… que eres la base de toda esta maravillosa maquinación? ¡Sería absurdo! ¡Una parodia!

—Entonces, ningún nocop. Ni declaraciones, exposiciones o actividades de ninguna clase sin mi aprobación previa.

—Pero tú no puedes estar en todas partes a la vez.

Ghyl se quedó sentado durante diez segundos, mirando a Nion Bohart.

Cuando iba a abrir la boca para desentenderse por completo del proyecto, Nion se encogió de hombros.

—Como tú quieras.

Schute Cobol protestó vehementemente ante Amianto.

—¡La idea es absolutamente ridícula! ¡Un adolescente, un chico, entre los candidatos a la Alcaldía! ¡Y además, haciéndose llamar Emphyrio! ¿Le parece que es social esa conducta?

—¿Es antirreglamentaria? —preguntó Amianto suavemente. ¡Es ciertamente presuntuosa e inconveniente! ¡Pone en ridículo una augusta función! ¡Le sentará mal a mucha gente!

—Si una actividad no es antirreglamentaria, es justa y conveniente. Si una actividad es justa y conveniente, cada beneficiario puede dedicarse a ella cuando quiera.

La cara de Schute Cobol se transformó en una masa de color rojo ladrillo a causa de la cólera.

—¿No comprende que me crea dificultades, que puede incluso costarme una reprimenda? ¡Mi superior me va a preguntar por qué no he impedido esta bufonada! Muy bien. La cabezonería puede funcionar a los dos lados. Ocurre que, precisamente, las órdenes para el aumento anual de su tratamiento están en mi oficina, esperando mi opinión discrecional. Puedo dar un «Rechazo de Aprobación» por irresponsabilidad social. ¡No gana nada desafiándome!

Amianto no se quebrantó.

—Haga lo que piense que es lo mejor.

Schute Cobol se volvió hacia Ghyl bruscamente.

—Y tú, ¿cuál es tu última palabra?

Ghyl, que antes era el más humilde de los candidatos, a duras penas pudo controlar la cólera.

—Si no es antirreglamentario, ¿por qué no puedo convertirme en candidato?

Schute Cobol, furioso, salió del taller.

—Bah —rezongó Ghyl—. ¡Después de todo, quizá Nion y los nocops tengan razón!

Amianto no contestó directamente. Se sentó rascándose la menuda barbilla, sin expresión especial en su marcado rostro.

—Ya es la hora —dijo con voz pesada.

Ghyl le miró inquisitivo, pero Amianto hablaba consigo mismo.

—Ya es la hora —salmodió una vez más.

Ghyl fue a su banco y se sentó. Trabajando, echó hacia Amianto embarazadas miradas; su padre seguía sentado, mirando atentamente un punto situado más allá de la puerta abierta, moviendo los labios de vez en cuando, como si se dirigiera a sí mismo mudos pero autoritarios propósitos. No tardó en ir a la cómoda, y sacó de ella la carpeta. Mientras Ghyl le observaba con ansiedad, Amianto empezó a consultar los documentos.

Aquella noche, Amianto trabajó hasta tarde en el taller. Ghyl se agitó y dio vueltas en la cama, pero no bajó para averiguar lo que hacía su padre.

Al día siguiente por la mañana, un curioso olor agrio llenaba el taller. Ghyl no hizo preguntas y Amianto no le dio explicaciones.

Durante el día, Ghyl participó en una salida de la Hermandad, a la Isla de Pyrita, veinte millas dentro del mar; una pequeña protuberancia de roca con algunos árboles movidos por el viento, un pabellón, algunas casitas y un restaurante. Ghyl había esperado que su participación en la campaña electoral —un asunto relativamente oscuro y sin publicidad— le dejaría al margen de la atención, pero no fue aquél el caso. Todo el día, fue objeto de burlas, animado, examinado, evitado. Algunos chicos y chicas le hicieron preguntas sobre el excéntrico seudónimo, sus motivos, sus proyectos si salía elegido. Ghyl fue incapaz de dar respuestas inteligentes. Le importaba muy poco que su candidatura fuera considerada como un engaño, un complot caótico o una bravata de borracho de la que no pudiera librarse. Cuando acabó el día, se sentía humillado e irritado. Al llegar a su casa, Amianto no estaba. En el taller, todavía quedaba un rastro del olor agrio que notase por la mañana.

Amianto volvió muy tarde; un hecho poco corriente.

Al día siguiente, de un lado a otro de los Solares de Brueben, Nobile, Foelgher, Dodrechten, Cato, Veige y, más lejos aún, en Godero y la Ciudad Este, aparecieron unos carteles. En caracteres marrón oscuro sobre fondo gris podía leerse:

Para un porvenir mejor

¡EMPHYRIO DEBE SER NUESTRO PRÓXIMO ALCALDE!

Ghyl vio los carteles con estupor. Era evidente que habían sido impresos, reproducidos por un procedimiento de duplicaciones; de otro modo, ¿cómo explicarse que hubiera tantos?

Uno de los carteles estaba pegado a uno de las paredes de la Plaza de Undle. Ghyl se acercó a la hoja impresa, olió la tinta y reconoció el acre olor que percibiera en el taller.

Ghyl fue a sentarse a un banco. Miraba, desconcertado al otro lado de la plaza. ¡La situación era lamentable!

¿Cómo podía ser su padre tan irresponsable? ¿Qué perversos motivos le habían obsesionado hasta aquel punto?

Ghyl empezó a levantarse, pero se volvió a sentar. No quería volver a casa, ni hablar con su padre… Y, sin embargo, no podría quedarse allí sentado todo el día. Se levantó y atravesó la plaza lentamente.

Amianto estaba ante el banco, ocultando el dibujo de un nuevo biombo: un Ser Alado arrancando un fruto del Árbol de la Vida. El panel era una placa oscura y brillante de perdura, que Amianto había reservado para aquel motivo.

Al ver a su padre tan tranquilo, Ghyl se detuvo en el quicio de la puerta y le escrutó interrogativamente. Amianto levantó los ojos y agachó la cabeza.

—Así que… el joven candidato vuelve a casa. ¿Cómo has pasado la prueba?

—No ha habido prueba —refunfuñó Ghyl—. Lamento mucho haber aceptado participar en esta locura.

—¿Qué? Piensa en el prestigio… Admitiendo que seas elegido.

—Hay pocas oportunidades. ¿Y el prestigio? Tendré más prestigio esculpiendo biombos.

—Si eres elegido como Emphyrio, la situación será diferente. El prestigio sería extraordinario.

—¿El prestigio o el ridículo? Es más probable que sea esto último. No conozco nada de las funciones de Alcalde. ¡Es completamente absurdo!

Amianto se encogió de hombros y volvió al dibujo. Una sombra cayó sobre el banco de Ghyl. Se volvió. Como había temido, era Schute Cobol, acompañado por dos hombres de uniforme azul marino y marrón… Agentes Especiales.

Schute Cobol miró a Ghyl y a Amianto.

—Lamento que esta visita haya sido necesaria. Sin embargo, puedo demostrar que en este taller se ha realizado un acto de reproducción antirreglamentaria, cuyo resultado ha sido la producción por duplicación de varios cientos de carteles.

Ghyl se echó hacia atrás en el banco. Schute Cobol y los dos agentes se adelantaron.

—Uno de vosotros, o los dos, sois culpables —declaró Schute Cobol—. Preparad…

Amianto se quedó quieto, mirando a un hombre, luego al otro.

—¿Culpable? ¿De haber impreso carteles? ¡No hay ninguna falta!

—¿Los ha impreso usted?

—Naturalmente que sí. ¡Es mi derecho! No es ningún crimen.

—No soy de la misma opinión, sobre todo después de que hubiera recibido una advertencia. ¡Es un delito grave!

Amianto extendió las manos.

—¿Cómo es posible que sea un delito cuando lo único que hago es ejercer un derecho reconocido en la carta de Ambroy?

—¿Eh? ¿Qué dice?

—La Gran carta. La conoce, ¿verdad? Es la base de todos los reglamentos.

—No conozco ninguna carta. Conozco solamente el Código de Reglamentos de la Protección Social, lo que es más que suficiente.

Amianto era cada vez más cortés.

—Deje que le enseñe el pasaje al que me refiero. —Se acercó a la cómoda y sacó una de sus viejas reseñas—. Mire, ésta es la Gran carta de Ambroy. Seguramente la conocerá.

—He oído hablar de algo parecido —reconoció con desgana Schute Cobol.

—Bueno, pues el pasaje que le digo es este: Cada ciudadano virtuoso y de buen nombre puede aspirar a una función pública; además, el candidato y los que le apoyen, pueden presentar a la atención del público las notificaciones de la candidatura por medio de anuncios, carteles públicos o boletines de noticias impresos, mensajes verbales y discursos, dentro y fuera de las propiedades públicas… El texto es más largo, pero creo que con eso es suficiente.

Schute Cobol miró atentamente el antiguo documento.

—¿Qué es ese galimatías?

—Es Arcaico Solemne.

—Sea lo que sea, no puedo leerlo. Y si no puedo leerlo, no puedo hacer referencia al mismo. Esas antiguallas podrían ser cualquier cosa. ¡Está intentando liarme!

—En lo más mínimo. Es la ley fundamental de Ambroy, a la que el Código de la Protección Social y los Reglamentos de las Hermandades deben someterse.

—¿En serio? —Schute Cobol rió apagada y siniestramente—. ¿Y quién la hace respetar?

—El Alcalde y el pueblo de Ambroy.

Schute Cobol hizo un gesto brusco hacia los agentes.

—Llevadle a la oficina. Ha hecho duplicaciones antirreglamentarias.

—¡No, no! ¡No he hecho nada parecido! ¿No habéis visto el pasaje? ¡Confirma mis derechos!

—¿No le he dicho que no puedo leerlo? Hay cientos, millares de documentos parecidos que están en desuso. ¡Vamos, deprisa! ¡No siento ninguna simpatía por los Caóticos!

Ghyl saltó hacia adelante para golpear a Schute Cobol.

—¡Soltad a mi padre! ¡No ha hecho nada malo!

Uno de los agentes echó a Ghyl a un lado, el segundo le puso la zancadilla y le tiró al suelo. Schute Cobol se abalanzó sobre él, con la nariz agitada por la forzada respiración.

—Afortunadamente, el golpe no me ha alcanzado; de otro modo… —Dejó la frase a medias y se volvió a los agentes—. Ahora, vamos; llevad a este hombre al Servicio. —Amianto fue sacado fuera.

Ghyl se levantó, corrió a la puerta y siguió a los agentes de la Protección Social hasta el vehículo de cinco ruedas.

Amianto le miró por la ventana del furgón, tenso y furioso, pero, de algún modo, extrañamente calmado.

—¡Vete a protestar ante el Alcalde! ¡Pídele que haga respetar la carta!

—¡Sí, sí! Pero ¿crees que hará algo?

—Lo ignoro. Haz lo que puedas.

Los agentes empujaron a Ghyl para apartarle; el vehículo partió; Ghyl se quedó inmóvil viendo cómo se alejaba. Luego, ignorando las aterrorizadas miradas de amigos y vecinos, volvió al taller.

Metió la Carta en una carpeta, tomó dinero de la cómoda y echó a correr a la estación de la Línea Elevada de Undle.

Ghyl acabó por encontrar al Alcalde, el primo de la madre de Roriel, en La Estrella Marrón. Como Ghyl había esperado, nunca había oído hablar de la antigua Carta, y la echó una mirada furtiva, desprovista del menor gesto de interés. Ghyl explicó la situación y le suplicó al Alcalde que interviniera, pero este último sacudió la cabeza con aire decidido.

—El asunto está muy claro, o al menos así me parece. Defraudar está prohibido, y por buenas razones. Tu padre parece un hombre bastante caprichoso si viola un reglamento tan importante.

Ghyl miró, indignado, el rostro meloso y se apartó luego furiosamente, con largos pasos, en el crepúsculo, volviendo a la Plaza de Undle.

Una vez en el taller, Ghyl se quedó sentado durante horas en la oscuridad, mientras la sombra sepia del crepúsculo se transformaba en noche.

Finalmente, subió hasta la cama y se tumbó, mirando la nada, con el estómago revuelto por lo que le estarían haciendo pasar a su padre.

¡Pobre Amianto, tan iluso!, pensó Ghyl. Había confiado en la magia de las palabras, en una frase escrita en un viejo trozo de papel.

Pero pronto, mientras la noche pasaba lentamente, Ghyl fue dominado por la duda. Recordando lo que había hecho Amianto en los últimos días, empezó a preguntarse si, después de todo, su padre no habría hecho lo que consideraba su deber, plenamente consciente de ello.

¡Pobre, insensato y valiente Amianto!, pensó Ghyl.

Amianto volvió a casa semana y media más tarde. Había perdido peso. Parecía atontado y apático. Entró en el taller y fue inmediatamente a una banqueta, como si esperase que las piernas no le sostuviesen.

—¡Padre! —dijo Ghyl con la voz alterada por la emoción—. ¿Estás bien?

Amianto asintió lenta y pesadamente con la cabeza.

—Sí. Tan bien como podría esperarse.

—¿Qué te han hecho?

Amianto inspiró profundamente.

—No lo sé.

Se volvió para ver su biombo, intentó agarrar el cincel entre los dedos, que parecieron haberse vuelto bruscos y torpes.

—Ignoro incluso por qué me llevaron.

—¡Por haber impreso carteles!

—Ah, sí, ya me acuerdo. Leí algo al respecto; ¿qué es lo que era?

—¡Esto! —gritó Ghyl, intentando ocultar la pena que había en su voz—. ¡La Gran Carta! ¿No la recuerdas?

Amianto la cogió sin manifestar mucho interés, la puso en una postura, luego en otra, antes de devolvérsela a Ghyl.

—Debo estar muy fatigado. No consigo leerla.

Ghyl le tomó del brazo.

—Subamos a tu habitación y acuéstate. Te prepararé la cena y luego hablamos un poco.

—No tengo mucha hambre.

Unos pasos desenvueltos sonaron en el corredor. Llamaron a la puerta y Nion Bohart, con un gran bonete verde de visera puntiaguda, un traje verde, botines negros y amarillos, entró en el taller. Al ver a Amianto, se detuvo en seco y, después, avanzó lentamente, sacudiendo tristemente la cabeza.

—La rehabilitación, ¿verdad? —Miró a Amianto como si éste fuera un objeto de cera—. Debo decirte que parece que se han controlado.

Ghyl se levantó lentamente y se enfrentó a Nion.

—¡Todo esto es por tu culpa!

Nion Bohar se irguió por la indignación.

—¡Vamos, no me insultes! ¡Yo no he escrito ni los Reglamentos ni la Gran Carta! ¡No he hecho nada malo!

—Nada malo… —le hizo eco Amianto con una vocecilla clara.

Ghyl dejó escapar un gruñido escéptico.

—Bueno, ¿qué quieres?

—He venido a hablar de las elecciones.

—¡Inútil discutir de eso, es algo que ya no me interesa!

La boca de Amianto se movió, como para repetir lo que acababa de escuchar.

Nion Bohart lanzó el bonete a un banco.

—Ahora, escúchame, Ghyl. Estás apenado, y es justo, pero acusa a los verdaderos responsables.

—¿Quiénes son?

—Es difícil decirlo. —Nion Bohart se encogió de hombros, echó un vistazo por la ventana e hizo un rápido movimiento como para salir de la habitación—. Otros visitantes —murmuró.

En el taller entraron cuatro hombres. Ghyl no conocía más que a Schute Cobol.

Éste hizo un gesto con la cabeza a Ghyl, luego miró brevemente a Nion Bohart y examinó amenazante a Amianto.

—Como rehabilitado, tiene usted derecho a un consejero especial. Éste es Zuric Cobol. Le ayudará a formar una nueva base de partida en una existencia socialmente sana.

Zurik Cobol, un hombrecillo rechoncho, calvo y con la cabeza como una bola, hizo un ligero gesto con la cabeza y miró a Amianto atentamente.

Mientras hablaba Schute Cobol, Nion Bohart se deslizó discretamente hacia la puerta. Pero, con un simple ademán, un hombre que había a espaldas de Schute Cobol (un tipo alto, vestido de negro, con la cara aguda y altanera, portando un inmenso sombrero negro del que colgaban muchas cintas) le ordenó a Nion Bohart que se quedase.

Schute Cobol dejó de mirar a Amianto y observó a Ghyl.

—Bueno, debo informarte que tu carga es elevada. Según la opinión de los expertos, tu conducta ha rozado el crimen.

—¿En serio? —preguntó Ghyl, con un líquido acre y ácido subiéndole por la garganta—. ¿Por qué?

—En primer lugar: la candidatura es evidentemente una farsa malintencionada, una tentativa para dañar a la ciudad. Tal actitud es irreverente e intolerable. En segundo lugar: has intentado alterar los registros de la Protección Social haciéndote llamar por el nombre de un hombre legendario e inexistente. En tercer lugar: asociándote con esta leyenda revolucionaria contra el orden establecido, implícitamente sostienes el caotismo. En cuarto lugar: estás asociado con no-cooperadores…

Nion Bohart avanzó con aspecto importante.

—¿Puedo preguntar lo que hay de antirreglamentario en asociarse con nocops?

Schute Cobol ni siquiera le miró.

—Los no-cooperadores viven fuera de los Reglamentos de la Protección Social, consecuentemente, son antirreglamentarios, sin estar efectivamente prohibidos. La candidatura de Emphyrio es, sin lugar a dudas, de concepto no-cooperador.

Luego, siguió:

—En quinto lugar: Eres hijo y socio de un hombre que ha sido advertido dos veces de duplicación. No podemos probar que haya sido con tu ayuda, pero ciertamente estabas al corriente de lo que tramaba y no denunciaste el crimen. No denunciar un delito, con pleno conocimiento de causa, también es un crimen. En ninguno de estos cinco ejemplos, tu culpabilidad ha quedado lo suficientemente definida como para emplearla en tu contra; en estas cosas, pareces un joven muy sutil. —Al escuchar estas palabras, Nion Bohar miró a Ghyl con nuevos ojos—. Sin embargo, puedes estar seguro de que no equivocas a nadie, y de que te vigilaremos estrechamente. Este caballero —señaló al hombre de negro— es el Inquisidor Ejecutivo en Jefe del Solar de Brueben, un personaje muy importante. Has llamado su atención y, para ti, será bastante molesto.

Los Agentes de la Protección Social se marcharon, todos menos Zurik Cobol, que se llevó a Amianto al exterior, a la plaza bañada por el sol. Le hizo sentar en un banco y le habló celosamente.

Nion Bohar miró a Ghyl.

—¡Vaya! ¡Qué avispero!

Ghyl se sentó a su banco. ¿Habré hecho algo mal? No consigo juzgar…

Nion, al no encontrar nada que le interesase, fue hacia la puerta.

—¡Las elecciones son mañana! —le gritó por encima del hombro—. ¡No te olvides de ir a votar!