A pesar de las precauciones de Amianto, su ilícito comportamiento no tardó en ser descubierto, no por Helfred Cobol, que conocía más o menos el carácter de Amianto y habría podido contentarse con una reprimenda a título personal, estrechando la consiguiente vigilancia, sino, desgraciadamente, por Ells Wolleg, el delegado de la Hermandad, un hombrecillo puntilloso de rostro amarillento y enfermizo, Mientras efectuaba un control rutinario de las herramientas y condiciones de trabajo de Amianto, levantó un trozo de madera y, allí donde Amianto imprudentemente las había dejado, se encontraban tres copias defectuosas de un viejo mapa geográfico. Wolleg se inclinó hacia adelante, con el ceño fruncido; en primer lugar, simplemente irritado por el hecho de que Amianto hubiera podido, por simple desorden, mezclar los mapas con el trabajo encargado por la Hermandad; luego, cuando el acto de reproducción se hizo evidente, emitió un agudo aullido cómico. Amianto, rectificando una escuadra y limpiando las virutas de una punta de la mesa, miró de soslayo, con las cejas enarcadas por la consternación. Ghyl se tensó en el asiento que ocupaba. Wolleg se volvió hacia Amianto, con los ojos brillantes bajo las gafas.
—Hágame el favor de Spayfonear inmediatamente al Servicio de Protección Social.
Amianto sacudió la cabeza.
—No estoy abonado al Spay.
Wolleg chascó los dedos dirigiéndose a Ghyl.
—Vete corriendo, chico, lo más deprisa que puedas, y trae a unos agentes de la Protección Social.
Ghyl se levantó a medias, pero se volvió a sentar.
—No.
Ells Wolleg no perdió más tiempo en discusiones. Fue a la puerta, miró por la plaza, y se dirigió a una cabina pública de Spay.
Cuando Wolleg salió del taller, Ghyl se levantó de un salto.
—¡Deprisa, escondamos los demás!
Amianto se quedó inmóvil, sorprendido, incapaz de reaccionar.
—¡Deprisa! —silbó Ghyl—. ¡Va a volver enseguida!
—¿Dónde podemos ponerlos? —balbuceó Amianto—. Van a mirar por todas partes.
Ghyl corrió hasta la cómoda y sacó los aparatos de Amianto. Metió reglas y trozos de madera en la caja. Metió el objetivo entre punzones y clavos y lo dejó entre las cajas que contenían objetos de parecida naturaleza. Las válvulas que producían el brillo azulado y los bloques de alimentación eran un problema más serio, que Ghyl resolvió llevándoselas corriendo, por la puerta trasera, y tirándolas por encima de la cerca a un terreno lleno de basura.
Amianto le observó un momento, con la mirada amorfa y deprimida, hasta que, como golpeado por un pensamiento, subió corriendo a los pisos superiores. Volvió unos segundos antes de que Wolleg regresase al taller.
Wolleg habló con tono seco y contenido.
—Hablando adecuadamente, sólo estoy encargado de hacer respetar los reglamentos de la Hermandad y la calidad del trabajo. Sin embargo, soy un oficial público y, como tal, cumplo con mi deber. Igualmente, puedo añadir que me avergüenza haber encontrado reproducciones, sin duda alguna de origen ilegal, en casa de un miembro de nuestra Hermandad.
—Sí —musitó Amianto—. Le debe haber impresionado.
Wolleg devolvió la atención a las hojas reproducidas y emitió un gruñido de disgusto.
—¿Dónde se ha hecho con estas cosas?
Amianto sonrió tristemente.
—Lo ha adivinado: de fuentes ilegales.
Ghyl suspiró aliviado. Al menos, Amianto no pensaba reconocerlo todo en un sobresalto de sinceridad desdeñosa. Llegaron tres hombres del Servicio de Protección Social: Helfred Cobol, acompañado por dos vigilantes de ojos penetrantes y fríos. Wolleg explicó los detalles y exhibió los documentos reproducidos. Helfred Cobol miró Amianto con una burlona inclinación de cabeza, y una mueca de desprecio. Los otros dos agentes empezaron a registrar someramente el taller, pero no encontraron nada más. Era evidente que no sospechaban que era el propio Amianto quien había hecho las copias.
Los dos vigilantes no tardaron en marcharse, junto con Amianto, pese a las protestas de Ghyl.
Helfred Cobol le llevó a un aparte.
—Ten cuidado con esos modales, chico. Tu padre tiene que ir a las oficinas para responder a un interrogatorio. Si la carga no es muy fuerte, y creo que así es el caso, escapará de la rehabilitación.
Ghyl ya había oído hablar de cargas fuertes o ligeras, pero suponía que eran expresiones familiares o figuras retóricas. En aquel momento, no estaba ya tan seguro. Había una especie de amenazante sobreentendido en aquellas palabras. Se sentía demasiado agobiado como para hacerle preguntas a Helfred Cobol, y fue a sentarse ante el martillo.
Helfred Cobol iba de un lado para otro, recorriendo la habitación, recogiendo una herramienta, tocando con el dedo un trozo de madera, mirando de vez en cuando a Ghyl, como si desease hablar con él pero fuera incapaz de expresarse. Finalmente, murmuró algo incomprensible y fue hasta el quicio de la puerta, donde se puso a mirar la plaza.
Ghyl se preguntó lo que estaría esperando. ¿La vuelta de Amianto? Aquella esperanza fue barrida por la llegada de una mujer agente, enorme, de cabellos grises, cuya función era, aparentemente, imponer su autoridad. Helfred Cobol le hizo un breve signo con la cabeza y se alejó sin decir palabra.
La mujer se dirigió a Ghyl con voz clara y dura.
—Soy la Matrona Hentillebeck. Ya que eres menor, he sido designada para ocuparme de esta casa hasta la vuelta del adulto. Resumiendo, estás bajo mi responsabilidad. No tienes que cambiar tus costumbres; puedes trabajar, rezar, y hacer todo lo que habitualmente hagas a esta hora.
Ghyl se inclinó en silencio sobre el biombo. La Matrona Hantillebeck cerró la puerta con llave, inspeccionó la casa, mirando por todas partes, denostando al ver el negligente modo en que Amianto se ocupaba de ella. Volvió al taller, dejando las luces encendidas en toda la casa, aunque el sol del mediodía entrase por las ventanas. Ghyl intentó protestar tímidamente.
—Si no importa, voy a apagar las luces. Mi padre cree que es inútil pagar a los señores lo que no es necesario.
La observación irritó a la Matrona Hantillebeck. —¡Poco me importa eso! La casa es sombría, y está sucia hasta el punto de que es repugnante. Quiero ver dónde piso. ¡No puedo ir andando en medio de la basura!
Ghyl reflexionó un momento e hizo una nueva tentativa. —No hay suciedad, eso sí es cierto. Sé que mi padre se pondría furioso… si puedo apagar, iré andando delante suyo y encenderé las luces por donde quiera ir.
La Matrona Hantillebeck se sobresaltó y miró a Ghyl fijamente con unos ojos tan feroces que el muchacho retrocedió un par de pasos.
—¡Deja las luces! ¿Por qué me iba a preocupar por la indigencia de tu padre? ¡Creo que esto es lo más cercano al caos! ¿Queréis estrangular a Fortinone? ¿Tenemos que comer barro para poder ahorrar?
—No entiendo —concedió Ghyl con voz dudosa—. Mi padre es valiente. No le haría daño a nadie.
—¡Bah! —La matrona se apartó bruscamente, se sentó en un sillón y empezó a tejer. Ghyl se fue lentamente a sentar ante el biombo. La matrona sacó un tarrito de confitura de algas marinas del bolso, una lata de cerveza agria y un trozo de pastel de leche malteada. Ghyl subió a la vivienda y no pensó más en la Matrona Hantillebeck. Se comió un plato de habas y, luego, para desafiar a la matrona, apagó las luces de los pisos superiores y fue a acostarse. No supo cómo pasó la noche la matrona, pero al despertarse, cuando bajó a la planta baja, la mujer se había ido.
Poco después, Amianto entró con paso tambaleante en el taller. Sus cabellos de color gris dorados, escasos, estaban alborotados, los ojos parecían dos lagos de mercurio. Miró a Ghyl; Ghyl le miró a él. Su hijo le preguntó:
—¿Te han… te han hecho daño?
Amianto movió la cabeza negativamente, luego dio unos cuantos pasos por la habitación y miró un poco por doquier. Fue a un banco y se sentó, se pasó la mano por la cabeza, despeinándose aún más.
Ghyl le observó, preocupado, intentando juzgar si su padre estaba sufriendo o no. Amianto levantó la mano para tranquilizarle.
—No te preocupes. He dormido poco… ¿Han registrado?
—Un poco.
Amianto agachó vagamente la cabeza. Se levantó, fue hasta la puerta, se inmovilizó mirando hacia la plaza, como si la escena —los árboles mustios, los anillados zarzales polvorientos, los edificios de enfrente— le fuera desconocida. Se volvió, fue al banco y estudió los rostros apenas esbozados del nuevo biombo.
—¿Te traigo algo de comer? ¿Té? —preguntó Ghyl.
—Ahora no. —Amianto subió las escaleras. Volvió un minuto más tarde con la vieja carpeta; la puso en el banco.
—¿Las reproducciones están dentro? —preguntó Ghyl, aterrorizado.
—No. Se encuentran bajo las tejas del tejado. —Amianto no pareció sorprendido de que Ghyl conociera sus actividades.
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué reproduces esas cosas?
Amianto levantó la cabeza lentamente y miró a Ghyl directamente a los ojos.
—Si no lo hago yo, ¿quién lo haría?
—Pero las reglas… —Ghyl no siguió con la frase, y Amianto no hizo ningún comentario. El silencio era más explícito que todo lo que pudiera decir.
Amianto abrió la carpeta.
—Esperaba que lo descubrieras por ti mismo cuando hubieras aprendido a leer.
—¿Qué es eso?
—Varios documentos del pasado… de la época en que las reglas eran menos severas, y quizá menos necesarias. —Tomó uno de los antiguos papeles y lo echó un vistazo; lo puso a un lado—. Algunos son muy valiosos. —Clasificó los documentos—. Mira: éste es la Antigua Carta de Ambroy. Apenas se entiende, y ahora es casi desconocida. Pero, pese a todo, aún está en vigor. —Lo dejó aparte y cogió otra hoja—. Esta es la leyenda de Emphyrio.
Ghyl miró los caracteres y los reconoció como Arcaico antiguo, aunque no lo podía entender. Amianto leyó el texto en voz alta. Cuando llegó al final de la hoja, se detuvo y la soltó.
—¿Eso es todo? —preguntó Ghyl.
—No lo sé.
—¿Y cómo acaba?
—Tampoco lo sé.
Ghyl hizo una mueca de insatisfacción.
—¿Es una historia auténtica?
Amianto se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? ¿Quizá el Historiador?
—¿Quién es?
—Alguien que vive muy lejos de aquí. —Amianto se dirigió a la cómoda, sacó pergamino, tinta y una pluma. Empezó a copiar el documento—. Tengo que copiarlo; tengo que repartir las copias en sitios donde no se pierdan. —Se inclinó sobre el papel.
Ghyl le estuvo mirando unos minutos y se volvió cuando vio que el umbral de la entrada se ensombrecía. Un hombre penetró en el taller lentamente. Amianto levantó los ojos. Ghyl retrocedió. El visitante era un hombre alto, de cabeza voluminosa y atractiva, de cabellos grises, finos, cortados a cepillo. Llevaba un traje de paño negro de primera calidad, con una docena de frunces verticales en escalera en cada brazo, un chaleco blanco, pantalones de rayas negras y marrones. Era un traje lujoso, el de un hombre importante a quien Ghyl, que ya le había visto antes en las reuniones de la Hermandad, reconoció como Ben Blaise Fodo, el Señor de la Hermandad en persona.
Amianto se levantó lentamente.
Fodo habló con voz alta y reposada.
—He oído hablar de sus problemas, Ben Tarvoke, y vengo a traerle los mejores deseos de la Hermandad, así como sus consejos, si es que los necesita.
—Gracias, Ben Fodo —respondió Amianto—. Sólo lamento que no haya estado aquí antes para recomendar a Ells Wolleg que no me denunciase. Ese hubiera sido un «consejo» que sí me habría venido bien.
El Señor de la Hermandad se enfurruñó.
—Desgraciadamente, no puedo prever todas las indiscreciones de todos nuestros miembros. Y el delegado Wolleg, evidentemente, ha cumplido con su deber. Pero me sorprende encontrarle escribiendo. ¿Qué hace?
Amianto habló con voz tan clara como le fue posible.
—Copio un antiguo manuscrito para que se preserve en los tiempos venideros.
—¿Qué documento?
—La leyenda de Emphyrio.
—Caramba. Es admirable… ¡pero eso es cosa de los escribas! Ellos no labran la madera, lo mismo que nosotros no redactamos y escribimos. ¿Qué ganaríamos con ello? —Agitó la mano señalando la escritura aproximada de Amianto, con una sonrisilla de indulgente disgusto, como ante las bufonadas de un chiquillo—. La copia está lejos de ser impecable.
Amianto se rascó la barbilla.
—Es legible. Eso espero. ¿Lee Arcaico?
—Naturalmente. ¿A qué antiguo asunto os habéis dedicado? —Tomó el viejo fragmento de documento e, inclinando la cabeza, descifró el texto.
En el mundo de Aume, al que algunos llaman Hogar conquistado por los hombres con el sudor de su frente y el sufrimiento, y donde edificaron sus moradas a orillas de los ríos y del mar, descendió una horda monstruosa venida de la sombría luna Sigil.
Los hombres habían depuesto las armas mucho tiempo antes y se dirigieron a las bestias con bondad:
—¡Monstruos! La privación os envuelve como si se pudiera oler. Si tenéis hambre, tomad nuestra comida; compartid nuestra abundancia hasta que os saciéis.
Los monstruos no podían hablar, pero sus grandes trompetas aullaron:
—¡No hemos venido en busca de comida!
—Emana de vosotros la locura de la luna Sigil. ¿Venís a buscar la paz interior? Entonces, descansad, oíd nuestra música, bañad vuestros pies en las olas del mar; pronto os veréis reconfortados.
—¡No hemos venido a buscar la paz! —aullaron las trompetas.
—Flota a vuestro alrededor la solitaria desesperación de los proscritos, algo irremediable, pues no os podemos dar amor; habéis de volver a la sombra luna Sigil, y llegar a un acuerdo con los que os han rechazado.
—¡No hemos venido a buscar el amor! —transmitieron las trompetas.
—En ese caso, ¿cuáles son vuestras intenciones?
—Hemos venido para reducir a los hombres de Aume (o, como dicen algunos, Hogar) a la esclavitud y así vivir ociosos de su trabajo. ¡Reconocednos por vuestros amos, y aquél que nos mire con arrogancia será pisoteado bajo nuestros terribles pies!
Los hombres fueron reducidos a la esclavitud, y destinados a penosas tareas, mientras que los monstruos se relajaban y veían satisfechas sus necesidades. Llegó el momento en que Emphyrio, el hijo de un pescador, fue impulsado a la rebelión y condujo a los suyos a las montañas. Empleó una tablilla mágica, y todos los que oían sus palabras sabían que eran palabras de verdad, y así, muchos fueron los hombres que se reagruparon para luchar contra los monstruos.
Por fuego y llamas, tortura y carbonizaciones, los monstruos de Sigil tejieron su venganza. Sin embargo, la voz de Emphyrio resonaba desde las montañas, y todos los que la oían se rebelaban.
Los monstruos fueron a las montañas, batiendo peña tras peña, y Emphyrio se retiró a sitios muy remotos: las islas de zarzales, bosques y tinieblas.
Detrás, llegaban los monstruos, sin conceder descanso alguno. En el Puerto de Deal, más allá de los Montes de Maul, Emphyrio se enfrentó a la horda. Habló, con su voz de la verdad transmitida por la tablilla mágica, y profirió llameantes palabras:
—¡Mirad! ¡Tengo la tablilla de la verdad! Sois monstruos: yo soy un Hombre. Y, no obstante, cada uno de nosotros está solo; cada uno de nosotros siente el dolor y el peso de los sufrimientos; cada uno de nosotros ve el alba y el crepúsculo. ¿Por qué debería haber un vencedor y una victima? El hombre no cederá jamás; ¡nunca conoceréis el fruto de su sudor! ¡Someteos a lo que debe ser! Si no escucháis mis palabras de verdad, disponeos a saborear un amargo brebaje, ¡y sabed que nunca más hollaréis las arenas de la sombría Sigil!
Los monstruos no pudieron dejar de creer en la voz de Emphyrio, y se detuvieron, maravillados. Uno de ellos profirió ardientes palabras:
—¡Emphyrio! Ven con nosotros a Sigil y habla en el Catademnon; allí se encuentra la fuerza que nos controla, y ésa es la fuerza que nos obliga a realizar malas acciones, (fin del fragmento).
Blaise Fodo dejó lentamente el papel en el banco. Su mirada estuvo ausente durante unos momentos; luego, su boca se convirtió en un óvalo rosado, pensativo.
—Sí… sí. —Un movimiento convulso le agitó los hombros; se colocó el traje negro—. Algunas antiguas leyendas son sorprendentes. Sin embargo, hemos de conservar cierto sentido de la proporción. Es usted un experto en escultura, sus biombos son excelentes. Su hijo también tiene un futuro bastante productivo. De modo que, ¿por qué malgastar un tiempo precioso copiando antiguos documentos? ¡Puede convertirse en una obsesión! Sobre todo —añadió—, cuando conduce a actos antirreglamentarios. ¡Hay que ser realista, Ben Tarvoke!
Amianto se encogió de hombros y puso a un lado el pergamino y la tinta.
—Sin duda, tiene usted razón. —Tomó un cincel y empezó a tallar el biombo.
Pero Blaise Fodo no era un hombre del que uno se pudiera librar fácilmente. Durante media hora, fue de un lado a otro por el taller, mirando primero por encima del hombro de Ghyl, luego del de Amianto. Habló nuevamente de la trasgresión de Amianto, y le sermoneó por haber dejado que el ansia del coleccionista le dominara hasta el punto de llevarle a comprar reproducciones ilegales. También se dirigió a Ghyl, instándole a dedicarse a su trabajo, y a dar pruebas de piedad y humildad.
—El camino de la vida es muy concurrido, los más sabios y los mejores han erigido en él postes de señales, puentes y señales de advertencia. Demuestra tanto terquedad como arrogancia buscar a un lado y otro nuevos o mejores caminos. Ved, por ejemplo, a vuestro Agente de la Protección Social, a vuestro delegado en la Hermandad, a vuestro Guía Saltador; seguid sus instrucciones. Así disfrutaréis de una vida de sereno contentamiento.
Finalmente, el Señor de Hermandad, Blaise Fodo, se marchó. En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, Amianto dejó el cincel y volvió a la copia. Ghyl no habría sabido decir nada, aunque sintiera el corazón alterado y la garganta dolorosamente cargada de presentimientos. Salió al poco tiempo en busca de comida y, con la suerte que tenía, se encontró en el camino con Helfred Cobol.
El agente del Servicio de Protección Social bajó hacia él su crítica mirada.
—¿Qué ha pasado con Amianto, por qué se comporta como un Caótico?
—No lo sé, pero no es un Caótico. Es un buen hombre.
—Soy consciente de ello, y eso es lo que me preocupa. Evidentemente, no saca beneficio alguno de sus acciones ilegales, cosa que tú mismo debes saber muy bien.
Ghyl pensaba en su fuero interno que la conducta de Amianto era un poco extraña, pero de ninguna manera punible o errónea. Sin embargo, no quería discutir el tema con Helfred Cobol.
—Es demasiado temerario para su propio bien —prosiguió el agente del Servicio de Protección Social—. Tú, que eres un jovencito responsable, tienes que ayudarle. Protege a tu padre. Dedicarse a leyendas antiguas y tratos provocativos, sólo puede acarrearle algún mal.
—¿Y eso qué es? ¿Lo mismo que una carga mayor? —preguntó Ghyl, enfadado.
—Sí. ¿Y sabes lo que significa exactamente?
Ghyl movió la cabeza negativamente.
—Bueno… En el Servicio de Protección Social, hay tornos llenos de pequeñas barras, cada una de las cuales pertenece a un beneficiario. Está la mía, la de Amianto, la tuya. La mayor parte de las barras está inerte, otras han sido magnetizadas. Con cada falta o delito, una carga magnética, calculada cuidadosamente, se aplica en la barra. Si no hay nuevas faltas, la carga decrece por sí sola y desaparece. Pero si se cometen nuevas faltas, el magnetismo aumenta y finalmente lanza una señal. El criminal ha de ser rehabilitado.
Ghyl, atemorizado y desmoralizado, miró al otro lado de la plaza. Luego, preguntó:
—Cuando alguien es rehabilitado, ¿qué pasa?
—¡Ja, ja! —exclamó Helfred Cobol acremente—. ¡Quieres descubrir los secretos de la Hermandad! No debemos hablar de esas cosas. Basta con saber que el criminal es curado definitivamente de sus tendencias asociales.
—Los nocops, ¿tienen también barras en el Servicio?
—No, no son beneficiarios, viven fuera del sistema. Cuando cometen un crimen, lo que ocurre muy a menudo, no encuentran ninguna comprensión, y no tienen derecho a la rehabilitación. Son expulsados de Ambroy.
Ghyl apretó los paquetes contra el pecho y se estremeció, quizá por una ráfaga de aire frío llegado del cielo.
—Mejor me vuelvo a casa —dijo con una vocecita.
—Allí te veré. Tengo que ir a ver a tu padre en diez o quince minutos.
Ghyl inclinó la cabeza y volvió a casa. Amianto se había dormido sobre la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados. Ghyl, horrorizado, retrocedió. A su derecha y a su izquierda, esparcidos sobre el banco de trabajo, se encontraban los documentos reproducidos; todo lo que Amianto había hecho. Todo dejaba suponer que intentaba clasificarlos cuando le venció el sueño.
Ghyl dejó caer los paquetes de comida, empujó y echó el cerrojo a la puerta y corrió hacia el banco. Era inútil intentar despertar a Amianto para que le ayudara. Frenéticamente, reunió todas las horas las apiló en una caja y las tapó con aserrín y virutas y, luego, empujó el recipiente debajo del banco. Sólo entonces intentó despertar a su padre.
—¡Despierta! ¡Helfred Cobol viene para aquí!
Amianto gimió, osciló hacia atrás y miró a Ghyl con ojos conscientes sólo a medias.
Ghyl vio otras dos hojas de papel que había olvidado. Las cogió y al tiempo que lo hacía, llamaron a la puerta. Ghyl metió los documentos entre los desechos de madera, y recorrió una vez más la habitación con la vista. Parecía desnuda, virgen de documentos ilegales.
Ghyl abrió la puerta y Helfred Cobol le miró críticamente.
—¿Desde cuándo echáis el cerrojo a los agentes del Servicio de Protección Social?
—Un error —rezongó Ghyl—. No quería causar problemas. Amianto, entre tanto, había recuperado el sentido, y miraba a todas partes, por encima del banco, con expresión preocupada. Helfred Cobol se adelantó. —Tengo que decirle unas últimas palabras, Ben Tarvoke.
—¿Unas últimas palabras?
—Sí, he trabajado en este barrio muchos años y nos conocemos desde que empezaron mis actividades. No obstante, me he vuelto ya muy viejo para el servicio activo y me han transferido a una oficina administrativa, en Elsen. He venido a decirle adiós, lo mismo que a Ghyl.
Amianto se levantó lentamente.
—Lamento que se vaya.
Helfred Cobol esbozó la mueca sardónica que tenía por sonrisa.
—Bueno, mis últimas palabras: ponga cuidado con el trabajo e intente que su hijo siga el mismo consejo. ¿Por qué no le acompaña a saltar al Templo? Le beneficiaría seguir su ejemplo.
Amianto inclinó la cabeza cortésmente.
—Bueno, pues, adiós a los dos —añadió Helfred Cobol—; os recomendaré las mejores atenciones de Schute Cobol, el que me va a remplazar.