5

El otoñó llegó a Ambroy, y luego el invierno: una estación de lluvias glaciales y brumas, que hizo crecer líquenes negros y lavanda entre las ruinas, dando a la antigua ciudad una grandeza lúgubre que le era negada en la estación seca. Amianto terminó un hermoso biombo que fue juzgado Perfecto, y que recibió, igualmente, una Cita de Excelencia por parte de la Hermandad. Simplemente, fue feliz. También recibió la visita de un Guía Saltador del Templo, un hombre joven de rasgos angulosos, con una túnica escarlata, alto sombrero negro, calzones marrones apretados alrededor de los poderosos muslos, de músculos nudosos fruto de una vida dedicada a los saltos. Quería recriminar a Amianto por la disoluta vida de Ghyl.

—¿Por qué no participa en la Dotación del Alma? ¿Qué pasa con los Saltos de Base? ¡No conoce ni Ritos, ni Rutinas, ni Doxologías, ni Saltos, ni Brincos! ¡Finuka necesita más atención!

Amianto le escuchó cortésmente, pero siguió trabajando. Respondió en voz baja:

—El muchacho apenas tiene edad para pensar. Si es de espíritu devoto, lo sabrá antes o después; podrá resarcirse del retraso.

El Saltador se excitó.

—¡Sofismas! Más vale entrenar a los niños cuando son jóvenes. ¡Yo soy el ejemplo viviente! Cuando era pequeño, gateaba en una alfombra en la que estaba tejido el Sagrado Diseño. Las primeras palabras que pronuncié fueron Apoteosis y Simulación. ¡No hay nada comparable! ¡El entrenamiento hay que empezarlo cuando se es joven! ¡En su situación actual, está espiritualmente vacío, la presa soñada para cualquier culto extranjero! ¡Más vale llenar su alma con los designios de Finuka!

—Ya se lo explicaré —respondió Amianto—. Quizá tenga interés en participar en el culto; ¿qué puedo decirle?

—Los padres son responsables —salmodió el Guía Saltador—. ¿Cuándo dio usted el último salto? ¡Apostaría a que fue hace varios meses!

Amianto calculó pensativamente, luego, inclinó la cabeza.

—Por lo menos, varios meses.

—¡Lo ve! —exclamó triunfante el Saltador—. ¿No es eso explicación suficiente?

—Probablemente. Bueno, hablaré con mi hijo ahora mismo.

El Guía Saltador empezó a hacer otras demostraciones, comprobando hasta qué punto estaba absorto Amianto en su trabajo, lo que le forzó a sacudir la cabeza con un gesto de hastío, a hacer una Santa Señal, y a marcharse.

Amianto levantó los ojos, sin expresión, al tiempo que el Saltador atravesaba la puerta.

El tiempo y los reglamentos del Servicio de Protección Social ejercían toda la presión que podían sobre Ghyl. Cuando el muchacho cumplió diez años, entró en la Hermandad de Escultores de madera; su primera elección, la Hermandad de Marinos, estaba cerrada a todos, excepto a los hijos de los miembros en activo.

Amianto, para conmemorar la ocasión, se vistió con el hábito de ceremonias de la Hermandad: una túnica marrón que se abría bastante a la altura de las caderas, puntiaguda en los hombros, con ribetes negros y botones labrados; pantalones negros y estrechos, dos filas de botones blancos que corrían por las perneras; un sombrero de ala de fieltro marrón, complicado, adornado con borlas negras y las medallas de la Hermandad. Ghyl llevaba sus primeros pantalones (hasta aquel momento no había vestido otra cosa que la bata gris de los niños), con una túnica marrón y un elegante casquete de cuero repujado. Caminaron juntos en dirección norte, hacia la Casa de la Hermandad.

La iniciación no era un asunto que llevase mucho tiempo y consistía en una docena de ritos, preguntas y respuestas, recomendaciones y promesas. Ghyl pagó los derechos del primer año y recibió la primera medalla que el Maestre de la Hermandad clavó ceremoniosamente en el casco.

Desde la Casa de la Hermandad, Ghyl y Amianto se dirigieron hacia el este, a través del antiguo Mercantilikum, hasta llegar al Servicio de Protección Social. Allí, cubrieron nuevas formalidades. Ghyl fue somatipado y le tatuaron el número de beneficiario en el hombro derecho. Desde aquel momento, el Servicio de Protección Social le consideraba como adulto, y sería aconsejado por Helfred Cobol acerca de sus propios derechos y deberes. A Ghyl le preguntaron cuál era su estatuto en el Templo, y debió admitir que no tenía ninguno. El Calificador y el Escriba del Servicio miraron a Ghyl y a Amianto, con las cejas enarcadas, y luego se encogieron de hombros. El Escriba marcó en el formulario: Ninguna capacidad actual; estatuto del padre dudoso.

El Calificador habló con voz mesurada:

—Para convertirse en miembro por completo derecho de nuestra sociedad, tendrá que participar en los ritos del Templo. Le inscribo en las Actividades Completas de Ceremonia. Tendrá que contribuir voluntariamente con cuatro horas semanales de participación libre en el Templo, y pagar algunas cotizaciones y hacer los Dones Salutarios correspondientes. Ya que está un poco, de hecho, considerablemente, retrasado, formará parte de la Cláusula Especial de Adoctrinamiento… ¿Decía algo?

—Me preguntaba si el Templo era realmente necesario —se defendió Ghyl—. Sólo quería saber…

—La instrucción del Templo no es obligatoria — respondió el funcionario—, pero es una de las cosas muy recomendadas, pues cualquier otro comportamiento permitiría suponer una conducta de no cooperación. Consecuentemente, preséntese a las Autoridades Juveniles del Templo mañana por la mañana a las diez.

Así, de buena o de mala gana, y mientras que Amianto guardó su opinión al respecto en el más estricto secreto, Ghyl se presentó en el Templo Central, en el solar de Cato. Un eclesiástico le entregó una esclavina con un capuchón rojo mate, un libro que enseñaba y explicaba el Gran Designio, modelos de carreras con saltos fáciles y, luego, le envió con un grupo de estudio.

En el Templo, los progresos de Ghyl eran, al menos, mediocres, y era ampliamente batido por muchachos mucho más jóvenes que él, que saltaban fácilmente en las carreras más complicadas, brincando, bailando, girando, marcando un signo aquí con un ligero toque de los dedos de los pies, un emblema allí, balanceándose, yendo y viniendo con aspecto despectivo sobre las «Faltas» negras y verdes, siguiendo las curvas a toda prisa, los contornos, evitando hábilmente los puntos rojos y los demonios.

En casa, Amianto, con un súbito arranque de energía, le enseñó a Ghyl a leer y a escribir el silabario básico del tercer grado, y le envió a las salas de instrucción de la Hermandad para que aprendiera matemáticas.

Para Ghyl fue un año muy activo. Los antiguos días de pereza y vagabundeo parecían realmente quedar muy atrás. Cuando cumplió once años, Amianto le dio a elegir entre los tableros de arzack para que esculpiera algún biombo de su propio diseño.

Amianto aprobó la elección del motivo.

—Muy adecuado: es barroco y alegre. Es preferible hacer diseños alegres. La felicidad es fugitiva; el descontento y el aburrimiento son reales. Las personas que echen un vistazo a tus biombos tienen derecho a todas las alegrías que tú mismo puedas darles, aunque la felicidad no sea más que una abstracción.

Ghyl se vio forzado a protestar por el cinismo de su padre.

—¡No creo que la felicidad sea una ilusión! ¿Por qué habría la gente de conformarse con ilusiones cuando la realidad es tan atractiva? ¿No son mejores los hechos que los sueños?

Amianto se encogió de hombros, según era su costumbre. —Hay muchos más sueños perfectos que hechos con significado. Por los menos es un buen argumento.

—¡Pero los actos son tangibles! ¡Cada acción vale por un millar de sueños!

Amianto sonrió tristemente.

—¿Sueño? ¿Acto? ¿Dónde está la ilusión? Fortinone es muy antigua. Miles de millones de personas han nacido y muerto ya en ella peces pálidos en el océano del tiempo. Se alzan desde el fondo, iluminados por la luz del sol, centellean durante unos instantes, y luego vuelven a vagar por las tinieblas.

Ghyl miró con aire amenazante a través de los cristales de color ámbar que no permitían más que una visión distorsionada de las idas y venidas por la Plaza de Indle.

—No tengo la impresión de ser ningún pez. Ni tú tampoco lo eres. No vivimos en un océano. Tú eres tú, yo soy yo, y ésta es nuestra casa.

Dejó caer las herramientas y salió a tomar el aire. Avanzó hacia el norte, atravesando el solar de Veige y, por costumbre, trepó a los Colinas de Dunkum. Cuando llegó a la cima, se vio contrariado por la presencia de dos chicos y una chica, quizá de siete u ocho años. Estaban sentados en la hierba, divirtiéndose tirando piedras por la pendiente. Su charloteo parecía muy ruidoso para el lugar en el que Ghyl había pasado tanto tiempo soñando. Les miró ultrajado, y ellos le respondieron con miradas atolondradas y perplejas. Ghyl se fue dando largas zancadas hacia el norte, por las crestas descendentes que morían en los lodosos pantanos de Dodrechten. Mientras caminaba, se preguntó lo que habría sido de Floriel, a quien hacía mucho que no veía. Floriel había entrado en la Hermandad de los Herreros y, cuando se encontraron por última vez, llevaba un pequeño casco redondo, de cuero negro, bajo el que se veían los rizos de su pelo, de modo quizá demasiado atractivo para un chico. Floriel se mostró un poco distante, y Ghyl concluyó que, finalmente, se había dejado seducir por una carrera razonable, pese a todos los propósitos hechos en contra durante la infancia.

Ghyl volvió a su casa después de mediodía, y encontró a Amianto efectuando la clasificación de su tesoro personal que se encontraba en una carpeta de dibujo, que generalmente guardaba en una cómoda que había en el segundo piso.

Ghyl nunca había visto de cerca el contenido de la carpeta de dibujo. Se acercó y miró por encima de los codos de Amianto mientras éste siguió absorto en la contemplación de los antiguos escritos: manuscritos, modelos de escritura, ornamentos e ilustraciones. Ghyl observó varios fragmentos de pergamino extraordinariamente viejos en los que había dispuestos algunos caracteres con una regularidad y uniformidad sorprendentes. Ghyl estaba turbado. Echó una oblicua a los arcaicos documentos.

—¿Quién pudo trazar unos caracteres tan cuidados y pequeños? ¿Empleaban a niños? ¡En estos tiempos, ningún escriba podría hacerlos ni siquiera parecidos!

—Lo que ves es un proceso llamado impresión —le informó Amianto—. Es un duplicado de un centenar, de un millar de copias. En nuestros días, naturalmente, la impresión no está autorizada.

—¿Y cómo lo hacían?

—Había muchos sistemas, al menos eso tengo entendido. Trozos de metal grabados, entintados y apretados contra el papel; un rayo de luz negra bañaba instantáneamente una página de escritura; caracteres quemados sobre el papel mediante el empleo de un molde. Sé muy pocas cosas del proceso aunque, por lo que creo, todavía se emplea en otros mundos.

Ghyl estudió los símbolos arcaicos un momento, y luego admiró los ricos colores de los adornos. Amianto, leyendo un pequeño texto, rió ahogadamente. Ghyl le preguntó lleno de interés.

—¿Qué es eso?

—Nada importante. Un antiguo boletín informativo describiendo un barco eléctrico puesto en venta por la Fábrica Bidderbasse de Luschein. El precio era de doce mil sequins.

—¿Qué es un sequin?

—Dinero. Algo así como los créditos del Servicio de Protección Social. No creo que la fábrica esté todavía en activo. Quizá los barcos eran de calidad mediocre, o los Señores de la Línea Elevada los embargaron. Es difícil saberlo, no hay crónicas dignas de crédito, al menos en Ambroy. —Amianto dejó escapar un triste suspiro—. Nunca puede saberse nada cuando uno quiere… Sin embargo, supongo que deberíamos darle gracias al Cielo. Las otras Eras fueron bastante peores. No hay miseria en Fortinone, como en Bauredel. Ni riquezas, claro, a excepción de las de los señores, pero tampoco hay indigencia.

Ghyl examinó los caracteres impresos.

—¿Son difíciles de leer?

—No especialmente. ¿Te gustaría aprender?

Ghyl dudó, pues tenía el tiempo muy ocupado. Si alguna vez había de viajar a Damar, Morgan, los Mundos Maravillosos (el sueño de poseer algún día un yate espacial estaba ya muy lejano), debía trabajar con mucha aplicación, y ganar muchos créditos. Pero inclinó la cabeza.

—Sí, me gustaría mucho aprender.

Amianto pareció satisfecho.

—Mis conocimientos no son muy profundos, y hay muchos ideogramas que no puedo reconocer, pero puede que juntos lleguemos a descifrarlos.

Amianto apartó las herramientas y cubrió con una manta la lancha en que estaba trabajando, colocó los fragmentos, tomó estilete y papel y copió los antiguos e ilegibles caracteres.

Durante el día que siguió, Ghyl luchó para dominar el arcaico sistema de escritura —algo menos sencillo de lo que había pensado en primer término. Amianto no podía traducir los símbolos en pictogramas primarios, en escritura cursiva secundaria, o incluso en signos silabares de tercer grado. Incluso cuando Ghyl consiguió identificar y combinar los caracteres, debió aprender los arcaicos idiomas, la construcción de frases y, a veces, los dobles sentidos sobre los que Amianto no podía echar ninguna luz.

Un día, Helfred Cobol entró en el taller y encontró a Ghyl copiando un antiguo pergamino mientras Amianto soñaba y meditaba sobre el contenido de la carpeta. Helfred Cobol se inmovilizó en el umbral de la puerta, con los puños en las caderas y aspecto severo en el rostro.

—¿Qué pasa en el taller de ebanistería de Ben Tarvoke y del joven Ben Tarvoke? ¿Habéis cambiado de actividad? ¿Os vais a volver escribas? No me digáis que buscáis nuevas formas de diseño para los biombos… tengo ya mucha experiencia. —Se adelantó y examinó los ejercicios de Ghyl—. Texto Arcaico, ¿verdad? ¿Para qué necesita saber Arcaico un tallista de madera? ¡Yo no puedo leerlo y, sin embargo, soy agente del Servicio de Protección Social!

Amianto habló con un poco más de ardor del que tenía por costumbre.

—Tendría que acordarse de que uno no se puede pasar todas las horas del día y de la noche tallando madera.

—Entendido —respondió Helfred Cobol—. De hecho, a juzgar por los trabajos que han efectuado desde mi anterior visita, no han esculpido más que durante unas pocas horas… del día o de la noche. Sigan así y se tendrán que conformar con el Salario Base.

Amianto miró el biombo casi terminado, como para evaluar el trabajo que quedaba por hacer.

—Cada cosa a su tiempo, cada cosa a su tiempo.

Helfred Cobol, rodeando la vieja y enorme mesa, miró la carpeta. Amianto hizo un ligero movimiento, como para cerrarla, pero se contuvo. Actuar de aquel modo no habría hecho más que estimular al hombre atraído por la curiosidad y la sospecha.

Helfred Cobol no tocó la carpeta, pero se inclinó sobre ella, con las manos a la espalda.

—Viejas cosas interesantes. —Las señaló—. Documentos impresos, creo. Según usted, ¿de qué época son?

—No puedo estar seguro —respondió Amianto—. Este documentó hace referencia a Clarence Tovanesko, así que no puede tener más de mil trescientos años.

Helfred Cobol inclinó la cabeza.

—Incluso puede que sea de fabricación local. ¿Cuándo empezaron a surtir efecto las leyes antifraude?

—Hace unos ciento cincuenta años. —Amianto señaló la hoja de papel con la cabeza—. Simple suposición, naturalmente.

—Ya no se ven muchas cosas impresas —musitó Helfred Cobol—. Ni siquiera hay contrabando, mediante los navíos espaciales, como era costumbre en la época de mi abuelo. La gente me parece que es ahora más respetuosa con las leyes, lo que hace que, naturalmente, la vida sea más fácil para los agentes del Servicio de Protección Social. Por el contrario, los nocops se muestran más activos este año. Tanto peor; vándalos, ladrones, anarquistas, eso es lo que son.

—Inútiles, en su mayoría.

—¿En su mayoría? —gruñó Helfred Cobol—. Yo diría más: ¡todos! Son improductivos, un tumor en el seno de nuestra sociedad. ¡Esos criminales chupan nuestra sangre, y los pequeños tranzantes desorganizan el trabajo del Servicio de Protección Social!

Amianto no tenía nada que añadir. Helfred Cobol se volvió hacia Ghyl.

—Aparta de ti la erudición inútil, muchacho. Es mi mejor consejo. Nunca ganarás un solo crédito como escriba. Además, me han dicho que vas al Templo sólo esporádicamente. Que no saltas más que un Medio Honor a Finuka. ¡Entrénate más, joven Ben Tarvoke! ¡Y pasa más tiempo con los escoplos y las gubias!

—Sí, señor —dijo Ghyl humildemente—. Lo haré lo mejor que pueda.

Helfred Cobol le dio una amistosa palmada en el hombro y se fue del taller. Amianto se puso junto a la carpeta, pero su buen humor había desaparecido, y recogió los papeles con movimientos rápidos e irritados.

Ghyl le oyó murmurar un juramento y, alzando los ojos, vio que su padre, contrariado, había rasgado uno de los preciosos documentos: una larga hoja muy frágil de un papel de calidad inferior, en la habían sido impresas maravillosas caricaturas de tres hombres Célebres que ya habían sido olvidados.

Amianto, tras el acceso de cólera, se sentó como una masa informe, reorganizando unas ideas que no pensaba, evidentemente, comunicar a Ghyl. Al poco rato, sin decir palabra, Amianto se levantó se echó la capa azul y marrón alrededor de los hombros y salió a dar un paseo. Ghyl fue hasta la puerta y observó a su padre atravesando la plaza con largas zancas; luego le vio desaparecer por una calleja que llevaba hasta el Solar de Nobile, y la violenta zona de los muelles.

Ghyl, agitado, no pudo concentrarse mucho más tiempo en la antigua escritura. Hizo una titubeante tentativa para dominar un ejercicio del Templo bastante difícil y, acto seguido, volvió al trabajo del biombo, y así se pasó el resto del día.

El sol se ocultó detrás de los edificios que bordeaban la plaza, enfrente de su casa, antes de que Amianto hubiera vuelto. Llevaba varios paquetes, que sin más comentarios colocó en una cómoda, y le dijo a Ghyl que fuera a comprar sobras de algas y una ensalada de puerros para la cena. Ghyl fue al recado lentamente, con desgana; quedaba un poco de estofado de avena que Amianto, bastante ahorrativo en el terreno alimenticio, pensaba utilizar. ¿Por qué aquel gasto innecesario? Ghyl sabía que sería inútil preguntárselo. Amianto le respondería vaga e insignificantemente; en el peor de los casos, fingiría no haber oído la pregunta.

El viento tenía algo singular, pensó Ghyl. De mal humor, se acercó a la verdulería, y luego al detallista de pasta marina. Durante la cena, Amianto le habría parecido normal a cualquiera excepto a Ghyl. Su padre, de costumbre poco hablador, miraba el plato con desgana, aunque intentó iniciar una anodina conversación. Le preguntó a Ghyl cuáles eran sus progresos en el Templo, un tema por el que nunca había dado muestras de interés. Ghyl le dijo que se le daban bastante bien los ejercicios, pero que se veía en dificultades en cuanto al catecismo. Amianto asintió con un gesto de la cabeza, pero su hijo pudo ver que sus pensamientos estaban en otra parte. Amianto le preguntó luego se había visto a Floriel recientemente y si le había encontrado en el Templo, donde recibía una instrucción igual a la suya.

—Un muchacho extraño —observó Amianto—. Yo diría que se deja convencer fácilmente, aunque hay en él algo de perversidad que le hace poco seguro.

—A mí también me da esa impresión. Aunque ahora parece dedicarse por completo al trabajo de su Hermandad.

—Después de todo, ¿por qué no? —se preguntó Amianto, como si lo inverso— la indolencia y la no-cooperación —fueran más normales.

Hubo otro silencio, y Amianto frunció las cejas mirando el plato, como si acabara de darse cuenta de lo que estaba comiendo. Hizo una inesperada referencia de Helfred Cobol.

—Sus intenciones son buenas, pero intenta conciliar demasiadas cosas. Eso le hace desgraciado. Nunca lo conseguirá.

Ghyl estaba interesado por la opinión de su padre.

—Siempre le he considerado impaciente y rudo.

Amianto sonrió, y volvió a sumirse en sus pensamientos. Pero hizo otro comentario.

—Con Helfred Cobol hemos tenido suerte. Es difícil entenderse con los agentes complacientes. Son suaves en la superficie, pero igual de impenetrables… ¿Hasta qué punto te gustaría ser agente de la Protección Social?

Ghyl nunca había considerado aquella posibilidad.

—No soy un Cobol. Supongo que es muy cooperativo, y que se tienen bonos de créditos, al menos eso he oído decir. Preferiría ser un Señor.

—Naturalmente, ¿quién no querría serlo?

—¿Es verdaderamente imposible? ¿No hay ningún modo de convertirse en Señor?

—Aquí en Fortinone, no. Se lo reparten entre ellos.

—En su mundo natal, ¿eran señores o simples beneficiarios, como nosotros?

Amianto sacudió la cabeza.

—Hace mucho tiempo, cuando trabajaba para una agencia de información de otro mundo, podría haberlo preguntado, pero por aquel entonces mis pensamientos iban por otro lado. Ignoro cuál es el planeta de origen de los señores. Quizá Alode, quizá la Tierra… He oído decir que es el mundo del que vienen todos los humanos.

—Me pregunto por qué los señores viven aquí, en Fortinone. ¿Por qué no han elegido Salula, o Luschein, o las Islas de Mang? Amianto se encogió de hombros.

—Por la misma razón, sin duda, que nosotros. Porque hemos nacido aquí, y aquí vivimos, y aquí moriremos.

—Supongamos que voy a Luschein y estudio para convertirme en un hombre del espacio: ¿me contratarían los señores a bordo de sus yates?

Amianto hizo una mueca que indicaba duda.

—La primera dificultad consistiría en aprender el oficio. Es una profesión muy codiciada.

—¿Tú nunca te has querido convertir en hombre del espacio?

—Oh, claro que sí. Yo también he soñado. Sin embargo, quizá sea mejor esculpir madera. ¿Quién sabe? Al menos estamos seguros de no morirnos de hambre.

—Pero nunca seremos financieramente independientes —protestó Ghyl, resoplando,

—Eso es cierto —dijo Amianto, levantándose; luego, llevó el plato al fregadero, lo rascó cuidadosamente y lo lavó con un mínimo de agua y arena.

Ghyl observó la meticulosa operación con un notable interés. Amianto, lo sabía, daba con disgusto cada boleto con que pagaba a los señores. Era algo que le turbaba. Le preguntó:

—Los señores se llevan el 1,18 por ciento de todo lo que producimos, ¿verdad?

—Sí, el 1,18 por ciento, tanto sobre las importaciones como sobre las exportaciones.

—Entonces, ¿por qué utilizamos tan poca agua y energía, y por qué vamos a los sitios a pie? Deberíamos aprovecharnos al máximo.

La cara de Amianto adquirió un aspecto de terquedad, lo que siempre pasaba cuando se abordaba el tema de los créditos que se les pagaban a los señores.

—Hay contadores para todo. Lo miden todo, salvo el aire que respiramos. Incluso las alcantarillas tienen contadores. El Servicio de Protección Social retiene de cada beneficiario, sobre una base proporcional al uso, lo suficiente como para pagar a los señores, a sus propios empleados, y a los otros funcionarios, dejando a los beneficiarios un mínimo estricto.

Ghyl, turbado, agachó la cabeza.

—Pero ¿cómo se hicieron los señores con la posesión de los servicios públicos?

—Ocurrió hace mil quinientos años. Había guerras… con Bau-derel, con las Islas de Mang, con Lankenburg. Antes, tuvieron lugar las Guerras Estelares, y antes de ellas la Guerra de las Atrocidades, y antes muchas otras guerras. El último conflicto, con el Emperador Riskanie y los hombres de ojos blancos, concluyó con la destrucción de la ciudad. Ambroy quedó devastada, las torres fueron destruidas, la gente vivía en el salvajismo. Los señores llegaron a bordo de sus navíos espaciales y lo pusieron todo en orden. Produjeron energía, distribuyeron el agua, construyeron los túneles de circulación, reabrieron el alcantarillado, reorganizaron las importaciones y las exportaciones. Por todo ello, pidieron, y les fue concedido, un uno por ciento. Cuando construyeron el puerto espacial se les concedió un cero coma dieciocho por ciento suplementario, y, desde entonces, nada ha cambiado.

—¿Y cuándo descubrimos que defraudar era un error y que era antirreglamentario?

Amianto puso de nuevo mala cara.

—Las restricciones fueron aplicadas por primera vez hace unos mil años, cuando nuestros artesanos empezaron a adquirir cierto renombre.

—Y antes, durante toda la historia antigua, ¿los hombres defraudaban? —preguntó Ghyl con voz ligeramente temerosa.

—Todo lo que podían.

Amianto se levantó y bajó al taller para seguir labrando el biombo. Ghyl llevó el plato a la pila y, mientras lo lavaba, pensó en los extraños tiempos antiguos, cuando los hombres trabajaban sin someterse a los Reglamentos del Servicio de Protección Social. Cuando todo estuvo limpio, bajó a su vez para sentarse en el banco y trabajar en su propio biombo. Fue a mirar cómo Amianto pulía unas superficies que ya estaban brillantes, limpiando las virutas de las ranuras alisadas; era más que puntilloso. Ghyl intentó reanudar la conversación, pero Amianto no tenía nada más que decir. Ghyl le deseó buenas noches y subió a la segunda planta. Se fue a la ventana de su habitación, miró más allá de la Plaza de Undle, pensando en los hombres que habían recorrido las viejas calles, con triunfos o fracasos que ya habían sido olvidados. Por encima de él colgaba Damar, moteada de azul, rosa y amarillo, proyectando su nacarado reflejo en los antiguos edificios.

En la calle, justo debajo de él, la luz brillaba en el taller. Amianto trabajaba hasta tarde, un suceso poco frecuente, pues prefería utilizar la luz del día, para frustrar a los señores. Las otras casas que rodeaban la plaza estaban, en aplicación de una filosofía similar, sumidas en la oscuridad.

Mientras Ghyl se daba la vuelta para irse, la luz procedente del taller vaciló y quedó como enmascarada. Ghyl miró hacia abajo, turbado. No consideraba a su padre amigo de los tapujos; sólo una persona indecisa e inclinada a la depresión. ¿Por qué, entonces, Amianto había bajado las persianas? ¿Había alguna relación entre aquella necesidad tan poco habitual de secreto y los paquetes que había traído aquella misma noche?

Ghyl fue a sentarse en el diván. Las leyes de la Protección Social no condenaban explícitamente las actividades privadas o secretas en tanto no constituyeran violación de la política social. Lo que significaba, en la práctica, que había que hacer una declaración previa a un funcionario del Servicio.

Ghyl estaba sentado rígidamente, con las manos agarradas a ambos lados de la cama. No quería ser inoportuno, o descubrir algo que embarazase tanto a su padre como a él mismo. Pero, sin embargo… Ghyl, con desgana, se levantó. Bajó lentamente la escalera, intentando evitar la furtividad y el ruido, sin hacerse notar, pero con la poco confortable sensación de ser un espía.

Las habitaciones que servían de cocina tenían un cálido olor a estofado de avena, con un cierto aroma salado de las algas marinas. Ghyl cruzó la mancha cuadrada de luz amarilla, cortada por las sombras de los barrotes de la rampa, lo que indicaba el emplazamiento de la escalera. La luz se apagó. Ghyl se detuvo. ¿Subiría Amianto? Pero no escuchó ruido de pasos, y Amianto siguió en el taller a oscuras.

Pero la habitación no estaba a oscuras. Un súbito rayo de luz blanco azulada, que persistió durante un segundo o dos, provino de ella. Fue seguido, un momento más tarde, por un brillo rojizo y tembloroso. Asustado, Ghyl avanzó con pasos lentos hacia la escalera, miró hacia abajo a través de la rampa, hacia el taller.

Durante un momento miró fijamente la habitación, desconcertado, con el pulso latiendo tan fuerte que se preguntó si Amianto no lo estaría escuchando. Pero su padre estaba absorto en su trabajo. Ajustaba un aparato que había sido concebido aparentemente para aquella ocasión: una caja de aspecto basto de sesenta centímetros de largo, treinta de alto y treinta de ancho, con un tubo que sobresalía de uno de sus extremos. Amianto se dirigió hacia una cubeta, miró atentamente algo que había en el líquido, un objeto que brillaba pálidamente. Sacudió la cabeza e hizo chascar la lengua, evidentemente descontento. Apagó todas las luces, dejando sólo una candela encendida, y descubrió una segunda cubeta. Metió en ella una hoja de papel en blanco, rígido, en lo que parecía un jarabe viscoso. Agitó el papel en todos los sentidos, lo agitó cuidadosamente y luego lo dejó en un soporte que había frente a la caja. Apretó un interruptor; del tubo, salió un intenso rayo de luz blanco azulada. En la hoja de papel húmedo, apareció una brillante imagen.

La luz desapareció; Amianto tomó rápidamente la hoja, la alisó sobre el banco, la espolvoreó con un fino producto negro, que extendió cuidadosamente con ayuda de un rodillo. Luego, tomando la hoja, hizo caer el exceso de polvo, sacudiéndola, antes de meterla en la cubeta. Dio la luz y se inclinó ansioso para examinarla. Tras un momento, inclinó la cabeza con satisfacción. Cogió la primera hoja, la hizo una bola y la tiró al otro lado de la habitación, volvió a la mesa y repitió por completo la operación.

Ghyl, fascinado, le observaba. Estaba claro, muy claro. Su padre violaba el reglamento más importante de Fortinone.

¡Hacía reproducciones!

Ghyl examinó a Amianto con ojos aterrorizados, como si se tratase de un extranjero de desconocidos poderes. Su padre, el concienzudo tallador de madera, el experto, ¡era un defraudador! ¡Era increíble, aunque innegable! Ghyl se preguntó si estaba despierto o soñando; la escena tenía algo grotesco, como las pesadillas.

Amianto, mientras tanto, había insertado un nuevo elemento en la caja de proyección y ajustaba con cuidado la claridad de la imagen en una hoja de papel en blanco. Ghyl reconoció el fragmento del documento antiguo de la colección de su padre.

Amianto trabajaba con más seguridad. Hizo dos copias, luego siguió, reproduciendo los viejos papeles de la carpeta.

Ghyl subió enseguida a los pisos superiores, llegó a su habitación, evitando prudentemente cualquier especulación. Era demasiado tarde, no quería pensar. Pero persistía una horrible aprensión: la luz se filtraba a través de las persianas. Supongamos que alguien haya visto el parpadeo, las singulares fluctuaciones, y se haya preguntado cuál era la causa. Ghyl miró por la ventana del cuarto: la luz que nacía y desaparecía, seguida por el resplandor azulado, parecía exageradamente sospechosa. ¿Cómo era Amianto tan imprudente, tan sublimemente distraído, hasta el punto de no hacerse preguntas o de preocuparse por aquellas cosas?

Para alivio de Ghyl, Amianto se cansó de su ilícita ocupación. Ghyl pudo oírle ir de acá para allá, dando vueltas por el taller, colocando el material.

Amianto subía lentamente por la escalera. Ghyl fingió dormir, y su padre se fue a acostar. Ghyl se quedó tumbado, sin dormir, y le pareció que Amianto estaba despierto, también él, pensando en cosas extrañas… Ghyl, finalmente, se durmió.

Por la mañana, Amianto era otra vez él mismo. Mientras Ghyl se comía el desayuno de papilla de avena y migas de pescado, reflexionó; Amianto había reproducido ocho o diez artículos de su colección la noche precedente. No parecía improbable que reprodujera el resto. Debía saber que las luces eran visibles. Con una voz tan natural como pudo, Ghyl preguntó:

—¿Estuviste anoche arreglando el circuito eléctrico?

Amianto le miró, enarcando las cejas en gesto de embarazo, bajándolas luego casi cómicamente. Amianto era quizá el último experto en hipocresía.

—Eh… ¿por qué me lo preguntas?

—Miré por casualidad por la ventana y vi las luces apagarse y encenderse. Habías bajado las persianas, pero las luces eran visibles desde la calle. Creí que estarías arreglando alguna lámpara.

Amianto se frotó el rostro.

—Algo parecido… sí, algo parecido. ¿Tienes que ir hoy al Templo?

Ghyl lo había olvidado.

—Sí. Pero no me sé los ejercicios.

—Bueno, hazlos lo mejor que puedas. Hay quien está dotado para ellos, y quien no.

Ghyl pasó una mañana deplorable en el Templo, saltando desgarbadamente en las más simples carreras, mientras que chicos varios años menores que él, pero mucho más devotos, saltaban alrededor de las Figuras Elementales con delicadeza y agilidad, obteniendo los elogios del Guía Saltador. Para empeorar las cosas, el Tercer Asistente Saltador efectuó una gira de inspección por la sala. Vio los saltos de Ghyl, y le vio caer al suelo con tanta estupefacción que levantó los brazos al cielo y salió de la sala a toda prisa, totalmente desencantado.

Cuando Ghyl volvió a su casa, descubrió que Amianto había empezado un nuevo biombo. En lugar del arzack habitual, había preparado un costoso panel de ing que le llegaba hasta los ojos, y que era más ancho que lo que daban sus brazos extendidos. Hasta mediodía estuvo trabajando, pasando el dibujo al panel. Era un croquis excelente, pero Ghyl no podía dejar de sentir cierta diversión triste al contemplar las contradicciones de su padre; el que aconsejaba la alegría a Ghyl, se dedicaba a una obra melancólica. El dibujo indicaba los festoneados enlaces de un trozo de follaje a través del cual aparecían cien caritas graves, todas distintas, pero de un modo u otro semejantes por la intensidad inquietante de sus miradas. En el centro, en la parte superior, había una palabra — Recuérdame —escrita con caracteres grandes y elegantes.

Amianto dejó de trabajar en el nuevo panel cuando ya era muy tarde. Bostezó, se estiró, se levantó, fue hasta la puerta, y observó la plaza llena de personas que volvían a sus casas tras haber acabado el trabajo en la ciudad: estibadores, carpinteros de los astilleros, mecánicos, trabajadores de la madera, del metal y la piedra, vendedores y funcionarios, escribas y sacerdotes, fabricantes de comida, matarifes, pescadores, estadísticos y empleados del Servicio de Protección Social, chicas de servir, enfermeras, doctores y dentistas, los últimos, todos del sexo femenino.

Como golpeado por un súbito pensamiento, Amianto examinó las persianas. Se inmovilizó, frotándose el mentón y luego miró a Ghyl brevemente, que fingió no notarlo.

Amianto se acercó a un armario, sacó un frasco y llenó dos copas de vino dulce de flores de junco, acercando uno de ellos al codo de Ghyl, y bebiendo un trago del otro. Ghyl, alzando la mirada, encontró difícil admitir que aquel hombre un tanto corpulento, de rostro tranquilo, un poco pálido y contraído, aunque profundamente dulce, fuera la misma persona resuelta que había trabajado ilegalmente la noche precedente. ¡Si hubiera sido un sueño, una pesadilla! Los agentes del Servicio de Protección Social, compasivos e indulgentes, podían ser implacables cuando los reglamentos se infringían. Un día, Ghyl vio a un hombre que había matado a su esposa que era llevado a rehabilitación, y la idea de que Amianto pudiera ser tratado del mismo modo, le provocaba tal terror que el estómago se le contraía con violencia a causa de los nervios.

Amianto habló del biombo de Ghyl.

—… un poco más de relieve, en el detalle de la corteza. La idea general es la vitalidad de los jóvenes que retozan en el campo; ¿por qué debilitar el tema por exceso de delicadeza?

—Sí —murmuró Ghyl—. Lo esculpiré más profundamente.

—A mí me gustaría que la hierba fuera un poco menos espesa; parece eclipsar las flores… Pero es tu interpretación, y debes hacer lo que te parezca mejor.

Ghyl agachó la cabeza desangeladamente, y dejó el cincel y se bebió el vino; aquel día no esculpiría nada más. Generalmente, era él quien iniciaba las conversaciones, hablando mientras Amianto le escuchaba; pero en aquella ocasión los papeles estaban invertidos. Amianto permaneció reflexivo durante la cena.

—Ayer comimos algas marinas; creo que no estaban muy frescas. ¿Qué te parecería una ensalada de plinchets con algunas nueces y un trozo de queso? ¿O prefieres pan y carne fría? No debe ser tan caro.

Ghyl respondió que le gustaría pan y carne, y Amianto le envió rápidamente. Mirando por encima del hombro, Ghyl vio con consternación que Amianto examinaba las persianas, haciéndolas subir y bajar, abriéndolas y cerrándolas.

Aquella noche, Amianto hizo funcionar nuevamente la máquina duplicadora, pero calafateó las persianas cuidadosamente. La luz no se filtraba al exterior para excitar la curiosidad de ningún agente que pudiera pasar por allí.

Ghyl se fue a acostar muy triste, feliz simplemente porque Amianto, determinado como estaba a saltarse los reglamentos, hubiera tomado las necesarias precauciones para evitar ser pillado en flagrante delito.