4

Amianto no era un profesor exigente, y la vida de Ghyl siguió como antes, aunque no escaló más torres. Llegó el verano Ambroy. Hubo lluvias y tormentas, y luego un período de buen tiempo, durante el cual la ciudad medio en ruinas pareció casi hermosa. Amianto se entregó a sus ensueños y, en un sobresalto de energía, llevó a Ghyl a dar un paseo, a pie, a lo largo de Insse, por las laderas de los Montes de Meagher. Ghyl nunca había estado tan lejos de casa. Por contraste con el destrozo de Ambroy, el campo parecía especialmente fresco e ilimitado. Recorriendo la ribera del río, bajo los sauces púrpuras, se detuvieron a menudo para contemplar los sitios más agradables —una isla sombreada por los sauces y la sarga, con una casita, un embarcadero, una chalupa—, o un simple esquife amarrado a la orilla, con los niños nadando en el río mientras los padres retozaban perezosamente tendidos en el puente, con unas jarras de cerveza en la mano. Al caer la noche, durmieron en lechos de hojas y paja, ante un fuego vacilante y brasas inflamadas. Por encima de ellos flameaban las estrellas de la Galaxia, y Amianto fue señalando las que conocía: El Cúmulo de Mirabilia, Glysson, Hiartes, Cormus, Alode. Para Ghyl, todos aquellos nombres eran algo casi mágico.

—Algún día —le dijo a Amianto—, cuando sea mayor, esculpiremos un montón de biombos, y ahorraremos todos los créditos que ganemos; y, luego, viajaremos a esas estrellas, ¡y hasta los Cinco Mundos de Jeng!

—Sería estupendo —reconoció Amianto con una sonrisa—. Haré bien en poner un poco más de arzack en los baños químicos para que tengamos suficientes planchas de madera.

—¿Crees que podremos comprar un yate espacial y viajar a nuestro antojo?

Amianto sacudió la cabeza.

—Son muy caros. Unos cien mil créditos, si no recuerdo mal.

—Trabajando muy duro, ¿podríamos llegar a esa cifra?

—He trabajado y ahorrado toda mi vida, y nunca he tenido créditos bastantes como para vivir decentemente. Los yates espaciales son para los señores.

Atravesaron Bazen, Grigglesby y Blonnet y, luego, torcieron hacia las colinas. Finalmente, cansados y con los pies doloridos, tomaron el camino de vuelta y Amianto se gastó unos créditos preciosos en tomar la Línea Elevada para recorrer los últimos treinta kilómetros atravesando al Parque de la Orilla, Vashmont y Hoge.

Durante un tiempo, Amianto, como si estuviera realmente convencido del valor de la propuesta de su hijo, trabajó con diligencia. Ghyl le ayudó lo mejor que pudo y se entrenó en el empleo de gubias y cinceles, pero los créditos entraban con una lentitud descorazonadora. La dedicación de Amianto desapareció; volvió a sus viejas costumbres, trabajando y soñando, mirando la nada durante minutos y, muy pronto, también desapareció el interés de Ghyl. Tenía que haber modos más rápidos que permitieran ganar créditos: el juego, por ejemplo. Raptar a los señores era antirreglamentario, y Ghyl sabía que Amianto no querría siquiera oír hablar de ello.

El verano prosiguió su curso: un período tranquilo, quizá el más feliz de toda la vida de Ghyl. De toda la ciudad, su lugar favorito de diversión eran las Colinas de Dunkum, en el Solar de Veige, al norte de Breuben, una elevación del terreno con la cima llena de hierba y de laderas pedregosas. Durante docenas de frescos amaneceres y brumosos mediodías Ghyl trepó por las colinas de Dunkum, a veces solo, a veces acompañado por su amigo Floriel, un chico abandonado a su suerte, de piel pálida y grandes ojos, de facciones débiles, y espesa pelambrera negra.

Floriel era un compañero que encajaba perfectamente con los gustos de Ghyl: un chico amable y que siempre estaba de acuerdo, que nunca carecía ni de energía ni de imaginación, y dispuesto a meterse en cualquier aventura. Los dos muchachos pasaron muchas horas en las Colinas de Dunkum, arrastrándose bajo la leonada luz del sol, mascando la hierba tierna, acechando el vuelo de los pájaros multicolores por encima de los enlodados pantanos.

Las Colinas de Dunkum eran un lugar ideal para perder el tiempo, donde soñar; por contraste, el puerto espacial, en el Solar de Godero, al este, era el verdadero centro de la aventura y la fantasía. El puerto espacial estaba dividido en tres secciones, con el depósito en el centro. Al norte se hallaba el terreno comercial, donde habitualmente dos o tres navíos cargaban o descargaban los fletes. Al sur, alineados a lo largo de una avenida de acceso, se hallaban los yates espaciales pertenecientes a los señores, objetos del entusiasmo y fascinación más apasionados. Al oeste se encontraba la terminal de pasajeros. Allí eran amarrados los navíos negros de las excursiones, a disposición de los beneficiarios que, a costa de ahorro y privaciones, podían pagarse un viaje a otros mundos. Había varias excursiones. La más barata y popular era una estancia de cinco días en la Luna Damar, un extraño y pequeño mundo dos veces más pequeño de diámetro que Halma, donde vivían los marionetistas damarianos. Garwan, en el ecuador de Damar, era un lugar de cita obligada para turistas, con hoteles, hermosas vistas, restaurantes. Allí había espectáculos de marionetas de todas clases: cuentos de hadas, fábulas de horror gótico, reconstrucciones históricas, comedias, exhibiciones eróticas y macabras. Las actrices eran pequeños simulacros humanos, creados con mucho más cuidado, y mucho más caras, que las gesticulantes criaturas exportadas para empresas semejantes a los Divertidores Peripatéticos de Framtree. Los propios damarianos vivían bajo tierra, rodeados de un lujo inimaginable. Su tez era negra; la cabeza pequeña y ósea y adornada con todo tipo de pelajes groseros, hirsutos y negros; sus ojos brillaban con reflejos curiosos, cornos los ardientes rayos de una estrella de zafiro; en resumidas cuentas, no eran muy diferentes de los títeres que exportaban.

Otro de los destinos turísticos, un poco más prestigioso, se encontraba en el siguiente planeta en órbita: Morgan, un mundo de océanos barridos por los vientos, de lisas estepas, lleno de picos de roca desnuda. Sobre Morgan había cierto número de lugares de recreo bastante pobres, que ofrecían pocas distracciones distintas a las galopadas por las estepas en carros de ingentes ruedas. Sin embargo, millares de personas sacrificaban sus créditos tan costosamente adquiridos para pasar dos semanas en El Albergue de la Tundra, o en La Casa de las Montañas, o en El Refugio del Pico Tormentoso.

Los Mundos Maravillosos del Cúmulo de Mirabilis eran mucho más atractivos. Cuando alguien volvía de los Mundos Maravillosos, había cumplido sus sueños. Hablaba de las maravillas que había visto hasta el fin de sus días. La excursión, sin embargo, estaba fuera del alcance de casi todo el mundo, a excepción de los beneficiarios altamente remunerados, como los Maestros de la Hermandad, los delegados, los directores del Servicio de Protección social, los comisarios de cuentas y los tesoreros Boimarc, así como de los nocop que habían hecho fortuna gracias al comercio, al juego o al crimen.

La existencia de mundos más lejanos que los Mundos Maravillosos era conocida por todos: Rodion, Acántara, Tierra, Masstric, Montsierra con sus ciudades flotantes, Himat, y muchos más. Pero nadie iba tan lejos, a excepción de los señores en sus yates espaciales.

Para Ghyl y Floriel, nada era imposible. Con las narices apretadas contra las cristaleras que rodeaban el puerto espacial, declaraban que la independencia financiera y los viajes espaciales eran la base de la vida que más les convenía. Pero antes de ello, había que encontrar los créditos necesarios, y allí es dónde se hallaba la piedra miliar del asunto. Los créditos eran difíciles de ganar, Ghyl lo sabía muy bien. Los otros mundos tenían fama de ser muy ricos, y los créditos se distribuían en ellos pródigamente. ¿Cómo podrían ir —él, su padre y, claro, Floriel— a un entorno más generoso? ¡Si por alguna casualidad prodigiosa, algún milagro, pudiera hacerse dueño de un yate espacial! ¡Qué libertad, qué novela, qué aventura!

Ghyl recordaba las exigencias impuestas al diabólico Señor Bodbozzle. Rudel y Marelvie obtuvieron la independencia financiera… pero aquello sólo había sido un espectáculo de marionetas. ¿No habría otros medios?

Un día maravilloso, cuando el verano llegaba a su fin, Ghyl y Floriel se hallaban tendidos en las Colinas de Dunkum, chupando tallos de hierba y hablando todo el tiempo del futuro.

—Francamente, ¿qué piensas hacer? —preguntó Ghyl.

—En primer lugar —le respondió Floriel, acunando entre sus manos el rostro delicado y femenino—, me haré con un montón de créditos; docenas. Luego, aprenderé a jugar, como los nocops. Estudiaré los mejores métodos para ganar, y un día jugaré y ganaré cientos y cientos de créditos. Hasta millares. Luego, me compraré con ellos un yate espacial y me iré muy lejos… ¡más allá de Mirabilis!

Ghyl, pensativo, inclinó la cabeza.

—¡Es un método!

—O, quizá —continuó Floriel—, podría salvar del peligro a la hija de un señor. Me casaría con ella y me convertiría en señor.

Ghyl sacudió la cabeza negativamente.

—Eso no pasará nunca. Son demasiado orgullosos. Sólo tienen amigas entre el pueblo. Se las llama amantes.

Floriel se volvió para mirar hacia el sur, por encima de las ruinas marrones y grises de Brueben y las torres de Vashmont.

—¿Por qué son tan orgullosos? Sólo son personas ordinarias que han tenido la suerte de convertirse en señores.

—Son de una especie diferente. Aunque he oído decir que, cuando van por la calle sin los garriones, nadie nota que son señores.

—Son tan orgullosos porque son ricos. Yo también haré fortuna y seré orgulloso, y las damas querrán casarse conmigo sólo para contarme los créditos. ¡Piensa en ello! ¡Créditos azules, créditos naranjas, créditos verdes! ¡Fichas de todos los colores!

—Te harán falta —observó Ghyl—. Los yates son muy caros: supongo que medio millón de créditos. Un millón por un aparato realmente bueno, un Lixon o un Hexaedro con un puente de paseo. Imagínate… Estamos en el espacio. Mirabilis se encuentra a nuestras espaldas, nos dirigimos hacia un planeta extraño y maravilloso. Cenamos en el salón principal, rodaballo y pollo asado regados con el mejor vino de Gade. Y, luego, vamos hacia la cúpula de popa para comernos los helados en la oscuridad, con las estrellas de Mirabilis detrás nuestro, y la Cimitarra de los Gigantes por encima, y la Galaxia a un lado.

Floriel suspiró profundamente.

—Si no puedo comprar un yate espacial, robaré uno. No creo que eso esté mal —se apresuró a añadir, al ver la poco convencida expresión de Ghyl—. Se lo robaré sólo a un señor, que puede permitirse el lujo de perderlo. ¡Piensa en todos los créditos que reciben y no se gastan!

Ghyl no estaba seguro de que aquél fuese el caso, pero no se molestó en discutirlo.

Floriel se apoyó en las rodillas.

—¡Vamos al puerto espacial! ¡Veremos los yates y elegiremos uno!

—¿Ahora?

—Claro, ¿por qué no?

—Porque está muy lejos.

—Iremos en la Línea Elevada.

—A mi padre no le gusta dar créditos a los señores.

—El viaje en la Línea Elevada no es muy caro. Hasta Godero son sólo quince billetes.

Ghyl se encogió de hombros.

—Muy bien.

Bajaron de la peña por el camino habitual, pero, en lugar de volverse hacia el sur, rodearon las tenerías municipales rumbo a la estación de Veige Oeste Número 2 de la Línea Elevada. Bajaron por la escalera mecánica hasta la rampa de embarque y subieron en una cápsula. Uno tras otro, apretaron en el símbolo del «puerto espacial» y colocaron los carnets de menores en una placa sensorial. La cápsula aceleró, enfiló hacia el este, desaceleró, se abrió; los muchachos treparon corriendo por la escalera mecánica de subida, que les llevó al depósito del puerto espacial. Era un lugar cavernoso, que resonaba con cada paso. Los chicos se deslizaron hacia un lado y estudiaron la situación, conversando en voz baja. Por las numerosas idas y venidas, y también por la atmósfera de contenida excitación, el depósito era un lugar triste, con muros cuadrados de color marrón polvoriento y una gran bóveda oscura por techo.

Ghyl y Floriel decidieron ir a mirar a los pasajeros que embarcaban en los navíos de excursión. Se acercaron a los portillos de embarque, intentaron atravesarlos, pero un guardia les hizo un gesto para que dieran media vuelta.

—La terraza de observación está al otro lado de la bóveda; ¡sólo los pasajeros pueden pasar a la zona de partida! —Pero se volvió para responder una pregunta y Floriel, temerario súbitamente, agarró a Ghyl por el brazo y se deslizaron con rapidez al interior del recinto.

Sorprendidos y encantados por su propia audacia, se dirigieron a toda prisa hacia la sombra de un contrafuerte, donde se camuflaron para pensar unos momentos. Un sonido atronaba en el cielo: el gruñido estridente de un navío de excursión de las Líneas Lama, descendiendo como un inmenso pato sobre los enormes amortiguadores. El gruñido se convirtió en gemido cuando los campos de fuerza entraron en reacción con el suelo, y luego se hizo inaudible. El navío tocó el suelo, y los ultrasonidos llegaron a una frecuencia audible, emitiendo un último suspiro antes de sumirse en el silencio, y el navío reposó, inmóvil, sobre el suelo de Halma. Las puertas se abrieron, y los pasajeros salieron lentamente, con los créditos gastados, las cabezas gachas y las ambiciones insatisfechas.

Floriel tuvo súbitamente un instante de duda. Señaló al navío con el dedo.

—¡Las puertas están abiertas! Ya sabes, si nos mezclamos con la multitud, podemos llegar a bordo y ocultarnos. Luego, cuando estemos en el espacio, salimos. ¡No podrán devolvernos al punto de partida! ¡En el peor de los casos, veríamos Damar, y quizá incluso Morgan!

Ghyl sacudió la cabeza.

—No podríamos ver nada de nada. Nos meterían en un camarote y nos darían pan y agua para comer. Luego, les harían pagar a nuestros padres el precio de los billetes… millares de créditos. Mi padre no podría pagarlos. No sé qué iba a hacer.

—Mi madre se negaría a pagar. También me pegaría una buena paliza. Pero, peor para ella, ¡yo ya habría viajado por el espacial!

—También nos ficharían por individualismo —añadió Ghyl.

Floriel hizo un gesto de despectivo desafío.

¿Y luego? Tendríamos que ponernos en la cola hasta que se volviera a presentar una ocasión parecida.

—Esto no es realmente una ocasión. No realmente. En primer lugar, nos cogerían y nos echarían fuera… escoltados. Se mire como se mire, no es algo muy alentador. En todo caso, ¿quién quiere viajar en un antiguo navío de excursión? Yo lo que quiero es un yate espacial. Vamos a la pista sur.

Los yates se encontraban alineados al otro extremo de la pista. La avenida de acceso se extendía ante ellos y, para alcanzarla, había que atravesar un terreno descubierto bajo los ojos de cualquiera que mirase desde la terraza de observación o la torre de control. Ghyl y Floriel, aplastados contra el muro, discutían la situación, sopesando los pros y los contras.

—¡Vamos! —dijo Floriel—. ¡Corramos!

—Mejor sería ir andando, para no parecer ladrones. Lo que, por otra parte, no somos. Si nos cogen, no mentiremos y diremos que no queríamos hacer nada malo. Si nos ven correr, estarán seguros de que queremos hacer alguna trastada.

—Vale —musitó Floriel—. Vamos.

Sintiéndose desnudos y a la intemperie, atravesaron el terreno descubierto y llegaron al relativo abrigo de la avenida de acceso sin más problemas. En aquel momento, a su alcance, se encontraron los fascinantes yates espaciales; la proa del primero —un Dameron CoCol 4 de treinta metros— sobresalía justo por encima de sus cabezas.

Escrutaron con prudencia la avenida, que era, de hecho, el camino que tomaban los señores cuando querían embarcar en sus yates. Todo parecía tranquilo, los maravillosos aparatos estaban agazapados en las rampas móviles, con el morro atado; como si estuvieran durmiendo.

No había ningún garrión a la vista, ni señores, ni mecánicos, estos últimos eran, generalmente, hombres de Luschein, del Continente Sur. La audacia de Floriel, que contaba más con un espíritu activo y un temperamento exaltado que con un auténtico coraje, empezó a flaquear. Se empezó a comportar tímida e inquietamente, mientras que Ghyl, que nunca había estado menos seguro de sí mismo, empezó a tomar las riendas de toda la historia.

—¿Crees que debemos seguir? —le preguntó Floriel con un murmullo alterado por la emoción.

—Ya hemos llegado hasta aquí. Si no hacemos nada malo, no creo que nadie se moleste. Ni siquiera un señor.

—¿Qué haremos si nos cogen? ¿Nos enviarán a rehabilitación?

Ghyl se rió nervioso.

—Claro que no. Si alguien nos pregunta, diremos que sólo queríamos ver los yates, lo que es la estricta verdad.

—Sí, tienes toda la razón.

—Venga, sigamos.

Se dirigieron hacia el sur a lo largo de la avenida. Después del Dameron había un Wodge Azul, y el siguiente, a su lado, era un Wodge Escarlata, ligeramente más pequeño, pero también más suntuoso; luego había un voluminoso Gallypol Irwanforth, un Merodearon Hatz, un Caza Estelar Eperlan de fuselaje oro y plata. Cada aparato era más maravilloso que el precedente. Una o dos veces, los jóvenes se deslizaron bajo los fuselajes para tocar las relucientes cubiertas que tanta distancia habían recorrido, para examinar los blasones de cada portón de entrada.

A medio camino, llegaron junto a un yate cuyas amarras frontales habían sido bajadas, evidentemente para facilitar las reparaciones, y los chicos se acercaron con paso furtivo.

—¡Mira! —murmuró Ghyl—. Puede verse una parte de la cabina principal. Magnífica, ¿no?

Floriel asintió con el mismo entusiasmo.

—Un Lixon Triplángulo. Son los que tienen las capotas muy gruesas alrededor de la esclusa delantera. —Avanzó bajo el fuselaje para examinar los blasones del portón de entrada—. Ha sido de mucha gente. Triptolemus… Jeng… Sanreale. Algún día, cuando sepa leer, los sabré todos.

—Sí, yo también quiero saber leer. Mi padre está muy ducho en lectura. Él puede enseñarme a leer. —Miró fijamente a Floriel, que hacía gestos apresurados—. ¿Qué te pasa?

—¡Un garrión! ¡Ocúltate detrás de la quilla!

Ghyl se unió rápidamente a Floriel tras el soporte de la proa. Se inmovilizaron, conteniendo el aliento.

Floriel, con voz desesperada, murmuró:

—Aunque nos atrapen, no pueden hacernos nada. Son sólo servidores. No tienen derecho a darnos órdenes, o a echarnos, o a hacernos nada, salvo que dañemos algo.

—Supongo que tienes razón —contestó Ghyl—. Pero nos quedaremos ocultos.

—Seguro.

El garrión pasó, desplazándose con el paso rígido y acompasado de su raza. Llevaba una librea verde claro y gris, con rosetones de oro, y un casco de cuero gris verdoso.

Floriel, que se enorgullecía de sus conocimientos, aventuró una opinión respecto al amo del garrión.

—Verde y gris… Debe ser Verth el Chaluz, o Hermán el Chaluz. Los rosetones de oro son emblema de los Chaluz. Ya sabes que representan la energía.

Ghyl lo ignoraba, pero inclinó la cabeza en claro signo de afirmación. Esperaron a que el garrión entrase en la terminal y estuviera fuera de su vista. Prudentemente, salieron de detrás de la quilla. Miraron a derecha e izquierda, y luego siguieron avanzando entre las hileras de yates.

—¡Mira! —dijo Floriel casi sin aliento—. ¡El Déme… el que es negro y oro! ¡Está abierto!

Los dos muchachos se detuvieron, mirando la fascinante abertura.

—El garrión debía venir de aquí —estimó Ghyl—. Volverá.

—No inmediatamente. Tenemos tiempo para trepar por la rampa de acceso y echar un vistazo al interior. ¡Nadie lo sabrá!

Ghyl hizo una mueca.

—Ya me reprendieron una vez por violación de propiedad.

—¡Esto no es una violación de propiedad! De todos modos, ¿dónde está el mal? Si nos preguntan qué es lo que hacemos, diremos que sólo estábamos mirando.

—Seguramente habrá alguien a bordo —observó Ghyl.

Floriel no era de la misma opinión.

—El garrión, probablemente, esté arreglando algo, o limpiándolo. Habrá ido a buscar material y estará fuera un buen rato. ¡Vamos!

Ghyl evaluó la distancia que les separaba del terminal: cinco buenos minutos andando. Floriel le tiró del brazo.

—¡Hagamos ver que somos jóvenes señores! ¡Echemos un vistazo al interior para ver cómo viven!

Ghyl pensó en Helfred Cobol, en su padre. Se le secó la garganta. Floriel y él ya habían sobrepasado los límites permitidos… Sin embargo, el garrión estaba lejos, y ¿qué mal había en mirar? Asintió.

—De acuerdo, pero no pasamos de la esclusa…

Floriel dudó entonces; evidentemente, había dado por hecho que Ghyl se negaría en redondo a la loca idea de penetrar en la nave.

—¿Crees que podemos?

Ghyl hizo un gesto que indicaba prudencia, y se acercó al aparato rápidamente. Floriel le siguió.

Al pie de la rampa de acceso, se detuvieron para escuchar. Ningún sonido provenía de la cabina. No podían ver más que el interior de la esclusa y, más allá, la visión tentadora y limitada de las piezas de madera labrada, colgaduras escarlatas, estanterías de cristal, instrumentos metálicos; un lujo casi demasiado espléndido para ser real. Fascinados, atraídos por la curiosidad, casi contra su voluntad y ciertamente contra su buen sentido, subieron por la rampa, furtivos como gatos que penetrasen en una casa desconocida. Echaron un vistazo por la puerta, oyeron un murmullo de motores y nada más.

Se volvieron para mirar hacia la terminal. El garrión no volvía. Sintiendo latir el pulso en la garganta, los chicos entraron en la esclusa y miraron profundamente en la cabina principal.

Respiraron, lentamente, encantados y maravillados. La cabina tenía casi diez metros de largo por cinco de ancho. Los muros estaban revestidos de madera de sako de color gris verdoso, y cubiertos de tapices; el suelo se ocultaba bajo una gruesa alfombra de color púrpura. En un extremo del salón, cuatro peldaños llevaban a la plataforma de control. En la popa, una cúpula daba a un puente de observación cubierto por un domo transparente.

—¡Maravilloso! ¿verdad? —suspiró Floriel—. ¿Crees que alguna vez tendremos un yate espacial? ¿Y será tan hermoso como éste?

—No lo sé —respondió Ghyl sombríamente—. Eso espero… sí. Un día tendré uno. Bueno, ahora lo mejor es que nos vayamos.

—¡Piensa! —murmuró Floriel—. Si supiéramos astronavegación, podríamos llevarnos este yate ahora mismo. ¡Elevarnos y alejarnos de Ambroy! ¡Sería nuestro, sólo nuestro!

La idea era tentadora pero irracional. Ghyl tenía muchísimas ganas de irse pero vio, consternado, como Floriel atravesaba alegremente la cabina y subía los peldaños que conducían a la plataforma de control. Ghyl le llamó con voz ansiosa.

—¡No toques nada! ¡Ni siquiera un botón!

—¿Te crees que soy tonto?

Ghyl miró inquieto la entrada del puerto espacial.

—Lo mejor es que nos vayamos.

—Deberías subir hasta aquí; ¡no te imaginas lo impresionante que es todo esto!

—¡No toques nada! ¡Nos vas a meter en un lío! —Dio dos pasos hacia adelante—. ¡Vámonos!

—Cuando tenga… —La voz de Floriel se transmutó en un balbuceo aterrorizado.

Siguiendo la dirección de su mirada, Ghyl vio a una joven que se hallaba junto a la escalera de la cabina de popa. Iba vestida con un rico traje de terciopelo color rosa, con un ligero bonete cuadrado, del mismo material, y un par de cintas escarlatas colgando de sus hombros. Tenía el cabello oscuro, el rostro afilado, móvil, brillante de vitalidad, pero, en aquel instante, su ultrajada mirada fue de uno a otro. Ghyl la miró a su vez, fascinado. ¿Era la misma chica a la que el marionetista señalase en la función? Es muy hermosa, pensó, con el mismo toque fascinante de la Diferencia, esa cosa particular que distinguía a los señores de los hombres del pueblo.

Floriel, saliendo de su petrificación, empezó a descender furtivamente del puente de control. La chica dio unos pasos hacia adelante. Un garrión la siguió al penetrar en la cabina, y Floriel se pegó a una mampara. Se excusó:

—No queríamos hacer ningún mal, sólo queríamos mirar…

La chica lo estudió con gravedad, luego, se volvió para observar a Ghyl. Su boca se contrajo por el disgusto. Dirigió la mirada hacia el garrión.

—¡Dales una lección! ¡Échalos!

El garrión aprisionó a Floriel, que hablaba y aullaba a la vez. Ghyl habría podido retroceder y escaparse, pero eligió quedarse, por alguna razón que no era capaz de comprender. Su presencia, evidentemente, no era de ninguna ayuda para Floriel.

El garrión le dio con indiferencia unos cuantos golpes a Floriel, que sollozó y se contorsionó dramáticamente. La joven hizo un gesto con la cabeza.

—¡Basta! ¡Al otro!

Lloriqueando y jadeante, Floriel pasó corriendo delante de Ghyl y bajó por la rampa. Ghyl se quedó inmóvil, enfrentándose al garrión, intentando no temblar al ver a la criatura que se alzaba por encima suyo. Las manos del garrión eran frías y rugosas; a su contacto, un extraño estremecimiento recorrió los nervios de Ghyl. Apenas sentía los medidos golpes que le propinaban. Su atención estaba clavada en la chica, que observaba la paliza severamente. Ghyl se preguntaba cómo una persona tan delicada, tan bella, podía ser insensible hasta aquel punto. ¿Eran tan crueles todos los señores?

La chica percibió la mirada de Ghyl y quizá notó lo que significaba. Frunció el ceño.

—¡Pégale más fuerte; es un insolente!

Ghyl recibió unos cuantos golpes más y luego fue expulsado de la nave.

Floriel permanecía temeroso a unos cincuenta metros, en la avenida Ghyl se levantó del suelo, y miró hacia lo alto de la rampa. No había nada que ver. Se volvió y se unió a Floriel. Sin decir palabra se arrastraron penosamente a lo largo de la avenida. Llegaron al interior del depósito sin llamar la atención. Haciendo honor a la antipatía de su padre por la Línea Elevada, Ghyl insistió en volver a casa andando: un paseo de seis kilómetros. En el trayecto, la cólera de Floriel explotó.

—¡Esos señores son abominables! ¿Has notado la alegría de la chica? ¡Nos ha tratado como si fuéramos basura! ¡Como si oliésemos mal! ¡Y mi madre es prima del Alcalde! ¡Algún día tendré mi revancha! ¡Créeme!

Ghyl suspiró melancólicamente.

—Nos podría haber tratado más gentilmente. Sin embargo… podría habernos tratado mucho peor. ¡Muchísimo peor!

Floriel le miró fijamente, estupefacto, con los cabellos revueltos, la cara convulsa.

—¿Qué? ¡Le dio al garrión la orden de que nos golpease! ¡Mientras ella miraba sonriendo!

—Podría habernos pedido los nombres. ¿Y si nos hubiera denunciado al Servicio de Protección Social?

Floriel agachó la cabeza. Los dos jóvenes caminaron a duras penas hacia Brueben. En la luz del sol poniente, atravesaron una bruma de color cerveza que proyectó una luz ambarina en sus rostros.