Frente a la Plaza Undle, al norte del Solar de Brueben, había un edificio alto y estrecho de tres pisos, construido con viejos troncos de árboles negros y tejas marrones, que servía tanto de taller como de residencia a Amianto. En la planta baja se encontraba el taller, donde esculpía bloques de madera; en la primera planta estaba la cocina, el lugar donde Amianto y Ghyl preparaban la comida y la comían, así como una habitación adyacente en la que Amianto guardaba una disparatada colección de antiguos manuscritos. En la segunda planta era donde dormían y, por encima de ella, sólo quedaba un pequeño granero lleno de objetos inútiles, demasiado viejos o demasiado importantes como para tirarlos.
Amianto era el más reservado de los hombres: pensativo, casi sombrío, trabajando por accesos de energía, ocupándose, acto seguido, durante horas o días de detalles sin importancia, o sin hacer absolutamente nada. Era un hábil artesano: sus pantallas siempre eran de las Primeras y, generalmente, de las Perfectas, pero su rendimiento no era excesivamente elevado. Los créditos no eran cosa abundante en el hogar Tarvoke. Los trajes, como el resto de las mercancías de Fortinone, eran fabricados a manos y bastante caros; Ghyl llevaba camisas y pantalones cosidos por Amianto, aunque las Hermandades no estuvieran conformes con la actividad de aquellas «fuentes marginales de competencia». Los Tarvoke raramente tenían dinero de sobra para despilfarrar, y ninguno para la diversión organizada. Todos los días, la barcaza Jaoundi subía majestuosamente por el Insse en dirección a la ciudad vacacional de Bazen, volviendo tras la caída de la noche. Para los chicos de Ambroy, era la más agradable y deseada de las excursiones. Una vez o dos, Amianto mencionó la ruta del Jaoundi, pero nada concreto vio nunca la luz.
Ghyl, sin embargo, consideraba que tenía bastante suerte. Amianto no le imponía muchas condiciones. Otros niños, de mayor o menor edad que él, aprendían ya un oficio en los talleres de las Hermandades, o en los talleres de los padres, o en los de los más lejanos parientes. A los niños se les enseñaba a ser escribas, sacerdotes, sabios y, a cualquiera que pudiera necesitar la lectura avanzada o las artes de la escritura, la segunda o, incluso, la tercera Nomenclatura[2]. Los padres devotos enviaban a sus hijos a los Saltos Infantiles y Avances Juveniles del templo de Finuka, o les enseñaban las figuras más simples en el domicilio familiar.
Amianto, por cálculo o por distracción, nunca le había impuesto a su hijo tarea semejante, que iba y venía a su antojo. Ghyl exploró todo el Solar de Brueben y, luego, al volverse más atrevido, se aventuró mucho más lejos. Visitó los muelles y los talleres de construcción naval del Solar de Nobile; escaló las carcasas de los viejos remolcadores en las boscosas regiones de Dodrechten, comiendo mariscos crudos para desayunar; atravesó el estuario que conducía a la isla de Despar, donde se hallaban las fábricas de vidrio y las empresas metalúrgicas, y siguió por el puente hasta la Punta del Hombre Roto.
Al sur de Breuben, yendo hacia el corazón de la vieja Ambroy, se encontraban los solares que casi fueron destruidos completamente durante las Guerras del Imperio: Hoge, Cato, el Parque Hyalis, Vashmont, donde había hileras, e incluso dobles hileras, de mansiones construidas con ladrillos de recuperación serpenteando a lo largo del desolado paisaje. En Hoge estaba el mercado; en Cato, el Templo; más allá, había grandes extensiones de vastas zonas de ladrillos negros destrozados y asfalto convertido en polvo, estanques de nauseabundo olor rodeados de espumas de raros colores y, a veces, la cabaña de algún vagabundo o de un nocop[3]. En Cato y en Vashmont se alzaban los lúgubres esqueletos de las viejas torres centrales, adquiridas gracias a su derecho de compra por los señores para establecer en ellos sus moradas. Un día, Ghyl, acordándose de la marioneta de Rudel, decidió poner en práctica su idea. Eligió una torre, propiedad del Señor Waldo el Flowan[4], y empezó a escalar la estructura; se fue deslizando por el sobretecho de puntales diagonales, hacia la primera vigueta horizontal, hasta alcanzar la segunda hilera diagonal, trepando por otra vigueta horizontal, una tercera y una cuarta: subiendo hasta llegar a los treinta metros, sesenta, cien, y deteniéndose al fin, agarrado al matelón, aterrorizado por la distancia que le separaba del suelo.
Durante algunos instantes, Ghyl se quedó sentado, mirando la antigua ciudad. La vista era espléndida, tranquila y melancólica; las ruinas, oblicuamente iluminadas por la luz gris dorada del sol, mostraban una multitud de detalles fascinantes. Ghyl echó un vistazo más allá de Hoge, intentando localizar el Solar de Indle… Bajo él se pudo escuchar una voz seca, y Ghyl vio, a sus pies, a un hombre vestido con pantalones marrones y una casaca negra y amplia: uno de los agentes del Servicio Social de Protección de Vashmont.
Ghyl descendió al suelo y, una vez allí, fue severamente reprendido antes de tener que dar su nombre y dirección.
Muy temprano, al día siguiente, un agente de la Protección Social del solar de Breuben, Helfred Cobol, se acercó hasta su casa para hablar con Amianto, y Ghyl fue arrestado. ¿Iba a ser rehabilitado? Pero Helfred Cobol no habló del incidente de la torre de Vashmont y, simplemente, recomendó a Amianto, con un tono acusador, que impusiera a Ghyl una disciplina más estricta, cosa que su padre escuchó con cortés desinterés.
Helfred Cobol era un hombre rechoncho y barrigudo, con la cabeza redonda, mofletudo, con una berenjena por nariz y pequeños ojos grises. Era vivo y capaz, y conocido por su imparcialidad. Era, incluso, un hombre de amplia experiencia, y tenía tendencia a no interpretar el Código demasiado estrictamente. Con numerosos beneficiarios, Helfred Cobol empleaba maneras desenvueltas pero, en presencia de Amianto, fue prudente y circunspecto, como si no pudiera prever sus reacciones.
Helfred Cobol acababa de salir cuando Eng Seche, el antiguo delegado del solar de la Hermandad de Escultores en Madera, un hombre de acre humor, llegó para inspeccionar el local y asegurarse de que Amianto actuaba de acuerdo con los reglamentos y que empleaba sólo los útiles y métodos de trabajo autorizados, y que no trabajaba con sierra mecánica, ni plantillas, ni proceso automático o aparatos de reproducción. Se quedó más de una hora examinando las herramientas de Amianto una por una hasta que, finalmente, este último le preguntó con voz un tanto burlona lo que buscaba exactamente.
—Nada concreto, Ben[5] Tarvoke: quizá la marca de una sierra, o algo parecido. Puedo decir que el remate de sus últimas pantallas ha sido particularmente regular.
—Si quiere, puedo trabajar menos minuciosamente —sugirió Amianto.
La ironía de la frase, aunque hubiera sido voluntaria, no fue percibida por el delegado.
—Eso sería contrario a los reglamentos. Ya sabe usted cuáles son las restricciones.
Amianto volvió a su trabajo, y el delegado se marchó. Por la inclinación de sus hombros, la energía con la que manejaba el mazo y el buril, Ghyl comprendió que su padre estaba exasperado. Amianto, por último, tiró las herramientas contra la puerta y miró el Solar de Undle. Se volvió al taller.
—¿Has entendido lo que quería decir el delegado?
Cree que les engañas.
—Sí, algo parecido. ¿Sabes por qué se toma su trabajo tan a pecho?
—No. —Y Ghyl añadió con toda franqueza—: Reconozco que me ha parecido un idiota.
—Bueno, no del todo. En Fortinone, vivimos o morimos del comercio, y garantizamos que todos nuestros artículos han sido hechos a mano. La duplicación, el empleo de moldes, cualquier tipo de reproducción, están prohibidos. No hacemos dos objetos parecidos, y los delegados de la Hermandad están encargados de hacer cumplir las reglas.
—¿Y los señores? —preguntó Ghyl—. ¿A qué Hermandad pertenecen? ¿Qué producen?
Amianto hizo una mueca, mezcla tanto de sonrisa como de crispación.
—Son gente aparte, no pertenecen a ninguna Hermandad.
—¿Y cómo se ganan los créditos?
—Muy sencillo. Hace mucho tiempo hubo una gran guerra, y Ambroy quedó en ruinas. Los señores vinieron y se gastaron muchos créditos en la reconstrucción: un procedimiento llamado «inversión». Pusieron en funcionamiento el sistema de abastecimiento de agua, cavaron los túneles de la Línea Elevada, y muchas otras cosas más… Y, ahora, pagamos por la utilización de todas esas cosas.
—Hmmf —refunfuñó Ghyl—. Creía que recibíamos el agua, la energía y todas esas cosas como las otras ventajas a las que nos da derecho la Protección Social.
—Nada es gratuito —observó Amianto—. A menos que una persona lo robe, antes o después, de un modo u otro, todos pagamos por ello. Por eso los señores se llevan una parte de nuestros ingresos; el 1,18 por ciento para ser exactos.
Ghyl se quedó pensando unos instantes.
—¿Es mucho?
—Parece adecuado —respondió Amianto secamente—. Veamos, hay tres millones de beneficiarios en Fortinone, y unos doscientos señores… seiscientos si contamos a sus damas e hijos. —Amianto se tiró del labio inferior—. El producto es interesante… Tres millones de beneficiarios y seiscientos nobles. Un noble por cada cinco mil beneficiarios. Tomando una base del 1,18 por ciento —redondeando, un uno por ciento—, lo que cobra cada señor es lo que cobran cincuenta beneficiarios. —Amianto parecía embarazado por los resultados de su deducción—. Incluso los señores tienen que verse en problemas para gastar todo ese dinero… Bueno, de todos modos, no es asunto nuestro. Les doy su porcentaje, y, en serio, hasta de buena gana. Pero es preocupante… ¿Tiran el dinero por la ventana? ¿Lo dan para obras de caridad? Cuando fui corresponsal, lo tendría que haber preguntado.
—¿Qué es un corresponsal?
—Nada importante. Un puesto que tuve hace mucho tiempo, cuando era muy joven. Me temo que fue hace demasiado tiempo.
—¿Eso no quiere decir que eras un señor?
—Claro que no —le respondió Amianto—. ¿Acaso parezco un señor?
Ghyl le examinó con ojos críticos.
—Supongo que no. ¿Cómo se convierte uno en un señor?
—Por nacimiento.
—Pero… ¿y Rudel? ¿Y Marelvie, la de la obra de marionetas? ¿No recibieron feudos de los servicios públicos y se convirtieron en señores?
—No realmente. Algunos nocops desesperados, e incluso a veces beneficiarios, han raptado a los señores y les han obligado a entregarles sus feudos y grandes sumas de dinero. Los raptores fueron financieramente independientes, e incluso pudieron alcanzar el grado de señores, pero nunca se han atrevido a mezclarse con los nobles verdaderos. Finalmente, los señores compraron los garriones a los marionetistas de Damar y, actualmente, casi no hay ningún rapto. Además, los señores han llegado a un acuerdo para no pagar rescate en caso de rapto, por lo que un beneficiario o un nocop nunca podría convertirse en un señor, ni aunque estuviera dispuesto a todo para conseguirlo.
—¿Marelvie se habría convertido en una dama si el Señor Bodbozzle se hubiese casado con ella? ¿Habrían sido señores sus hijos?
Amianto dejó las herramientas y estudió la respuesta cuidadosamente.
—Los señores eligen amantes —amigas— muy a menudo entre los beneficiarios —dijo—, pero se cuidan mucho en no engendrar hijos. Son una raza aparte y, aparentemente, desean que las cosas sigan como están.
Una sombra se perfiló en los cristales ambarinos de la puerta, que se abrió bruscamente. Helfred Cobol entró en el taller. Frunciendo las cejas con aire siniestro, se cuadró ante Ghyl, cuyo corazón a punto estuvo de pararse. Helfred Cobol se volvió hacia Amianto.
—Acabo de leer el informe de mediodía. Hay una anotación en rojo sobre su hijo Ghyl. Un delito de violación de propiedad e imprudencia. La denuncia ha sido efectuada por el Guardia 12B, del solar de Vashmont, agente del Servicio de Protección Social. Informa que Ghyl escaló las vigas de la torre del Señor Waldo el Flowan hasta una altura peligrosa e ilegal, ultrajando al Señor Waldo y cometiendo un delito contra los Solares de Vashmont y Breuben, con el consiguiente riesgo de hospitalización.
Amianto, mientras limpiaba las virutas del banco, hinchó las mejillas.
—Sí, sí, el chico es muy inquieto.
—¡Demasiado inquieto! ¡De hecho, es un irresponsable! Va de un lado a otro libremente por el día y por la noche. Le he visto volver furtivamente a casa tras la caída de la noche, calado hasta los huesos por la lluvia. Acecha en la ciudad como si fuera un ladrón; ¡no aprende a ser nada, salvo a ser vago! No me puedo creer que ésta sea una situación sin importancia. ¿No está usted interesado por el porvenir de su hijo?
—No hay prisa —respondió Amianto con tono desenvuelto—. Hay mucho tiempo.
—La vida de un hombre es muy corta. Ya es tiempo de que se familiarice con su vocación. Supongo que querrá hacer de él un ebanista.
Amianto se encogió de hombros.
—Un oficio es igual que otro.
—Tendría que seguir algún tipo de instrucción. ¿Por qué no le manda a la escuela de la Hermandad?
Amianto probó el filo del buril con la uña del pulgar.
—Que disfrute de su inocencia. Tiene toda una vida para pasarlas negras.
Helfred Cobol abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. Emitió un gruñido que podía tener cualquier significado.
—Otra cosa: ¿por qué no asiste a los Ejercicios Voluntarios del Templo?
Amianto dejó el buril, frunció el ceño estúpidamente, como si estuviera desconcertado.
—Eso sí que no lo sé. Nunca se lo he pedido.
—¿Le enseña los saltos en casa?
—Claro que no. Yo mismo salto muy poco.
—Vaya. Sin tener en cuenta sus propios hábitos, tendría que enseñarle esas cosas.
Amianto miró hacia el techo, luego recogió el buril y atacó un tablero de arzack aromático que acababa de fijar en el mandril. El dibujo ya había sido trazado: un bosquecillo y unas mujeres de largo cabello que huían ante un sátiro. Las luces y las diferencias aproximadas del relieve estaban marcadas con indicaciones hechas con tiza. Utilizando una regla de metal como guía para el pulgar, Amianto empezó a labrar la madera.
Helfred Cobol cruzó la habitación para observarle.
—Muy bonito… ¿Qué madera es ésa? ¿Kodilla? ¿Boligam? ¿Una de esas maderas duras del Continente Sur?
—Arzack, procedente de los bosques que hay más allá de Perdue.
—¡Arzack! No creía que se pudieran sacar de ellos tableros tan grandes. Esos árboles nunca tienen más de un metro de lado a lado.
—Elijo bien mis árboles —explicó Amianto pacientemente—. Los leñadores cortan los troncos en trozos de dos metros. Yo alquilo una cuba de tinte y, cuando los troncos han estado sumergidos en los productos químicos dos años, les quito la corteza y corto la pieza en trozos de cinco centímetros de ancho, lo que da unas treinta láminas. Elimino los cinco centímetros de toda la albura exterior y consigo una plancha de dos metros de ancho y una longitud que va de un metro ochenta a dos metros sesenta. Luego, la madera se prensa y, cuando está seca, la cepillo para dejarla lisa.
—Humm… La descorteza usted mismo.
—Sí.
—¿Sin ganarse las quejas de la Hermandad de Carpinteros? Amianto se encogió de hombros.
—Ellos no pueden, o no quieren, hacer ese trabajo. No tengo otra elección. Aun en el caso de que quisiera… —El final de la frase fue un murmullo inaudible fruto de algún pensamiento oculto.
Helfred Cobol se expresó con toda concisión.
—Si todo el mundo actuara según sus propios gustos, viviríamos como los wirwams.
—Quizá. —Amianto siguió desquijerando la plancha de arzack. Helfred Cobol tomó uno de los pedazos de madera y lo olió.
—El olor, ¿procede de la madera o de los productos químicos?
—Un poco de las dos cosas. El arzack es algo más picante.
Helfred Cobol suspiró.
—Me gustaría tener un biombo así, pero mi salario me permite vivir a duras penas. Supongo que no tendrá ningún Rechazado del que pueda desprenderse.
Amianto miró a un lado sin expresión.
—Pregúnteles a los Señores Boímarc. Ellos se llevan todos los biombos. Queman los Rechazados, guardan los Segundos en un depósito y exportan los Primeros y los Perfectos. Al menos eso creo, porque nunca me han consultado. Ganaría más créditos ocupándome de la reventa.
—Debemos mantener la reputación —declaró Helfred Cobol con voz pesada—. En los mundos lejanos, una «pieza de Ambroy» es sinónimo de «obra de arte».
—La admiración es halagadora —indicó Amianto—, pero da muy pocos créditos.
—¿Y qué quiere? ¿Que los mercados queden saturados de basura?
—¿Por qué no? —preguntó Amianto, mientras seguía con su trabajo—. En comparación, los Primeros y los Perfectos resplandecerían.
Helfred Cobol sacudió la cabeza como muestra de su desacuerdo.
—El comercio no es tan sencillo. —Se quedó inmóvil tras decirlo, observando a Amianto unos instantes antes de poner el dedo sobre la regla que utilizaba el padre de Ghyl—. Más valdría que el delegado de la Hermandad no le viera trabajar con un aparato que le vale de guía. Le llevaría ante el Consejo acusado de fraude.
Amianto levantó la vista, ligeramente sorprendido.
—No es duplicación.
—La acción de la regla contra el pulgar le permite conservar o reproducir una profundidad dada de corte.
—¡Bah! —murmuró Amianto—. Estupideces… Es completamente absurdo.
—Sólo era un consejo amistoso, nada más —aseguró Helfred Cobol antes de mirar a Ghyl de soslayo—. Tu padre es muy buen artesano, chico, pero quizá un poco indeciso y algo desentendido del mundo. Tengo un consejo, ahora para ti: deja de vagar y acechar por ahí, tanto de día como de noche. Dedícate a aprender un oficio. La escultura de madera, o cualquier otra cosa diferente que prefieras; el Consejo de las Hermandades te puede dar una lista de los oficios en los que más cortos estemos de artesanos. Por mi parte, creo que triunfarías en la escultura. Amianto tiene muchas cosas que enseñarte. —Helfred Cobol echó una rápida mirada a la regla—. Pensando en otra cosa, ya tienes edad para ir al Templo. Te pondrían a dar saltos fáciles y aprenderías la doctrina auténtica. Si sigues así, acabarás de mendigo o de nocop.
Helfred Cobol le hizo a Amianto un ligero gesto con la cabeza y salió del taller.
Ghyl fue hasta la puerta y observó cómo el agente de la Protección Social atravesaba la plaza. Luego cerró lentamente el batiente —otra plancha de arzack oscura en la que Amianto había incrustado bulbos de cristal ámbar en bruto— y cruzó lentamente la habitación.
—¿Tengo que ir de verdad al Templo?
Amianto gruñó.
—No hay que tomar a Helfred Cobol muy en serio. Dice esas cosas porque es su trabajo. Creo que envía a sus propios hijos al Salto, pero mucho me temo que no salte él mismo con mucho más interés que yo.
—¿Por qué se llaman Cobol todos los agentes del Servicio de Protección Social?
Amianto sacó un taburete, se llenó una taza de té negro y amargo y lo saboreó pensativamente.
—Hace mucho tiempo, cuando la capital de Fortinone era Thadeus, más al norte, subiendo por la costa, el director del Servicio de Protección Social era un hombre llamado Cobol. Colocó a sus hermanos y primos en los mejores puestos y, en poco tiempo, no hubo más que personas llamadas Cobol en los Servicios de Protección Social. Lo mismo pasa ahora, y los agentes que no se llaman Cobol por nacimiento —aunque en muchos casos sea así— se cambian el nombre. Es una simple cuestión de tradiciones. Ambroy es una ciudad de muchas tradiciones. Algunas son útiles, otras no. Por ejemplo, se elige al Alcalde de Ambroy cada cinco años, pero no tiene ninguna función: no hace nada, pero cobra su salario. Es una tradición, pero completamente inútil.
Ghyl miró a su padre respetuosamente.
—Lo sabes casi todo, ¿verdad? No hay nadie más que esté al corriente de todas estas cosas.
Amianto inclinó la cabeza con aire disgustado.
—Estos conocimientos no dan créditos… Bueno, cambiemos de tema. —Se terminó la taza de té—. Parece que he de enseñarte a tallar la madera, a leer y a escribir. Vamos, ven aquí. Mira las gubias y los buriles. Primero tienes que aprender cómo se llaman. Esto es un acanalador, y esto otro un escoplo elíptico del número dos. Esto es una pinza de zigzags…