Ghyl Tarvoke tuvo una primera visión de la naturaleza del destino en su séptimo cumpleaños, cuando fue a ver un espectáculo itinerante. Su padre, generalmente olvidadizo y despistado, recordó la ocasión; fueron juntos, a pie, por la ciudad. Ghyl habría preferido tomar el Elevado, pero Amianto, por razones que todavía eran oscuras para Ghyl, se opuso, y caminaron tranquilamente hacia el norte, a través de los viejos Solares de Vashmont, pasando ante los esqueletos de una docena de torres en ruinas, cada una de las cuales tenía en la cúspide el emblema de un Señor. Al fin llegaron a la zona Comunal Norte de la Ciudad del Este, donde se alzaban los alegres tenderetes de los Divertidores Peripatéticos de Framtree. En una rotonda podía leerse: Las Maravillas del Universo. Un viaje fantástico y económico, sin peligros ni inconvenientes, por seis mundos cautivadores, presentados mediante secuencias edificantes y de buen gusto. Había un espectáculo de marionetas interpretado por un grupo de títeres vivientes de Damar; un diorama ilustraba las principales escenas de la historia de Halma; exhibiciones de criaturas de otros mundos, vivas, muertas o simuladas; un ballet titulado Niaiserie, un telépata interpretando a Pagoul, el misterioso terrícola; casetas de juegos, de bebidas, de buhoneros que vendían baratijas y otros objetos sin valor. Ghyl estaba impaciente por ver aquello, o lo otro, mientras que Amianto se limitaba a abrirse paso entre la multitud con indiferente paciencia. Había muchos beneficiarios de Ambroy, pero también eran muchos los que habían llegado de tierra adentro desde Fortinone; y también podía verse un buen número de forasteros procedentes de Bauredel, Sauge, Closte, a los que se distinguía por las escarapelas que les daban derecho a créditos complementarios del Servicio de Protección Social. Los garriones eran más raros; se trataba de extraños animales ataviados con ropas humanas y cuya presencia siempre indicaba que algún señor se encontraba entre la gente del pueblo.
Amianto y Ghyl visitaron la rotonda en primer lugar, para hacerse a la idea de que viajaban por los mundos de las estrellas. Vieron la Batalla de los Pájaros de Sloe en Madura; las tormentas de amoníaco de Fajane; las breves y tentadoras visiones de los Cinco Mundos. Ghyl observaba las extrañas escenas sin comprenderlas; eran tan diferentes, tan grandiosas, tan salvajes a veces, que no podía asimilarlas. Amianto las miraba con una ligera sonrisa agridulce apenas esbozada. Amianto nunca viajaría, pues nunca podría reunir los créditos necesarios para poder hacer una excursión de tres días a Damar y, sabiéndolo, parecía haber dejado aparte cualquier ambición en aquel sentido.
Saliendo de la rotonda, visitaron una sala en la que se podía ver el diorama de los más célebres amantes de la mitología: el Señor Guthmore y la Bestia Salvaje de las montañas; Medié y Estasis; Jeruun y Jeran; Hurs Gongonja y Ladati el Matáforo; y hasta otra docena de parejas, ataviadas con ropajes pintorescos de la antigüedad. Ghyl hizo muchas preguntas que Amianto eludió, o a las que contestaba de forma esquiva.
—La historia de Halma es muy larga, muy confusa; basta con decir que todos estos hermosos personajes son míticos.
Tras salir de allí, pasaron ante el teatro de marionetas[1] y observaron a las pequeñas criaturas enmascaradas saltar, retozar, bromear y cantar con dificultad La Fidelidad Virtuosa como Ideal es el Medio Más Seguro de Llegar a la Independencia Financiera. Fascinado, Ghyl contempló la historia de Marelvie, la hija de un sencillo trefilador que, con ocasión de un baile en la calle en el Solar de Foelgher, atrajo la atención del Señor Bodbozzle el Chaluz, un viejo lúbrico, magnate de la energía en veintiséis feudos. El Señor Bodbozzle le hizo la corte, efectuando ágiles cabriolas; un desahogo cómico de brillantes efectos y declamaciones, pero Marelvie se negaba a unirse a él salvo en calidad de esposa legítima, con pleno reconocimiento, y la dote de cuatro feudos escogidos. El Señor Bodbozzle aceptó, pero con la condición de que Marelvie fuera antes a su morada para aprender primero distinción e independencia financiera. Marelvie, confiada, fue conducida en deslizador aéreo a su casa, en lo alto de una torre, por encima de Ambroy, donde el Señor Bodbozzle intentó, inmediatamente, seducirla. Hubo otras muchas peripecias pero, en el instante crítico, Rudel, el enamorado de Marelvie, saltó al interior, atravesando la ventana tras haber trepado por las lisas paredes de la vieja torre. Derrotó a una docena de garriones y aplastó contra el muro a un lloriqueante Señor Bodbozzle mientras Marelvie practicaba una danza Saltarina provocada por la alegría. Para conservar la vida, el Señor Bodbozzle entregó seis feudos en el corazón de Ambroy, así como un yate espacial. La feliz pareja, financieramente independiente y fuera de las listas, se alejó feliz y saltando, mientras el Señor Bodbozzle se vendaba las heridas.
La iluminación de la sala se hizo desigual, indicando el entreacto; Ghyl se volvió hacia su padre, esperando sin confianza algún comentario. Amianto tenía tendencia a mantener en secreto sus opiniones. Incluso a la edad de siete años, Ghyl notaba algo nada ortodoxo, casi ilícito, en los juicios de su padre. Amianto era un hombre fuerte, de movimientos lentos que sugerían más economía y control que simple pesadez. Su cabeza era voluminosa y sombría, su rostro, de marcados pómulos, era pálido, con el mentón pequeño, la boca sensible torcida de un modo característico, con una media sonrisa soñadora. Amianto hablaba muy poco, y siempre con voz suave, aunque Ghyl había tenido ocasión de verle, cuando algún incidente insignificante le estimulaba, escupir las palabras, vomitándolas como si se encontrase bajo una presión física, para detenerse súbitamente, incluso en medio de una frase. En aquel momento, Amianto no tenía nada que decir; Ghyl sólo podía intentar adivinar cuáles eran sus sentimientos sobre el infortunio del señor Bodbozzle.
Observando al público, Ghyl vio a dos garriones con espléndidas libreas de cuero color lavanda, escarlata y negro. Estaban en el fondo de la sala, parecidos a dos hombres, pero sin ser humanos (híbridos de insectos, ranas y monos), inmóviles, pero en guardia, con sus ojos protuberantes sin mirar nada pero viéndolo todo.
Ghyi cogió a su padre del codo.
—¡Hay garriones! ¡Los señores asisten al espectáculo de marionetas!
Amianto echó un breve vistazo por encima del hombro.
—Señores o sus hijos.
Ghyl buscó entre la concurrencia. Nadie se parecía al Señor Bodbozzle; nadie denotaba aire de autoridad e independencia financiera, algo casi visible que, por lo que se imaginaba, debía rodear a todos los señores. Iba a preguntarle a su padre quién era según él el señor, pero se detuvo, sabiendo que la única respuesta de Amianto sería un encogimiento de hombros carente de interés. Rostro por rostro, Ghyl siguió las filas con la mirada. ¿Cómo un señor, o su hijo, no iba a sentirse ofendido por la grosera caricatura del Señor Bodbozzle? Pero nadie parecía turbado… El interés de Ghyl no tardó en desaparecer; quizá los garriones asistían al espectáculo por iniciativa propia.
El entreacto debió durar diez minutos; Ghyl se deslizó fuera de su asiento y se adelantó para ver más de cerca el espectáculo. A un lado, colgaba un telón de tela; Ghyl lo apartó y sumió la mirada en una habitación lateral donde había sentado un hombrecillo vestido de terciopelo marrón, sorbiendo lentamente una taza de té. El muchacho echó un vistazo a sus espaldas; Amianto, preocupado por sus propias visiones interiores, no le prestaba la menor atención. Ghyl pasó por debajo del telón, se inmovilizó, titubeante, dispuesto a saltar hacia atrás si el hombre vestido de terciopelo marrón intentaba cogerle. Por una razón u otra, Ghyl había terminado por creer que los títeres no eran más que niños raptados, azotados y golpeados hasta que se aprendían la comedia y eran capaces de bailar con completa precisión y exactitud; aquella idea le daba al espectáculo un aliciente morboso. Pero el hombre, con la excepción de una cortés inclinación de cabeza, no parecía interesado en su captura. Envalentonado, Ghyl dio unos pasos hacia adelante.
—¿Es usted quien maneja las marionetas?
—Eso es lo que soy, muchacho: Holkerwoyd, el marionetista, disfrutando de una ligera pausa en mi trabajo.
El hombre era bastante nervudo y anciano. No parecía alguien capaz de torturar y azotar a los niños.
Con crecida confianza, Ghyl —que no sabía exactamente lo que quería decir— preguntó:
—¿Es usted… real?
Holkerwoyd no pareció ver en la pregunta falta de sentido.
—Soy tan real como es necesario, muchacho, al menos según mi propio punto de vista. Algunos me encuentran, digamos, inconsistente, incluso etéreo.
Ghyl entendió la esencia general de la respuesta.
—Debe haber viajado mucho.
—Muy cierto. He recorrido el Gran Continente Norte de arriba abajo, he atravesado la Bahía de Salula descendiendo por la península hacia Wantanua. Y eso únicamente en Halma.
—Yo nunca he salido de Ambroy.
—Todavía eres joven.
—Sí. Algún día seré financieramente independiente, y viajaré por el espacio. ¿Ha estado en otros mundos?
—En docenas. Nací cerca de una estrella tan lejana que nunca verás siquiera su luz… No en los cielos de Halma.
—Entonces, ¿por qué está aquí?
—A menudo me hago la misma pregunta. La respuesta es siempre la misma: porque no estoy en ninguna otra parte. Es una afirmación más sensata de lo que parece a primera vista. ¿No es fantástico? Estoy aquí, y tú también estás aquí, ¡piensa en ello! ¡Cuándo se consideran las dimensiones de la galaxia, hay que reconocer que se trata de una coincidencia única!
—No entiendo.
—¡Pues es bien sencillo! Supongamos que tú te encuentras aquí y que yo estoy en otra parte, o que yo estoy aquí y tú no, o que los dos estemos en un sitio distinto; tres casos mucho más probables que el cuarto, que es nuestra presencia mutua a menos de tres metros de distancia uno del otro. ¡Te lo repito, es un encadenamiento de circunstancias milagrosas! ¡Y pensar que hay quien dice que la Era de las Maravillas ha terminado!
Ghyl inclinó la cabeza, con aspecto de duda. —Esa historia que habla del Señor Bodbozzle… no me ha gustado mucho.
—¿Eh? —Holkerwoyd infló las mejillas—. ¿Y por qué?
—No es verdad.
—Ajá… ¿qué detalle te ha chocado?
Ghyl rebuscó entre su vocabulario para expresar lo que no era apenas más que una intuición. Dijo, con bastante incertidumbre:
—Un hombre no puede pelear con diez garriones. Todo el mundo lo sabe.
—Bien, bien, bien —dijo Holkerwoyd para sí mismo—. Este muchacho tiene un espíritu prosaico. —Dirigiéndose a Ghyl, añadió—: ¿Acaso no era eso lo que deseabas? ¿No debo escribir historias felices? Cuando crezcas y sepas todo lo que le debes a la ciudad, descubrirás una cierta falta de acción.
Ghyl inclinó la cabeza con sabiduría.
—Pensaba que las marionetas eran más pequeñas, y más bonitas.
—Vaya, buscándole los tres pies al gato. Un eterno insatisfecho. ¡Estupendo! Cuando crezcas, te parecerán más pequeñas.
—¿No son niños raptados?
Las cejas de Holkerwoyd se erizaron como la cola de un gato asustado.
—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¿Cómo iba a enseñar a los niños esas cabriolas, esas comedias tan tontas cuando son tan escépticos, críticos tan exigentes, tan absolutos?
Ghyl creyó oportuno cambiar de tema.
—Hay un señor entre los espectadores.
—No, amigo mío. La hija de un señor. Está sentada a la izquierda, en la segunda fila. Ghyl parpadeó.
—¿Cómo lo sabe?
Holkerwoyd hizo un gesto teatral.
—¿Quieres robarme todos mis secretos? Mira, muchacho, las máscaras y enmascarar, lo mismo que desenmascarar, es todo el arte de mi oficio. Ahora, déjame, vuelve con tu padre. Él lleva la máscara de plomo de la paciencia cubriendo su alma. Interiormente, está deshecho, turbado por el dolor. Tú también conocerás la pena; estás predestinado. —Holkerwoyd avanzó haciendo gestos feroces—. ¡Vete, deprisa! ¡Buh! ¡Ah!
Ghyl volvió corriendo a la sala y se acomodó en su asiento. Amianto le lanzó una mirada interrogativa que Ghyl evitó. Muchos aspectos del mundo estaban más allá de su comprensión. Recordando las palabras de Holkerwoyd, miró por la sala. En efecto, en la segunda fila se encontraba una joven acompañada por una mujer de aspecto sereno y de edad incierta. ¡Así que era una joven sonora! Ghyl la examinó con sumo cuidado. Hermosa y elegante, no cabía duda de lo que era, y Ghyl, con la claridad de su visión, percibió la Diferencia. Su aliento debía ser fuerte y perfumado, como la verbena, o el limón. Su mente se encaminaba hacia insondables pensamientos, maravillosos secretos… Ghyl notó la altivez, la seguridad de los modales… todo era, de un modo u otro, fascinante…
Un desafío.
Las luces se fueron apagando progresivamente, el telón se fue abriendo, y así empezó un cuento corto y triste. Ghyl pensó que era un mensaje que le dirigía Holkerwoyd, aunque tal eventualidad le pareciera poco probable.
La historia se desarrollaba en el propio teatro de marionetas. Uno de los títeres, imaginando que el mundo exterior era un lugar de continuo gozo, escapaba del teatro y se mezclaba con un grupo de niños. Durante un tiempo, todo eran juegos y cantos, pero, luego, los niños, cansados de jugar, volvieron a tomar sus diferentes caminos. El títere, solo, vagó por las calles, observando la ciudad: un lugar muy triste comparado con el teatro, ¡por irreal y ficticio que fuera! Pero estaba poco dispuesto a volver, pues sabía lo que le esperaba. Dudando, haciendo tiempo, volvió arrastrando la pierna hasta el teatro, cantando una cancioncilla muy triste. Sus camaradas, las marionetas, le recibieron con reserva y temor, sabiendo también ellas lo que le esperaba. Y, en efecto, en la secuencia final se presentaba el drama tradicional Emphyrio, con el títere fugitivo interpretando el papel de Emphyrio. Mientras la historia de Emphyrio seguía su propio camino, se contaba otra historia. Finalmente, el héroe, capturado por los tiranos, fue arrastrado hasta el Gólgota. Antes de su ejecución, intentó dejar un mensaje que justificase su vida, pero los tiranos incluso le negaron el derecho a hablar, y el infligieron la última humillación con una muerte inútil.
Un trapo grotescamente grueso le fue metido a Emphyrio en la boca, un hacha resplandeciente hendió su cabeza… y el mismo fue el final del títere vagabundo.
Ghyl observó que la hija del señor, su compañera, y los garriones, no se quedaron hasta el final. Cuando las luces volvieron a iluminar la sala y mostraron los rostros blancos de fijas miradas de la asistencia, se habían marchado.
Ghyl y Amianto caminaban hacia su casa, en el crepúsculo, cada uno de ellos absorto en sus propios pensamientos. Ghyl preguntó:
—¿Padre?
—Sí.
—En la obra, el títere que huye y que hace de Emphyrio es ejecutado.
—Sí.
—¡Pero fue ejecutado realmente!
—También yo lo noté.
—¿Crees que había escapado? Amianto suspiró y sacudió la cabeza.
—Lo ignoro. Los títeres son baratos… De hecho, aquélla no era la verdadera historia de Emphyrio. —¿Y cuál es?
—Nadie la conoce.
—¿Ha existido Emphyrio?
Amianto reflexionó unos momentos antes de contestar.
—La historia humana ha sido muy larga. Si nunca ha existido alguien llamado Emphyrio, alguien con otro nombre habrá hecho las mismas hazañas.
Ghyl descubrió que la observación sobrepasaba sus capacidades intelectuales.
—Según tú, ¿dónde vivía Emphyrio? ¿Aquí, en Ambroy?
—Eso es un problema —dijo Amianto, frunciendo las cejas pensativamente— que algunos han intentado elucidar… sin éxito. Hay indicios, naturalmente. Si yo fuera otro hombre, si de nuevo fuera joven, si no hubiera… —La voz decayó y murió.
Caminaron en silencio. Luego, Ghyl preguntó:
—¿Qué quiere decir predestinado?
Amianto le miró con curiosidad.
—¿Dónde has oído esa palabra?
—Holkerwoyd, el marionetista, me dijo que estaba predestinado.
—Ah, ya veo. Bien, eso quiere decir que de ti emana una impresión de… digamos, importancia. Eso quiere decir que serás un gran hombre y que tus actos serán notables.
Ghyl estaba fascinado.
—¿Quiere decir que seré financieramente independiente y que podré viajar? Contigo, claro.
Amianto puso la mano en el hombro de su hijo. —Ésa es otra historia.